El pachá Baram

Los gordonistas se alegraron sobremanera cuando se les presentó la oportunidad de alquilar una gran casa-mansión en las afueras de la Puerta de Damasco. Era una vivienda muy agradable con terrazas en los tejados y galerías abiertas que brindaban un oasis de frescura en medio del tórrido calor. Era casi inevitable interpretar la suerte de encontrar una casa así como una especial gentileza por parte de Dios. A menudo comentaban que no sabían qué habrían hecho para conseguir el bienestar y la cohesión de la comunidad si no hubieran logrado alquilar una vivienda tan grande, donde no faltaban ni una gran sala para sus asambleas, ni refectorio, ni talleres.

Resulta que la casa era propiedad del pachá Baram, por entonces gobernador de Jerusalén. Hacía unos tres años, le había regalado aquella enorme mansión a su esposa, a quien amaba más que a nada. Consciente de que nada podría hacerla más feliz, mandó edificar una vivienda donde pudiera albergar a su gran familia, es decir, a todos sus hijos y nueras, a todas sus hijas y yernos, y a todos los nietos y criados de que disponían.

Sin embargo, una vez acabada la mansión, al poco tiempo de que el pachá Baram se hubiese mudado allí con los suyos, sucedió una terrible desgracia. Durante la primera semana que habitó en la casa perdió a una de sus hijas, durante la segunda a otra, y durante la tercera murió su amada esposa. El pachá, profundamente afligido, abandonó su nuevo palacio, lo cerró a cal y canto y juró no volver a pisarlo.

Desde entonces el palacio había estado deshabitado, hasta que aquella primavera los gordonistas le pidieron al gobernador Baram que se lo arrendara. A todos sorprendió que diera su consentimiento, ya que cualquiera habría dado por supuesto que el pachá no iba a permitir que nadie traspasara sus puertas.

Pero cuando empezó a circular la grave calumnia acerca de los gordonistas, varios misioneros americanos deliberaron entre sí respecto al mejor modo de obligar a sus compatriotas a marcharse de Jerusalén. Y acordaron solicitar una audiencia con Baram y hablarle acerca de sus inquilinos. Le contaron todas las supuestas vilezas de que eran culpables y luego le preguntaron cómo podía consentir que gente tan despreciable habitara aquel palacio inicialmente construido para su esposa.

Sucedió hacia las ocho de la mañana de un hermoso día de mayo.

La pesada oscuridad de la noche, que había mantenido inmovilizada a la ciudad con sus tinieblas, ya se había disuelto y Jerusalén recuperaba su aspecto de cada día. Los mendigos de la Puerta de Damasco hacía rato que habían ocupado sus respectivos puestos, y los perros callejeros, muy activos durante la noche, se disponían a descansar en sus guaridas y estercoleros de costumbre. Una reducida caravana había montado su campamento junto a la puerta la noche anterior y ahora se disponía a levantarlo y proseguir la marcha; los camelleros ataban paquetes de mercancías a los animales echados, los cuales mugían al sentir la presión de la carga en sus lomos. Extramuros, por la carretera, venían campesinos con sus canastas repletas de hortalizas. De los montes bajaban pastores que cruzaban solemnemente la bóveda del portal, seguidos de grandes rebaños de corderos que iban al matadero, y de cabras que había que ordeñar.

Justo cuando el tránsito en el portal era más intenso, llegó un anciano montado en un hermoso asno blanco. Iba magníficamente vestido con camisa de una seda rayada y caftán talar de brocado azul celeste con ribetes de piel. Tanto el turbante como la faja estaban ricamente adornados con hilos de seda dorada. Sin duda otrora su rostro había sido bello y venerable. Ahora la vejez había hecho en él estragos, dejando los ojos lacrimosos, la boca hundida y la abundante barba blanca enmarañada y con las puntas amarillentas.

La concurrencia que se apretujaba frente al portal, muy sorprendida, se decía: «¿Por qué sale el pachá Baram por la Puerta de Damasco y toma el camino que no ha querido ni ver en tres años?» Otros preguntaban: «¿Acaso el pachá Baram tiene la intención de visitar su palacio, el cual juró no volver a pisar?»

Mientras Baram, montado en su asno, atravesaba la multitud agolpada en torno al portal, le dijo a su sirviente Mahmud que le acompañaba:

—¿Oyes cómo todos estos que nos encontramos se extrañan de verme y se preguntan qué sucede y si el pachá Baram se dirige al palacio que no ha visitado en tres años?

Y su sirviente le respondió que sí oía cómo se extrañaba la gente.

Entonces, Baram respondió resentido:

—¿Creen de verdad que estoy tan chocho que pueden hacer conmigo lo que quieran? ¿Creen que toleraré que unos extranjeros lleven una vida licenciosa en la casa que construí para mi esposa, una mujer tan bondadosa y honesta?

El sirviente intentó aplacar su ira recordándole:

—Señor, olvidáis que no es la primera vez que los cristianos se difaman entre sí.

El pachá alzó los brazos furioso y gritó:

—¡Las estancias donde murieron mi mujer y mis hijas se han convertido en un nido de bailarinas y juerguistas! Este día no llegará a su fin sin que esos rufianes sean expulsados de mi casa.

Tras proferir esta amenaza, el anciano se cruzó con una fila de niños que venían por el camino de dos en dos y a paso ligero. Al mirarlos le parecieron distintos de los otros niños que pululaban por las calles de Jerusalén, ya que éstos llevaban ropa limpia sin rotos, iban bien calzados y su cabello perfectamente peinado era rubio.

Baram retuvo su asno y le dijo a su sirviente:

—¡Ve y pregúntales quiénes son!

—No necesito preguntar quiénes son —contestó el sirviente—, ya que los veo cada día. Son los hijos de los gordonistas camino de la escuela que esa gente ha establecido en la ciudad, en una casa junto a la muralla donde vivían antes de alquilar la mansión de su excelencia.

Mientras el pachá aún miraba cómo se alejaban los niños, llegaron dos hombres de la colonia gordonista arrastrando una carreta cargada de pequeñuelos que no tenían edad para ir andando a la ciudad. Y el pachá vio que los chiquitines batían palmas de contento ahí subidos a la carreta, y que quienes la arrastraban se reían con ellos y corrían más deprisa para hacerles felices.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le preguntó a su amo:

—¿No os parece, mi señor, que estos niños han de tener buenos padres?

Sin embargo, el pachá era un hombre mayor y tozudo, como suelen serlo los viejos.

—He oído lo que su propia gente me ha contado y te digo que antes de que caiga la noche esa gente será expulsada de mi casa.

Después de cabalgar un trecho más, Baram se cruzó con un grupo de mujeres vestidas al estilo europeo que iban a pie hacia la ciudad. Caminaban con modestia y discreción, y en las manos llevaban pesados cestos llenos hasta los bordes.

El pachá se dirigió a su sirviente y le ordenó:

—¡Ve y pregúntales quiénes son!

Y el sirviente respondió:

—No es menester preguntar, señor, ya que me cruzo con ellas todos los días. Son las mujeres gordonistas, que van andando a Jerusalén con comida y medicamentos para aliviar a los enfermos que están demasiado débiles para llegarse hasta la colonia en busca de ayuda.

A lo que el pachá repuso:

—Aunque disimulen su maldad con alas de ángel, esta noche saldrán de mi casa.

El pachá siguió cabalgando hasta la gran mansión y mientras se aproximaba oyó el rumor de múltiples voces y algún que otro chillido. Se dirigió a su sirviente y le dijo:

—¿Oyes cómo tocan y bailan en mi casa?

Pero cuando dobló la esquina se encontró con numerosos enfermos y heridos que aguardaban en cuclillas frente a la entrada de la casa. Los enfermos comentaban sus dolencias entre sí y un par de ellos proferían gritos lastimeros.

Y Mahmud, el sirviente, cobró valor y dijo:

—Aquí están los que tocan y bailan en vuestra casa. Vienen aquí cada día a la consulta del médico de los gordonistas y a que sus enfermeras les cambien las vendas.

Baram contestó:

—Veo que estos gordonistas te han engatusado, pero yo, en cambio, soy demasiado viejo para dejarme engañar por sus tretas. Te digo que si tuviera el poder necesario, los colgaría a todos de las vigas de mi casa.

Y al desmontar de su asno y subir las escaleras, seguía lleno de cólera.

Mientras el anciano cruzaba la explanada del patio, una mujer alta y digna vino a su encuentro para saludarle. Sus cabellos eran completamente blancos, a pesar de que no aparentaba más de cuarenta años su semblante irradiaba sensatez y autoridad, y aunque su vestido negro era sencillo, se notaba que estaba acostumbrada a mandar.

El pachá se volvió hacia Mahmud y le preguntó:

—Esta mujer aparenta ser tan buena y juiciosa como la esposa del profeta, Kadidscha. ¿Qué se le habrá perdido en esta casa?

Y Mahmud respondió:

—Es la señora Gordon, que dirige la colonia desde que su esposo falleció hace un año.

Entonces el anciano se exasperó de nuevo y repuso con aspereza:

—Dile que he venido para echarla a ella y a toda su gente de mi casa.

Y el sirviente replicó:

—¿Vos, un hombre probo, vais a expulsar a estos cristianos sólo por las maledicencias que difunden otros cristianos? ¿Acaso no sería mejor, mi señor, que le dijerais a esta mujer: «He venido para ver mi casa.» Y si descubrierais que aquí se vive tal como los misioneros os han contado, ordenadle: «Márchate de aquí ya que en el sitio donde murieron mis seres queridos no toleraré que se instale el pecado.»

A lo que el pachá replicó:

—¡Dile que quiero ver mi casa!

Mahmud se lo comunicó a la señora Gordon y ella contestó:

—Nos alegra poder mostrarle al pachá Baram lo bien que nos hemos acomodado en su palacio.

A continuación mandó en busca de la señorita Young, quien, tras mudarse a Jerusalén, había estudiado lenguas orientales y dominaba el árabe como un nativo. La señora Gordon le pidió que hiciera de guía al ilustre visitante.

El pachá Baram tomó el brazo que le ofrecía su sirviente Mahmud e inició la visita. Y como quería ver toda la casa, la señorita Young le condujo primero al sótano donde habían instalado la lavandería. Con no poco orgullo le mostró las ingentes cantidades de ropa recién lavada, las enormes tinas y barreños, además de las laboriosas y circunspectas mujeres que estaban muy atareadas lavando y planchando.

Puerta con puerta, estaba la panadería. Y la señorita Young le explicó al pachá:

—Mire qué horno tan formidable han construido nuestros hermanos y fíjese qué aspecto tan sabroso tiene el pan que hacemos.

De la panadería los condujo a la carpintería, donde se encontraban trabajando un par de hombres ya mayores. Y la señorita Young le mostró un par de toscas mesas y sillas construidas en la colonia.

—Ay, Mahmud, qué ladina es esta gente —dijo el anciano pachá en turco, suponiendo que miss Young no lo entendería—. Han intuido el peligro y han previsto mi llegada. Y yo que creía que los sorprendería bebiendo vino y jugando a los dados, me los encuentro a todos trabajando.

El pachá fue conducido a la cocina y a la sala de costura, y de ahí a otra sala cuya puerta le fue abierta con cierta solemnidad. Era la sala de tejer donde se escuchaba el golpear de los telares y donde también las ruecas y cardas estaban a pleno funcionamiento.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le solicitó a su amo que observase la basta y robusta tela que se confeccionaba allí.

—Mi señor —le dijo—, éstas no son gasas para bailarinas, ni para los velos transparentes de las mujeres frívolas.

Sin embargo, Baram calló y siguió adelante.

Allá donde fue conducido vio personas rectas y sensatas. Todos callados y serios, concentrados en el trabajo. Cuando él entraba en una de las salas, le miraban irradiando buena voluntad.

—Les he explicado —aclaró la señorita Young— que vuecencia es el amable gobernador que nos ha permitido arrendar este palacio y, por tanto, me piden que os dé las gracias por vuestra bondad para con nosotros.

Pero el pachá Baram, con imperturbable severidad y dureza en el rostro, no se dignó responder, lo que a ella le inquietó y la hizo pensar: «¿Por qué no me habla? ¿Acaso tiene algo en contra de nosotros?»

Luego condujo al pachá por las estrechas y alargadas alas del refectorio donde en aquellos instantes se estaban quitando los manteles de la mesa y se fregaban los platos del desayuno. Tampoco allí encontró el pachá otra cosa que un orden estricto y una sencillez espartana.

Una vez más Mahmud, el sirviente, cobró valentía y dijo:

—Señor, ¿cómo es posible que esta gente que de madrugada hace su propio pan, y de día teje la tela con que se cose su propia ropa, pueda pasarse las noches bailando y tocando la flauta?

El pachá no supo qué responderle. Tenaz en su obstinación, siguió recorriendo las dependencias de su casa. Llegó al gran dormitorio de los hombres solteros donde se alineaban camas sencillas perfectamente arregladas. Entró en las distintas salas destinadas a familias enteras, donde padres e hijos vivían juntos. En todas estas salas vio suelos fregados, colgaduras inmaculadas, hermosos muebles de madera clara, estoras tejidas artesanalmente y colchas de algodón a cuadros.

Baram pareció enfurecerse aún más y le dijo a Mahmud:

—Estos cristianos son demasiado astutos. Saben muy bien cómo ocultar su pecaminosa vida. Esperaba encontrar cáscaras de fruta tirada por el suelo y ceniza de cigarros; creía que me encontraría a las mujeres recostadas cotilleando mientras fumaban o se pintaban las uñas.

Finalmente, subió por la deslumbrante escalinata de mármol blanco que conducía a la sala de asambleas. Ésta había sido la sala de audiencias del pachá, y ahora la halló decorada al estilo americano con grupos de confortables sillones en torno a unas mesas con libros y revistas, con un piano y un órgano, además de fotografías que colgaban de las luminosas paredes.

Aquí volvió a recibirles la señora Gordon y el pachá le ordenó a su sirviente:

—Dile que antes del anochecer, ella y sus secuaces tienen que haberse marchado de esta casa.

Sin embargo, Mahmud le contestó:

—Señor, una de estas mujeres habla nuestro idioma. ¡Dejadla que escuche vuestra voluntad directamente de vuestra boca!

Entonces, Baram alzó la vista y miró a la señorita Young, quien sostuvo su mirada con una leve sonrisa. Y Baram volvió la cara y le dijo a su sirviente:

—Nunca he visto un rostro al cual el Todopoderoso haya otorgado mayor hermosura y pureza. No me atrevo a decirle que he oído que su gente vive entregada al pecado y la lascivia.

Y el pachá se derrumbó en una butaca y ocultó el rostro entre las manos mientras intentaba esclarecer dónde se encontraba la verdad, si en lo que había oído o en lo que veía.

Entonces la puerta se abrió muy despacio y un vagabundo viejo y pobre entró en la sala. Llevaba una raída túnica gris y unos trapos le envolvían las piernas; en la cabeza un sucio turbante verde revelaba que era descendiente de Mahoma. Sin reparar en la presencia del pachá, tomó asiento en un sillón apartado del resto. Le dejaron hacer sin que nadie le preguntara qué deseaba.

—¿Quién es este hombre y qué desea? —inquirió el pachá a la señorita Young.

—No lo conocemos —contestó ella—, nunca ha estado aquí antes. No debéis molestaros por su presencia, nuestra casa está abierta a todo aquel que busque refugio.

—Mahmud —ordenó el pachá—, ¡ve a preguntarle a ese vagabundo descendiente del profeta qué quiere de estos cristianos!

Mahmud lo hizo y luego regresó junto al pachá.

—Dice que no solicita nada, pero que no quería pasar sin entrar porque está escrito: «¡No dejes que tus pies te hagan pecar pasando de largo la morada de un justo!»

Baram se quedó callado un buen rato.

—Seguro que has oído mal —dijo por fin—. ¡Pregúntale de nuevo qué se le ha perdido en esta casa!

Mahmud fue y volvió. Repitió textualmente la misma respuesta.

—¡En ese caso, Mahmud, amigo mío, démosle gracias a Dios! —dijo el pachá Baram con sencillez—. Él nos ha enviado a este hombre para iluminarnos, le ha hecho entrar aquí para que mis ojos se abrieran a la verdad. Ahora nos vamos, Mahmud, amigo, y yo no voy a echar a estos cristianos de su casa.

Poco después, el pachá se marchó de la colonia; pero al cabo de una hora Mahmud regresó conduciendo el hermoso asno blanco del gobernador. Lo entregó a los colonos con un saludo y dijo que el pachá Baram deseaba que el asno llevara a los niños más pequeños a la escuela por las mañanas.