El derviche

Una tarde poco antes del anochecer, Gertrud se paseaba por las calles del centro de Jerusalén. Vino a fijarse entonces en un hombre alto y delgado, vestido con un traje talar negro, que caminaba delante de ella. A Gertrud le pareció que rezumaba un algo fuera de lo común, pero no supo precisar qué. Desde luego no era el turbante verde que llevaba para señalar su condición de descendiente del Profeta: hombres con tocados como ése se encontraban en cada esquina. Quizá se debía a que no se había afeitado la cabeza ni llevaba el pelo recogido bajo el turbante como era habitual entre los orientales; su melena caía suelta sobre los hombros en rizos grandes y regulares.

Lo siguió con los ojos, y de pronto deseó que se girara para poder verle el rostro. Entonces un joven se acercó a él, hizo una profunda reverencia, besó su mano y siguió su camino. El hombre de negro se detuvo un segundo y siguió con la vista al joven que lo había saludado con tanta humildad, y gracias a eso vio Gertrud realizado su deseo.

El asombro más feliz le cortó el aliento. Se paró en seco llevándose la mano al corazón. «¡Pero si es Cristo! —se dijo—. ¡Es Jesucristo, con quien me crucé en el arroyo del bosque!»

El hombre prosiguió su camino. Gertrud intentó seguirle pero él se metió por una calle muy concurrida donde le perdió el rastro por completo. Entonces tomó el camino de vuelta a la colonia. Caminaba muy despacio, parándose con frecuencia para apoyarse contra un muro y cerrar los ojos.

—¡Ojalá pueda retenerlo en mi memoria! —murmuraba—. ¡Ojalá pueda seguir viendo su rostro para siempre!

Intentó grabar en su retina lo que acababa de ver. «Tenía un poco de barba con algunas canas —se repetía a sí misma—, era bastante corta y partida en dos puntas. Su rostro era ovalado, la nariz larga y la frente ancha pero no muy alta. Y era el vivo retrato de Cristo tal como lo he visto en los cuadros, el vivo retrato de cuando vino hacia mí por el sendero del bosque, sólo que esta vez su belleza y majestad eran aún mayores. Sus ojos desprendían luz y una gran autoridad, y alrededor de ellos había sombras y también numerosas arrugas. Eso es, en torno a sus ojos se concentraba todo, sabiduría y amor, pena y misericordia, y aún algo más, como si esos ojos a veces fueran tan penetrantes que traspasaran los cielos y pudiesen contemplar el lugar donde está Dios y todos sus ángeles.»

Durante la caminata de regreso, Gertrud se encontró en un estado de éxtasis supremo. No experimentaba una dicha tan plena desde el día en que se había cruzado con Jesús en el sendero del bosque. Avanzaba con las manos juntas y los ojos en blanco, con todo el aspecto de andar flotando.

Encontrar a Cristo en Jerusalén era de una trascendencia aún mayor que cuando se le apareció en medio de aquel bosque allá en Dalecarlia. Allí había pasado por su lado como una visión, mientras que su aparición en Jerusalén significaba que Cristo había regresado a la tierra para vivir entre los hombres. Sí, era tan inmenso saber que Cristo había regresado a la tierra que su mente no daba abasto a todas las implicaciones de ese hecho; pero lo primero que comportaba era paz y alegría y una dicha infinita.

Una vez cruzada la muralla, ya muy cerca de la colonia, Gertrud se topó con Ingmar Ingmarsson. Seguía llevando aquel traje negro que le sentaba tan mal a sus manos callosas y poco refinadas facciones, y tenía un aire cansado y abatido.

La inmediata reacción de Gertrud al encontrarse de nuevo con Ingmar, allí en Jerusalén, fue sorprenderse de haber estado tan encariñada con él en el pasado. También se extrañó de que a Ingmar, allá en su tierra, se le considerase un hombre importante. Por muy pobre que hubiera sido él, tanto ella misma como los demás pensaban que nunca encontraría mejor partido. En cambio, allí en Jerusalén, Ingmar sólo ofrecía un aspecto desvalido y descuidado. Gertrud no entendía qué le veían de extraordinario allá en el pueblo.

Pero tampoco era aversión lo que sentía hacia él y de buen grado se habría mostrado amable. Sin embargo, alguien le había contado que Ingmar estaba separado de su mujer y que el motivo de su viaje a Jerusalén era conquistarla a ella. Al saberlo, había pensado con horror: «No me atrevo ni a hablar con él; tengo que demostrarle que él no me importa. No le daré pie a que crea que puedo volver a ser suya. Si ha venido hasta aquí es porque cree que me ha ofendido gravemente; pero cuando vea que no siento nada por él, espero que recupere el juicio y regrese a su casa.»

Pero al toparse con Ingmar a las puertas de la colonia, sólo pensó en que, gracias a Dios, había encontrado una persona en quien confiar su enorme y maravilloso descubrimiento. Así que se abalanzó sobre él y gritó:

—¡He visto a Jesús!

Probablemente, una exclamación tan entusiasta como aquélla no había vuelto a oírse en los áridos campos y lomas de los alrededores de Jerusalén desde el día en que las devotas volvieron del sepulcro vacío y anunciaron a los apóstoles: «¡Hemos visto al Señor!»

Ingmar se paró y bajó la vista, como solía hacer cuando quería ocultar lo que pensaba.

—¡Vaya! —le dijo a Gertrud—. ¿Has visto a Jesús?

Gertrud se impacientó, exactamente igual que antaño, cuando Ingmar no era capaz de captar con la suficiente rapidez el significado de sus ideas y ensoñaciones. Deseó haberse topado con Gabriel porque él la comprendía mucho mejor. No obstante, empezó a relatarle lo que había visto.

Ingmar no articuló un solo sonido que dejara traslucir que no la creía, pero aun así Gertrud tuvo la sensación de que su historia, al ponerla en palabras, se iba reduciendo a nada. En la calle había visto a un hombre que se parecía a Cristo, eso era todo. Aquello se parecía ahora a un sueño. Al vivirlo le había parecido de lo más extraordinario, pero al intentar contarlo se desintegraba.

De todos modos, daba la impresión de que Ingmar se alegrara mucho de que ella se hubiera dirigido a él. Se esforzó en averiguar exactamente la hora y el lugar en que ella había visto al hombre y tomó nota detallada de su aspecto y su indumentaria.

Ya en el interior de la colonia, Gertrud se dio prisa en alejarse de Ingmar. «Sé que no vale la pena que le cuente esto a la gente —pensó—. ¡Ay, con lo feliz que me sentía con mi descubrimiento a solas!» Así pues, decidió no contárselo a nadie más. También le pediría a Ingmar que guardara el secreto. «Es verdad, es la pura verdad —se repetía—, he vuelto a encontrar a aquel que vi en el sendero del bosque; pero sería pedir demasiado que alguien me creyera.»

Un par de noches más tarde recibió una sorpresa. Ingmar se le acercó después de la cena y le explicó que también él había visto al hombre de la túnica negra.

—Desde el momento en que me hablaste de él, no he dejado de pasearme por esa calle esperando a ver si venía —dijo.

—¡Dios bendito, entonces me creíste! —exclamó Gertrud pictórica de alegría. La llama de su fe volvió a arder inquebrantable.

—No soy de los que creen de buenas a primeras —respondió Ingmar.

—¿Alguna vez has visto un rostro igual?

—No, nunca he visto un rostro igual.

—¿Y no es verdad que ves ese rostro vayas donde vayas?

—Sí, es verdad.

—¿No crees que sea Jesucristo?

Ingmar eludió contestar a la pregunta.

—Deberá ser él quien nos demuestre quién es.

—¡Ojalá pudiese verlo una vez más! —suspiró Gertrud.

Ingmar vacilaba.

—Yo sé dónde estará esta noche —dijo al cabo, con parsimonia. Gertrud se entusiasmó.

—Pero ¿cómo? ¿Sabes dónde está? Entonces llévame para que pueda verle.

—Pero es noche cerrada —protestó Ingmar—. No creo que sea aconsejable ir a la ciudad a esta hora.

—Bah, no hay ningún peligro —dijo Gertrud—, he ido a visitar enfermos a horas mucho más tardías. —Pero le costó lo suyo convencer a Ingmar—. ¿No quieres acompañarme hasta él porque crees que estoy loca? —dijo, y sus ojos, de pronto más oscuros, parecían peligrosos.

—Ha sido una estupidez por mi parte decirte que le he encontrado —dijo Ingmar—, pero ahora que está hecho, creo que lo mejor será que te acompañe.

A Gertrud la alegría le inundó los ojos de lágrimas.

—Pero debes procurar que no nos vean salir —dijo ella—. No quiero decírselo a nadie de la colonia hasta que le haya visto de nuevo.

Gertrud logró encontrar una linterna y finalmente salieron a la calle. Fuera les esperaba lluvia y tormenta pero ella ni siquiera reparó en ello.

—¿Estás seguro de que podré verlo esta noche? —insistía una y otra vez—. ¿Estás completamente seguro?

Gertrud hablaba sin cesar. Era como si nada se hubiese interpuesto entre ella e Ingmar: como antaño, depositó en él toda su confianza. Le habló de las madrugadas en que había subido al monte de los Olivos a esperar. También le contó cómo la torturaban las miradas de los curiosos que se acercaban mientras ella aguardaba de rodillas contemplando el cielo.

—Ya puedes imaginar lo que ha supuesto para mí que toda esa gente me mirara tan raro, como si yo fuera una loca. Pero estando tan segura de que Jesucristo vendría, ¿qué otra cosa podía hacer que subir a esperarle? Claro que hubiera preferido verle aparecer con pompa y majestad entre las nubes de la aurora —añadió—, pero ¿qué más da si se presenta en medio de una noche oscura de invierno? Mientras venga, ¿qué importa lo demás? Apenas se muestre se hará la luz y nacerá un nuevo día. ¡Y pensar que tú, Ingmar, habías de venir justo cuando él regresa y empieza a obrar entre nosotros! ¡Qué suerte tienes, no has tenido que esperar! Llegas en tiempos de plenitud.

Gertrud se detuvo súbitamente y levantó la linterna para alumbrar la cara de Ingmar, cuya expresión sombría denotaba fatiga.

—Has envejecido mucho en este año, Ingmar. Imagino que has sentido muchos remordimientos por mi causa. Pero tienes que quitarte de la cabeza que me has hecho daño. Era la voluntad de Dios que las cosas fueran así. Dios nos ha concedido una sublime gracia a ti y a mí. Él quería conducirnos aquí a Palestina en el momento justo, en esta época de esplendor. Ahora padre y madre también quedarán tranquilos, cuando comprendan el sentido de la divina providencia —continuó—. Ellos nunca han sido duros conmigo en sus cartas por haberme escapado de casa, debieron de entender que era inaguantable para mí quedarme allí; pero sé que se han sentido muy resentidos contigo. Ahora podrán reconciliarse con los dos niños que crecieron en su cocina. Si quieres saber una cosa, creo que han sentido más tu pérdida que la mía.

Ingmar caminaba en silencio bajo el temporal. Esta última afirmación también se quedó sin respuesta, igual que todo lo que había ido diciendo Gertrud. «Seguramente no cree que he encontrado a Cristo —pensó ella—, pero ¡qué importa si de todos modos me conduce hasta él! Un poco más de paciencia y podré contemplar a todos los pueblos y reyes de la tierra arrodillados ante él, nuestro Salvador.»

Ingmar la condujo al barrio musulmán y tuvieron que recorrer varias callejuelas sinuosas y oscuras. Por fin, Ingmar se detuvo ante una puerta baja situada en un elevado muro ciego y la abrió. Atravesaron un largo pasillo y llegaron a un patio iluminado.

Algunos criados estaban atareados en un rincón, y un par de hombres viejos aguardaban en un banco de piedra situado junto a una pared; pero nadie reparó en Ingmar y Gertrud. Ellos se sentaron en otro banco y ella observó el entorno. Era un patio parecido a muchos otros que había visto en Jerusalén. Una galería rodeaba los cuatro lados del patio, sobre el cual se extendía un toldo amplio y mugriento que colgaba en jirones.

El sitio tenía todo el aspecto de haber sido suntuoso e importante en su día; aunque ahora fuera cochambroso. Los pilares parecían provenir de una iglesia. Sin duda había habido bellos ornamentos en lo alto de las columnas, pero sólo quedaban fragmentos estropeados. El enlucido de las paredes estaba en muy mal estado y en los distintos huecos y orificios despuntaban trapos sucios. Contra una pared se apilaba un montón de cajas viejas y jaulas de gallina.

Gertrud le susurró a Ingmar al oído:

—¿Estás seguro de que le veré aquí?

Ingmar asintió con la cabeza y señaló las veinte pequeñas alfombras de piel de cordero extendidas en círculo en el centro del atrio.

—Ahí en medio lo vi ayer con sus discípulos —dijo.

Gertrud parecía algo descontenta pero no tardó en sonreír de nuevo.

—Es curioso que siempre se le espere con gran fausto y pompa, y en cambio él nunca quiera saber nada de eso, sino que surge en medio de la pobreza y la humildad. Pero no creas que soy como los judíos, quienes no quisieron reconocerle porque no se mostró como el amo y rey del mundo.

Al cabo de un rato llegaron unos cuantos hombres. Avanzaron hasta el centro del patio y se sentaron sobre las alfombras de piel de cordero. Todos los que iban llegando vestían ropas de estilo oriental; pero, aparte de eso, eran muy distintos entre sí. Algunos eran jóvenes, otros viejos, unos llegaban arropados con exquisitas sedas y pieles, otros vestían como humildes porteadores de agua y campesinos. Desde que comenzaron a entrar, Gertrud fue enseñándoselos a Ingmar.

—¿Ves ése?, es Nicodemo, el que se presentó ante Jesús de noche —dijo de un hombre importante de avanzada edad—. Y el de la barba grande es Pedro, y en aquel rincón está José de Arimatea. ¡La verdad es que nunca antes he comprendido tan bien como ahora el modo en que los apóstoles rodeaban a Jesús! Ése de ahí, el que baja los ojos, es Juan y el pelirrojo de la gorra de fieltro es Judas. En cambio, esos dos que esperan en el banco y no hacen más que chupar la pipa de agua, sin preocuparse de lo que van a oír, son dos escribas. No creen en él, sólo han venido por curiosidad o para contradecirle.

Mientras ella explicaba esto, el círculo se completó. Poco después llegó el hombre a quien ella esperaba, y se colocó en el centro. Gertrud no reparó de qué lado vino y al descubrirle súbitamente allí en medio, casi soltó un chillido.

—¡Ahí está! —exclamó juntando sus manos. Observó fijamente al hombre, que se mantenía quieto con la vista baja, como orando. Y cuanto más lo observaba, más se reforzaba su fe—. ¿No te das cuenta de que no es un mero mortal, Ingmar? —le susurró, y él le correspondió con otro susurro:

—Ayer, cuando lo vi por primera vez, también pensé que no era un mero mortal.

—Sólo de verle me siento bienaventurada —comentó Gertrud—. No sé qué podría pedirme que yo no estuviera dispuesta a hacer por él.

—Supongo que mucho se debe a que nos hemos acostumbrado a imaginar al Salvador con ese aspecto —dijo Ingmar.

El hombre que Gertrud creía Jesucristo se hallaba de pie en el centro del círculo de sus adeptos, irradiando una digna autoridad. A un mínimo gesto de su mano todos los que le rodeaban sentados en el suelo entonaron al unísono un «Alá, Alá». Y empezaron a dar bandazos con la cabeza a derecha e izquierda, a derecha e izquierda. Todos seguían el mismo ritmo y a cada cambio de dirección exclamaban: «¡Alá, Alá!» El que estaba en el centro apenas se movía; sin embargo, llevaba el ritmo mediante leves inclinaciones de cabeza.

—¿Qué hacen? —dijo Gertrud—. ¿Qué hacen?

—Tú que llevas mucho más tiempo que yo en Jerusalén, deberías saber lo que hacen.

—He oído hablar de los denominados derviches girantes —dijo Gertrud—; al parecer, ésta es su forma de celebrar una misa. —Y se quedó reflexionando; al cabo dijo—: Tal vez sea la costumbre del país, así como nosotros siempre comenzamos con un himno. Cuando acaben con esto seguro que él empezará a predicar su evangelio. ¡Ay, que feliz me hará oír su voz!

Los hombres sentados en el centro del patio seguían exclamando sus «¡Alá, Alá!» mientras ladeaban la cabeza sin cesar. Lo hacían a un ritmo cada vez más acelerado, las frentes se perlaban ya de sudor y los gritos de Alá sonaban como estertores. Continuaron así ininterrumpidamente varios minutos hasta que, a un breve gesto de la mano de su guía, se detuvieron al instante.

Gertrud había mantenido los ojos cerrados para evitar ver cómo se infligían aquel tormento. Cuando se hizo el silencio abrió los ojos y le dijo a Ingmar:

—Ahora empezará a hablar. ¡Dichoso aquel que pudiera entender su sermón! Pero con oír su voz me conformo.

Reinó un momento de silencio pero el director no tardó en hacerles una señal y los adeptos empezaron a clamar de nuevo «¡Alá, Alá!». Esta vez se les indicó que movieran todo el tronco y no sólo la cabeza. Pronto estuvo todo el círculo girando nuevamente. El hombre del rostro magnífico y los hermosos ojos de Cristo no pretendía otra cosa que incitar a sus acólitos a movimientos cada vez más violentos. Les dejó así minuto tras minuto. Y ellos resistían, como por una fuerza sobrenatural, mucho más de lo que parecía humanamente posible. Era un espectáculo terrible ver a todos esos hombres medio muertos por el esfuerzo y oír los gimientes gritos de sus gargantas faltas de aire.

Al cabo de un rato hicieron una pausa, pero después volvieron a girar para, más tarde, hacer una nueva pausa.

—Seguro que estos hombres han practicado mucho tiempo —dijo Ingmar—, para acostumbrarse a este ritmo desenfrenado.

Gertrud lo miró con una expresión desvalida y algo angustiada. Sus labios temblaban ligeramente.

—¿Crees que van a parar? —preguntó. Echó una ojeada a la magnífica figura que, imperiosa y seductora, dominaba el centro del grupo, y una renovada esperanza la animó—. Pronto llegarán los enfermos y los necesitados buscando su auxilio —dijo con fervor—. Presenciaré cómo cura las llagas de los leprosos y cómo los ciegos recobran la visión.

Sin embargo, el derviche continuó como al principio. Con un gesto ordenó que todos se levantaran y entonces los movimientos se hicieron más violentos. Todos seguían en sus mismos puestos pero ahora sus pobres cuerpos se agitaban y balanceaban frenéticamente. Con los ojos inyectados en sangre y la mirada fija, algunos parecían no ser conscientes de dónde se encontraban, sus cuerpos oscilaban adelante y atrás, arriba y abajo, como si fueran autómatas y cada vez a mayor velocidad.

Finalmente, cuando llevaban allí sentados como mínimo un par de horas, Gertrud se aferró al brazo de Ingmar presa de una gran angustia.

—¿Es que no tiene nada más que enseñarles? —le susurró. Empezaba a comprender que el hombre que ella había tomado por Jesucristo no tenía otra cosa que revelar que esos ejercicios salvajes. Su única pretensión era excitar y hostigar a un grupo de locos. Cuando alguno de ellos se agitaba con más intensidad o perseverancia que los otros, lo hacía sobresalir del círculo y dejaba que sus bandazos y gemidos sirvieran de modelo para los demás. Él también se iba excitando. Comenzó a entregarse a sus propios giros y bamboleos como si fuera incapaz de reprimirlos. Gertrud pugnaba por refrenar el llanto y la desesperación. Todos sus sueños y esperanzas se hicieron añicos—. ¿No tiene nada, absolutamente nada más que enseñarles? —repitió.

Como si fuera una respuesta, el derviche hizo una seña a unos criados que no habían participado en los ejercicios. Éstos tomaron unos instrumentos que colgaban de una columna, un par de tambores y tamborines. Al son de la música los gritos se hicieron más agudos y penetrantes, y los hombres se retorcían con intensidad creciente. Varios se despojaron de sus feces y turbantes y se desataron el cabello, que era casi una vara de largo. Su aspecto era francamente terrible, girando ahí de modo que las largas cabelleras ora cubrían sus rostros, ora les volaban a la espalda. Las miradas se volvían cada vez más absortas, los rostros eran como los de los muertos, las oscilaciones pasaron a ser espasmos y de las bocas salía espuma blanca.

Gertrud se levantó. Su jubiloso entusiasmo se había desvanecido. La última esperanza había muerto también. Todo reemplazado por una profunda repulsión. Se dirigió hacia la salida sin siquiera dedicarle una mirada al que hasta un momento antes había tomado por el reencarnado Salvador.

—Qué lástima de país —dijo Ingmar cuando estuvieron en la calle—. Con los maestros que llegó a tener en otros tiempos y ahora ese hombre no tiene otra cosa que enseñar que a girar y retorcerse como locos.

Gertrud no dijo nada, caminaba deprisa rumbo a casa. Cuando estuvieron a las puertas de la colonia alzó la linterna.

—¿Fue así como lo viste ayer? —le preguntó a Ingmar mirándole con ojos fulgurantes de ira.

—Sí —respondió él sin titubear.

—¿Tanto te dolía mi felicidad que has tenido que mostrarme a ese hombre? Nunca te lo perdonaré —añadió al cabo de un momento.

—Lo comprendo —dijo Ingmar—, pero, igualmente, yo tenía que hacer lo que debía.

Entraron de puntillas por la puerta trasera. Gertrud se despidió de Ingmar con una sonrisa amarga.

—Ahora ya puedes dormir tranquilo —dijo—. Lo has hecho muy bien; ya no creo que ese hombre sea Jesucristo. Ya no estoy loca, lo has hecho muy bien.

Ingmar caminó sigilosamente hacia la escalera que conducía al dormitorio de los hombres. Gertrud le siguió para insistir:

—Pero recuerda una cosa: ¡esto no te lo perdonaré nunca!

A continuación, Gertrud fue a su cuarto, se acostó y lloró hasta quedarse dormida. Por la mañana despertó temprano y se quedó en la cama, confundida. «¿Qué pasa, por qué no me levanto? ¿A qué se debe que ya no ansíe subir al monte de los Olivos?» Y entonces se tapó los ojos con las manos y lloró de nuevo. «Ya no le espero. Ya no tengo esperanzas. Me dolió demasiado descubrir ayer que me había engañado a mí misma. No me atrevo a esperarle. No creo que vaya a venir.»

Al atardecer, cuando los colonos estaban reunidos en el salón como de costumbre, Ingmar vio que Gertrud se sentaba al lado de Gabriel y hablaba largo rato con él muy agitada. Luego Gabriel se levantó y se acercó a Ingmar.

—Gertrud me ha contado lo que intentaste hacer por ella la noche pasada —dijo.

—¿Ah sí? —repuso Ingmar sin saber adónde quería llegar.

—No creas que no lo sé, lo que pretendes es que recupere el juicio.

—No hay para tanto.

—Te equivocas —dijo Gabriel—; para quien ha arrastrado esta aflicción durante casi un año sí lo hay.

Y se volvió para irse, pero Ingmar le tendió la mano.

—Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos en el pasado —le recordó.

Gabriel palideció ligeramente pero le estrechó la mano con firmeza.