Karin Ingmarsdotter
Era una mañana de otoño. En la escuela sonó la campana del recreo. El maestro y su hija Gertrud fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y la señora Stina sirvió café.
Antes de que tuvieran tiempo de apurar sus tazas llegó una visita.
El visitante era Halvor Halvorsson, un joven granjero que acababa de abrir una tienda de comestibles en el pueblo. Su familia era dueña de la granja de Timsgården y por eso a menudo le llamaban Tims Halvor.[10] Era un hombre alto y garrido, pero se le veía muy desanimado. La señora Stina le sirvió café a él también, el joven tomó asiento y se puso a hablar con el maestro.
Por su parte, la señora Stina sacó sus agujas y se sentó a hacer calceta en el banco situado bajo la ventana. Desde allí divisaba el camino. De repente dio un respingo y estiró el cuello para ver mejor. Al punto adoptó una apariencia tranquila y, fingiendo indiferencia, dijo:
—Y digo yo que hoy ha salido a pasear lo mejorcito de la comarca.
Al tendero no se le escapó un dejo inusual en su voz y se levantó para mirar por la ventana. Vio a una mujer alta, algo encorvada, y un muchacho a medio camino de la edad adulta que se aproximaban a la escuela.
—Si mis ojos no me engañan, es Karin Ingmarsdotter —dijo la señora Stina.
—Sí, ya lo creo que es Karin —confirmó el tendero y, sin añadir más, se apartó de la ventana y escrutó con la vista las cuatro paredes de la vivienda como si buscara una vía de escape. Sin embargo, acabó regresando calmadamente a su asiento.
La cuestión es que el verano anterior, aún en vida de Ingmar Ingmarsson, Halvor había solicitado la mano de Karin Ingmarsdotter. Fue un cortejo prolongado, con muchos peros y contras. Los venerables Ingmarsson dudaban de si Halvor les convenía. No era una cuestión de dinero, Halvor era rico; el problema consistía en que su padre se había entregado a la bebida y bien pudiera ser que eso fuera hereditario. Al final, no obstante, quedó acordado que Karin sería suya.
Se fijó el día de la boda y se decidió con el párroco el período de las amonestaciones; pero antes de la primera vez en que iban a ser leídos sus nombres en la misa mayor, Karin y Halvor hicieron un viaje a Falun a fin de comprar los anillos de boda y un libro de cánticos. Estuvieron fuera tres días. Al volver, Karin le comunicó a su padre que no podía casarse con Halvor; aunque su única queja era que Halvor se había emborrachado durante el viaje en una ocasión. Como Karin veía ahora fundados sus temores de que Halvor fuera a salir como su padre, Ingmar Ingmarsson no quiso obligarla a aquel matrimonio. Así pues, Halvor fue rechazado.
Halvor se lo tomó muy mal. «Vas a arrastrar mi nombre por el lodo —le reprochó a Karin—. ¡Qué vergüenza, es intolerable! ¿Qué pensará la gente de mí si me repudias de esta manera? Esto no se le hace a un hombre honrado.» Pero ella no dio el brazo a torcer y desde ese día Halvor se convirtió en un hombre taciturno y desgraciado. No podía olvidar la afrenta infligida por los Ingmarsson.
Y ahora entraría Karin y se encontraría con Halvor. ¿Cómo resolver la situación?
Lo que estaba claro es que no había reconciliación posible. Desde el otoño pasado, Karin era la mujer de Eljas Elof Ersson. Ella y su marido vivían en la gran casa de labranza de los Ingmarsson, de la que eran los amos desde la muerte de don Ingmar la primavera anterior. Ingmar había dejado cinco hijas y un hijo; sin embargo, éste era demasiado joven para hacerse cargo de la finca.
Karin entró en la cocina. Tenía veintitantos, pero seguramente ni de niña había parecido joven. En muchos otros sitios se la habría tildado de ser una mujer muy fea ya que había heredado los rasgos familiares de su clan y tenía los párpados pesados, el pelo ligeramente rojizo y una boca de líneas duras. Sin embargo, al maestro Storm y a los suyos ese parecido les gustaba.
Al ver a Halvor no se inmutó; todo lo contrario, a paso lento y muy tranquila fue saludando a unos y otros. Cuando le tendió la mano a Halvor, él extendió la suya lo suficiente para que sus dedos se rozaran en la punta.
Karin tenía un modo característico de caminar ligeramente encorvada. Al acercarse a Halvor, dio la impresión de que su cabeza se inclinaba algo más que de costumbre; por su parte, Halvor irguió la espalda cuanto pudo y pareció más alto que nunca.
—Así que hoy nuestra querida Karin ha salido a dar un paseo —dijo la señora Stina arrimándole la butaca en que solía sentarse el párroco.
—Así soy yo —replicó Karin—. Ahora que ha helado no cuesta tanto caminar.
—Sí, esta noche se ha formado una capa muy gruesa de escarcha —apuntó el maestro.
A continuación se abatió un pesado silencio sobre la habitación, nadie tenía nada que decir. Tras permanecer todos callados un par de minutos, Halvor se puso en pie y los otros lo imitaron como despertando de un profundo sueño.
—Bueno, es hora de regresar a la tienda —dijo.
—No creo que Halvor tenga tanta prisa —protestó la dueña de casa.
—No será por culpa mía que Halvor se va —dijo Karin. Pronunció su nombre con un tono de gran humildad.
Tan pronto Halvor se hubo marchado, el hechizo se disolvió y al maestro no tardó en ocurrírsele un tema de conversación. Miró al muchacho que acompañaba a Karin, a quien nadie le había hecho caso hasta ahora. Era sólo un niño, no mucho mayor que Gertrud, con un infantil rostro dulce y luminoso, aunque también tenía cierto aire repipi; no costaba mucho ver a qué familia pertenecía.
—Creo que Karin ha venido a traernos un nuevo alumno —dijo Storm.
—Es mi hermano. Ahora él es Ingmar Ingmarsson.
—Es un poco pequeño para ese nombre —advirtió Storm.
—Sí, padre murió demasiado pronto.
—Y que lo digas —asintieron el maestro y su esposa al unísono.
—Ha estado yendo al colegio de Falun —dijo Karin—. Por eso no ha venido a su escuela antes.
—¿Y no va usted a dejar que siga yendo este año también, Karin?
Ésta bajó sus gruesos párpados y soltó un largo suspiro.
—Por lo visto se le dan muy bien los estudios —eludió la pregunta.
—Bien, me temo que aquí conmigo no aprenderá gran cosa. Seguro que ya sabe tanto como yo.
—Me consta que usted sabe mucho más que un chiquillo como éste, señor maestro.
De nuevo se hizo el silencio, hasta que Karin retomó el hilo.
—No se trata únicamente de inscribirle en la escuela. También quería preguntarle a usted, señor maestro, y a usted también, señora Stina, si el chico puede vivir aquí en su casa.
El maestro y su esposa se miraron asombrados, sin saber qué responder.
—Lo cierto es que no nos sobra espacio —dijo Storm finalmente.
—He pensado que podría pagarles con mantequilla, leche y huevos.
—Sí, pero es que...
—Me harían un gran favor —añadió la rica campesina.
La mujer del maestro comprendió enseguida que Karin no les pediría algo tan extravagante a menos que realmente necesitara ayuda. De modo que tomó una decisión rápida.
—No hace falta que nos ruegue más, Karin —dijo—. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano por ayudar a los Ingmarsson.
—Gracias —dijo Karin.
Después, mientras la señora Stina y Karin hablaban largamente sobre las condiciones en que Ingmar viviría con ellos, Storm se llevó al muchacho al aula. Una vez allí, Ingmar eligió asiento en un pupitre al lado de Gertrud. Durante todo el primer día no abrió la boca.
Halvor se mantuvo lejos de la escuela toda una semana, como si temiera volver a encontrarse con Karin. Pero una mañana que llovía a cántaros y en que no cabía esperar clientes, un profundo desaliento se abatió sobre él. «Soy un inútil, nadie me respeta», pensaba, atormentándose como solía desde el día en que Karin lo rechazara. Al final decidió ir a visitar a la señora Stina para al menos poder charlar un poco con alguien amable y alegre.
Cerró su tienda, se ciñó la chaqueta todo lo que pudo y corrió hasta la escuela intentando esquivar la lluvia y los salpicones de los charcos.
Halvor se sentía tan a gusto allí que no se movió ni cuando sonó la campana del primer recreo y llegaron Storm y los dos niños para tomar el café de la mañana.
Los tres se le acercaron para saludarle. Halvor se levantó para estrecharle la mano al maestro; pero cuando Ingmar le tendió la suya Halvor ya se había sentado y estaba tan concentrado en su conversación con la señora Stina que pareció no advertir la presencia del niño. Ingmar se quedó de pie esperando sin decir nada, después se dirigió a la mesa y se sentó. Más de una vez le oyeron suspirar de la misma forma en que lo hiciera Karin el día que estuvo allí.
—Halvor ha venido a enseñarnos su reloj nuevo —dijo la señora Stina.
Y Halvor se sacó del bolsillo un reloj de plata y lo mostró. Era muy bonito, bastante pequeño, con una flor dorada grabada en la tapa. El maestro abrió el reloj, fue al aula por la lupa, se la encajó en el ojo y observó la maquinaria. Presa del mayor entusiasmo, se quedó absorto contemplando cómo las ruedecillas se engarzaban unas con otras. Nunca había visto un trabajo tan excelente, dijo. Por fin, le devolvió el reloj a Halvor y éste se lo guardó, pero sin dar muestras ni de alegría ni de satisfacción como se suele hacer normalmente cuando alguien alaba algo que acabamos de adquirir.
Mientras estuvo comiendo, Ingmar no abrió la boca pero tras apurar su café le preguntó a Storm si entendía de relojes.
—Sí —contestó el maestro—; ya sabes que entiendo un poco de todo.
Entonces Ingmar se sacó un reloj del bolsillo de su chaleco. Era un reloj de plata grande y redondo, feo y demasiado pesado, especialmente ahora, que acababan de admirar el de Halvor. La cadena de la que colgaba también era fea y pesada. La caja carecía del más mínimo ornamento y tenía una gran abolladura. Aquel reloj no valía gran cosa. Le faltaba el cristal que protegía las manecillas y el esmalte de la esfera también estaba dañado.
—No va —dijo Storm, arrimándoselo al oído.
—No —confirmó el muchacho—. Quisiera saber si usted, señor maestro, conoce a alguien que pudiera arreglarlo.
Storm abrió el reloj, se oía un tintineo en su interior, como si los engranajes estuvieran sueltos.
—No sé si has estado partiendo avellanas con este reloj o qué, pero yo no puedo hacer nada.
—¿Cree usted que Erik el relojero podría arreglarlo?
—Él podrá hacer tan poco como yo. Lo mejor será que lo envíes a Falun a que le cambien la maquinaria.
—Sí, ya me lo imaginaba —dijo Ingmar recuperando el reloj.
—¿Qué demonios has estado haciendo con ese reloj? —preguntó el maestro.
El muchacho tragó saliva un momento, como atragantado por el llanto.
—Era el reloj de mi padre —dijo—. Quedó así cuando aquel madero lo arrolló.
Ahora los presentes eran todo oídos e Ingmar hizo un esfuerzo por continuar.
—El accidente ocurrió durante las vacaciones de Pascua, así que yo estaba en casa y fui el primero en llegar a donde estaba padre. Lo encontré en el suelo con el reloj entre las manos. «Me muero, Ingmar», me dijo. «Lamento que el reloj se haya roto porque quiero que se lo des a alguien a quien he ofendido; dáselo con un saludo de mi parte.» Entonces me dijo a quién debía darle el reloj, y me pidió que antes lo hiciese arreglar en Falun. Pero no he podido volver a Falun y ahora no sé qué hacer.
El maestro se puso a rebuscar en su memoria algún posible conocido que fuera a viajar a la ciudad dentro de poco. La señora Stina preguntó:
—Ingmar, ¿a quién debías darle el reloj?
—No sé si decirlo —respondió el muchacho.
—¿No era a Tims Halvor, aquí presente?
—Sí, a él —admitió el niño.
—En ese caso, dáselo tal como está —dijo la señora Stina—. Eso le satisfará más que nada.
Ingmar se levantó obedientemente de la silla, sacó el reloj y le dio brillo con la manga de su chaqueta para dejarlo lo más bonito posible. Después cruzó la habitación con porte formal.
—Le presento saludos de parte de mi padre y le entrego esto —dijo tendiéndole el reloj.
Halvor, que había permanecido callado y sombrío todo el rato, se llevó la mano a los ojos como para no verlo. Ingmar siguió plantado ante él sosteniendo el reloj. Al final, el muchacho desvió la vista hacia la dueña de casa como pidiendo ayuda.
—«Bienaventurados sean los pacificadores»[11] —dijo ella entonces.
Halvor estiró un brazo y apartó de sí aquel reloj.
—En mi opinión, no puede usted pedir mayor desagravio, Halvor —terció Storm—. Siempre he sostenido que si Ingmar Ingmarsson no hubiese muerto, hace tiempo que se habría encargado de reparar su honor tal como usted se merece, Halvor.
Entonces vieron que Halvor, con la mano con que no se tapaba los ojos, casi contra su voluntad, agarró el reloj y se lo llevó de un tirón. Y una vez en su mano, lo metió bajo la doble protección del abrigo y el chaleco.
—Ese reloj no se lo quitará nadie —dijo el maestro, y soltó una carcajada al ver lo bien que se abrochaba la chaqueta que escondía el reloj.
Halvor también se rió, luego se puso en pie, estiró la espalda e inspiró hondo. El color subió a sus mejillas. Paseó una mirada franca y alegre por la habitación.
—Creo que Halvor se siente como si acabasen de resucitarlo —dijo la esposa del maestro.
Halvor se metió la mano en la chaqueta y sacó su reloj. Se acercó a Ingmar, quien de nuevo se había sentado a la mesa.
—Ya que yo he aceptado el reloj que era de tu padre, ahora tú debes aceptar éste que es mío —le dijo.
Y colocó el reloj sobre la mesa y se marchó sin despedirse de nadie.
Todo el día se lo pasó vagando por caminos y senderos. Un par de campesinos de la granja de Västgården bajaron para comerciar con él. Estuvieron esperando a la puerta de la tienda desde el mediodía hasta el ocaso; pero de Tims Halvor no se vio ni rastro.
Elof Ersson de la granja de Eljasgården, casado con Karin Ingmarsdotter, tuvo un padre malo y avaricioso que siempre fue muy severo con su hijo. De pequeño a Eljas apenas le daban de comer y de adulto siguió sufriendo una tremenda represión. El viejo no cesaba de hostigarle para que trabajara más, nunca le permitió ir a un baile y tampoco los domingos le concedía descanso. Es de lamentar que el matrimonio no significara para Eljas Elof un medio de alcanzar la independencia, ya que al ir a vivir a la finca de los Ingmarsson tuvo que supeditarse a la autoridad de su suegro. Lo cierto es que tampoco en Ingmarsgården encontró otra cosa que servidumbre y parquedad. Curiosamente, sin embargo, mientras vivió Ingmar Ingmarsson, Eljas siempre dio muestras de estar muy satisfecho y trabajaba como un esclavo sin quejarse nunca de nada. La gente comentaba que los Ingmarsson habían encontrado la horma de su zapato, ya que Elof Ersson no sabía hacer otra cosa en la vida que trabajar.
Pero fue morir Ingmar Ingmarsson y el yerno se dio a la bebida y empezó a llevar una vida de lo más disipada. Trabó amistad con todos los crápulas del pueblo y o bien los invitaba a la finca o bien se iba de ronda con ellos por todas las tabernas y posadas de la comarca. Se olvidó de trabajar y no pasaba un día sin emborracharse. En cuestión de un par de meses se convirtió en un pobre borracho.
Cuando su esposa, Karin Ingmarsdotter, lo vio ebrio por primera vez se quedó de piedra. «Dios me castiga así por haberme portado mal con Halvor», fue lo primero que cruzó su mente.
En el marido no desperdició demasiadas palabras de reproche o amenaza. Enseguida comprendió que aquel hombre era como un árbol de raíces podridas que nunca podría darle apoyo ni sombra.
En cambio, las hermanas de Karin Ingmarsdotter no eran tan perspicaces como ella. Se avergonzaban de aquellos excesos y de que desde la carretera se oyera el jaleo y las juergas que armaban los borrachos en la casa familiar. Ora se mofaban de él ora le reprendían, y aunque el cuñado en el fondo era un hombre apacible, a veces se encolerizaba. Resumiendo, en aquel hogar reinaba la discordia.
Karin sólo pensaba en cómo sacar a sus hermanas de la casa familiar para ahorrarles el tormento que ella sufría. Durante el verano concertó los matrimonios de las dos mayores y a las dos menores las envió a América con unos parientes que habían prosperado considerablemente.
A todas estas hermanas se les pagó su parte de la herencia, es decir, veinte mil coronas. Karin se quedaba con la finca pero sólo tras acordar que el joven Ingmar podría comprársela cuando alcanzase la mayoría de edad, momento en el que Karin y Eljas Elof se mudarían a otro lugar.
Era digno de admiración que Karin, con lo torpe e indecisa que aparentaba ser, tuviera la capacidad de equipar a tantos pájaros para que abandonaran el nido, consiguiéndoles maridos y viviendas o pasajes para América. Todo lo hizo sola. De su marido no obtuvo ayuda de ninguna clase.
Pero de todas sus preocupaciones, sin embargo, la mayor era el hermano, aquel que ahora era Ingmar Ingmarsson, quien le plantaba cara al marido de Karin más encarnizadamente que cualquiera de las hermanas. El muchacho no lo hacía de palabra sino mediante sus actos. En una ocasión vació todas las botellas de aguardiente que Eljas Elof guardaba en la casa, y en otra fue pillado rebajando sus licores con agua.
Llegado el otoño, Karin solicitó a su marido, único tutor del menor de edad, que el muchacho asistiese al colegio de Falun como en años anteriores; pero Eljas se opuso tajantemente.
«Ingmar será un labriego como lo hemos sido yo y su padre y el mío —declaró Eljas Elof—. ¿Qué se le ha perdido en el colegio? Este invierno, él y yo lo pasaremos arriba en el bosque haciendo carbón. Es lo mejor que puede aprender. Cuando yo tenía su edad me pasaba el invierno entero metido en una choza de carbonero.»
Karin no logró hacerle cambiar de opinión y tuvo que conformarse con que Ingmar se quedara en casa.
A partir de entonces Eljas Elof empezó a mostrar interés en ganarse a Ingmar. Sobre todo cuando salía de casa quería que el niño lo acompañase. Éste lo seguía a desgana. Aborrecía ser testigo de las francachelas del cuñado, quien le juraba que no irían más allá de la iglesia o la tienda, pero, una vez que el chico se encontraba subido al carro, lo llevaba muy lejos, hasta la planta industrial de Bergsåna o la posada de Karmsund.
Karin se alegraba de que el marido se llevara al chico, le parecía una garantía de que Elof no acabaría tirado en una cuneta o el caballo muerto de extenuación.
Pero un día Eljas llegó a casa a las ocho de la mañana con Ingmar dormido a su lado en el pescante.
—¡Hazte cargo de él y llévalo dentro! —le gritó a su esposa—. El chiquillo está borracho y no se tiene en pie.
A Karin, consternada, se le cayó el alma a los pies. Antes de cargar con el hermano tuvo que sentarse en el escalón de la entrada unos instantes.
Cuando finalmente incorporó al chico vio que no estaba dormido, sino inconsciente y frío, como un muerto. Lo tomó en sus brazos y lo llevó a la alcoba. Allí se encerró con él e intentó reanimarlo.
Al cabo de un rato salió al comedor, donde Eljas estaba tomando su desayuno. Karin se le aproximó y le puso la mano en el hombro.
—Más vale que te hinches de comida porque si has matado a mi hermano, en adelante no comerás tan bien como en esta casa.
—Bah, qué cosas dices —repuso él—. No creo que un poco de aguardiente le haya sentado tan mal.
—¡Fíjate bien en lo que te digo! —le gritó Karin hincando unos dedos largos y huesudos en el hombro del marido—. Si se muere, te pasarás veinte años entre rejas, Eljas, eso te lo juro.
Cuando Karin volvió a la alcoba, Ingmar había recuperado el conocimiento pero la cabeza no le funcionaba, no podía mover ningún miembro y sufría grandes dolores.
—¿Crees que me voy a morir, Karin? —preguntó.
—Eso nunca —contestó ella sentándose a su lado.
—No sabía lo que me estaban dando —aseguró él.
—Pues menos mal, gracias a Dios —contestó Karin muy seria.
—Escríbeselo a nuestras hermanas si me muero —suplicó el muchacho—. Yo no sabía que eran licores.
—Ya —repuso Karin.
—No lo sabía, te lo juro.
Todo ese día lo pasó Ingmar en cama con fiebre y mareos.
—No se lo cuentes a padre, por favor —le pidió a su hermana.
—No, nadie se lo va a contar a padre —contestó ella.
—Pero si me muero padre se enterará y entonces tendré que avergonzarme ante él.
—¿No decías que no era culpa tuya? —repuso Karin.
—Sí, pero a lo mejor padre piensa que debería haberme negado a tomar cualquier cosa que me diese Eljas.
»¿Crees que todo el pueblo sabe que me he emborrachado? —preguntó luego—. ¿Qué dicen los mozos y qué dice la tía Gammel Lisa y qué dice Stark Ingmar?
—Pues ésos no dicen nada —respondió Karin.
—Por favor, tienes que contarles cómo fue. Mira, te explico: estuvieron bebiendo toda la noche y entretanto yo dormía sentado en un rincón. Fue en la posada de Karmsund. Entonces Eljas me despertó y me dijo muy amable: «Venga, Ingmar, tómate algo caliente. ¡Ten, bébete esto, sólo es agua con azúcar!» Y yo al despertarme sentí frío, así que acepté. Cuando probé lo que me daba sólo noté que era dulce y estaba caliente. Y ahora resulta que había echado licor. ¿Qué dirá padre ahora?
Karin abrió la puerta porque Eljas todavía estaba ahí y pensó que convenía que oyera lo que hablaban.
—Si padre viviera, Karin, ay si padre viviera.
—Entonces ¿qué, Ingmar?
—¿No crees que lo mataría a palos?
En la otra habitación, Eljas se echó a reír y el chico palideció tanto que Karin se levantó y cerró la puerta.
Después de este incidente Eljas Elof se volvió lo bastante dócil como para no impedir que Karin llevase a Ingmar a casa del maestro.
Los primeros tiempos tras recibir el reloj, Halvor tenía siempre la tienda llena de clientes. No había granjero que viniese al pueblo sin pasar por el almacén para oír la historia del reloj de don Ingmar. Los parroquianos, con sus abrigos de pieles blancos hasta los pies y los rostros curtidos y serios, se pasaban horas apoyados en el mostrador escuchando a Halvor, quien remataba su narración sacando el reloj de su chaleco y luego señalaba la caja abollada y la esfera rota. «¿Así que ahí fue donde recibió el golpe? —se maravillaban los presentes imaginando la escena en que Ingmar Ingmarsson resultó herido—. ¡Qué suerte tienes, Halvor, de poseer ese reloj!»
Cuando Halvor mostraba el reloj nunca lo soltaba, sino que lo mantenía sujeto por la cadena. Ni un solo instante permitía que se lo quitasen de las manos.
Un día, Halvor, rodeado de un círculo de oyentes, como era habitual últimamente, fue desarrollando su relato hasta que tocó el momento de sacar el reloj. Como por ensalmo, una noble emoción invadió a todos y mientras se pasaban el reloj de mano en mano el silencio fue casi total.
Justo entonces entró Eljas, pero el reloj acaparaba toda la atención de los presentes así que nadie se dio cuenta. Eljas también había oído la historia del reloj de su suegro y enseguida comprendió la situación. No es que le tuviera envidia a Halvor, simplemente le parecía ridículo verle a él y a los demás tan emocionados en torno a ese trasto abollado y viejo por muy de plata que fuera.
De puntillas se acercó a los que hacían corro frente al mostrador, de un rápido zarpazo agarró el reloj y de un tirón lo tuvo en su puño. Sólo era una broma, Eljas no pretendía quitarle el reloj a Halvor, su única intención era fastidiar un poco.
Halvor lanzó un manotazo para recuperar el reloj pero Eljas dio un paso atrás sosteniéndolo en alto, como quien enseña un hueso a un perro jadeante. Halvor, haciendo pértiga con la mano sobre el mostrador, saltó al otro lado. Estaba tan furioso que Eljas se asustó y, en vez de quedarse quieto y devolverle el reloj, salió corriendo por la puerta.
Al otro lado de la puerta había una escalera de madera cuyos peldaños estaban en muy mal estado. Eljas metió el pie en un resquicio, tropezó y cayó escaleras abajo. Halvor se le echó encima, recobró su reloj y le propinó varias patadas.
—No te molestes en darme tan fuerte —advirtió Eljas—. Yo de ti miraría qué le pasa a mi espalda.
Halvor se contuvo pero Eljas no hizo ademán de levantarse.
—Ayúdame a ponerme en pie —pidió.
—Ya te ayudarás tú mismo cuando hayas dormido la mona.
—No estoy borracho —dijo Eljas—, lo que pasa es que cuando bajaba las escaleras me pareció ver a don Ingmar que venía hacia mí reclamando el reloj. Por eso caí de tan mala manera.
Halvor se inclinó para ayudar a aquel pobre diablo. Después tuvieron que llevarle a casa tumbado en una carreta. Se había roto la espina dorsal y nunca más volvería a andar.
A partir de entonces Eljas Elof siempre guardó cama; era un hombre desvalido que no podía moverse. Pero hablar sí podía, y se pasaba el día suplicando que le trajeran aguardiente. El médico le había prohibido rotundamente a Karin que le proporcionase cualquier tipo de licor, ya que en ese caso la bebida no tardaría en mandarlo a la tumba. Entonces Eljas empezó a conseguir lo que deseaba por la fuerza, a base de pegar gritos y armar mucho alboroto, principalmente de noche. Se comportaba como un loco y perturbaba el reposo de todos.
Éstos fueron los años más duros para Karin. Su marido la martirizaba hasta tal punto que más de una vez creyó que no lo resistiría. Con su lengua venenosa él llenaba la casa de maldiciones y blasfemias, de modo que aquello era como el infierno.
Karin le rogó al maestro y su esposa que alojaran a Ingmar. No quería que el hermano viniese a casa un solo día al año, ni siquiera por Navidad.
Todos los criados de la casa eran parientes lejanos de los amos y el predio de los Ingmarsson había sido su hogar de toda la vida. De no haber estado tan arraigados con los Ingmarsson, habrían sido incapaces de permanecer en sus puestos. Porque no fueron muchas las noches que Eljas les dejó dormir tranquilos. Y constantemente ideaba nuevos modos de atormentarlos a ellos y a Karin, para obligarles a claudicar ante sus exigencias.
Sumida en esta desgracia vivió Karin un invierno, un verano y otro invierno más.
Karin Ingmarsdotter tenía un lugar al que solía ir para estar a solas y rumiar sus penurias. Era un banquillo estrecho situado tras la valla del pequeño campo de lúpulo; allí acostumbraba acurrucarse con los codos apoyados en los muslos y la barbilla entre las manos mirando fijo al vacío. Buenas vistas no le faltaban, ni a lo ancho ni a lo largo. Desde el lugar donde se sentaba, los sembrados se extendían hasta las lomas boscosas y la puntiaguda montaña con forma de tacón de Klackberget.
Allí se encontraba una tarde de abril. Se sentía débil y desanimada, como a menudo suele ocurrirle a la gente en primavera, cuando la nieve, sucia y polvorienta, se va derritiendo y la lluvia primaveral todavía no ha limpiado el suelo. El sol picaba fuerte, y el viento del norte soplaba sin trabas a su alrededor porque el lúpulo que la hubiese resguardado aún no había nacido, sino que dormía su sueño invernal bajo un manto de ramas de abeto. Era un viento cortante, trapos y trozos de papel y hierba seca giraban en remolinos a ras del suelo. En lo alto de las montañas se acumulaba la nieve del deshielo y las copas de los abedules empezaban a ponerse pardas, pero en la linde del bosque la nieve todavía se amontonaba muy alta. La primavera estaba en camino y no tardaría en irrumpir en serio, pensamiento que le provocó un cansancio aún mayor. Sentía que no podría sobrevivir otro verano.
Pensó en la avalancha de tareas que se le venían encima, la siembra y la siega, amasar el pan de toda la temporada, la colada pendiente de todo el invierno, tejer y coser. Se le antojaba imposible pasar por todo aquello.
—Además, más me valdría morir —dijo muy quedamente—. El único sentido que tiene mi vida es impedir que Eljas se mate bebiendo.
De repente alzó la vista como si atendiese una llamada. Frente a ella vio a Halvor Halvorsson, que la observaba apoyado contra el cercado.
Karin no sabía cuándo había llegado. Tuvo la impresión de que llevaba allí un buen rato.
—Me imaginaba que te encontraría aquí —dijo él.
—¿Ah sí?
—Antes solías venir aquí cuando tenías un rato libre para dedicarle a tus penas.
—Entonces pocas eran mis penas.
—Las que no tenías te las buscaste.
Al mirar a Halvor, Karin pensó que él debía pensar que había sido una tonta al no casarse con un hombre tan orgulloso y gallardo. «Ahora me tiene acorralada —se dijo—. Ha venido aquí para escarnecerme.»
—He ido a tu casa y he hablado con Eljas —dijo Halvor—. De hecho, era a él a quien quería ver.
Karin no respondió y siguió sentada con la vista baja y las manos cruzadas, esperando la lluvia de sarcasmos que Halvor iba a descargar sobre ella.
—Le he dicho —prosiguió él— que me considero parcialmente responsable de su desgracia porque fue en mi casa donde tuvo el accidente. —Se interrumpió, como esperando una señal de aprobación o de desagrado por parte de ella; pero Karin callaba—. Por eso le he preguntado —continuó Halvor— si no quería venir a vivir conmigo una temporada. Representaría un cambio de aires y allí vería a más gente que aquí.
Karin levantó los ojos pero siguió sin moverse.
—Hemos acordado —siguió Halvor— que mañana lo mandarás a mi casa con el carro. Acepta venir conmigo porque cree que en mi casa podrá beber, pero puedes estar segura de que no será así, Karin. No tomará más aguardiente en mi casa que en la tuya. Bien, entonces quedamos en que vendrá mañana. Se alojará en la trastienda y le he prometido que la puerta siempre estará abierta para que pueda ver gente.
Karin se preguntó si aquello formaba parte de algo que Halvor había ideado para burlarse de ella, pero al punto comprendió que hablaba en serio.
Y es que Karin siempre pensó que Halvor había pedido su mano porque era rica y de buena familia. Nunca se le ocurrió que él pudiera quererla por méritos propios. Sabía muy bien que ella no era el tipo de mujer que gusta a los hombres. Por otro lado, tampoco ella había estado enamorada, ni de Halvor ni de Eljas.
Sin embargo, ahora que Halvor le proponía compartir la carga tan pesada que llevaba a cuestas, se vio embargada por una inmensa y sublime emoción. ¿Cómo era posible que Halvor pudiera ser tan bueno con ella?
El corazón de Karin empezó a palpitar. Estaba despertando a algo que nunca antes había experimentado. Se preguntó qué podría ser hasta que de repente comprendió que la bondad de Halvor había fundido el hielo que envolvía su corazón, haciendo que en ella prendiera una primera llama de amor hacia él.
Halvor continuó exponiendo su plan, temiendo posibles reparos.
—Hay que ponerse en su lugar —dijo—, el pobre necesita un cambio de aires. Y lo difícil que ha sido contigo no se atreverá a serlo conmigo. A mí me tiene miedo, con un hombre no es lo mismo.
Karin no sabía dónde meterse, le parecía que no podía hacer un solo gesto o pronunciar una sola palabra sin que Halvor notara que estaba enamorada de él. Y sin embargo, era preciso contestar algo.
Al final, Halvor calló y se quedó mirándola.
Karin se levantó como a desgana, se acercó a él y acarició su mano lentamente.
—Dios te bendiga, Halvor —dijo con voz quebrada—. Dios te bendiga.
A pesar de todas sus precauciones, Halvor debió de percibir algo puesto que con un gesto rápido le sujetó las manos y la atrajo hacia sí.
—¡No, no! —exclamó ella, horrorizada, luego se soltó y salió corriendo.
Eljas fue trasladado al almacén de Halvor y estuvo tumbado en la trastienda todo el verano. Sin embargo, no le ocasionó demasiadas molestias a Halvor porque entrado el otoño Eljas murió.
Al poco tiempo del suceso, la señora Stina le dijo a Halvor:
—Ahora debe usted prometerme una cosa, Halvor. —Él dio un respingo y alzó la vista—. Tiene usted que prometerme que tendrá mucha paciencia con Karin.
—Claro que tendré paciencia —contestó, extrañado.
—Lo digo porque es de las que merecen el esfuerzo de esperarlas, aunque sean siete años enteros.
Hablar de paciencia era fácil, pero para Halvor tenerla no lo fue tanto debido a los rumores que empezaron a llegarle acerca de si ora éste ora el otro estaba cortejando a Karin. Esta situación se creó a los catorce días exactos del entierro de Eljas.
Un domingo por la tarde, Halvor estaba sentado en los escalones de la entrada observando la gente que iba y venía por la carretera. Enseguida se le antojaron demasiados los elegantes carricoches que pasaban de largo rumbo a la finca de los Ingmarsson. En el primer carruaje vio a uno de los inspectores de la fábrica de Bergsåna, tras él pasó el hijo del hotelero de Karmsund, y finalmente pasó Berger Sven Persson, un rico hacendado de la parroquia lindante; de hecho, el terrateniente más acaudalado de toda la región oeste de Dalecarlia y, además, un hombre sensato de muy buena reputación. Si bien es cierto que ya no era lo que se dice joven. Había estado casado en primeras y segundas nupcias y acababa de quedarse viudo por segunda vez.
Cuando vio pasar a Berger en su coche, Halvor ya no pudo estarse más sentado. Echó a andar por la carretera y, casi sin quererlo, había cruzado el puente y se hallaba en la misma margen del río en que se hallaba Ingmarsgården. «Me gustaría saber adónde iban todos esos coches», se dijo. Siguió las huellas y no tardó en sentirse más y más ansioso. «Sé que esto que hago es una estupidez —se dijo, recordando la advertencia de la señora Stina—. Sólo voy a subir hasta el camino de la finca para ver lo que están tramando allá arriba.»
Berger Sven Persson y un par de hombres más estaban en la sala grande de Ingmarsgården tomando café. Ingmar Ingmarsson, que seguía viviendo en la escuela, había ido a pasar el domingo a su casa y, por lo tanto, estaba sentado a la mesa con los visitantes haciendo las funciones de anfitrión ya que Karin no estaba, se había excusado con que tenía cosas que hacer en la cocina debido a que todas las criadas habían ido al pueblo para escuchar misionar al maestro.
En el comedor reinaba un aburrimiento mortal, todos sorbían su café sin decir nada. Los pretendientes prácticamente no se conocían y cada uno aguardaba una oportunidad para meterse en la cocina y hablar a solas con Karin.
En ésas la puerta se abrió dando paso a un nuevo visitante. Ingmar Ingmarsson fue a recibirle y lo condujo hasta la mesa.
—Es Halvor Halvorsson de Timsgården —le dijo a Berger Sven Persson.
Éste no se levantó, saludó únicamente con un ligero gesto de la mano y dijo con cierta sorna:
—Qué suerte poder conocer a un hombre de tanta fama.
Ingmar Ingmarsson le ofreció una silla a Halvor haciendo tanto ruido al arrastrarla que éste se libró de responder.
A partir del momento en que llegó Halvor, todos los pretendientes se volvieron locuaces y grandilocuentes. Empezaron a respaldarse y a darse coba mutuamente, como si se hubiesen puesto de acuerdo para mantenerse unidos hasta eliminar a Halvor de la partida.
—Qué caballo más magnífico ha traído usted hoy, señor juez —empezó el inspector.
Berger Sven Persson le siguió el juego y alabó a su vez al inspector por un oso que había cazado el pasado invierno. A continuación, ambos felicitaron al hijo del hotelero de Karmsund por las nuevas viviendas edificadas por su padre. Finalmente, los tres se dedicaron a fanfarronear acerca de la fortuna de Berger Sven Persson. La locuacidad de aquellos hombres no tenía fin y con cada palabra le decían a Halvor que, comparado con ellos, era un don nadie. Halvor, sintiéndose en efecto muy insignificante, se arrepintió amargamente de haber ido.
Al poco entró Karin con la cafetera para rellenar las tazas. Cuando descubrió a Halvor su primera reacción fue de alegría, pero después pensó en la mala impresión que causaría que hubiese venido a visitarla a tan pocos días de la defunción del marido. Si mostraba tanta prisa, la gente pensaría que Halvor había descuidado sus atenciones a Eljas a propósito para deshacerse de él y así poder casarse con ella.
Karin habría querido que Halvor esperara dos o tres años antes de ir a verla, ese lapso habría sido suficiente para que la gente comprendiese que la impaciencia no había impulsado a Halvor a causarle ningún mal a Eljas. «¿Por qué tiene tanta prisa? —pensó—. Ya debería saber que nunca tomaré a nadie más que a él por marido.»
Al entrar Karin se hizo un nuevo silencio en la habitación y nadie pensó en otra cosa que en observar cómo se saludaban ella y Halvor. Pero las yemas de sus dedos apenas se rozaron. Al verlo, al juez del distrito se le escapó un agudo silbidito de alegría mientras que el inspector soltó una carcajada. Halvor se giró lentamente hacia él.
—¿Se puede saber de qué se ríe usted, inspector? —le preguntó impasible.
Así de pronto al inspector no se le ocurrió nada. No quería decir algo hiriente mientras Karin estuviera en la sala.
—Debe de estar pensando en un perro de caza que levanta la liebre pero después deja que otro la mate —contestó con segundas el hijo del hotelero.
Entonces Karin, que iba sirviendo el café con las mejillas como dos tomates, dijo en tono de disculpa:
—El señor Berger Sven Persson y todos ustedes tendrán que conformarse con café solo, puesto que en esta casa ya no se sirven licores.
—No, en mi casa tampoco los servimos —replicó el juez.
El inspector y el hotelero no dijeron nada, pero comprendieron que el juez acababa de anotarse varios puntos. A continuación, el juez dio un discurso sobre la abstinencia de bebidas alcohólicas y sus beneficios. Karin se quedó a escucharle, asintiendo a cada palabra. El juez tenía muy claro que por ahí podía conquistarla y no dudó en explayarse profusamente acerca del aguardiente y el alcoholismo. Karin reconoció sus propias inarticuladas ideas sobre un tema que le había rondado la cabeza durante los últimos años y se alegró de descubrir que un hombre tan poderoso y sensato las compartía con ella.
En mitad de su discurso, el juez dirigió la mirada a Halvor. Éste permanecía sombrío y malhumorado, la taza ante él aún intacta. «Ha de ser muy duro para él —pensó Berger Sven Persson—, sobre todo si es verdad, como cuenta la gente, que ayudó a Eljas en el tránsito, aunque sólo fuese un poquito. Lo cierto es que yo diría que fue una buena obra liberar a Karin de ese personaje deleznable.» Y como el terrateniente y magistrado tenía ya la impresión de que la partida era suya, sintió una súbita benevolencia hacia Halvor. Levantando la taza de café, la alargó y dijo:
—¡Salud, Halvor! Me consta que fuiste de gran ayuda para Karin al hacerte cargo de ese canalla con el que estaba casada.
Halvor, quieto en su sitio, miró fijamente al juez sin saber cómo tomárselo. El inspector, en cambio, soltó una nueva risotada.
—De gran ayuda, sí —cacareó—, de gran ayuda, realmente.
El hijo del hotelero, torciendo la sonrisa, repitió:
—Sí, eso, de gran ayuda, realmente.
Las risas aún sonaban cuando Karin se escabulló, deslizándose como una sombra por la puerta de la cocina. Luego se paró en el quicio, a una distancia desde la que pudiera escuchar todo lo que se decía en el comedor. Estaba triste y desesperada por la prematura presencia de Halvor. Sin duda, ahora nunca podría casarse con él. Resultaba evidente que para las malas lenguas ya daban que hablar. «No sé cómo voy a poder soportar perderle», pensó apretando el puño contra su corazón.
Al principio sólo se oía un gran silencio en la sala grande, luego oyó que alguien hacía correr la silla y se levantaba.
—¿Se irá usted tan pronto, Halvor? —preguntó el joven Ingmar.
—Sí —contestó Halvor—, no puedo quedarme más tiempo, tendrás que decirle adiós a Karin Ingmarsdotter de mi parte.
—¿Por qué no va a la cocina y se despide usted mismo?
—No —replicó la voz de Halvor—, nosotros dos ya no tenemos nada más que decirnos.
A Karin le dio un vuelco el corazón y sus ideas se dispararon a una velocidad inusitada. Halvor estaba resentido con ella y no era de extrañar. Ella apenas se había atrevido a estrecharle la mano, y cuando los otros se burlaron de él en vez de defenderle había callado y luego se había marchado de allí.
¿Qué iba a pensar él si no que ella no le amaba? Por eso ahora se iba para no volver nunca.
Ay, no, cómo había podido tratarle así, ella, que lo quería tanto.
De repente le vino a la cabeza aquello que su padre solía decir acerca de los Ingmarsson, que no debían preocuparse de los hombres, sino seguir los caminos de Dios.
La puerta de la cocina se abrió de golpe dando paso a Karin, que no tardó en plantarse ante Halvor justo cuando éste salía del comedor.
—¿Ya te vas, Halvor? Creía que te quedarías a cenar.
Halvor la miró de hito en hito. Estaba demudada, ruborosa y sudorosa, y había algo dulce y cariñoso en ella que nunca antes había visto y que le conmovió.
—Pues pienso irme y no volveré jamás —contestó, sin entender lo que ella perseguía.
—Vamos, ven y acábate el café —repuso ella tomándole de la mano y conduciéndole hasta la mesa. Durante el trecho que los separaba de la mesa tuvo tiempo de ponerse roja primero y blanca después, su valor flaqueó una y otra vez; pero se mantuvo firme a pesar de que el escarnio y el desprecio eran lo que más le dolía. «Por lo menos ahora comprenderá que quiero compartir la carga con él», pensó.
—Berger Sven Persson y ustedes también —dijo Karin—, Halvor y yo no hemos podido hablar del asunto ya que acabo de enviudar; pero ahora, creo que es mejor que sepan de una vez por todas que como marido prefiero a Halvor a nadie en el mundo. —Hizo una pausa porque la voz le temblaba—. Que la gente diga lo que le plazca; pero Halvor y yo no hemos hecho nada malo.
Dicho esto, Karin se acercó un poco más a Halvor, como buscando cobijo ante las habladurías que se les vendrían encima.
Los presentes callaron un rato, más que nada por la sorpresa que les causó Karin Ingmarsdotter, quien en aquellos momentos tenía un aspecto juvenil, casi de niña, como no lo tuviera en su vida.
Entonces habló Halvor con voz temblorosa:
—El día que me entregaron el reloj de tu padre pensé que ya nada de lo que me pasara sería igual de importante. Pero esto que acabas de hacer, Karin, lo supera todo.
Sin embargo, ella esperaba con más ansiedad las palabras de los presentes que las de Halvor, la angustia no quería soltarla.
Por fin, Berger Sven Persson, que en muchos aspectos era una excelente persona, se puso en pie.
—En ese caso habrá que darles la enhorabuena a Karin y a Halvor —dijo muy afable—, pues a todos nos consta que el elegido por Karin es un hombre sin tacha y de conducta irreprochable.