Vieron los cielos abiertos
La misma primavera en que se construyó el templo, el deshielo fue muy abundante y el río Dal[6] tuvo una gran crecida. Era realmente extraño contemplar toda el agua que ofreció aquella primavera. Caía agua del cielo en forma de lluvia, bajaba a chorro por las laderas de las montañas, y la tierra empapada, incapaz de filtrarla, la escupía; cada huella de carreta y cada surco del arado contenía agua hasta los bordes.
Y toda esa agua quería abrirse paso hasta el río, el cual crecía y crecía arremolinándose cada vez con mayor velocidad. Ya no era un río de aguas oscuras y quietas como un espejo, sino una corriente gris de reflejos ocres debido a toda la tierra disuelta que iba a parar a su cauce y que, al precipitarse arrastrando un revoltijo de troncos y témpanos de hielo, provocaba un estupor sombrío cargado de amenazas y presagios.
En un comienzo los mayores no se preocuparon demasiado de aquella crecida primaveral. Sólo los niños, cuando podían, bajaban corriendo hasta las orillas para mirar el río enloquecido y todo lo que arrastraba.
Sin embargo, pronto no fueron sólo troncos y témpanos lo que bajaba, no señor. Ahora el río traía lavaderos enteros y casetas de baño. Y al poco tiempo arrastró barcas y restos de pontones hechos añicos.
«Se llevará nuestro puente, ya lo verás, seguro», decían los niños. Algo inquietos sí estaban; pero predominaba en ellos la alegría de estar viviendo algo tan extraordinario.
De repente bajó un enorme abeto con todas sus ramas y raíces intactas, y tras él pasó de largo un álamo de tronco blanco en cuyas extensas ramas, visibles desde la orilla, destacaban botones muy hinchados por la prolongada inmersión. Después, siguiendo de cerca a los árboles, bajó un pequeño henil flotando boca abajo. Todavía estaba lleno de paja y heno y navegaba sobre su techumbre como un barco sobre su casco.
Fue al traer el río este tipo de cosas cuando los adultos empezaron a reaccionar. Comprendieron que el río se había desbordado en algún sitio hacia el norte y se apostaron en las márgenes con pértigas y bicheros para pescar desde enseres hasta construcciones enteras.
En la zona más septentrional de la parroquia, un área despoblada donde vivía muy poca gente, Ingmar Ingmarsson había bajado sin compañía alguna a la orilla del río. Rondaba los sesenta años pero aparentaba bastantes más. Tenía el rostro curtido y cuarteado, la espalda encorvada; y al igual que antes, su aspecto era el de alguien torpe y desvalido.
Estaba de pie apoyado en un bichero largo y pesado mientras sus ojos vagaban ensimismados por la corriente. El río bramaba escupiendo espuma, mostrando con orgullo todo lo que había ido rapiñando en las márgenes. Era como si pretendiera burlarse del parsimonioso labriego. «No serás tú quien me arrebate nada de lo que arrastro», parecía jactarse.
Ingmar Ingmarsson dejó que pasaran cascos de barcos seguidos muy de cerca por trozos de pontones, sin preocuparse por recuperarlos. «Eso ya lo rescatarán abajo en el pueblo», pensaba.
Sin embargo, no quitaba los ojos de la corriente ni un solo instante; al contrario, iba fijándose en cada una de las cosas que arrastraba. Entre ellas percibió de pronto, a bastante distancia río arriba, algo de un luminoso amarillo suspendido sobre una plancha de tablas sueltas. «Aquí vienen, hace tiempo que me lo esperaba», se dijo en voz alta. Todavía costaba distinguir qué era lo amarillo; sin embargo, para quien supiera cómo vestían los niños de la región era fácil adivinarlo. «Han estado jugando en el lavadero de la planchada otra vez —pensó—, y no han tenido cabeza para bajarse antes de que el agua se lo llevara.»
El viejo labriego no tardó en comprobar que estaba en lo cierto. Distinguió claramente a tres niños pequeños enfundados en sayos de estameña amarilla con capuchas del mismo color, que navegaban río abajo sobre una planchada de tablas sueltas que las corrientes y los témpanos iban destrozando poco a poco.
Los niños todavía estaban lejos pero Ingmar Ingmarsson sabía que una de las corrientes del río se desviaba justo hasta su orilla. Si Dios quería que la planchada a que se aferraban los niños entrase en esa corriente, no sería del todo imposible que pudiese ponerlos a salvo.
Permaneció inmóvil observando el caudal. Entonces, fue como si alguien le diese un empujón a la plancha porque de pronto se desvió hacia la orilla. Mientras se acercaban, Ingmar pudo ver las caritas asustadas y oír el llanto de los niños. Pero estaban aún demasiado lejos para alcanzarlos con el bichero desde tierra. Así que se metió en el agua y empezó a vadear por el río.
Al hacerlo, le invadió la extraña sensación de que alguien le conminaba a que retrocediera. «Ya no eres un muchacho, Ingmar, esto puede resultar peligroso para ti.»
Recapacitó un instante preguntándose si realmente tenía derecho a jugarse la vida. Su esposa, a quien un día lejano había ido a buscar a la cárcel, había fallecido durante el invierno y desde que ella faltaba su mayor deseo era seguirla.
Por otra parte, su hijo, quien con el tiempo debería hacerse cargo de la finca, aún no era más que un crío; aunque sólo fuera por el muchacho, debía aguantarse y seguir viviendo.
—Que sea lo que Dios quiera —murmuró.
No podía decirse que fuera torpe ni lento este Ingmar Ingmarsson. Al meterse en el río, hincó firmemente la vara en el fondo resistiendo la impetuosa corriente, a la vez que vigilaba los troncos y témpanos que bajaban para que no se lo llevaran por delante. Cuando la planchada del lavadero llegó a su altura, afianzó los pies en el lecho del río, estiró el bichero y la pescó.
—¡Sujetaos bien! —les gritó a los niños cuando la planchada viró casi en redondo con un agudo rechinar de tablas. Sin embargo, la precaria armazón resistió y él consiguió sacarla de la corriente más fuerte. Después la soltó, ya que sabía que a partir de allí ganaría la orilla por su propia cuenta.
Clavó de nuevo la vara en el lecho del río y se giró en dirección a la orilla, sin reparar en el enorme madero que venía hacia él a gran velocidad.
El madero lo embistió de pleno dándole en el costado debajo del brazo. Fue un golpe tremendo e Ingmar Ingmarsson empezó a dar tumbos medio sumergido en el agua. Sin embargo, consiguió mantenerse firmemente sujeto al bichero y logró alcanzar el ribazo. Allí, de pie en la arena, apenas se atrevió a palparse el tórax, no había duda de que el golpe le había machacado las costillas. La boca no tardó en llenársele de sangre. «Éste es el fin, don Ingmar», se dijo e, incapaz de dar un paso más, se desplomó en la arena.
Fueron los niños rescatados quienes dieron la alarma, de modo que acudieron varias personas y se lo llevaron a casa.
El párroco llegó al predio de los Ingmarsson y no se fue hasta el anochecer.
De camino a su casa pasó por la escuela. Aquel día le había deparado vivencias que necesitaba compartir.
Encontró al maestro y a la señora Stina profundamente afligidos por la noticia de que Ingmar Ingmarsson había muerto. El párroco, en cambio, se presentó allí con el paso ligero e irradiando un no sé qué de luz y claridad.
Lo primero que quiso saber el maestro es si había llegado a tiempo.
—Sí —contestó el pastor—, aunque no era mi presencia lo que necesitaba.
—¿Ah no? —se extrañó la señora Stina.
—No —confirmó el párroco con una sonrisa enigmática—. Se las habría arreglado igual de bien sin mí. A menudo es duro atender a un moribundo —añadió.
—No me cabe la menor duda —asintió el maestro con un movimiento de cabeza.
—Sí, y muy especialmente si el moribundo es el hombre más notable de la parroquia.
—Desde luego que sí.
—Pero hay veces en que las cosas salen muy distintas de como las habíamos imaginado. —Entonces el pastor calló con la vista fija ante sí; tras los lentes, su mirada brillaba más de lo habitual—. Usted, Storm, o usted, Stina, ¿han oído hablar de un hecho extraordinario que le ocurrió a don Ingmar en su juventud? —les preguntó al cabo.
El maestro respondió que habían oído contar muchas anécdotas acerca de él.
—Sí, claro, pero hoy he oído por primera vez la más sonada. Me la contaron en casa de los Ingmarsson. Resulta que don Ingmar tenía un buen amigo que es hoy uno de los aparceros de la finca —empezó el pastor.
—Sí, ya lo sé —apuntó el maestro—, él también se llama Ingmar y la gente, para distinguirlos, lo apoda Stark Ingmar porque es muy fuerte.[7]
—Exactamente —dijo el párroco—. Su padre le puso Ingmar en señal de respeto a sus patronos. Bien, como iba diciendo, una noche de verano, cuando don Ingmar era joven, él y su amigo Stark Ingmar decidieron salir porque era sábado y tenían fiesta. Así que se pusieron el traje de los domingos y bajaron al pueblo para divertirse. —Hizo una pausa y meditó un momento—. Imagino que tuvo que haber sido una noche muy hermosa —dijo pensativo—, completamente serena y clara, una de esas noches en que el cielo y la tierra intercambian matices, de modo que el cielo adquiere tonalidades verdes y la tierra se cubre de ligeras neblinas que tiñen todo de blanco o azul.[8]
»Cuando llegaron al pontón y se disponían a cruzarlo, fue como si alguien les ordenara que miraran hacia arriba. Ellos obedecieron y vieron abrirse el cielo sobre sus cabezas. La bóveda celeste se había descorrido hacia un lado como si fuera un telón, y ellos dos, cogidos de la mano, contemplaban de frente la gloria de Dios en todo su esplendor.
»¿Ha oído algo semejante alguna vez, señora Stina? ¿Y usted, Storm? —quiso saber el pastor—. Imagínenselos ahí a los dos, sobre el pontón, contemplando los cielos abiertos, como san Esteban.[9]
»De hecho, jamás le contaron a nadie lo que vieron, lo único que les han explicado a hijos y allegados es que una vez, desde el puente, vieron los cielos abiertos. Nadie ajeno a la familia ha sabido de ello, han guardado su visión de la gloria celestial como si se tratara de una reliquia sagrada, ha sido su tesoro más preciado. —Volvió a bajar la vista y soltó un hondo suspiro—. Nunca antes había oído algo semejante —dijo. La voz le tembló ligeramente al continuar—: De todo corazón habría estado allí con ellos contemplando la gloria de Dios.
»Hoy, apenas lo trajeron a su casa —prosiguió—, don Ingmar ordenó que fueran a buscar a ese Stark Ingmar, así que enseguida enviaron a alguien a por él a la vez que mandaban por el médico y por mí. Pero Stark Ingmar no estaba en su casa, se encontraba en lo más alto del bosque cortando leña y no fue fácil localizarlo. Mientras mandaban por él una y otra vez, don Ingmar se angustiaba temiendo no poder verle antes de morir. Tardaron tanto que llegué yo y llegó el doctor, sin que aún hubiesen dado con el otro Ingmar.
»Don Ingmar no quiso saber mucho de los que estábamos allí, la muerte se le aproximaba. "Pronto llegará mi hora, reverendo", dijo. "Lo único que pido es poder ver a Stark Ingmar antes de morir." Yacía en la amplia cama de la alcoba, tapado con el tapiz más magnífico que tienen. Mantenía los ojos abiertos, sin cesar de mirar algo muy lejano que solo él veía. A los pequeños que había salvado los habían subido a la cama y estaban muy quietecitos los tres acurrucados a sus pies. Sólo apartaba la mirada de eso que veía a lo lejos para contemplar a los niños, y entonces una sonrisa iluminaba su rostro.
»Finalmente dieron con el aparcero y don Ingmar, al reconocer los contundentes pasos de su amigo en el zaguán, recuperó su mirada normal y esbozó una sonrisa. Cuando tuvo al hombre junto a su lecho le tomó la mano y se la acarició despacio; luego le preguntó: "¿Tú te acuerdas, Stark Ingmar, de cuando cruzábamos el puente de la iglesia y vimos los cielos abiertos?" "Pues claro, cómo no voy a acordarme de cuando juntos vimos lo que es el cielo", le respondió el aparcero.
»Entonces don Ingmar se giró completamente hacia él, con una sonrisa ancha y radiante, como si fuese a comunicar la noticia más maravillosa del mundo. "Pues ahí es adónde voy a ir yo ahora", le anunció al amigo. El aparcero se inclinó sobre él y le miró profundamente a los ojos. "Yo te seguiré", le dijo, y don Ingmar asintió con la cabeza. "Pero ya sabes que no me está permitido ir hasta que tu hijo haya hecho su peregrinaje y vuelva a casa." "Sí, sí, ya lo sé", respondió don Ingmar asintiendo con la cabeza. Tras lo cual aspiró unas bocanadas de aire y después murió.
El matrimonio estuvo de acuerdo con el pastor en que se trataba de una muerte muy bella. Los tres guardaron silencio un buen rato.
—Pero —saltó la señora Stina de repente—, ¿qué quiso decir Stark Ingmar con eso del peregrinaje?
El párroco alzó la vista levemente confundido.
—No lo sé —respondió—. Don Ingmar murió en ese mismo instante, no he tenido tiempo de pensarlo. —Y se sumió en nuevas cavilaciones—. Es una afirmación muy curiosa, tiene usted razón, señora Stina —añadió al cabo.
—Usted ya sabrá que de Stark Ingmar se dice que tiene el don de adivinar el futuro.
El párroco se frotó la frente con la mano como para poner orden en sus ideas.
—El hombre propone y Dios dispone, y estudiar eso es maravilloso —sentenció—. Nada más maravilloso hay en el mundo.