II
Un par de semanas más tarde Ingmar se encontraba limpiando unos arneses. Parecía de mal humor y trabajaba con torpeza. «Si yo fuera nuestro Señor... —pensó frotando un par de veces y volviendo a empezar—. Si yo fuera nuestro Señor me ocuparía de que una cosa quedara lista y hecha en el mismo instante en que se tomó la decisión de hacerla. No le daría a la gente días y días para ir rumiando y darle vueltas una y otra vez a todos los obstáculos. Yo no me habría concedido tiempo para pulir los arreos y pintar el carro, me habría obligado a hacer lo que tenía que hacer directamente, cuando se me ocurrió aquel día labrando.»
Oyó el sonido de un coche en el camino, asomó la cabeza y reconoció de inmediato el caballo y el carruaje.
—¡Ha venido el señor diputado de Bergskog! —gritó en dirección a la cocina, donde se encontraba atareada su madre. Al cabo de un momento oyó que su madre echaba leña al fuego y el molinillo de café se ponía en marcha.
El diputado condujo el coche hasta el patio. Ahí se quedó sentado sin moverse.
—No, no puedo entrar —dijo—, sólo quiero hablar unas palabras contigo, Ingmar. Es que no tengo tiempo, voy de camino a la asamblea de la Junta municipal.
—Madre querrá invitarle a un café —repuso Ingmar.
—Gracias, pero tengo que ser puntual.
—Hace mucho que el señor diputado no venía por aquí —insistió Ingmar, y su madre también contribuyó desde el umbral:
—Pero señor diputado, ¿no irá usted a hacer un viaje tan largo sin pasar y tomarse una tacita de café?
Ingmar desabrochó la manta de viaje que le cubría las piernas al diputado y éste se dispuso a bajar.
—Bueno, si es doña Märta en persona quien me lo pide tendré que obedecer —comentó, cortés.
Era un hombre apuesto de gran estatura y andares airosos que parecía pertenecer a una raza completamente distinta a la de Ingmar y su madre, quienes eran gente fea, de rostro soñoliento y cuerpo pesado. No obstante, profesaba un gran respeto por la venerable familia de los Ingmarsson y de buen grado habría cambiado su bella apariencia por la de Ingmar con tal de ser uno de ellos. Siempre había tomado el partido de Ingmar en contra de su propia hija, y la cálida bienvenida levantó sus ánimos.
Al cabo de un rato, después de que doña Märta sirviera el café, empezó a plantear la cuestión que le había llevado hasta allí.
—He venido —dijo, y se aclaró la garganta—, he venido a explicarles nuestros planes para Brita. —La taza que doña Märta sostenía tembló levemente y la cucharilla tintineó contra el plato. A continuación, sobrevino un silencio incómodo—. Hemos pensado que lo mejor para todos es mandarla a América. —Una nueva pausa. El silencio prosiguió. La inaccesibilidad de aquella gente le hizo soltar un suspiro—. Ya tiene el pasaje comprado.
—Pero supongo que antes pasará por su casa, ¿no? —dijo Ingmar.
—No, ¿para qué habría de venir a casa?
Ingmar volvió a guardar silencio. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos y permaneció tan quieto como si estuviera dormido. En su lugar, doña Märta empezó a hacer preguntas.
—¡Pero necesitará ropa!
—Todo está arreglado, hay un baúl preparado con sus cosas en el hostal del mercader Lövberg, donde solemos hospedarnos cuando vamos a la ciudad.
—¿Y su señora esposa no irá a recibirla?
—Bien quisiera ella; pero yo le digo que es preferible evitar un encuentro.
—Es posible que así sea.
—En el hostal del mercader Lövberg tiene dinero y el pasaje, así que no le faltará nada. Me pareció que Ingmar debía saberlo para que finalmente pueda quitarse este peso de encima —añadió el diputado. Ahora hasta doña Märta enmudeció, cabizbaja y con la vista clavada en los pliegues de su delantal y el pañuelo corrido hacia la nuca—. Ha llegado la hora de que Ingmar empiece a pensar en un nuevo matrimonio. —Madre e hijo guardaban el mismo obstinado silencio—. Doña Märta necesita ayuda para llevar esta casa tan grande, Ingmar tiene la obligación de asegurarle una vejez tranquila. —El diputado hizo una pausa preguntándose si le estaban escuchando—. Tanto yo como mi esposa deseamos arreglar las cosas —dijo al cabo.
Mientras tanto, Ingmar se dejaba inundar por una inmensa alegría. Brita se iba a América y él no tendría que casarse con ella. No sería una asesina la que gobernara la casa de los Ingmarsson. Si guardaba silencio era porque no le parecía decente mostrar su satisfacción de buenas a primeras; pero pasados unos minutos ya no debería resultar impropio manifestarla.
El diputado guardaba silencio también. Era consciente de que debía darle a esa venerable gente tiempo para recapacitar. Pero entonces la madre de Ingmar dijo:
—Bien, Brita ya ha cumplido su castigo, ahora nos toca el turno al resto.
Con estas palabras la anciana pretendía decir que si el diputado deseaba ayuda por parte de los Ingmarsson como pago por haberles allanado el camino, ellos no tenían inconveniente en prestársela; sin embargo, Ingmar interpretó sus palabras de distinta manera. Dio un respingo y tuvo la impresión de que acababa de despertarse. «¿Qué diría padre de todo esto? —pensó—. Si yo le planteara esta situación ¿cómo se pronunciaría?» «No creas que puedes burlarte de la justicia divina», diría, «no creas que Dios te librará de castigo si permites que Brita cargue sola con toda la culpa. Aunque su padre quiera repudiarla para complacerte a fin de que le prestes dinero, tú, Ingmar Ingmarsson, no debes apartarte de los caminos de Dios»
«Estoy seguro de que mi anciano padre me vigila en este asunto —pensó—, sin duda ha enviado al padre de Brita para que me haga comprender lo abominable que es hacerle cargar con toda la culpa a ella sola, la pobre. Me refiero a que se ha dado cuenta de que no he tenido muchas ganas de hacer el viaje últimamente.»
Ingmar se puso en pie, echó brandy en el café y alzó la taza.
—Ahora, señor diputado, quiero agradecerle que haya venido a vernos en el día de hoy —dijo, y brindó a su salud.