Los gordonistas

A comienzos de la década de 1880, más o menos por la época en que se hundió el gran vapor L'Univers, y unos años antes de que el maestro Storm iniciara la construcción de su templo en la parroquia regida por los Ingmarsson, en Jafa se instaló un joven de nombre Eliahu. Era pobre pero había recibido una excelente educación en una escuela de misioneros y dominaba siete lenguas. Eliahu pensó que la mejor manera de aprovechar los frutos de esa educación sería hacerse intérprete y guía de los forasteros que visitaban Tierra Santa, y como además era un hombre resuelto e ingenioso que cuidaba muy bien de los viajeros a su cargo, sus servicios eran muy solicitados.

Por aquel entonces la situación en Palestina era indescriptiblemente desastrosa, y lo más lamentable era que nadie tenía fe en que pudiera mejorar. Al contrario, la opinión general era que Palestina siempre sería un país sin carreteras, sin puentes y sin sistemas de riego, y por consiguiente sin una agricultura productiva. Resultaba imposible imaginar que los campesinos fueran a aprender a utilizar otros arados que los que hacían ellos mismos con una rama torcida de olivo, o que fueran a vivir en otras viviendas que en sus casuchas de muros ciegos de adobe, donde animales y personas compartían un mismo espacio. También era improbable esperar que cambiara el hecho de que tres cuartas partes del país fuera tierra sin cultivar destinada al pasturaje, como tampoco cabía esperar que el transporte de mercancías se hiciese por ferrocarril en lugar de a lomos de camello, o que se construyeran puertos a lo largo de la costa; o conseguir que alguien, aparte de los perros callejeros, se encargara de la limpieza de las calles.

La mayoría de los nativos no parecía percatarse de lo atrasado que estaba el país, pero Eliahu, que continuamente oía a los viajeros europeos y norteamericanos comentar los increíbles avances que tenían lugar en sus países, no podía evitar darse cuenta de aquella decadencia. Él, como muchos otros, creía que la situación no tenía remedio, pero a menudo, mientras guiaba a los turistas a lomos del caballo por todo el país, se sumía en hondas cavilaciones intentando esclarecer las causas de que Palestina, otrora un poderoso reino, fuera ahora una nación tan empobrecida e infeliz.

Se preguntaba si podría deberse a su situación geográfica, pero tenía entendido que dar al Mediterráneo era una gran ventaja para una nación, y Palestina poseía varios cientos de millas de costa mediterránea. Y aunque esa costa fuera llana y sin golfos ni islas que le proporcionasen buenos puertos naturales, sabía que los extranjeros estaban convencidos de que sería factible construir un puerto artificial en Jafa o Haifa, o en algún otro lugar del litoral. Era como si le entrara vértigo cuando se imaginaba un puerto así. ¡Qué avalancha de viajeros implicaría, qué afluencia de mercancías, qué comercio, qué actividad! Toda Arabia, Persia y Mesopotamia traerían sus lujosas alfombras y caballos de raza, sus encajes, perfumes y magníficas armas para exportarlos a Occidente.

Pero si la pobreza de Palestina no dependía de su situación geográfica, tal vez la causa fuera la mala calidad de la tierra. Eliahu, que había recorrido el país de punta a punta varias veces, no lo creía así. Ciertamente era un país pequeño que comprendía una extensa franja costera cuya longitud equivalía a la del país, y cuya anchura aproximada era de dos a treinta leguas; una zona montañosa en el centro de esa planicie, también de la misma amplitud y longitud; y más allá el profundo valle del Jordán, que también abarcaba toda la nación, desde el lago Tiberíades en el extremo norte hasta el mar Muerto en el extremo sur; y sin embargo, en ninguno de esos lugares había él notado que la tierra fuera infértil.

Por lo que al llano del litoral se refiere, le constaba que era extraordinariamente fértil. Había observado que en las zonas cultivadas se obtenían abundantes cosechas año tras año, sin necesidad de tomarse otras molestias que girar el tepe con un simple arado de madera. El alma le dolía al imaginar que aquella tierra, ahora únicamente cubierta de flores silvestres, podría ser un inacabable mar de ondulantes trigos y maizales.

Y si pensaba en la faja montañosa, presentía que podría ser aún más rica que el litoral, al menos debería ser una zona más apreciada por la población, ya que el aire era más fresco y el clima más templado. Muy probablemente habría también allí áreas agrestes e inhóspitas, pero la mayor parte consistía en bajas colinas que eran cultivables hasta la cima. Y a él le encantaba imaginarse esas colinas cubiertas de jardines y huertas, como en la próspera región alrededor de Belén. Pensaba tan intensamente en estas cosas que el terreno pedregoso en que pacían, entre cardos y hierba seca, los rebaños de cabras se esfumaba de su vista y era reemplazado por arboledas de almendros y albaricoqueros, por granados e higueras, y donde los olivos y naranjos extendían su belleza de loma en loma.

Sus ensoñaciones más maravillosas las vivía entre los humildes arbustos de sauce que cubren el fondo del canal del Jordán. En ese profundo valle, una tierra de regadío muy bien resguardada entre altas laderas, maduraban las plantas más raras y delicadas. Allí el pobre Eliahu veía formarse en su mente un nuevo Edén, lleno de cimbreantes palmeras, plantas aromáticas, todas las hierbas y flores secretas utilizadas para perfumes, pigmentos y medicinas.

Pero todo esto no eran más que sueños irrealizables. Si Eliahu los comentaba con algún habitante de Palestina, éste se conformaba con encoger los hombros y señalar hacia el noroeste allende el mar. Con eso estaba todo dicho.

Eliahu sabía que era el gobierno turco allá en Constantinopla el causante de toda aquella desgracia.[43] Era ese gobierno el que había permitido que los antiguos conductos de agua se deterioraran, el que no mantenía las carreteras en buen estado, el que se oponía a la construcción del ferrocarril, el que impedía a extranjeros emprendedores crear instalaciones portuarias, el que prohibía la importación de libros de Occidente y la impresión de periódicos. El mismo gobierno que obligaba a cualquiera que tuviera un trabajo útil y productivo a pagar unos impuestos, tan abusivos que la gente prefería malgastar sus días dormitando sin hacer nada. El que no defendía la justicia sino que toleraba que sus jueces aceptasen sobornos, el que permitía a los ladrones campar impunemente a sus anchas, el que había conducido a todo un pueblo al embrutecimiento y el abandono, hasta tal grado que era incapaz de pensar ya en levantarse.

Eliahu enrojecía de cólera al enumerar la lista de los agravios perpetrados por los turcos. No concebía que los turcos tuviesen las manos libres para gobernar Palestina como quisieran. ¿Acaso no era Palestina la nación amada por todos los cristianos del mundo? Y tampoco es que fuera una tierra extraña para ellos, ya que cristianos había en todas partes y de todos los colores, los había en conventos, en escuelas e instituciones misioneras: rusos y griegos ortodoxos, católicos romanos y protestantes luteranos, cristianos armenios, coptos y jacobitas. Y cuando uno se paraba a pensar en lo poderosas que eran algunas de estas instituciones, ¿no era increíble que permitiesen a los turcos continuar con sus abusos? ¿Por qué todos esos que profesaban el cristianismo no se encargaban de que la tierra de Cristo fuese gobernada con justicia? ¿Por qué no se preocupaban de que los otros pueblos dijeran: «Mira, ¿ves? La nación en que nació Jesucristo es como un delicioso jardín a los ojos del Señor. Aquí florecen el amor y la concordia, nadie hace daño a su prójimo sino que todo el país se regocija y prospera. En otras partes del mundo no se ha conseguido instaurar la doctrina de Jesús, pero en cambio Palestina se rige por ella de la forma más maravillosa.» ¿Por qué no querían los cristianos que las cosas fuesen así? De habérselo propuesto con todas sus fuerzas, los turcos no habrían podido impedírselo.

Eliahu había formulado estas preguntas a muchos cristianos en Palestina, personas instruidas y caritativas, pero siempre recibía la misma respuesta: «¿No comprendes que los cristianos somos impotentes aquí porque no estamos de acuerdo? ¿No ves que vivimos en una amarga y continua lucha los unos contra los otros? ¿Cómo podríamos instaurar el reino de Dios? Aquí, donde vivió Jesús, la fe es más fuerte que en ningún otro lugar de la tierra; pero, precisamente por eso, también el odio entre las distintas confesiones es más intenso aquí que en otros lugares. En cualquier parte del mundo se llevarán mejor los cristianos entre sí que en Tierra Santa.»

Eliahu reconoció que era verdad. Comprendió que la desgracia reinaría en su patria hasta que los cristianos aprendiesen a estar unidos. Y si consideraba el intransigente fervor y el siniestro fanatismo que había observado en los cristianos de Jerusalén, Eliahu se temía que ese día nunca llegaría.

Cuando Eliahu llevaba algo más de un año guiando a extranjeros por Palestina, llegó un grupo de turistas americanos. Procedían de Chicago y ya se conocían al iniciar el viaje, eran buenos amigos unidos por una estrecha alianza. Tampoco se trataba de unos ricos ociosos que viajaban en pos de meras distracciones, sino de burgueses sencillos, ansiosos de conocer el país en que había vivido su Salvador. Los más notables eran un tal Edward Gordon, abogado, y su esposa. También había un médico joven y su hermana, un par de familias de maestros; en total, quince personas. Querían recorrer a caballo toda Palestina y visitar todos los lugares sagrados antes de regresar a su país.

Le tocó en suerte a Eliahu ser el guía de estos americanos. Se encargó de conseguirles todo lo que necesitaban: caballos, sillas de montar, tiendas de campaña, sirvientes, provisiones y demás pertrechos. Durante el viaje se cuidó de que sus comidas estuviesen siempre a punto cuando llegaban a los lugares de descanso, elegía las mejores rutas y realizó su trabajo tan satisfactoriamente que pudieron ir desde Hebrón al lago Tiberíades sin sufrir ningún percance. Nunca antes se había esforzado tanto en complacer a los miembros de una caravana de turistas, pero su esmero no se debía a que anhelara una recompensa de los americanos sino porque acabó queriéndoles.

Eliahu había tenido la oportunidad de conocer a muchas clases de personas, pero ninguna como ésas. Se comportaban con sencillez y naturalidad, y aunque Eliahu no creyera que en su país fueran gente reputada ni altos cargos, sentía por ellos el máximo respeto. Los veía investidos con la prestancia y la autoridad que les corresponde a quienes han nacido para gobernar a otras personas. Seguramente, esto se debía a que todos demostraban un gran dominio de sí mismos. Nunca dirigían una palabra desagradable a sus compañeros, ni siquiera al más bajo de los sirvientes sirios. Nunca se mostraban descontentos, jamás se les agriaba el humor, soportaban la lluvia o el calor con la misma ecuanimidad. El ambiente que se respiraba entre ellos era tan alegre y vivaz que Eliahu a menudo se decía: «¡Qué lástima que no todos los viajeros sean como éstos! Entonces mi trabajo sería maravilloso.» En su compañía y a medida que fueron pasando los días, Eliahu se transformó en una nueva persona y empezó a pensar con angustia en el día en que tuviera que acompañarles a Jafa para verles partir.

Primeramente, Eliahu los llevó de gira por el país, después se quedó con ellos en Jerusalén, donde les enseñó todas las venerables iglesias, todas las piedras o cuevas sobre las cuales pudiera decirse algo digno de algún interés. Pero por mucho que intentara prolongar la visita, llegó un día en que hubo de reconocer que ya no le quedaba nada por enseñar, y en que los americanos empezaron a pensar en marcharse.

La víspera del día en que los viajeros abandonaban Jerusalén, mandaron recado a Eliahu de que viniera al comedor de la posada donde se hospedaban. Se presentó allí abatido y taciturno y no les costó ver lo afectado que estaba. Los americanos le pidieron que se sentara a la mesa con ellos y durante la comida hicieron varios intentos de animarle, pero todos sin éxito.

—Eliahu —le dijo entonces súbitamente el señor Gordon—, hemos acordado que antes de marcharnos queremos explicarle quiénes somos. Usted se ha convertido en un amigo muy querido y realmente no quisiéramos tener que separarnos de usted.

Le explicó entonces que su esposa había estado a punto de perecer en un naufragio y que mientras se debatía entre las olas había recibido un mensaje de Dios. Añadió que todos aquellos que Eliahu había guiado de un lado a otro del país, así como unos cuantos más que se habían quedado en Chicago, habían fundado una comunidad con el propósito de vivir en concordia entre ellos y de trabajar por la concordia en el mundo. Y para acabar, le preguntó a Eliahu si desearía ser miembro de su comunidad y marcharse con ellos a América. Al fin y al cabo, era un hombre sin familia que podía establecerse en cualquier lugar que le apeteciera, y trabajo no le iba a faltar, teniendo en cuenta sus conocimientos. Durante el viaje habían tenido la oportunidad de ver tantas facetas de él que no dudaban que encajaría entre ellos. Y por su parte, él había visto la manera de ser de cada uno de ellos y del grupo y podía decidir por sí mismo si quería unirse a ellos.

Eliahu permaneció callado largo rato tras escuchar a Gordon. Algo extraordinario tenía lugar en su interior. Mientras Gordon le contaba que él y sus compañeros habían fundado una comunidad con el propósito de trabajar por la concordia en el mundo, todos sus sueños cobraron nueva vida. Las ideas volaban en su cabeza. A sus ojos aquellas personas eran tan brillantes e irresistibles que si se lo proponían podrían implantar la concordia hasta entre los cristianos de Jerusalén. De lograrlo, la batalla estaría ganada. Podía ver ya las ondulantes cosechas de trigo en el llano de Sarón y los almendros florecidos en las afueras de Jerusalén y las palmeras cimbreándose en torno a Jericó.

—¿Qué piensa de nuestra propuesta, Eliahu? —tuvo que preguntarle finalmente el señor Gordon, al ver que el guía no daba muestras de responder.

—Digo que no soy yo quien debe seguirles a ustedes —habló por fin Eliahu con una voz que la emoción hacía sonar espesa—, sino ustedes los que deben quedarse aquí.

—¿Qué dice, Eliahu? —exclamó Gordon.

—Señor Gordon —respondió Eliahu—, en ninguna otra parte del mundo existe entre cristianos un odio tan intenso como aquí en Jerusalén. Sé que la intención de Dios es que usted y sus amigos se queden aquí, para enseñarles a las distintas comunidades lo que es la unidad.

Al pronunciar estas palabras Eliahu estaba muy pálido y tan turbado que temblaba como una vara. Era como si no hablara por su propia voluntad, como si un poder exterior fuese el que hacía salir las palabras por su boca. Eso impresionó a los americanos. Durante su largo periplo por Palestina, Eliahu les había contado sus sueños y anhelos, de modo que enseguida comprendieron a qué se refería. Sin embargo, eso no significaba que tuvieran la menor intención de hacerle caso.

Era verdad que había crecido en ellos un gran amor por la milenaria nación en que nacieran todos esos hombres y mujeres sobre cuya santidad habían leído desde la infancia. Y mientras viajaban por el país, más de una vez habían comentado que no era justo que Palestina se viera abandonada a la desidia y la decadencia. Todas las maravillosas enseñanzas que aquella tierra había legado merecerían un poco de gratitud. Sin embargo, jamás pensaron que fueran ellos los que pusieran manos a la obra. Ellos tenían ocupaciones en Chicago, todos sus intereses y sus propiedades estaban allí, cualquier alternativa al regreso era impensable.

Gordon le comunicó todo esto a Eliahu. Le habló larga y amablemente, intentando calmarlo, pero Eliahu no hacía más que repetir: «Sé que es la voluntad de Dios, sé que es la voluntad de Dios. Él les demostrará que es su voluntad.» Y cuando finalmente comprendió que sus palabras no surtían efecto en los americanos, se marchó con los ojos anegados en lágrimas.

Al día siguiente los americanos partieron rumbo a Jafa. Eliahu les acompañaba pero en ningún momento mencionó su propuesta de la noche anterior. Más bien parecía avergonzado por su ocurrencia.

Los viajeros sabían que ese día se esperaba un gran vapor francés; pero al llegar a Jafa, la rada estaba desierta. Todo el día siguiente estuvieron oteando vanamente el horizonte con la esperanza de ver aparecer algún vapor, y lo cierto es que vieron varios barcos navegando a lo lejos, pero ninguno se acercó a la costa de Palestina.

No tardaron en conocer el motivo. El gobierno había declarado que existía una epidemia de cólera en Palestina, por lo que ningún vapor hacía la ruta hasta Jafa, evitando así la obligatoria cuarentena en el siguiente puerto. En Tierra Santa se desconocía que hubiera cólera en el país; en realidad era un completo error, pero de todos modos pasó una semana antes de que el sultán anulara la declaración.

Por fin, llegó un vapor y los americanos se prepararon para embarcar. Pero entonces se desató una tormenta con olas que se estrellaban contra las rocas negras y levantaban elevadas nubes de espuma que impedían a los botes de remos aproximarse al vapor; el cual estuvo medio día aguardando a los pasajeros en la rada. Pero el temporal no amainaba y el transatlántico se vio obligado a proseguir la marcha sin que ningún pasajero hubiera subido a bordo.

Los americanos se hospedaban en un pequeño y abarrotado hotel de la colonia alemana, donde sufrían incomodidades y penurias. Pese a ello, su decisión de volver a su país, que les había dominado al principio, perdía fuerza día a día. No comentaron lo curioso que resultaba el hecho de que todas las salidas de Palestina parecieran cerrárseles; pero, en cambio, se fue posando sobre sus espíritus una solemne quietud, semejante a la que experimentan las personas que sienten que es la divina providencia la que dirige sus pasos y no su propia voluntad.

Como es natural, no llegaban vapores europeos a Jafa a diario, pero al cabo de unos días uno de ellos fondeó en la rada. Hacía un tiempo espléndido y la mar estaba lisa como un espejo. Sin embargo, la señorita Young, la hermana del joven médico, amaneció gravemente enferma y no podía embarcar. Tanto la enferma como su hermano insistieron en que el resto del grupo partiera y los dejaran allí, pero nadie lo hizo.

Eliahu acudió al hotel para saber si pensaban embarcar y para ofrecerse a llevar su equipaje a bordo, pero se encontró con que nadie había hecho las maletas. Entonces, el señor Gordon le comunicó sin alterar la voz:

—Hemos llegado a la conclusión de que es verdad lo que usted nos dijo, Eliahu. Nos quedamos en Palestina. Por voluntad de Dios.

Por la época en que los gordonistas decidieron establecerse en Tierra Santa, en Jerusalén vivía una anciana inglesa, la señorita Hoggs. Vivía sola y gozaba de una completa independencia, y en sus viajes había dado la vuelta al mundo más de una vez; ahora, su intención era permanecer en Jerusalén lo que le quedara de vida, no por motivos religiosos sino porque, según sus observaciones, no había otro lugar en el mundo donde ocurrieran tantas cosas raras e indignantes.

La señorita Hoggs había alquilado una magnífica casa situada en el extremo norte de la ciudad, casi tocando la muralla. Estaba construida al estilo de Jerusalén, lo cual inducía a creer que el arquitecto primero hubiera hecho una serie de casitas con todos los lados iguales, como dados, y luego una pequeña cúpula encima de cada una a guisa de techumbre, acabando finalmente por distribuir los dados sin ton ni son en torno a un patio interior y un par de terrazas. Las habitaciones no se comunicaban mediante puertas, sino que había que salir fuera para ir de una a otra, y a algunas, que salían de la pared suspendidas en el aire como palomares, sólo se accedía por unas estrechas y peligrosas escaleras. Pero la casa era grande y espaciosa y, lo más valioso, no se encontraba en una callejuela angosta y oscura de la ciudad antigua, sino que tenía luz abundante y aire. Además, estaba amueblada al estilo occidental con sillas, mesas y camas, en lugar de alfombras y divanes únicamente.

A ella la casa le venía demasiado grande, pero cuando la alquiló dejó claro que la quería para ella sola. «La gente nunca se pone de acuerdo conmigo y yo jamás con ella —afirmó—. No necesito a nadie, me valgo por mí misma. ¿Por qué habría de meter a alguien en mi casa?»

Un día que había salido a comprar antigüedades se cruzó con la señora Gordon, seguida de Eliahu, en la calle David. Ambos habían recorrido Jerusalén de punta a punta en busca de una vivienda adecuada para su pequeña comunidad. Gordon y otros adeptos habían viajado a América para liquidar sus asuntos allí mientras el resto se encargaba de organizar su nuevo hogar en Jerusalén. Se habían dividido en pequeños grupos e iban rastreando casas libres de calle en calle, pero de momento no habían encontrado nada que se ajustase a sus deseos.

Eliahu se había lamentado repetidas veces de que la anciana se les hubiese adelantado en alquilar la grandiosa casa junto a la muralla. El inquilino anterior era un occidental como ellos, un misionero suizo, con lo que quedaba asegurado que la vivienda fuera de su gusto. «La señorita Hoggs no debería acaparar toda una casa para ella sola, sabiendo lo difícil que es conseguir vivienda en Jerusalén», se quejaba.

Cuando la anciana vio a la señora Gordon por la calle se apresuró hacia ella.

—¿Qué tal está? —la saludó—. Se acordará usted de mí, espero, y de la última vez que nos vimos. ¿Recuerda que le dije que yo nunca tenía miedo? Ya ve que no tenía motivos para tenerlo. A nosotras nos ha ido bien.

A continuación le preguntó cuándo había llegado a Jerusalén y cuánto tiempo pensaba quedarse.

La señora Gordon contestó que estaba ocupándose de la mudanza y que en ese momento buscaba algún sitio donde vivir.

—No lo tendrá usted fácil —dijo la señorita Hoggs; pero como tenía miedo de que la otra pretendiese alquilarle una parte de su casa, se apresuró a cambiar de tema—: ¿Por qué quiere usted instalarse aquí? —dijo—. ¿Piensa su marido establecerse aquí a causa de alguna investigación científica?

La señora Gordon no ocultó los motivos para su traslado a Jerusalén. Ella y su marido se habían unido a un grupo de amigos que intentaban llevar una vida justa. Su meta era enseñar a la humanidad a vivir en concordia, y era en Jerusalén donde tenían la intención de dar el primer paso.

Los ojos atónitos que la anciana fijó en la señora Gordon se hicieron todavía más redondos de lo que ya eran.

—¡Concordia! —repitió—. ¡Aquí, en Jerusalén! ¡Que se trasladan aquí para enseñarle a la humanidad a vivir en concordia! Perdone, pero parece que el naufragio la ha dejado trastornada.

La señora Gordon quiso explicarle que creía haber oído a Dios exhortándola en ese sentido, pero la señorita Hoggs no la escuchaba. Tomó a la joven por la muñeca, la colocó contra el muro de una casa y se dispuso a disuadirla.

—Escúcheme bien —dijo—. Usted es la joven América que quiere probar suerte en toda clase de aventuras y yo soy la veterana Inglaterra que conoce el mundo y sabe qué es posible y qué no. Créame cuando le digo que en esta ciudad sólo conseguirá desperdiciar sus energías sin serle útil a nadie.

—Precisamente, nosotros no entendemos por qué la gente se empeña en vivir enemistada justamente en esta ciudad —repuso la otra.

—No, claro que no lo entiende usted —replicó la señorita Hoggs—, ¡pero piense un poco! ¿Qué clase de gente es la que vive aquí? O bien musulmanes, o judíos o cristianos. Suponga por un momento que usted fuera musulmana; en ese caso esta ciudad sería un lugar sagrado para usted porque, según sus creencias, su profeta ascendió a los cielos desde ese antiguo templo de ahí, y se sentiría usted obligada a odiar tanto a judíos como a cristianos porque sabría que el máximo deseo de ambos es echar a los musulmanes de Jerusalén. Y si usted fuese judía, señora Gordon, tendría que odiar a los musulmanes porque actualmente son los amos de la tierra de los descendientes del rey David; pero tampoco preferiría a los cristianos, porque sabría que ellos nunca consentirán que el pueblo judío se haga con el poder en esta ciudad. O bien es usted cristiana, lo cual significaría que para usted Jerusalén es la ciudad sagrada por excelencia, y en ese caso tiene que odiar a los musulmanes, que son los amos, y a los judíos, que quieren serlo y que pretenden que esta ciudad y esta tierra es suya y que nadie más que ellos tiene derecho a ninguna de las dos. Pero resulta, además, que si es usted cristiana, tiene que odiar a todos los cristianos que no profesen la misma confesión que usted porque sabe que, en el momento en que alguno de ellos alcance el poder, usted y los suyos serán expulsados de aquí sin piedad. Bien, así están las cosas, y ahora espero que usted, jovencita americana, se haya convencido de que no vale la pena predicar la unidad en Jerusalén.

—No queremos predicar —afirmó la señora Gordon—. Es mediante el ejemplo que queremos enseñar a la gente lo felices que podemos ser viviendo unidos.

—Ya me imagino que todos ustedes son ángeles —dijo la anciana—. Pero es porque no han respirado el aire de Jerusalén lo suficiente. Espere un poco y ya verá cómo empiezan a odiarse los unos a los otros.

—Pues se equivoca, señorita Hoggs —dijo la señora con firmeza—. Hemos convivido en paz y concordia durante todo un año y todavía no ha habido un solo conflicto entre nosotros.

—¿Y qué demuestra su concordia? Estoy segura de que todos ustedes se conocían antes de unirse y que sabían de antemano que eran gente pacífica y honrada con la cual sería fácil armonizar. Si entre ustedes hubiese habido una vieja malhumorada e intransigente como yo, que siempre está provocando a los demás, y a pesar de eso hubiesen conseguido mantener la concordia, entonces sí se merecerían ustedes mi confianza.

—¿No quiere usted unirse a nosotros, señorita Hoggs, y lo probamos? —repuso la otra con una sonrisa.

La anciana también sonrió.

—¿Cómo? —exclamó—. ¿Ustedes se atreverían? Recuerde, señora Gordon, que soy la señorita Hoggs y que siempre hago lo que me viene en gana, y que nadie me ha soportado nunca. No le temo a nada, no cambio de parecer y no hay nada que se merezca mi respeto.

—¿Realmente le gustaría unirse a nosotros, señorita Hoggs? Para nosotros supondría una gran alegría.

La anciana levantó la vista y la mantuvo largo rato suspendida en una alfombra raída que colgaba de una ventana como protección contra el sol y la lluvia. Tal vez, en ese instante, sintió una súbita angustia porque no tenía absolutamente a nadie en el mundo y se estaba haciendo mayor. Tal vez pensara que la vida se vuelve muy pobre a los ojos de quien no tiene más ocupación que viajar de un sitio a otro para distraerse. Tal vez opinara que aquellos americanos se habían impuesto una bella e importante tarea y que quizá valiera la pena intentar ayudarles ahora que ya estaba cansada de todo lo demás. Sin embargo, se abstuvo de comentar nada de todo esto, sino que se dirigió a la señora Gordon en el mismo tono frívolo de antes:

—¡Óigame usted! Vivo de alquiler en una casa muy grande junto a la muralla, tiene muchas habitaciones, y si usted y sus compañeros se atreven, les dejaré vivir conmigo una semana. Entonces conocerán a la verdadera señorita Hoggs, y si no la soportan, tendrá que prometerme que renunciarán a esa locura de querer implantar la unidad en Jerusalén. Comprenderá que si no pueden con una sola persona como yo, no vale la pena que se esfuercen con el resto. Y bien, ¿qué le parece?

—Se lo agradecemos mucho, señorita Hoggs, y aceptamos encantados su ofrecimiento.

Al día siguiente, los americanos se mudaron a la casa junto a la muralla y conocieron a la verdadera señorita Hoggs. Era una anciana sensata, franca y honesta, y ni por un momento les pasó por la cabeza discutir con ella. Los primeros días daba la impresión de que a la anciana le causara una gran decepción no poder enemistarse con sus invitados, pero antes de finalizar la semana ella misma les propuso entrar a formar parte de su comunidad. Porque, según dijo, les sería útil. Eran todos tan bondadosos que nadie reconocería mérito alguno en su ingreso. En cambio, si aguantaban tener entre ellos a una vieja inflexible y belicosa como ella, sería indudable que realmente existían razones para alabar su concordia.

Cuando los gordonistas llevaban ya unos años viviendo en Jerusalén sucedió que se introdujo en su seno incertidumbre y angustia. Vivían felices y contentos dedicando su tiempo a los pobres y los enfermos de Jerusalén, pero era menester reconocer que la concordia entre los cristianos no había aumentado un ápice. Más bien parecía todo lo contrario, como si la difamación, el acoso y la rivalidad no hubieran hecho más que incrementarse, y además, gran parte de ello iba dirigido contra su propia comunidad. Amigos sí tenían, y donde menos lo esperaban: entre la población judía y musulmana; lo cual también era problemático porque los otros cristianos veían esas amistades con malos ojos. Al final, no podían evitar preguntarse: «¿Hicimos bien en venir aquí? Tal vez malinterpretamos las señales de Dios.»

Mientras los gordonistas se debatían con sus dudas, recibieron la visita de dos marinos franceses. Uno de ellos era tan mayor que había decidido retirarse y el otro era un muchacho que aún no había cumplido los veinte. Su barco estaba anclado en Jafa cargando naranjas y ambos habían obtenido dos días de permiso para visitar Jerusalén.

Los dos se habían hecho muy amigos después de sobrevivir al hundimiento del vapor L'Univers. Nunca olvidarían lo que vieron aquella noche. Su actitud hacia la vida se había hecho más adusta desde entonces, y ya no se sentían cómodos en compañía de otros marinos.

El viejo no padecía efectos notables de aquella desgracia, pero al muchacho sí le habían quedado importantes secuelas. El terror sufrido había sido tan abrumador que cada noche lo revivía en sus sueños. Nada más dormirse soñaba que los dos buques chocaban y que el velero, visto como un pájaro gigantesco que batía las alas, caía en picado sobre el vapor. Luego él exhortaba a la tripulación del velero a salvarse saltando a bordo de L'Univers mientras ellos, a su vez, le gritaban a él que era el vapor el que se hundía, e intentaban pescarlo con un bichero y arrastrarlo hasta su nave. Finalmente, cuando tras ser liberadas las embarcaciones, comprendía que el vapor estaba a punto de irse a pique, caía presa del pánico, y la desesperación por no haberse salvado con el velero era tan intensa que se despertaba. Entonces, temblando de horror y angustia, sollozaba y sufría lo indecible antes de recuperar el conocimiento y ser capaz de decirse que sólo se trataba de un sueño.

Quizás esto no fuera en realidad un gran tormento, pero como se repetía noche tras noche, el sufrimiento que le producía amenazaba con destrozar la vida del joven. Muchas noches no se iba a dormir, sino que se mantenía despierto para eludir la pesadilla, en ocasiones pasaba varias noches seguidas en vela, pero tarde o temprano tenía que dormir y entonces aparecía el sueño. El chico iba de país en país y cada vez que arribaba a un nuevo puerto nacía en él la esperanza de haber llegado a un sitio donde tal vez aquel sueño no diera con él; sin embargo, hasta la fecha no había hallado un refugio donde estar a salvo.

Los dos marinos llevaban apenas unos minutos en Jerusalén cuando, en una calle, se toparon con la señorita Hoggs, ella los reconoció y se los llevó a la colonia. Allí, como es fácil imaginar, los recibieron con los brazos abiertos. Después, Eliahu les acompañó a ver todos los lugares de interés de la ciudad, y los colonos les ofrecieron comida y cama, ya que creyeron que los humildes marinos lo necesitaban.

Sin embargo, los marinos no se alegraron tanto como pudieran esperar los gordonistas. Y es que los franceses habían oído hablar de ellos ya en Jafa, y siempre con desaprobación; la gente comentaba que aquellos americanos que se habían instalado en Jerusalén como un modelo a seguir para otros cristianos sólo frecuentaban el trato de judíos y musulmanes. Los rumores parecían insinuar que los colonos habían renegado del cristianismo y que vivían como paganos.

Sin embargo, los marinos no se atrevieron a rechazar la hospitalidad de los americanos. Les pareció que no podían negarse a pasar una noche en la colonia; a cambio, se prometieron abandonarla a primera hora de la mañana.

Pero al despertarse por la mañana, el joven se incorporó en la cama con un grito de euforia. Acababa de pasar una noche entera sin ser asaltado por su terrorífica pesadilla, y era la primera vez que ocurría desde la noche del naufragio.

El hecho les hizo recapacitar a ambos y dijeron: «Es imposible que estas personas sean unos depravados, hay tanta paz en esta casa que el sueño maldito no ha osado penetrar aquí.» Así que se quedaron todo el día en la colonia para observar el modo de vida de los gordonistas e interrogarles acerca de sus creencias.

Luego pernoctaron una segunda noche en la colonia y tampoco esta vez volvió la pesadilla.

Entonces, ambos marinos creyeron haber recibido una señal de Dios, en el sentido de que debían unirse a los gordonistas y contribuir a su causa. Al despedirse de ellos, les dijeron que volverían para unirse a su comunidad tan pronto pudieran liberarse de sus compromisos.

Y así fue, y para los gordonistas supuso un enorme motivo de alegría. Lo interpretaron como una nueva prueba de que no habían entendido mal la voluntad de Dios, al contrario, era su deber seguir el camino que habían emprendido.

Los gordonistas llevaban doce años en Jerusalén y la concordia entre los cristianos de la ciudad brillaba por su ausencia; pero aun así los habitantes de la casa junto a la muralla tenían cada vez menos dudas de que Dios estaba con ellos, ya que durante esos doce años se habían producido muchos cambios en Palestina. Se construían carreteras en varios puntos del país, también una línea de ferrocarril entre Jerusalén y Jafa, y aparecían colonias de cultivadores en muchas zonas distintas. Nuevas e impresionantes instituciones misioneras con escuelas y hospitales surgían por doquier, y al oeste de Jerusalén, no lejos de la muralla, se había creado todo un barrio nuevo. Ahora en la Ciudad Santa había tiendas europeas y bancos, telégrafos y grandes hoteles, lo cual facilitaba la vida allí. Era evidente que la Tierra Santa estaba a punto de resurgir, aunque todavía quedara muchísimo por hacer. Se sentían orgullosos de todo lo que se había conseguido tras su llegada, y creían firmemente que Dios, a pesar de que su empeño no hubiera dado el fruto que esperaban, compensaba de este modo su buena voluntad. En otras palabras, creían haber establecido una especie de pacto con él y no les cabía duda de que, gracias a que ellos le habían obedecido quedándose en Jerusalén, ahora él sacaba al país de su degradación.

El desprecio con que los trataban los otros cristianos aumentaba de año en año, y nadie se oponía a ellos más férreamente que sus propios compatriotas y el cónsul de Estados Unidos, un predicador metodista. Pero esto no hacía más que confirmarles que Dios estaba a su lado, ya que veían cómo todo lo malo que se les atribuía se volvía en su favor.

Por esta época sucedió que a un grupo de americanos muy ricos se les ocurrió fletar un gran vapor para realizar un crucero por la vieja Europa. Eran unas cien personas y su viaje no los llevó únicamente a Inglaterra, Alemania y Francia, sino que también visitaron los países mediterráneos. Una mañana fondearon en Jafa y desde allí se fueron de excursión a Jerusalén.

Entre los pasajeros se contaba una joven, la señora Hammond, que iba en L'Univers aquella espantosa noche. Desde entonces vivía en la amargura y el arrepentimiento, y nadie jamás la veía contenta o despreocupada. Ella y su marido habían iniciado su luna de miel a bordo del trágico barco y ella se reprochaba ahora el haber abandonado a su marido durante el trance, en vez de morir a su lado, tal como él deseaba.

Actualmente vivía con su madre, una mujer rica que poseía una gran mansión en Nueva York. Impulsada por la madre, la joven se veía obligada a participar en toda clase de eventos y diversiones; aun así, lamentaba sin cesar la pérdida de su esposo y se arrepentía de no haber escuchado su ruego. Había sido su madre quien, casi a la fuerza, la había hecho hacer aquel crucero de placer con la esperanza de que el viaje la distrajera de su dolor.

Como a los acompañantes de la joven viuda les sobraba el tiempo, decidieron quedarse en Jerusalén una semana. En esta ciudad la joven se mostró menos apática e indiferente que en anteriores etapas del viaje. Al divisar Jerusalén al fondo de una zona montañosa, encaramada a lo alto de una roca oscura y escarpada, rodeada primero por sombríos valles que formaban a su alrededor como un foso natural, y después, tras ese foso, por una enorme muralla de altivas cumbres, a la señora Hammond le pareció entender que la ciudad existía allí como algo recóndito y secreto, destinado desde la noche de los tiempos a ser el escenario del suceso más decisivo de la historia. Sintió una extraña compasión por aquella ciudad aplastada por el peso de su terrible gravedad, que guardaba luto y mantenía caliente el recuerdo de algo que nunca podría remediarse ni olvidarse. Tal vez la ciudad pudiera volver a ser próspera y poderosa; pero nunca alegre, nunca despreocupada y feliz como otras ciudades.

La joven viuda sabía que la señora Gordon, quien también había estado a bordo de L'Univers, vivía en Jerusalén. Así pues, un día le preguntó al cónsul americano si la conocía. El cónsul, poniendo cara de considerar un insulto que alguien le preguntara por los gordonistas, contestó que la señora Gordon y sus secuaces eran una pandilla de aventureros que se habían instalado en Jerusalén con el único propósito de vivir fuera de la ley y el orden. Como ningún cristiano quería saber nada de ellos, sólo frecuentaban el trato de musulmanes.

La señora Hammond no había tenido intención de visitar a la señora Gordon, pero esta respuesta la impulsó a hacerlo. Le pareció impensable que unos compatriotas suyos pudieran establecerse en Jerusalén con fines tan poco edificantes. ¿Había alguien capaz de instalarse allí solo por gusto y placer? Deseosa de saber la verdad, fue a la colonia a entrevistarse con la señora Gordon.

Desde el momento en que entró en la colonia, podría decirse que prácticamente no salió de allí hasta que llegó el día de proseguir el crucero con sus compañeros de viaje. Se presentaba allí a primera hora de la mañana y no se iba hasta muy tarde. Pasaba las mañanas junto al médico, el doctor Young, mientras éste recibía a sus pacientes en la consulta; acompañaba luego a la señora Gordon a los hogares de familias musulmanas, donde ésta ayudaba a las pobres mujeres que vivían tan peculiarmente aisladas de la sociedad; e iba a la escuela de la colonia, donde se impartía enseñanza gratuita para niños orientales de origen humilde.

Durante aquellos días, a menudo pensó que si pudiera vivir como aquellos colonos, si ella, como hacían ellos, pudiera dedicar el resto de su vida a ayudar a los necesitados, el arrepentimiento y la angustia por no haber seguido a su marido hasta la muerte no la consumirían del mismo modo. Entonces sentiría que tenía derecho a conservar una vida que era útil para muchas personas, algo totalmente opuesto a su situación actual, en la que vivía la ociosa vida de una millonaria. No había tenido derecho de abandonar a su marido para vivir así.

Empezó a plantearse la posibilidad de unirse a la colonia y para cuando se fue de Jerusalén estaba firmemente decidida a dar ese paso. Sabía que si lo hacía recuperaría las ganas y la energía de vivir; pero no quería unirse a los gordonistas sin antes despedirse de su madre.

Cuando regresó a Nueva York y expuso sus intenciones, su madre, consternada, puso un desesperado grito en el cielo. Luego ofreció la más enérgica resistencia a que su hija se uniera a una pandilla de idealistas, y como su voluntad era más fuerte que la de su hija, ésta consintió en quedarse en el hogar materno. Pero al hacerlo, cortaba su último vínculo con la vida.

Murió unos meses después del regreso a Nueva York, habiendo legado testamentariamente todos sus bienes a la colonia gordonista. La razón era que quería ayudarles a seguir el camino que ella, de buena gana, habría emprendido en su compañía.

El año en que los campesinos de Dalecarlia se instalaron en Palestina ocurrió un notable fenómeno: las lluvias llegaron ya en agosto. Normalmente no llovía hasta entrado octubre o noviembre. Llovió con tanta abundancia que los campos se volvieron a vestir de verde y hubo agua fresca y potable durante todo el otoño. Los calores no volvieron, sino que se disfrutó de un clima templado y suave hasta las proximidades de Navidad.

Los gordonistas no paraban de bendecir la bondad de Dios por haber mandado lluvias tan tempranas ese año. Comprendieron que habían cometido una grave irresponsabilidad permitiendo que los campesinos suecos viajasen a Palestina en el período más caluroso del año. Si las lluvias no hubiesen refrescado el ambiente poco después de su llegada, probablemente todos habrían caído enfermos.

Como el tiempo era tan espléndido, la señora Gordon sugirió a los recién llegados que aprovecharan esa circunstancia para ir de peregrinaje por el país. Según ella, no debían participar del trabajo en la colonia hasta que pasaran unas semanas, primero debían conocer todos aquellos lugares sobre los cuales habían leído tantas cosas en la Biblia.

Con el tiempo, esas semanas de peregrinaje se convertirían en el recuerdo más preciado de los emigrantes suecos. Eliahu asumió de nuevo su papel de guía para extranjeros y los condujo por las montañas a través de Samaría hasta Nazaret, y de allí hacia el este hasta el lago Tiberíades, también llamado Genesaret o mar de Galilea, para después bajar hacia el sur por el valle del Jordán hasta el mar Muerto y de nuevo subir por zona montañosa hasta Hebrón, Belén y Jerusalén.

Todos marchaban a pie, el equipo y las provisiones eran de lo más sencillo que quepa imaginar y lo cargaban alegremente, entre cánticos y conversaciones piadosas. Sus pensamientos retrocedían sin cesar a tiempos pasados. Por lo general, el país estaba desierto pero de vez en cuando se topaban con un pueblo o aldea cuyo nombre aparece en la Biblia, o se encontraban con gente cuyo aspecto, con sus mantos a rayas marrones y cintas de pelo de camello ceñidas a la frente, recordaba a Moisés o Abraham. También les gustó ver los grandes rebaños de cabras y ovejas, y comprendieron por qué las referencias a los pastores y al pastoreo eran tan recurrentes en las Sagradas Escrituras. Y al ver las largas caravanas de camellos avanzando por los caminos pensaron en los Reyes Magos viajando hasta la cuna del niño Jesús. Vieron mujeres que iban a buscar agua en un pozo que casi siempre estaba lejos de la aldea, cargando un cántaro sobre la cabeza como la samaritana con que había hablado Jesús; vieron a un tinajero dándole forma a una tinaja a las puertas de su casa, al aire libre, y a los pescadores en el mar de Galilea meterse en el agua arremangados hasta las rodillas para tirar las redes igual que en tiempos de Jesús.

Aquel verano, Eliahu había aprendido sueco con los sueco-americanos y durante la peregrinación les contó a los recién llegados acerca de las luchas y los triunfos de los gordonistas. Así que por los caminos y senderos de Tierra Santa volvieron a escucharse milagrosas promesas de que Dios cuidaría de su tierra gracias a los justos que la habitaban y que la liberaría de sus tiranos.[44]

Cuando los suecos oyeron contar la historia del naufragio de L'Univers y todo lo relativo a él, no pudieron evitar inquietarse un poco. No les parecía que ellos tuvieran algo que ver con eso. Les habría encantado poder compartir la feliz convicción de los gordonistas de que Dios, gracias a la labor que ellos realizaban, haría florecer de nuevo aquella tierra; pero no sabían si atreverse a esperar otra cosa que dolores y penurias.

Un atardecer, sentados alrededor del fuego en un campamento, hablaron de nuevo sobre estas cosas. Entonces Hellgum tomó la palabra y habló del marinero que había rezado el Padre Nuestro y entonado un himno en honor de los ahogados.

—¿Cómo sabe usted eso, Hellgum? —preguntó Gertrud—. ¿Conoció a ese marinero?

—Lo sé porque ese marinero era un hombre errabundo que pecaba de diversas maneras —dijo Hellgum—. Pero a partir de ese día pensó que sólo una cosa importaba: llevar una vida que le permitiera estar dispuesto a morir en cualquier instante. Lo sé porque ese marinero era el mismo que ahora está aquí y os habla.

Al oír esto, los suecos se emocionaron porque había sido Hellgum quien los había conducido por el camino que los trajo a Jerusalén. Sentados bajo las estrellas, se maravillaban de cómo Dios había ido engarzando un eslabón con otro en la larga cadena de acontecimientos. Y ahora caían en la cuenta de que también ellos formaban parte de ese grupo de gente que Dios había convocado en su tierra a fin de redimirla. Sintieron entonces que les correspondía su parte de esperanza y consuelo, y empezaron a creer que no sólo era sufrimiento lo que les aguardaba, sino también la alegría de trabajar en la viña del Señor.[45]