La nueva senda
Estamos en la primavera siguiente, poco después del deshielo. Ingmar y Stark Ingmar acababan de bajar al pueblo para poner en marcha la sierra. Todo el invierno lo habían pasado en los bosques talando árboles y haciendo carbón, y al bajar al llano Ingmar se sentía como un oso recién salido de su hibernáculo; a duras penas soportaba la visión del sol en el cielo abierto, pestañeaba sin cesar como si la luz le hiriese los ojos. También el rugido del rabión le molestaba, así como el sonido de la voz humana, y no digamos ya el alboroto que reinaba abajo en la finca, para él era un verdadero suplicio. No obstante, todo esto también le llenaba de alegría. Por descontado que no lo mostró ni en su talante ni en su forma de moverse; sin embargo, esa primavera se sintió tan joven como las yemas que iban brotando en los abedules.
Nadie podría imaginar cuánto disfrutaba durmiendo entre sábanas limpias y saboreando guisos como Dios manda.
¡Por no mencionar lo contento que estaba en casa con Karin, que lo cuidaba con más cariño que una madre! La hermana había encargado al sastre ropa nueva para él y de vez en cuando salía de la cocina y le ofrecía un buen bocado, como si en el fondo él no fuera más que un crío.
Y ¡qué decir de los extraordinarios sucesos ocurridos mientras él trajinaba en el monte! A Ingmar solo le habían llegado vagos rumores acerca de la secta de Hellgum; sin embargo, oyendo a Karin y Halvor describir su felicidad y la forma en que ellos y sus correligionarios se apoyaban mutuamente para seguir los caminos de Dios, pensó que sonaba muy hermoso.
«Estamos seguros de que te unirás a nosotros», dijo Karin. Ingmar le contestó que ganas no le faltaban pero que primero debía meditarlo. «Durante todo el invierno no he hecho más que esperar tu regreso para que participaras de nuestra bienaventuranza —le dijo su hermana—, porque nosotros ya no vivimos en la tierra sino en la nueva Jerusalén descendida del cielo.»
Por otro lado, para Ingmar fue una buena noticia saber que Hellgum todavía vivía entre ellos. El verano pasado Hellgum solía bajar al aserradero a charlar con Ingmar y se habían hecho buenos amigos. Ingmar sentía admiración por Hellgum y lo consideraba el mejor individuo con que se había topado nunca. No recordaba haber conocido a nadie que le superara ni en hombría ni en grandilocuencia, ni que poseyera tanta confianza en sí mismo.
En más de una ocasión, cuando iban con retraso, Hellgum, quitándose la chaqueta de un tirón, se había puesto a ayudarles con la sierra. Y entonces Ingmar volvía a asombrarse, nunca antes había visto a alguien trabajar con aquella eficacia suya.
Ahora Hellgum se encontraba realizando un viaje de unos días; pero se le esperaba en cualquier momento.
«Apenas hables con Hellgum te unirás a nosotros, ya lo verás», le repetía Karin sin cesar. E Ingmar también lo creía, aunque le preocupaba la idea de hacerse miembro de algo que su padre no hubiese aprobado. «Pero si fue justamente padre quien nos enseñó a seguir los caminos de Dios», protestaba Karin.
Todo era tan perfecto... Ingmar nunca hubiese imaginado que fuera tan delicioso estar de nuevo entre seres humanos. Una única cosa echaba de menos y es que, por desgracia, nadie le hablaba del maestro ni de Gertrud, y a ella hacía un año entero que no la veía. El verano anterior, en cambio, no le faltaron noticias suyas porque siempre había alguien que casi a diario le contaba algo acerca de la familia Storm.
Se suponía que ese silencio no era más que algo ocasional y fortuito. Sin embargo, qué angustioso resulta sentir demasiada vergüenza para preguntar y que al mismo tiempo a nadie le dé por hablar acerca de lo único que uno quiere oír.
Por otro lado, si Ingmar estaba contento y feliz, la situación de Stark Ingmar era muy distinta. El viejo estaba enfurruñado y taciturno y costaba mucho complacerle.
—Me parece a mí que echas de menos el bosque —le dijo Ingmar una tarde que estaban sentados cada uno en un tronco, comiéndose el bocadillo de la cena.
—Bien sabe Dios que es verdad —respondió el anciano—. Ojalá nunca hubiera vuelto a casa.
—¿Qué ocurre de malo en tu casa? —quiso saber Ingmar.
—¿Y tú me lo preguntas? —contestó Stark Ingmar—. Juraría que tú sabes tanto como yo que Hellgum se ha descarriado.
Ingmar respondió que, al contrario, según contaban, se había vuelto un gran hombre.
—Sí, tan grande que ha puesto la comarca entera patas arriba.
Ingmar pensó que era muy curioso que Stark Ingmar nunca mostrara la menor señal de afecto por sus parientes. Lo único que le importaba era Ingmarsgården y los Ingmarsson. Tuvo que ser Ingmar quien defendiera a su yerno.
—A mí su doctrina me gusta —dijo.
—¿Ah, sí? —exclamó el viejo mirándole con amargura—. ¿Y crees tú que don Ingmar habría dicho lo mismo?
Ingmar contestó que a su padre seguro que le habría gustado vivir entre justos.
—¿Te refieres a que don Ingmar habría estado de acuerdo en tildar de diablo y anticristo a cualquiera que no se uniese a la secta y que se habría negado a ver a un viejo amigo sólo porque éste eligiera conservar sus propias creencias?
—No creo yo que gente como Hellgum o Halvor o Karin se comporten de ese modo —repuso Ingmar.
—¿Por qué no pruebas de oponerte a ellos para comprobar cuánto vales a sus ojos?
Ingmar partió un gran trozo de su bocadillo y se llenó la boca de pan. Cuánto le irritaba que Stark Ingmar estuviera de tan mal humor.
—Ja, ja —cacareó el viejo de repente—. ¡Así es la vida! Aquí estás tú, el hijo de don Ingmar en persona, y nadie te hace ni caso. En cambio, mi Anna Lisa y su marido se relacionan con las mejores familias de la comarca, los notables se inclinan y levantan el sombrero ante ellos y ellos se pasan el día de comilona en comilona.
Ingmar siguió llenándose la boca y masticando, aquello no merecía respuesta.
Sin embargo, Stark Ingmar volvió a la carga.
—Me consta que es una hermosa doctrina, sí señor, por eso la mitad de la parroquia se ha unido a ellos. El poder que tiene ese Hellgum no lo ha tenido nadie aquí antes, ni siquiera don Ingmar. Consigue separar a padres e hijos predicando que quienes están de su parte no pueden vivir entre pecadores. Basta con una señal de Hellgum para que un hermano abandone a su hermano, o un amigo a su amigo, o un prometido a su prometida. Con ese poder ha logrado que este invierno haya habido luchas y divisiones en cada casa del pueblo. Vamos, que a don Ingmar todo esto le hubiese encantado, a él, nada menos. Seguro que habría secundado a Hellgum en todo; y tanto que sí.
Ingmar subió y bajó la mirada por el barranco junto al cual estaban sentados. Habría deseado salir corriendo, se daba cuenta de que Stark Ingmar exageraba, pero aun así había conseguido aguarle la fiesta.
—Bueno —continuó el viejo—, no voy a negar que lo que hace Hellgum es fantástico: eso de conseguir que los de su grupo hagan piña y que los que antes estaban enemistados ahora sean amigos. O eso de tomar de los ricos y dárselo a los pobres, o lo de hacer que todos se preocupen de la conducta de todos. Lo que pasa es que me dan pena esos a los que deja fuera y llama hijos del diablo. En cambio, a ti no, por lo visto.
Ingmar estaba harto de oír a Stark Ingmar hablar mal de Hellgum.
—Con la concordia que había antes en nuestra parroquia —prosiguió el aparcero—, pero eran otros tiempos. En época de don Ingmar se decía que éramos la gente más amistosa de Dalecarlia y sólo por nuestro compañerismo. En cambio, ahora tenemos ángeles por un lado y demonios por el otro, y que si yo corderos y tú cabras.
«Ojalá estuviese en marcha la sierra —pensó Ingmar—, así no tendría que aguantar tanta cháchara.»
—Hasta tú y yo partiremos peras dentro de poco —continuó Stark Ingmar—. Si te pasas a los suyos no permitirán que estés conmigo.
Ingmar blasfemó y se puso en pie.
—Como continúes hablando de esta manera es muy posible que acabemos como tú dices —le amenazó—. Deberías saber que no te conviene ponerme en contra de mi gente ni de Hellgum, que es el mejor hombre que he conocido.
Con esto, Ingmar pudo hacer callar al viejo. Al cabo de un rato, Stark Ingmar interrumpió el trabajo: quería bajar al pueblo para hablar con su amigo, el cabo Fält, porque, según dijo, hacía mucho tiempo que no charlaba con una persona sensata.
Ingmar se alegró de que se fuera. Siempre ocurre que, de vuelta tras una larga ausencia, evitamos todo aquello que pueda resultarnos desagradable y buscamos rodearnos de lo fácil, lo bonito y lo alegre.
Al día siguiente, Ingmar llegó al aserradero a las cinco de la madrugada; Stark Ingmar se le había anticipado.
—Hoy verás a Hellgum —le anunció el viejo—. Él y Anna Lisa volvieron tarde ayer por la noche. Tengo la impresión de que se han apresurado a volver de sus grandes banquetes sólo para convertirte.
—Vaya, ya empezamos —dijo Ingmar. La cháchara del viejo había resonado en sus oídos toda la noche. No había podido evitar preguntarse quién tenía razón. Sin embargo, ahora no pensaba escuchar ni una palabra más en contra de sus allegados.
Stark Ingmar se quedó callado un rato, luego se echó a reír por lo bajo.
—¿Y ahora de qué te ríes? —quiso saber Ingmar, a punto de poner la sierra en marcha.
—Ah, sólo es por Gertrud, la hija del maestro.
—¿Qué pasa con ella?
—Pues que dijeron ayer en el pueblo que ella era la única que tenía alguna influencia sobre Hellgum.
—¿Y Gertrud qué tiene que ver con Hellgum?
Ingmar no acabó de mover la palanca porque si la sierra se hubiese puesto en funcionamiento no habría oído nada. El viejo le medía con los ojos.
—¿No me habías prohibido hablar de este asunto?
Ingmar esbozó una sonrisa.
—Viejo zorro, siempre te sales con la tuya —le dijo.
—Es esa loca de Gunhild, la hija del concejal Lars Clementsson.
—No tiene nada de loca —terció Ingmar.
—Llámalo como quieras, pero la cuestión es que ella estaba presente en Ingmarsgården cuando se fundó la secta. Nada más llegar a su casa, les dijo a sus padres que había adoptado la única y verdadera religión y que debía abandonar su hogar e ir a vivir con los Ingmarsson. Como es natural, los padres le preguntaron por qué quería mudarse. «Pues para poder llevar una vida cristiana», contestó ella. Le respondieron que eso también podía hacerlo en su propia casa. «Ah, no, eso no se puede hacer viviendo con gente que no es de tu misma fe.» «¿Quieres decir que todos van a mudarse a la finca de los Ingmarsson?», le preguntó el vocal Clementsson. No, sólo ella. Los otros ya vivían con verdaderos cristianos. El concejal Clementsson es un buen hombre, y tanto él como su esposa intentaron disuadir a Gunhild por las buenas; pero la chica se empecinó y exasperó a su padre hasta tal punto de que Clementsson acabó por encerrarla en la alcoba y le dijo que allí se quedaría hasta que entrara en razón.
—Pensaba que ibas a hablarme de Gertrud —repuso Ingmar.
—Todo llegará, si tienes paciencia. Aunque igual me da empezar por el final: al día siguiente, cuando Gertrud y la señora Stina estaban hilando en la cocina llegó la señora del concejal Clementsson. Al verla se asustaron. La señora Clementsson, normalmente una mujer muy risueña, tenía la cara hinchada de tanto llorar. «¿Qué pasa, qué ha ocurrido y por qué pone usted esa cara tan triste?» Entonces, la señora Clementsson dijo: «¿Qué cara va a poner una cuando ha perdido a quien más quería?» Cómo me gustaría abofetearles —rezongó el viejo.
—¿A quién? —preguntó Ingmar.
—Pues a Hellgum y Anna Lisa —dijo Stark Ingmar—. Resulta que habían ido a casa de los Clementsson durante la noche para raptar a Gunhild. —Ingmar soltó una exclamación—. ¡Quién iba a creer que mi hija se casaría con un granuja! —dijo el viejo—. En plena noche la llamaron golpeando los cristales de la alcoba y le preguntaron que por qué no se había mudado a casa de los Ingmarsson. Ella les explicó que sus padres la habían encerrado con llave. «Esa idea está inspirada por el diablo», sentenció Hellgum. Los padres lo oyeron todo.
—¿Lo oyeron?
—Sí, estaban acostados en la alcoba contigua con la puerta entreabierta y oyeron todo lo que dijo Hellgum para convencer a su hija.
—Pero podrían haberle echado de allí, ¿no?
—No, porque creyeron que Gunhild debía escoger por sí misma, jamás se les ocurrió que pudiera elegir marcharse de casa con lo buenos que siempre han sido con ella. Estaban allí acostados esperando oírla decir que nunca abandonaría a sus ancianos padres.
—¿Y al final se fue?
—Sí, Hellgum no dejó de insistir hasta que ella aceptó irse con él. Y cuando el concejal y su señora oyeron que su hija no podía resistirse la dejaron marchar. Hay gente que es así. Sin embargo, por la mañana la madre se había arrepentido y le pidió a su marido que subiera hasta Ingmarsgården para traerla de vuelta a casa. «Ni hablar», repuso él, «no la iré a buscar ni quiero verla más, a menos que vuelva ella voluntariamente». Entonces la señora Clementsson fue corriendo a casa del maestro a rogarle a Gertrud que hablara con Gunhild.
—¿Y Gertrud fue?
—Sí, fue hasta allí y habló con Gunhild, pero Gunhild no le hizo el menor caso.
—Pues yo no he visto a Gunhild por casa —dijo Ingmar, pensativo.
—No, ahora ya está en casa de sus padres otra vez. Lo que pasó es que cuando Gertrud salía de hablar con Gunhild vio a Hellgum.
«He aquí el causante de tanta desgracia», pensó ella. Así que se fue directa hacia él y empezaron a discutir. Por poco le pone la mano encima.
—Gertrud sabe colocar los puntos sobre las íes —dijo Ingmar con admiración.
—Le dijo a Hellgum que al raptar a una doncella en medio de la noche se comportaba como un bárbaro y no como un maestro cristiano.
—¿Y Hellgum qué respondió?
—Se quedó callado escuchando, y al cabo de un rato dijo muy dócilmente que tenía razón y que reconocía que se había excedido. Así que por la tarde devolvió a Gunhild a la casa de sus padres y todo se arregló.
Al finalizar Stark Ingmar su relato, Ingmar alzó la vista sonriendo.
—Gertrud es estupenda —dijo—, y Hellgum también es una gran persona, aunque sea un poco alocado.
—Vaya, así que te lo tomas de ese modo —dijo el viejo—. Pensaba que te preguntarías que por qué Hellgum se muestra tan condescendiente para con Gertrud. —A lo cual Ingmar no respondió.
Stark Ingmar también permaneció callado un rato, hasta que cargó de nuevo:
—Mucha gente del pueblo me pregunta por ti, quieren saber de qué parte estás.
—¿Y qué importa eso?
—Deja que te diga una cosa —repuso el viejo—: la gente de este pueblo está acostumbrada a que alguien mande y decida por ellos. Pero ahora don Ingmar no está, y el maestro ha perdido su poder, y el párroco nunca ha sido diestro en eso de gobernar. Por eso, mientras tú te mantengas al margen, ellos seguirán a Hellgum.
Ingmar, con aspecto atormentado, dejó caer las manos.
—Pero si yo no sé quién tiene razón.
—La gente está esperando que les liberes de Hellgum. Puedes estar seguro de que nos hemos ahorrado mucho sufrimiento estando fuera este invierno. Creo que lo más doloroso se dio al principio, antes de que la gente se acostumbrara a esta fiebre de conversiones religiosas y a que se les dijera que eran unos endemoniados y unos perros del infierno. Lo peor ha sido que hasta los niños conversos se pusieran a predicar.
—¿Dices que hasta los niños predicaban? —repitió Ingmar incrédulo.
—Sí, Hellgum les había dicho que debían servir al Señor en vez de jugar, y entonces ellos se dedicaron a convertir a los mayores. Se emboscaban por los caminos y se le echaban encima a todo aquel que pasara, gritando a coro: «¿No vas a plantarle cara al diablo? ¿Quieres seguir viviendo en pecado?»
Ingmar, extremadamente reacio, se negaba a dar crédito a lo que le contaba el viejo amigo de su padre.
—Seguro que todo esto son patrañas que te ha contado ese Fält y tú te las has creído —dijo.
—Precisamente quería hablarte de eso —repuso Stark Ingmar—. Fält está acabado. Cuando me pongo a pensar que todo esto ha salido de Ingmarsgården, siento vergüenza de mirar a la gente a la cara.
—¿Le han hecho algún mal a Fält? —preguntó Ingmar.
—Bah, fueron esos niños. Una tarde que no tenían nada que hacer, se les ocurrió que podrían llegarse hasta casa de Fält y convertirle. Por supuesto que habían oído que Fält era un gran pecador.
—Pero si antes todos los niños temían más a Fält que al hombre del saco —repuso Ingmar.
—Sí, éstos también le tenían miedo, pero supongo que su plan consistía en hacer algo verdaderamente heroico. Llegaron a su cabaña al anochecer, mientras Fält cocía las gachas para su cena. Abrieron la puerta y al ver a Fält ahí sentado con su bigote hirsuto, su nariz hendida y su mirada de tuerto clavada en el fuego, todos se asustaron y un par de los chiquillos más pequeños se fueron corriendo; pero una docena se atrevió a entrar y se arrodilló alrededor del viejo y empezó a entonar cánticos y rezar.
—¿Y él no los echó? —preguntó Ingmar.
—Ojalá lo hubiera hecho —se lamentó Stark Ingmar—, no sé qué mosca le picó. Debía estar pensando en lo solo y abandonado que se encontraba en su vejez, el pobre. Aparte de que fueran niños los que vinieron. Debió conmoverle el hecho de que siempre le hubiesen tenido miedo y de pronto ver todos esos ojitos anegados en lágrimas mirándolo. Los niños no esperaban otra cosa que se levantara de golpe y empezara a darles de palos. Cantaban y rezaban, pero preparados para echar a correr al menor gesto del viejo. Entonces un par de ellos percibió un tic en el rostro de Fält. «Ahora, ahora», pensaron, y se levantaron de un salto dispuestos a huir. Sin embargo, mi viejo compadre sólo guiñó el ojo sano para dar paso a una lágrima. Los niños se pusieron a clamar aleluyas, y ahora Fält, como te decía, ya no es lo que era. No hace más que ir de reunión en reunión y se pasa todo el día ayunando y rezando y escuchando la voz de Dios.
—Pues no veo yo que eso sea una desgracia —dijo Ingmar—. Fält iba camino de matarse con la bebida.
—No, como a ti te sobran los amigos uno más o uno menos da igual; hasta te parecería bien que la chiquillería hubiese convertido al maestro.
—No me digas que esos pobres niños se han atrevido a meterse con Storm —dijo Ingmar atónito. Después de todo, quizá fuera cierto que la parroquia estuviera patas arriba como decía Stark Ingmar.
—Y tanto que sí, una veintena de niños se metió en el aula una tarde mientras Storm redactaba algo en sus cuadernos y empezaron a sermonearle.
—¿Y Storm qué hizo? —quiso saber Ingmar, sin poder evitar una carcajada.
—De entrada se quedó tan perplejo que no pudo decir ni hacer nada. Pero la cuestión es que Hellgum había entrado en la cocina para hablar con Gertrud sólo unos instantes antes.
—¿Fue a ver a Gertrud?
—Sí, Hellgum y Gertrud se han hecho muy buenos amigos desde que él se doblegó a sus deseos en el asunto de Gunhild. Cuando Gertrud oyó el jaleo que se había armado en el aula le dijo a Hellgum: «Llega usted justo a tiempo para ver algo insólito. A partir de ahora los niños vendrán a la escuela a impartir clases a su maestro.» Cosa que hizo reír a Hellgum; me imagino que comprendería que esa jugarreta era una locura. Así que echó de allí a los niños en un periquete y sanseacabó. —Y observó a Ingmar de un modo especial, como cuando el cazador contempla el oso que acaba de abatir y se pregunta si será necesario rematarlo con un tiro más.
—No sé qué esperas de mí —dijo Ingmar.
—¿Qué quieres que espere si no eres más que un crío? Además, no tienes nada en propiedad. Lo único que tienes son dos manos vacías.
—Se diría que lo que quieres es que mate a Hellgum.
—Abajo en el pueblo dicen que todo se arreglaría si pudieras convencer a Hellgum de que se fuera de aquí.
—Toda nueva religión provoca luchas y cismas, siempre ha sido así —observó Ingmar.
—De todos modos, sería una buena oportunidad de demostrar lo que vales —se obstinó Stark Ingmar.
Ingmar le volvió la espalda y puso en marcha la sierra. Lo que más le habría gustado preguntar era qué había pasado con Gertrud, y si ya se había unido a los hellgumianos; pero era demasiado orgulloso para revelar su inquietud.
A las ocho regresó a la casa para desayunar. Como de costumbre, sobre la mesa le esperaba abundante y apetitosa comida, y Halvor y Karin se mostraron especialmente afables. Nada más verles, Ingmar pensó que todo lo que Stark Ingmar le había contado no eran más que disparates. Recobró los ánimos y se convenció de que el viejo había exagerado.
No obstante, su preocupación por Gertrud reapareció con tanta virulencia que le cortó el apetito.
—¿No has bajado a casa del maestro últimamente, Karin? —preguntó de repente.
—No —respondió Karin—. Cómo quieres que me mezcle con esa gente impía.
Ingmar permaneció un buen rato sin decir nada, ya que aquella respuesta merecía considerarse a fondo. ¿Qué era lo correcto en aquel momento, hablar o quedarse callado? Si hablaba se enemistaría con los de su casa; por otro lado, tampoco quería que nadie pensase que él aprobaba las injusticias.
—Yo nunca he notado nada impío en su modo de vida —dijo al cabo—, y eso que he vivido con ellos cuatro años.
Ahora le tocó a Karin preguntarse lo que Ingmar se había preguntado hacía sólo unos instantes: si debía callar o decir lo que pensaba. Evidentemente, estaba obligada a atenerse a la verdad, por mucho que a Ingmar le doliera, así que su respuesta fue que si una persona se negaba a seguir la llamada de Dios, no quedaba otro remedio que considerarla impía.
Luego Halvor terció:
—Para los niños y para su educación es de una importancia capital.
—Storm ha educado toda la comarca, Halvor, incluido a ti.
—Pero no nos ha enseñado a vivir como se debe —dijo Karin.
—En mi opinión, eso es algo que tú, Karin, siempre has intentado hacer.
—Ingmar, déjame que te explique lo que representa vivir según la doctrina de antes. Es como andar sobre un tronco redondo: ora avanzas, ora te caes. Pero si dejo que mis convecinos me den sus manos y me sostengan, podré caminar por la estrecha vía de los justos sin caerme.
—De acuerdo —dijo Ingmar—, pero eso no tiene ningún mérito.
—Te equivocas, sigue siendo difícil, pero ya no imposible.
—Bueno, pero ¿qué me decías del maestro y su familia? —insistió Ingmar.
—Sí, que los nuestros sacaron a sus hijos de la escuela. No queremos que los niños aprendan nada de la vieja doctrina.
—¿Y el maestro qué dijo?
—Dijo que hay una ley que obliga a los niños a ir a la escuela.
—Opino lo mismo.
—Por lo que envió al alguacil a buscar a los hijos de Israel Tomasson y Krister Larsson a sus casas.
—¿Y ahora os habéis enemistado con los Storm?
—Nosotros sólo frecuentamos a nuestros hermanos.
—Apuesto a que os habéis enemistado con todo el mundo.
—Sólo nos guardamos de tratar con aquellos que quieren inducirnos al pecado.
Cuanto más hablaban, más iban bajando la voz; cada nueva palabra aumentaba su ansiedad porque a las claras se veía que aquella conversación les conducía a una situación lamentable.
—Pero puedo darte saludos de Gertrud —dijo Karin tratando de sonar más alegre—. Hellgum ha hablado mucho con ella este invierno y dice que esta noche piensa unirse a nosotros.
El labio de Ingmar empezó a temblar. Era como si todo el día hubiera estado esperando su ejecución y ahora sonase el disparo. En aquel momento la bala atravesaba la carne.
—Así que se une a vosotros —dijo casi imperceptiblemente—. Hay que ver todo lo que pasa aquí abajo mientras uno se mata trabajando arriba en los bosques. —Ingmar creyó comprender que desde el principio Hellgum le había estado dando coba a Gertrud y tendiendo lazos para atraparla—. ¿Y qué va a ser de mí ahora? —preguntó de repente. En su voz había un deje de desamparo muy extraño.
—Compartirás nuestra fe —dijo Halvor sin dudar—. Hellgum ha vuelto y en cuanto puedas intercambiar unas palabras con él, enseguida te convertirás.
—Puede que yo no quiera convertirme —dijo Ingmar. Halvor y Karin callaron—. Puede que yo no quiera tener una fe distinta a la de mi padre —insistió Ingmar.
—Mejor que no digas nada hasta que hayas hablado con Hellgum —le advirtió Karin.
—Supongo que si no me paso a los vuestros, no me querréis viviendo bajo vuestro techo —replicó Ingmar levantándose de la mesa.
Al no obtener respuesta, le pareció que todo su mundo se derrumbaba de golpe; pero no tardó en recomponerse y en adoptar un aire más valiente. «Mejor que aclaremos las cosas de una vez por todas», pensó.
—Quiero saber qué pasará con el aserradero —dijo.
Halvor y Karin se miraron, ambos temían pronunciarse.
—Ante todo recuerda que no hay nadie en el mundo a quien queramos más que a ti, Ingmar —dijo Halvor.
—De acuerdo, pero ¿qué pasará con el aserradero? —insistió Ingmar.
—Primero tienes que cortar toda la madera que hay, Ingmar.
Las elusivas respuestas de Halvor hicieron que Ingmar empezara a atar cabos.
—¿No me digas que será Hellgum quien arriende el aserradero de ahora en adelante?
A Halvor y Karin la brusquedad de Ingmar les anonadaba, desde el momento en que le explicaron aquello sobre Gertrud les resultaba imposible razonar con él.
—Deja que Hellgum hable contigo —dijo Karin, apaciguadora.
—Te aseguro que hablará conmigo; pero eso no quita que yo quiera saber lo que me espera.
—Ya sabes que nosotros nos preocupamos por tu bien.
—Sí, pero será Hellgum quien se quede con el aserradero —repuso Ingmar.
—Si no encontramos una ocupación adecuada para Hellgum no podrá seguir viviendo aquí, en su propia patria. Hemos pensado que tú y él podríais ser socios, siempre y cuando te conviertas a la verdadera fe cristiana, claro. Hellgum es un hombre muy trabajador.
—No sé cuándo dejaste de llamar a las cosas por su nombre, Halvor —replicó Ingmar—. Lo único que pido es saber si Hellgum se quedará con el aserradero.
—Si tú te opones a Dios, será para él —respondió Halvor.
—Muchas gracias, Halvor, ahora sé cuánto me conviene pasarme a vuestra fe.
—Sabes perfectamente que no era nuestra intención plantearlo de esa forma —terció Karin.
—Vuestras intenciones las entiendo de sobras —dijo Ingmar—. Gertrud, el aserradero y el hogar de mi familia durante generaciones, todo lo pierdo si no me paso a los vuestros.
Ingmar tuvo que abandonar la habitación, no se atrevía a permanecer ahí dentro por más tiempo. Al salir al patio volvió a pensar:
«Mejor que esto acabe de una vez, es preferible saber a qué atenerse.»
A grandes zancadas se encaminó hacia la escuela.
Cuando llegó y se disponía a cruzar la verja del jardín, empezó a caer un aguacero, una auténtica lluvia de primavera, cálida y fina. En el hermoso jardín todo eran capullos y brotes nuevos. La hierba reverdecía tan rápidamente que era como si la vieras surgir de la tierra. Gertrud se encontraba en la escalera del porche mirando la lluvia, parcialmente oculta por las ramas de dos grandes cerezos alisos repletos de hojas que despuntaban.
Ingmar detuvo sus pasos, sorprendido de encontrar tanta belleza y tanta paz. Una vez más, el estado de excitación en que se encontraba se calmó un poco. Gertrud todavía no lo había visto; él cerró la verja despacio y se dirigió hacia ella.
Pero ya más cerca, volvió a detenerse pasmado. La última vez que la había visto era poco más que una niña; sin embargo, durante el año transcurrido sin que se vieran, Gertrud se había convertido en una bella sílfide. Vio una muchacha alta y esbelta que había terminado sus estudios. Su cabeza coronaba con elegancia un cuello delicado, su cutis era del blanco de las palomas pero con un toque de lozanía rosácea en las mejillas. En cuanto a sus ojos, tenían ahora una mirada profunda y anhelante, y la expresión de su rostro había pasado de juguetona y alegre a ser algo grave y lánguida.
Al descubrir en Gertrud este nuevo aspecto, Ingmar sintió que su corazón se llenaba de ternura, y todo él sintió un arrebato de júbilo, como en la celebración de una gran festividad. Sus sentimientos eran tan hermosos que le hubiera gustado caer de rodillas y darle las gracias a Dios.
En cambio, Gertrud, al verlo, dejó que se endurecieran las líneas de su rostro y arrugó el entrecejo.
Aquel día las ideas discurrían más veloces que de costumbre en la cabeza de Ingmar. Enseguida comprendió que a ella le disgustaba su visita, y esa certeza le dolió como una puñalada. «Quieren apartarla de mí —pensó—. Ya lo han hecho, la han apartado de mí.»
Su júbilo se esfumó dando paso a la excitación y desasosiego anteriores. Sin el menor preámbulo, le preguntó si era verdad que tenía intención de unirse a Hellgum y sus secuaces. Gertrud contestó que así era. Ingmar le preguntó si había considerado el hecho de que los hellgumianos no le permitirían tener más amistades que sus correligionarios. Gertrud contestó muy despacio que sí lo había tenido en cuenta.
—¿Y tu padre y tu madre te han dado su consentimiento? —inquirió Ingmar.
—No —respondió ella—, todavía no saben nada.
—Pero Gertrud...
—Calla, Ingmar, lo hago para obtener paz de espíritu. Dios me obliga.
—Bah. No es Dios, sino... —Gertrud se volvió bruscamente hacia él, ante lo cual Ingmar sólo dijo—: Pues quiero que sepas que yo jamás me uniré a los hellgumianos. Si te haces de los suyos, tú y yo estaremos separados para siempre.
Gertrud lo miró como si nada pudiera importarle menos.
—No lo hagas, Gertrud —le suplicó Ingmar.
—No creas que actúo por impulso. He reflexionado mucho.
—Pues tienes que reflexionar más.
Gertrud le dio la espalda con impaciencia.
—Debes recapacitar no sólo por ti, sino también por Hellgum —insistió Ingmar, cada vez más airado y agarrándola por el brazo para retenerla.
Gertrud se sacudió la mano de encima.
—¿Has perdido el juicio, Ingmar?
—Sí —contestó él—. Lo que hace Hellgum me está volviendo loco, hay que ponerle fin a todo esto.
—¿A qué hay que ponerle fin?
—Ya lo sabrás en otro momento.
Gertrud sacudió los hombros.
—Adiós, Gertrud —dijo Ingmar—, y recuerda lo que te digo, nunca pertenecerás a los hellgumianos.
—¿Qué piensas hacer, Ingmar? —quiso saber la muchacha, empezando a preocuparse.
—Adiós, Gertrud, ¡y piensa en lo que te he dicho! —le gritó Ingmar alejándose por el sendero de arena.
Se dirigió de nuevo a su casa. «Si tuviera el buen tino de mi padre... —se decía por el camino—. Si tuviera la autoridad de don Ingmar... ¿Qué voy a hacer? Estoy a punto de perder todo cuanto me es querido y no veo ninguna salida.» Lo único que sabía a ciencia cierta era que, si toda aquella desgracia finalmente caía sobre él, Hellgum no saldría indemne.
Fue derecho a la cabaña de Stark Ingmar para provocar un encuentro con Hellgum. Al llegar a la puerta oyó voces discutiendo en voz alta y alterada. Al parecer, había varios visitantes en la cabaña. Ingmar dio media vuelta. Al retirarse oyó que un hombre chillaba enfurecido: «Johan Hellgum, somos tres hermanos que hemos venido de muy lejos para hacerte responder por nuestro hermano pequeño que hace dos años se marchó a América. Allí se hizo miembro de tu secta y acabamos de recibir una carta en la que nos cuentan que se ha vuelto loco de tanto cavilar sobre tus enseñanzas.»
Ingmar continuó alejándose a toda prisa. Por lo visto, no sólo él tenía quejas contra Hellgum, había otros que sentían su misma impotencia.
Bajó hasta el aserradero. Stark Ingmar ya había puesto la sierra en marcha. Entre el chirrido de la sierra y el estruendo del rabión a Ingmar le pareció oír un grito. Sin embargo, no hizo caso, no estaba de humor para otra cosa que el odio exacerbado que sentía contra Hellgum. Iba enumerando en voz baja todo lo que éste le había robado, primero a Karin y Gertrud, luego el aserradero y su casa.
De nuevo le pareció oír un grito y cayó en la cuenta de que Hellgum y los desconocidos seguramente se habrían enzarzado en una pelea. «Ojalá lo maten a palos», pensó.
En ese momento oyó claramente una llamada de auxilio y echó a correr cuesta abajo. A medida que se aproximaba fue escuchando con más nitidez las llamadas de socorro de Hellgum, y una vez frente a la cabaña le pareció que el suelo temblaba bajo el fragor de la lucha.
Ingmar tenía por costumbre abrir las puertas de forma sigilosa, pero esta vez se esmeró el doble en su sigilo. Luego se deslizó tímidamente en el interior. Dentro vio a Hellgum contra la pared protegiéndose con un hacha corta mientras tres forasteros, a cual más fornido y corpulento, le atacaban con leños que blandían a guisa de mazos. No llevaban escopetas, de lo cual se deducía que sólo habían ido a darle una buena paliza; pero al defenderse, Hellgum había despertado en ellos su instinto asesino y resultaba obvio que ahora la lucha era a vida o muerte.
A Ingmar apenas le prestaron atención, creyendo que no era más que un mocoso grandullón y zafio.
Ingmar se quedó quieto mirando. Le parecía que soñaba despierto, como cuando lo que más ansias se presenta ante tus ojos sin saber cómo. De vez en cuando, Hellgum pedía socorro. «No creerás que soy tan tonto como para ayudarte», pensó Ingmar.
Uno de los hombres logró asestarle un golpe en la cabeza con tanta fuerza que Hellgum soltó el hacha y se desplomó. Entonces los otros tiraron los leños, sacaron cuchillos y se abalanzaron sobre él. En ese instante, a Ingmar le cruzó el pensamiento un viejo dicho sobre los miembros de su familia, según el cual, cada uno de ellos se veía obligado a cometer una injusticia o ignominia, al menos una vez en la vida. ¿Era esto lo que le tocaba a él?
De repente, uno de los asaltantes sintió que unos brazos le agarraban por detrás, lo levantaban y lo arrojaban fuera de la cabaña. El segundo apenas tuvo tiempo de intentar levantarse cuando ya había corrido la misma suerte, y el tercero, que sí consiguió ponerse en pie, recibió un empujón que lo envió de espaldas a la calle con los otros dos.
Cuando los tres estuvieron fuera, Ingmar ocupó todo el hueco del umbral.
—¿Os apetece volver a entrar? —les dijo con una risotada. No le habría importado que lo atacaran, pues había descubierto cuán divertido era hacer uso de toda su fuerza.
Los tres hermanos parecían dispuestos a reiniciar la pelea. Pero entonces uno de ellos dijo ver a alguien que asomaba tras los alisos de la vereda y les instó a huir.
Enfurecidos por no haber podido con Hellgum, justo en el momento en que se daban la vuelta para escapar, uno de ellos se volvió, corrió hasta Ingmar y le asestó una cuchillada en el cuello.
—Toma esto por meterte en nuestros asuntos —le espetó.
Ingmar cayó al suelo mientras el bruto se alejaba burlándose con sonoras carcajadas.
Al cabo de unos minutos Karin llegó a la cabaña. Se encontró con Ingmar sentado en el quicio de la puerta con el cuello sangrando. Dentro vio a Hellgum. Se había incorporado y estaba de pie apoyado contra la pared. Seguía empuñando el hacha y tenía el rostro ensangrentado.
Karin no había visto a los fugitivos y creyó que había sido Ingmar quien había atacado a Hellgum causándole aquellas heridas. Se quedó tan horrorizada que las piernas le temblaban. «No, no es posible —pensó—, no puede ser que alguien de la familia sea un asesino.» Pero en el acto le vino a la mente la historia de su madre. «De ahí le viene», se dijo.
Entonces, dejando atrás a su hermano, corrió hacia Hellgum.
—¡No, no, primero Ingmar! —le gritó Hellgum.
—No se atiende al asesino antes que a su víctima —repuso Karin.
—¡Primero a Ingmar, primero a Ingmar! —chilló Hellgum, tan excitado que hasta blandió el hacha en dirección a ella—. ¿No ves que él me ha salvado la vida?
Cuando Karin finalmente comprendió la situación y se volvió hacia su hermano, él ya no estaba allí. Lo vio cruzar el patio tambaleándose. Echó a correr tras él.
—¡Ingmar, Ingmar! —le llamaba.
A Karin no le costó darle alcance. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
—Ingmar, estate quieto para que pueda curarte la herida.
Él se sacudió la mano de encima y continuó andando. Caminaba en línea recta, igual que un ciego, sin seguir camino o sendero alguno. La sangre de la herida, escurriéndose bajo la ropa, formaba un reguero que le bajaba hasta el zapato. A cada paso, la presión hacía saltar gotas de sangre que dejaban huellas rojas en el suelo.
Karin se retorcía las manos mientras lo seguía.
—¡Para, Ingmar, para! ¿Adónde quieres ir? ¡Ingmar, detente!
Él siguió caminando recto en dirección al bosque, donde seguro que nadie podría auxiliarle. Karin tenía los ojos clavados en el zapato que chorreaba sangre. Las huellas se volvían más y más rojas por momentos. «Se dirige al bosque para echarse ahí y desangrarse», pensó Karin.
—Que Dios te bendiga, Ingmar, por haber socorrido a Hellgum —dijo dulcemente—. Hay que tener mucha hombría para hacer algo así, y mucha fuerza.
Ingmar siguió adelante sin prestarle atención.
Karin se apresuró a adelantarle y le interceptó el paso. Él se hizo a un lado sin levantar la vista hacia ella. Lo único que le concedió fue un murmullo:
—¡Anda, corre a ayudar a Hellgum, ve!
—Ingmar, quiero que sepas que Halvor y yo estábamos muy apenados por nuestra conversación de esta mañana. Justamente, iba a ver a Hellgum para decirle que, pasara lo que pasara, tú te quedarías con el aserradero.
—Bueno, pues ahora podrás dárselo a él —soltó Ingmar, sin pararse; tropezando con piedras y troncos, pero siempre adelante.
Karin, detrás de él, intentaba conmoverle.
—Te pido perdón por mi error y creer, aunque sólo fuera unos segundos, que te habías peleado con Hellgum. Si lo piensas, no es de extrañar que lo creyera.
—Ya, no te extrañó en absoluto que tu hermano fuera un asesino —replicó Ingmar sin mirarla.
Y siguió caminando sin pausa. Cada brizna de hierba que se enderezaba tras sus pisadas dejaba caer una gota de sangre.
Que Ingmar nombrara tanto a Hellgum hizo comprender a Karin cuánto odio le profesaba su hermano, al tiempo que comprendía la grandeza de lo que acababa de hacer.
—Lo que has hecho hoy te dará fama y gloria, Ingmar —le dijo—. No querrás renunciar a tan buena reputación muriéndote ahora, ¿verdad?
Karin lo oyó mofarse mientras seguía andando. Por fin, él volvió su rostro pálido y demacrado hacia ella.
—¿Por qué no te vas a casa, Karin? Sé muy bien a quién preferirías ayudar.
Su marcha se hizo más tambaleante y ahora el reguero de sangre que dejaba a su paso trazaba una línea continua sobre el terreno.
Toda esa sangre sacó a Karin de quicio. La verdad es que el gran amor que siempre había sentido por Ingmar, alimentado ahora por aquel rastro de sangre, empezó a palpitar con fuerza renovada. Además, se sentía muy orgullosa de él por haber demostrado que era una rama sana del noble árbol de la familia.
—Ingmar —dijo—, no creo que halles clemencia ni ante Dios ni ante los hombres si despilfarras tu vida de esta manera. Y quiero que sepas que si puedo hacer algo para que recuperes las ganas de vivir, no tienes más que decirlo.
Él se paró, agarrándose al tronco de un árbol para sostenerse. Karin oyó una risa desconfiada antes de que él le contestara:
—¿Pues por qué no mandas a Hellgum de vuelta a América?
Karin se quedó absorta contemplando el charco de sangre que se estaba formando alrededor del pie izquierdo de su hermano. Intentaba recapacitar y comprender exactamente qué era lo que él le pedía. Por lo visto, que abandonara el hermoso jardín del Edén donde había habitado todo el invierno, y regresara al vicioso y mísero valle de lágrimas del cual había conseguido escapar.
Ingmar se giró en redondo. Su rostro tenía la palidez amarillenta de un cadáver. Sin embargo, el grueso labio inferior destacaba con más autoridad que nunca, y el rictus severo alrededor de la boca era muy patente. No parecía probable que fuera a echarse atrás en sus exigencias.
—No creo que Hellgum y yo podamos vivir juntos en este pueblo —dijo Ingmar—, aunque, por lo visto, tendré que ser yo quien se haga a un lado.
—¡No! —exclamó Karin—. Si dejas que te cure y sobrevives, te prometo que lo arreglaré todo para que Hellgum se vaya.
«Seguro que Dios hallará a otro para que venga y nos ayude —pensó mientras hacía la promesa—, porque no veo otra salida que obedecer a Ingmar.»
Ingmar fue atendido y su herida vendada. El corte no era grave, sólo requería unos días de reposo. Yacía bien arropado en una cama del piso superior y Karin velaba a su lado.
Estuvo delirando todo el día, revivía los acontecimientos una y otra vez y su hermana no tardó en descubrir que la causa de sus problemas no sólo eran Hellgum y el aserradero.
Al anochecer, Ingmar se calmó y recuperó la lucidez, entonces Karin le dijo:
—Hay alguien que quiere hablar contigo.
Ingmar respondió que estaba demasiado cansado como para hablar con nadie.
—Si no me equivoco, esta visita te sentará bien —le aseguró Karin.
Gertrud entró en el cuarto, muy seria y afectada. A Ingmar le gustaba ya desde aquella época en que ella le hacía objeto de sus burlas y lo pinchaba; sin embargo, por aquel entonces siempre hubo algo en él que se resistía al amor. Ahora, en cambio, la ansiedad y la añoranza de todo un año habían hecho mella en Gertrud transformándola de tal modo que Ingmar, sólo con verla, sintió un deseo irresistible de conquistarla.
Al acercarse Gertrud a la cama, él se cubrió los ojos con la mano.
—¿No quieres verme? —preguntó ella.
Ingmar sacudió la cabeza. Ahora era él quien se comportaba como un niño majadero.
—Sólo me permiten decirte unas palabras —dijo Gertrud.
—Supongo que has venido para anunciarme que te has hecho hellgumiana.
Gertrud cayó de rodillas junto a la cama y apartó la mano con que Ingmar se tapaba los ojos.
—Hay una cosa que no sabes, Ingmar. —Él la miró interrogante, pero sin decir nada. Gertrud sintió dudas y se ruborizó, pero al final dijo—: El verano pasado, justo cuando te mudaste de nuestra casa, yo había empezado a quererte de verdad.
Ingmar enrojeció y una leve sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios, pero enseguida recuperó su actitud seria y desconfiada.
—Te añoraba tanto, Ingmar... —Él sonrió incrédulo pero le dio unas suaves palmaditas en la mano para agradecerle que fuera tan bondadosa—. En cambio, tú no viniste a verme ni una sola vez —se quejó ella—. Era como si hubiese dejado de existir para ti.
—No quería verte hasta que fuera un hombre acomodado que pudiera pedirte en matrimonio —se justificó Ingmar como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—Pero yo creía que me habías olvidado. —A Gertrud le afloraron las lágrimas—. No te imaginas el año que he pasado. Hellgum ha sido muy bueno conmigo y me ha consolado. Me dijo que mi corazón encontraría la paz si se lo entregaba enteramente a Dios.
Ahora Ingmar la miraba con una nueva esperanza en los ojos.
—Cuando viniste esta mañana me asusté, tenía miedo de no poder resistirme a ti y de tener que luchar conmigo misma de nuevo.
Por fin apareció una sonrisa radiante en el rostro de Ingmar. Pero igual siguió callado.
—Luego esta tarde me dijeron que habías socorrido a alguien a quien odias y entonces mis propósitos se vinieron abajo. —Las mejillas de Gertrud se encendieron—. Sentí que me era imposible hacer algo que me separara de ti. —Y se inclinó sobre la mano de Ingmar y la besó.
Éste tuvo la impresión de oír campanas de gloria junto a sus oídos. La paz de los domingos se extendió en su alma, y en su boca sintió la miel del amor derramando un delicioso bienestar hasta el último rincón de su ser.