En el monte de los Olivos

Ingmar fue atendido por un oftalmólogo de la gran clínica inglesa donde se trataban las patologías oculares, el cual acudía diariamente a la colonia para cambiarle las vendas. El ojo herido cicatrizaba rápidamente y bien, e Ingmar pronto se sintió suficientemente recuperado como para levantarse de la cama.

Sin embargo, una mañana el médico constató que el ojo sano mostraba signos de enrojecimiento e hinchazón. Preocupado, prescribió un tratamiento de choque y a continuación le dijo a Ingmar que lo mejor que podía hacer era marcharse de Palestina cuanto antes.

—Me temo que le han contagiado el peligroso tracoma típico de Oriente. Haré cuanto esté en mi mano por usted, pero el ojo al final sucumbirá a la infección, puesto que el microbio se encuentra en al aire. Si no se marcha, en el plazo de dos semanas se quedará ciego —le advirtió sin rodeos.

La colonia quedó consternada por la noticia, no sólo los parientes de Ingmar sino también el resto de los colonos. Todos se decían que Ingmar había hecho una de las mejores acciones que quepa imaginar al inducirles a ganarse el pan con el sudor de su frente como la mayoría de las personas del mundo, y que un hombre así nunca debería abandonar la colonia. No obstante, todos eran de la opinión de que Ingmar debía partir. La señora Gordon decidió que uno de los hermanos le acompañara, ya que no estaba en condiciones de viajar solo.

Ingmar estuvo mucho tiempo escuchando los comentarios acerca de su supuesta partida y al final dijo:

—No es completamente seguro que me quede ciego si no me voy.

La señora Gordon le preguntó qué pretendía.

—Todavía no he terminado el asunto que me trajo aquí —repuso él.

—¿Está diciendo que no quiere irse?

—Así es; sería muy duro para mí tener que volver solo a casa.

Entonces, el gran aprecio que la señora Gordon le tenía se demostró a las claras, ya que fue directamente a hablar con Gertrud para explicarle que Ingmar se negaba a partir, a pesar de que corría el riesgo de perder la visión si se quedaba.

—Supongo que sabes qué le impide partir —añadió.

—Sí, lo sé —contestó Gertrud.

Gertrud la miró dubitativa, pero la señora Gordon no dijo nada más. No podía exhortarla abiertamente a quebrantar las leyes vigentes en la colonia, pero Gertrud comprendió que cualquier cosa que hiciese por Ingmar le sería perdonada.

Durante todo el día no dejó de acercársele gente a Gertrud para hablarle de Ingmar. Nadie se atrevió a decirle directamente que debía acompañarle de vuelta a casa; sin embargo, los campesinos suecos se sentaban con ella y le explicaban la hazaña de aquel héroe que había luchado por la dignidad de la anciana judía en el valle de Josafat, y dijeron que ahora Ingmar había demostrado ser un noble vástago del venerable árbol familiar. «Sería una verdadera lástima que un hombre así quedara ciego», decían.

—Vi a Ingmar el día que se celebró la subasta en Ingmarsgården —le dijo Ljung Björn en una ocasión—, y te aseguro que si le hubieras visto ese día, nunca habrías podido enfadarte con él.

A su vez, Gertrud, tenía la impresión de que se debatía en uno de esos sueños en que uno quiere correr y sin embargo no da ni un paso. Quería ayudar a Ingmar pero no sabía cómo reunir las fuerzas para hacerlo. «¿Cómo voy a hacer eso por él si ya no lo quiero? —se debatía en su dilema—. ¿Y cómo voy a dejar de hacerlo sabiendo que si no lo hago se quedará ciego?»

Al anochecer, bajo el gran sicomoro que crecía a las puertas de la colonia, Gertrud seguía pensando en que debía seguir a Ingmar, pero que le faltaban fuerzas para tomar una decisión. Entonces Gabriel fue a reunirse con ella.

—Ocurre que una desgracia puede alegrarnos y un golpe de suerte llenarnos de tristeza —le dijo.

Gertrud se volvió hacia él y lo miró con ojos espantados. No dijo nada pero él comprendió lo que pensaba: «¿También tú andas tras de mí para acosarme?» Se mordió el labio y su cara se contrajo en un rictus de indecisión, pero al instante se sobrepuso y dijo lo que había venido a decir:

—Cuando existe una persona a la que amas más que a nada, siempre tienes miedo de perderla. Y el peor modo de perderla es descubriendo que su corazón es demasiado duro para conceder y perdonar.

Gabriel pronunció estas duras palabras muy dulcemente y Gertrud, en vez de enojarse, se echó a llorar. Recordó el sueño en que le pinchaba los ojos a Ingmar. «Ahora resulta que aquel sueño se ha cumplido y que mi corazón es tan duro y vengativo como lo era en la pesadilla —pensó—. Seguramente, Ingmar perderá la vista por mi culpa.» Una profunda tristeza la invadió, pero aun así el sentimiento de impotencia que la dominaba no cedió un ápice. Cuando llegó la noche y se fue a acostar, todavía no había tomado una decisión.

Por la mañana se levantó muy temprano y salió rumbo al monte de los Olivos. No había vuelto a subir allí desde el día en que vio al derviche; pero pensó que necesitaba ir para poder pensar a solas sobre la decisión que debía tomar. Durante todo el camino luchó contra la indecisión que la atenazaba. Sabía lo que debía hacer; pero su voluntad estaba anulada y era incapaz de sobreponerse. Recordó la ocasión en que había visto una golondrina caída que golpeaba el suelo con las alas, sin conseguir el impulso suficiente para levantar el vuelo. Así se sentía ella, no hacía más que agitar sus alas sin moverse.

Cuando hubo alcanzado la cima del monte y llegó al lugar habitual en que solía esperar la salida del sol, descubrió que el derviche que tanto se parecía a Jesús estaba allí. Se hallaba sentado con las piernas cruzadas y sus grandes ojos observaban Jerusalén desde la altura. Ni por un segundo olvidó Gertrud que el hombre sólo era un pobre derviche cuyo único mérito consistía en que exigía de sus adeptos que danzaran con más frenesí que él. Sin embargo, al ver su rostro con oscuras ojeras y las huellas del dolor en las comisuras de la boca, un escalofrío le recorrió la espalda. Se quedó quieta observándole, con las manos entrelazadas.

No se hallaba en un sueño, no se había dejado transportar por una alucinación, sólo era ese gran parecido el que la incitaba a atribuir poderes divinos a aquella persona. De nuevo volvió a creer que bastaría con que él quisiera aparecer en público para demostrar que había llegado más allá de todas las ciencias. Creía que las olas y las tempestades obedecían su voz, creía que había vaciado el cáliz del sufrimiento hasta la última gota, creía que todos sus pensamientos iban dirigidos a algo desconocido que nadie más que él era capaz de indagar.

Comprendió que de haber estado enferma, el mero hecho de estar allí observándole la habría sanado. «No puede ser una persona corriente —pensó—. Siento que una dicha celestial desciende sobre mí tan sólo con verle.»

Llevaba largo rato junto al derviche sin que él diese señales de advertir su presencia, cuando súbitamente se giró hacia ella. Gertrud retrocedió ante aquellos ojos, como si no soportara su mirada. Él la observó con calma y en silencio durante todo un minuto, luego extendió su mano para que se la besara como solían hacer sus discípulos. Y Gertrud besó aquella mano con toda humildad. A continuación, él, amable pero serio, le hizo señas de que siguiera su camino y dejara de importunarle.

Gertrud, obediente, se alejó y descendió sin prisas la montaña. Se le antojaba que aquella manera de despedirse de ella estaba cargada de significado. Era como si le hubiese dicho: «Durante un tiempo tu corazón ha sido mío y me has servido, pero ahora te dejo libre. ¡Vive ahora en el mundo para tus prójimos!» Sin embargo, a medida que se acercaba a la colonia el dulce embrujo desaparecía. «Sé muy bien que no es Jesucristo. No creo en absoluto que sea Jesucristo», se decía. Pero la visión de aquel hombre había obrado una gran transformación en ella. Por el mero hecho de evocar ante sus ojos la imagen de Cristo, le parecía que cada piedra del paisaje repetía las sagradas enseñanzas que éste había impartido en aquella tierra, y que las flores proclamaban la delicia de andar por los caminos que había pisado él.

Cuando Gertrud llegó a la colonia fue derecha a ver a Ingmar.

—Ingmar, ahora sí me iré a casa contigo —le dijo.

El pecho de él se elevó un par de veces en profundas inhalaciones de gran alivio. Tomó las manos de Gertrud entre las suyas y las apretó.

—Dios acaba de mostrarse muy bondadoso conmigo —dijo.

«Volveremos a encontrarnos»

La colonia vivía un extraordinario ajetreo. Los labriegos de Dalecarlia tenían demasiado que hacer cada uno en su cuarto y no les quedaba tiempo para ocuparse de las tareas del campo y las viñas; por su parte, los niños suecos tenían permiso de la escuela para quedarse a trabajar en casa.

Se había decidido que Ingmar y Gertrud partirían al cabo de dos días y por tanto había que afanarse en preparar todo lo que se quisiera enviar con los que regresaban a casa. Ahora, quien quisiera, tenía la ocasión de enviar un pequeño recuerdo a sus ex compañeros de clase, o a viejos amigos que se habían mantenido fieles toda la vida. Era hora de sacar a la luz el cariño que todavía pudiera uno albergar por ese o aquel de quien se había distanciado, y a quien incluso le había negado el saludo durante los primeros y rígidos tiempos de la comunidad, y por los juiciosos mayores cuyos consejos fueron mal recibidos antes del éxodo. También era la ocasión para darles una pequeña alegría a los padres o a la novia que habían quedado atrás, así como al párroco de la vieja iglesia y al maestro de la escuela, que los había educado a todos.

Ljung Björn y Kolås Gunnar se pasaban el día con la pluma en sus rudos puños, escribiendo cartas a parientes y amigos, mientras Gabriel tallaba tacitas de madera de olivo y Karin Ingmarsdotter preparaba, en muchos paquetes distintos, fotografías del jardín de Getsemaní y la iglesia del Santo Sepulcro, de la espléndida mansión donde residían y la magnífica sala de asambleas.

Los niños, con gran esmero, hacían dibujos a la tinta sobre finas láminas de madera de olivo, tal como habían aprendido en la escuela americana, y montaban con cola marcos para fotografías que luego adornaban con toda suerte de semillas, granos y pepitas de Oriente.

Märta Ingmarsdotter recortó su tela de lino y se puso a bordar iniciales en toallas y servilletas destinadas a su cuñado y su cuñada. Y se sonreía pensando en que ahora los de casa verían que, a pesar de haber emigrado a Jerusalén, no había olvidado cómo tejer una buena tela.

Las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que habían estado en América liaban redondeles de lino sobre tapas de botes de confitura de melocotón y albaricoque, en cuyo fondo escribían nombres de seres queridos que no podían recordar sin que los ojos se les humedeciesen.

La esposa de Israel Tomasson amasaba con el rodillo una pasta para galletas de jengibre mientras vigilaba un pastel que tenía en el horno. El pastel se lo comerían Ingmar y Gertrud durante el viaje, pero las galletas, que se conservaban muchísimo tiempo, eran para la vieja de la choza de Myckelsmyra, aquella que, sobria y arreglada, les había hecho los honores a la vera del camino el día de su partida, y para Eva Gunnarsdotter, que en su día perteneció a la comunidad.

A medida que los pequeños paquetes iban quedando listos, los llevaban al cuarto de Gertrud, quien los metía en un gran baúl. De no ser porque había nacido en la parroquia, Gertrud no habría podido encargarse de buscar el destinatario correcto de todo ese montón de cosas, ya que en algunos paquetes las direcciones eran de lo más raras. Tuvo que darle muchas vueltas antes de deducir dónde podría encontrar a «Frans que vivía en la encrucijada», o a «Lisa, hermana de Per Larsson», o «Eric, que hace dos años servía en casa del juez del distrito»

Gunnar, el hijo de Ljung Björn, fue quien preparó el paquete más grande, para «Karin, la que se sentaba a mi lado en la escuela y vivía en el bosque de abetos». Gunnar había olvidado por completo el patronímico de Karin; sin embargo, le había confeccionado un par de zapatos de charol con tacones altos y torneados. No le cabía duda de que era el mejor par de zapatos que jamás se hiciera en la colonia.

—¡Y dile de mi parte que venga aquí conmigo, tal como acordamos cuando me fui! —dijo al confiarle el paquete a Gertrud.

En cambio, los más notables entre los labriegos, fueron a ver a Ingmar y le entregaron cartas y le confiaron importantes cometidos.

—Ve a ver al párroco y al asesor del juez y al maestro —le dijeron para acabar—, y cuéntales cómo tú, con tus propios ojos, has visto que vivimos bien, en una casa de verdad y no en chozas de barro; y que tenemos trabajo y no nos falta comida, y que llevamos una vida decente.

Desde el momento en que Gabriel encontró a Ingmar en el valle de Josafat, su antigua amistad cobró nueva vida. Tan pronto Gabriel disponía de un momento libre se iba a ver a Ingmar, que debido a su estado dormía solo en una habitación para huéspedes. En cambio, el día en que Gertrud bajó del monte de los Olivos y prometió seguir a Ingmar a Dalecarlia, Gabriel no se presentó en el cuarto del enfermo. Ingmar preguntó varias veces por su amigo pero nadie supo dar con él.

A medida que el día avanzaba, Ingmar se fue inquietando más y más. En un primer instante, cuando Gertrud le anunció que le seguiría, le había embargado un sentimiento de paz y felicidad. Sólo sentía gratitud por poder llevarse a Gertrud de aquel peligroso país donde ella había ido a parar por culpa suya. Pero, aunque ciertamente seguía alegrándose por ello, la añoranza por su mujer aumentaba minuto a minuto. Lo que se había propuesto se le antojaba irrealizable. A veces le embargaba un enorme deseo de contarle toda su historia a Gertrud; pero tras reconsiderarlo a fondo, no se atrevía. En primer lugar, apenas supiera ella que él no la quería se negaría a regresar con él a Suecia. Luego, él no sabía a quién quería Gertrud, si a él o a otro. En ocasiones había creído que se trataba de Gabriel, pero últimamente se veía obligado a reconocer que durante todo el tiempo que Gertrud había vivido en la colonia sólo había amado a aquel a quien había estado esperando en el monte de los Olivos. Y ahora que Gertrud volvía al mundo, tal vez su antiguo amor por Ingmar renaciera en ella. Y si esto ocurría, lo mejor sería que él la desposara y procurase hacerla feliz en lugar de pasarse la vida anhelando a la mujer que nunca más podría ser suya.

Sin embargo, aunque procuraba conformarse de este modo, aquel doloroso sentimiento se hacía más intenso por momentos. Sentado allí con los ojos vendados veía continuamente el rostro de su mujer. «Sin duda algo muy fuerte nos une —pensaba—. Nadie más que ella ejerce poder sobre mí. Sé lo que me impulsó a acometer esta empresa. Fue para ser como mi padre; del mismo modo que él trajo a mi madre a casa a la salida de la cárcel, había pensado yo traer a Gertrud tras llevármela de Jerusalén. Pero ahora me doy cuenta de que no puede irme igual a mí que a padre. Tengo todas las de perder porque mi corazón no es tan fiel como el suyo.»

Al caer el día vino Gabriel, por fin, a visitarlo. Se quedó junto a la puerta como si tuviera la intención de marcharse enseguida.

—Dicen que has preguntado por mí —dijo.

—Sí —respondió Ingmar—. Es que me marcho.

—Sí, ya sé que está todo arreglado.

La venda cubría los ojos de Ingmar. Giró la cabeza en la dirección en que se hallaba Gabriel, como si pudiera verle.

—Parece que tienes prisa —dijo.

—Tengo bastante que hacer —repuso Gabriel, dispuesto a marcharse.

—Hay algo que quería preguntarte.

Gabriel se detuvo.

—He pensado que tal vez no te importaría hacer un viaje a Suecia de un mes o dos —continuó Ingmar—. Creo que tu padre se alegraría mucho de verte.

—No sé cómo se te ha podido ocurrir semejante idea.

—Si te apeteciera acompañarnos yo costearía los gastos del viaje.

—¿De verdad? —dijo Gabriel.

—Sí. He pensado que me gustaría darle al bueno de Hök Matts la alegría de verte de nuevo antes de que muera.

—Por lo visto, pretendes llevarte toda la colonia —comentó Gabriel con ironía.

Ingmar se quedó sin habla. Convencer a Gabriel de que los acompañara a Suecia había sido su última esperanza. «Creo que Gertrud acabaría queriéndole si él viniese con nosotros —había pensado—. Comparten una misma fe y se han acostumbrado a estar juntos aquí en la colonia. Además, el hecho de que él la ame debería contribuir lo suyo.» Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió a renovar sus esperanzas. «Tal vez la culpa sea mía, se lo he pedido mal», pensó.

—Bueno —dijo—, para serte franco te diré que te lo pido sobre todo por mí.

Gabriel no respondió. Así que Ingmar continuó:

—No logro hacerme a la idea de cómo nos irá a Gertrud y a mí en este viaje tan penoso. Si tengo que hacerlo en mi actual estado, con los ojos vendados, me resultará muy difícil arreglármelas con los pequeños botes de remos que le llevan a uno a los vapores. Y tampoco me será fácil trepar por escalas y cosas por el estilo. Nos resulta casi imprescindible un acompañante.

—En eso seguramente tienes razón —dijo Gabriel.

—Gertrud tampoco sabrá comprar los pasajes.

—Estoy de acuerdo en que deberías llevar a alguien contigo —asintió Gabriel.

—Me alegra que lo comprendas.

—Deberías proponérselo a Hellgum. Él es el que está más acostumbrado a viajar de todos nosotros.

Ingmar volvió a callar. Cuando habló de nuevo, se sentía muy abatido.

—Había esperado convencerte de que vinieras.

—No, de mí no lo esperes —dijo Gabriel—. Yo soy muy feliz aquí en la colonia. Puedes conseguir que cualquiera de los otros colonos te acompañen.

—No es lo mismo llevarse a uno que a otro. Te conozco mucho más a ti que a los demás.

—Sí, pero yo no puedo ir —dijo Gabriel.

Ingmar se inquietaba cada vez más.

—Me decepcionas. Pensaba que lo que dijiste acerca de que querías ser mi amigo significaba algo.

—Te agradezco el ofrecimiento pero no me harás cambiar de opinión —replicó Gabriel—. Y ahora debo ir a ocuparme de mis asuntos.

Y se apresuró a marcharse sin darle a Ingmar tiempo para añadir ni una palabra.

Nadie hubiera dicho que Gabriel tuviera tanta prisa como afirmaba, pues salió por el portón con parsimonia y se sentó bajo el gran sicomoro. Ya había anochecido y no quedaba ni rastro de claridad diurna; pero las estrellas y una pequeña y penetrante luna nueva daban a la noche una bella luminosidad.

No llevaba allí ni cinco minutos cuando el portón se abrió lentamente y apareció Gertrud. Se quedó escrutando alrededor unos instantes hasta que descubrió a Gabriel.

—¿Eres tú, Gabriel? —dijo, y fue a sentarse a su lado—. Ya me imaginaba que te encontraría aquí fuera.

—Sí, aquí hemos estado sentados muchas tardes —dijo él.

—Es verdad, pero supongo que ésta será la última.

—Supongo que sí.

Gabriel estaba muy tieso y estirado, y su voz sonaba fría y dura, de modo que cualquiera creería que el tema de conversación le resultaba indiferente.

—Ingmar me ha contado que tenía intención de pedirte que nos acompañaras durante el viaje.

—Sí, me lo ha pedido —dijo él—, pero yo he respondido que no.

—Ya me imaginaba que no querrías venir.

Luego guardaron silencio largo rato, como si no tuvieran nada que decirse; sin embargo, Gertrud no hacía más que volverse hacia Gabriel y observarlo. Él, por su parte, tenía la cabeza levemente inclinada hacia arriba y los ojos en el firmamento.

Cuando el silencio duraba ya mucho, Gabriel, sin bajar la mirada de las estrellas o hacer el menor gesto, dijo:

—¿No te enfriarás sentada aquí fuera tanto rato?

—¿Quieres que me vaya?

Él negó con la cabeza y dijo:

—Me gusta que estés aquí.

—He venido aquí esta noche —dijo ella— porque no sabía si podríamos volver a vernos a solas antes de mi marcha. Quería aprovechar para darte las gracias por todas las madrugadas que me has acompañado al monte de los Olivos.

—Eso sólo lo hice por mi propio deleite —repuso Gabriel.

—También quería agradecerte aquella vez que fuiste por el agua del pozo del Paraíso —continuó Gertrud con una leve sonrisa.

Pareció que Gabriel iba a contestar pero, en lugar de palabras, su garganta sólo emitió algo semejante a un sollozo. Esa noche había algo en él que conmovía infinitamente a Gertrud, que lo compadeció. «¡Si supiera qué decir para consolarle! ¡Si pudiera decirle algo que lo hiciera feliz en el futuro, cuando por las noches esté solo aquí bajo este árbol!» Pero al pensar esto le pareció que su propio corazón se encogía de pena y que todo su cuerpo iba sufriendo un extraño entumecimiento. «La verdad es que yo también lo echaré de menos. Hemos tenido mucho de qué hablar últimamente. Me he acostumbrado a verle radiante y alegre cada vez que nos encontramos, y me ha hecho bien tener a mi lado a alguien que siempre se ha sentido satisfecho conmigo con independencia de lo que yo hiciera.» Se quedó callada un rato, sintiendo cómo la añoranza crecía en ella como una enfermedad contraída de golpe. «¿Qué me sucede, qué es lo que me sucede? —pensó—. No puede ser que separarme de Gabriel me cause una pena tan amarga.»

De pronto, Gabriel empezó a hablar.

—Hay una cosa en la que pienso mucho —dijo.

—¡Cuéntame qué es! —pidió Gertrud ansiosa. Le pareció que se sentiría menos triste si le oía hablar.

—Bueno, Ingmar me habló una vez del aserradero que tiene junto a su finca. Creo que su intención era que yo le acompañara a casa y lo arrendase.

—Se nota que Ingmar te ha tomado mucho aprecio —dijo ella—; no hay nada que él tenga en mayor estima que el aserradero.

—Llevo escuchando sus sonidos en mis oídos toda la tarde. Los bramidos del rabión, los chirridos del disco y los maderos que flotan en el río entrechocándose. No te imaginas cuán hermoso suena todo eso. Y también pienso en cómo sería trabajar para uno mismo, tener algo propio en lugar de compartirlo todo como aquí en la colonia.

—Vaya, así que era eso lo que estabas pensando —dijo Gertrud con frialdad, ya que de algún modo aquello la había decepcionado—. No hace falta que suspires más por esas cosas, sólo tienes que acompañar a Ingmar a Suecia y serán tuyas.

—No es sólo eso. Ingmar me ha contado que tiene un montón de troncos reservados para construir una cabaña junto al aserradero. Me dijo que ha marcado una parcela en una pendiente que da al rabión, donde hay dos grandes abedules. Y es esa cabaña lo que he estado viendo toda la tarde. La veo por dentro y por fuera. Veo las hojas frescas de abeto en el suelo delante de la entrada para limpiarse de barro los pies y veo arder el fuego en la cocina. Y cuando regreso a casa veo a alguien que me está esperando en el quicio de la puerta.

—Está refrescando, Gabriel —lo cortó Gertrud—. ¿No te parece que ya va siendo hora de entrar?

—Vaya, ahora quieres entrar.

Sin embargo, ninguno de los dos se movió, al contrario, se quedaron uno junto al otro, compartiendo un prolongado silencio que solamente muy de vez en cuando rompían.

—Creía que tú, Gabriel, amabas esta colonia más que a cualquier otra cosa y que no querrías separarte de ella por nada del mundo.

—Pues ya lo creo que hay algo por lo que la sacrificaría.

Gertrud se quedó pensativa un rato, y luego preguntó:

—¿No vas a decirme qué es?

Gabriel no contestó enseguida, sino tras una larga consideración y con la voz medio ahogada.

—Claro que voy a decírtelo: que la mujer que amo me dijera que me quiere.

Gertrud se quedó tan quieta que apenas osaba respirar. No obstante, fue como si Gabriel hubiera oído decir a Gertrud que le amaba o algo semejante, ya que continuó con voz suave:

—Ya verás, Gertrud, cómo el amor por Ingmar volverá a renacer en ti. Has estado enojada con él un tiempo porque te traicionó, pero ahora le has perdonado y le querrás como antes. —Hizo una pausa para esperar una respuesta, pero Gertrud callaba—. Sería terrible si no le quisieras —prosiguió Gabriel—. ¡Piensa en todo lo que ha hecho para recuperarte! ¡Si hasta prefería quedarse ciego a volver a Suecia sin ti!

—Sí, sería terrible que no le quisiera —admitió Gertrud con un hilo de voz casi inaudible. Hasta esa misma noche había creído que sólo podría tener sentimientos por Ingmar—. Sin embargo, esta noche no logro aclararme, Gabriel. No sé qué me pasa, pero no me hables ahora de Ingmar.

Y luego ora uno ora la otra mencionaban que ya era hora de entrar, pero siguieron sin moverse, hasta que Karin Ingmarsdotter salió y los llamó.

—Ingmar quiere que vayáis a verle —dijo.

Coincidió que mientras Gertrud y Gabriel hablaban, Karin había ido al cuarto de Ingmar para pedirle que diese saludos y recuerdos de ella a varias personas. Karin estiró la conversación cuanto pudo. Era obvio que tenía algo que comunicarle que le costaba soltar. Finalmente, dijo en un tono parsimonioso e indiferente que, para quien la conociera, significaba que ahora diría lo que la había llevado allí:

—A Ljung Björn le ha llegado una carta de su hermano Per.

Ingmar la miró.

—Y debo reconocer que me porté mal cuando hablamos en mi cuarto el día que llegaste —añadió ella.

—No, mujer, tú sólo dijiste lo que considerabas correcto.

—No, ahora sé que tenías motivos para divorciarte de Barbro. Ljung Per dice en su carta que no es una mujer decente.

—Yo jamás he dicho nada malo de Barbro —protestó Ingmar.

—Se rumorea que hay un bebé en la finca.

—¿Cuánto tiempo tiene ese bebé?

—Al parecer nació este agosto.

—Eso es mentira —dijo Ingmar y dio un puñetazo contra la mesa. Por poco le da a la mano de Karin, que se apoyaba en el tablero.

—¿Quieres pegarme?

—Perdón. No me he fijado en que tu mano estaba de por medio.

Karin siguió hablando de lo mismo, e Ingmar se calmó.

—Como comprenderás, no me gusta oír estas cosas —dijo al cabo—. Dile a Ljung Björn de mi parte que no me gustaría que esto trascendiera mientras no sepamos si es cierto.

—Ya me encargaré de que no abra la boca —dijo Karin.

—Y dile a Gabriel y Gertrud que suban a verme —añadió Ingmar.

Cuando Gertrud y Gabriel entraron en la habitación Ingmar se hallaba acurrucado entre las sombras de un rincón. Al principio apenas le vieron.

—¿Qué pasa, Ingmar? —preguntó Gabriel.

—Pasa que me he comprometido en un asunto que es más fuerte que yo —respondió Ingmar, meciendo el tronco adelante y atrás.

—Ingmar —dijo Gertrud acercándosele—, ¡sé sincero y dime qué te preocupa! Desde niños nunca hemos tenido secretos el uno para el otro. —Se le veía muy angustiado. Ella se arrimó y colocó una mano en la cabeza de él—. Creo que puedo adivinar lo que te ocurre —añadió.

De pronto, Ingmar se enderezó.

—No, Gertrud, tú no puedes adivinar nada —dijo al tiempo que sacaba su cartera del bolsillo y se la entregaba—. Ahí hay una carta muy larga dirigida a Barbro. ¿La ves?

—Sí, aquí está.

—Pues ahora te pido que la leas. Tú y Gabriel, los dos tenéis que leerla. La escribí al principio de mi estancia aquí, pero en aquella época todavía tenía fuerzas para no enviarla.

Gabriel y Gertrud se sentaron a la mesa y se pusieron a leer. Ingmar se quedó en su rincón; observándoles. «Ahora están leyendo esto —pensaba, imaginándose los distintos párrafos de la carta—, y ahora aquello. Ahora están en el punto en que Barbro me cuenta cómo Berger Sven Persson nos indujo a convertirnos en marido y mujer. Ahora leen cómo ella recuperó las jarras de plata, y ahora han llegado a la narración de lo que Stig Börjesson me contó. Y ahora Gertrud sabrá que ya no la quiero, ahora se dará cuenta exacta del pobre miserable que soy.»

En la habitación el silencio era absoluto. Gertrud y Gabriel no hacían un solo gesto, aparte de ir pasando las hojas. Era como si apenas osaran respirar. «¿Cómo podrá entender Gertrud que no haya podido contenerme por más tiempo y le haya dicho justamente hoy, el día que finalmente ella ha cedido, que quiero a Barbro? —pensó Ingmar—. Y yo mismo ¿cómo voy a entender que fuese al oír la calumnia acerca de Barbro cuando la idea de atarme a otra mujer se me hizo insufrible? No sé qué me pasa, creo que ya no estoy en mis cabales.» La espera se le hacía interminable, esperaba con ansiedad que los otros dijeran algo; pero lo único que le llegaba era el crujido de las hojas. Finalmente, ya no pudo soportarlo más y, despacio, se levantó la venda del ojo con que aún veía.

Entonces miró hacia donde estaban Gabriel y Gertrud. Seguían leyendo, las dos cabezas tan juntas que las mejillas prácticamente se tocaban, y el brazo de Gabriel rodeaba la cintura de Gertrud. Y a medida que leían se iban arrimando más. Ambos tenían las mejillas encendidas por el rubor y de vez en cuando apartaban la vista de la carta para mirarse a los ojos; y los ojos parecían más penetrantes que de costumbre y más radiantes. Cuando por fin acabaron la lectura de la última cuartilla, Ingmar vio cómo Gertrud se apretujaba contra Gabriel; y ambos se quedaron así abrazados, muy conmovidos y solemnes. Tal vez apenas comprendían nada de lo que habían leído, aparte de que ya nada se interponía en su amor. Ingmar entrelazó sus grandes manos, las cuales tenían todo el aspecto de ser las manos de un viejo maltratado por la vida, y le dio gracias a Dios. Transcurrió un largo rato antes de que ninguno de los tres se moviera.

Por la mañana, los colonos se reunieron en la sala de asambleas para rezar sus oraciones matinales. Era la última práctica de sus devociones a la cual asistiría Ingmar. Él y Gertrud y Gabriel tomarían el camino de Jafa al cabo de un par de horas.

El día anterior, Gabriel le había explicado a la señora Gordon y a un par de notables de la colonia que tenía intención de acompañar a Ingmar de vuelta a Dalecarlia y quedarse allí. Al mismo tiempo, tuvo que contar toda la historia de Ingmar. La señora Gordon reflexionó sobre lo que acababa de oír y a continuación dijo:

—Me parece que nadie puede cargar con la responsabilidad de hacer a Ingmar más desgraciado de lo que ya es, por eso no impediré que le acompañes a casa. Pero por otro lado, también tengo la impresión de que con esto Dios nos envía señales de que su voluntad es que se permita a los jóvenes de la colonia contraer matrimonio. Y si lo permitimos, estoy segura de que tú y Gertrud volveréis con nosotros algún día. Me consta que nunca os sentiréis completamente en paz en ningún otro sitio.

Sin embargo, para que Ingmar y los otros pudieran abandonar la colonia en un clima de paz y concordia, se decidió que la versión que la gran mayoría de los colonos conocería de la historia sería aquella según la cual Gabriel acompañaba a Ingmar y Gertrud para ayudarles durante el arduo viaje.

Justo cuando las oraciones matinales estaban a punto de empezar, guiaron a Ingmar al interior de la sala de asambleas. La señora Gordon se levantó y fue a su encuentro. Le tomó de la mano y lo condujo hasta el lugar contiguo al suyo. Había preparado una butaca muy cómoda para él y se ocupó de ayudarle a tomar asiento.

A continuación, la señorita Young, que estaba sentada al órgano, empezó a cantar un himno y las oraciones matinales siguieron su curso acostumbrado.

Pero acabado el breve comentario bíblico que solía hacer la señora Gordon cada mañana, la anciana señorita Hoggs se puso en pie y rogó a Dios que le concediera a Ingmar un buen viaje y un feliz retorno a casa. Luego se fueron poniendo en pie uno tras otro el resto de hermanas y hermanos americanos mientras rogaban a Dios que le concediera a Ingmar la gracia de contemplar la luz de la verdad. Algunos se expresaron en términos muy bonitos. Prometieron rezar a diario por Ingmar, su hermano más querido, y esperaban su total recuperación. Y todos deseaban que volviera a Jerusalén algún día.

Mientras hablaban los extranjeros, los suecos guardaban silencio. Desde sus asientos, justo enfrente de Ingmar, lo observaban. E invariablemente les venía a la mente todo aquello que había de seguro y probo y bien organizado en su tierra natal. Tenían la impresión de que algo de todo aquello les había sido devuelto durante el tiempo que él había permanecido en la colonia. Pero ahora que se marchaba, una angustiosa impotencia se adueñaba de ellos. Se sentían como perdidos en una tierra sin ley entre todos aquellos cazadores de almas que, sin compasión ni piedad, luchaban entre sí en su nueva patria. Luego sus pensamientos, presas de una gran nostalgia, volaron de vuelta a sus antiguos hogares. La bella comarca se extendía con sus granjas y campos. Y las personas viajaban en paz y silencio por los caminos; todo era seguro, día tras día transcurría del mismo modo; y un año era tan igual al anterior que no había manera de distinguirlos.

Pero al recordar la inmensa quietud de su tierra natal, también cayeron en la cuenta de lo maravilloso y embriagador que era haber salido al gran torrente de la vida; haber encontrado una meta que daba sentido a su existencia y dejado atrás la brumosa monotonía de los días. Y uno de ellos, alzando la voz, empezó a rezar en sueco y dijo:

—Te agradezco, Señor, el haberme concedido la gracia de venir a Jerusalén.

A continuación, uno tras otro se levantaron y agradecieron a Dios que les hubiera conducido a Jerusalén.

Agradecieron la existencia de su querida colonia, que era una fuente de alegría. Agradecieron que sus hijos aprendiesen desde niños a convivir en armonía con otras personas; esperaban, por ello, que los jóvenes alcanzarían una mayor perfección que sus padres. Agradecieron los acosos y las persecuciones, agradecieron la hermosa doctrina que habían sido llamados a poner en práctica, y volvieron a agradecer haber ido a aquel país que, aunque sumido en la ruina, florecía día a día ante sus ojos.

Nadie volvió a tomar asiento sin antes dar testimonio de la inmensa felicidad que le embargaba. E Ingmar comprendió que todo eso lo decían en su beneficio y que eso era lo que querían que él contara cuando volviera a casa: que todos eran felices. Enderezó un poco la espalda mientras los escuchaba. Irguió la cabeza y el rasgo de severidad en torno a la boca se hizo más patente.

Finalmente, cuando la afluencia de testimonios fue menguando, la señorita Young entonó un himno y luego todos, creyendo que la celebración había concluido, se levantaron dispuestos a marcharse. Pero entonces la señora Gordon dijo:

—Hoy también cantaremos un himno en sueco.

Entonces los suecos entonaron la misma canción que cantaran al abandonar su tierra: «Volveremos a encontrarnos, volveremos a encontrarnos una vez más, una vez más en el Edén.» Y mientras sonaba la canción todos se emocionaron profundamente y la mayoría de los ojos se llenó de lágrimas. De nuevo pensaban en todas aquellas personas que echaban de menos y que no volverían a ver más que en el cielo.

Sin embargo, en el mismo instante en que finalizó el canto, Ingmar se puso en pie e intentó expresar un par de ideas. Quería confortar a los que se encontraban allí, lejos de su tierra, con palabras que parecieran pronunciadas por el país al que ahora él volvía.

—Pienso que vosotros, desde aquí tan lejos, nos llenáis de honra a los que nos quedamos en casa —dijo—. Pienso que todos se alegrarán de volver a veros algún día, ya sea en el cielo o en la tierra. Pienso que no hay nada más hermoso que lo que vosotros hacéis: a costa de enormes sacrificios, vivir una vida recta y justa.