Correría salvaje

Según la opinión de muchos, Eljas Elof Ersson no debería haber encontrado reposo en su tumba por lo odiosa que había sido su conducta para con Karin Ingmarsdotter y el joven Ingmar Ingmarsson.

Elof no sólo había provocado la ruina propia y la de Karin, sino que lo había hecho a propósito, de modo que Karin tuvo muchas dificultades tras su muerte, la propiedad estaba tan endeudada que de no ser porque Halvor Halvorsson era muy rico y pudo comprar la finca y pagar las deudas, Karin habría tenido que entregarla a los acreedores.

Las veinte mil coronas que le correspondían a Ingmar Ingmarsson y que Eljas tenía el deber de administrar, se habían esfumado y no quedaba ni rastro. Algunos creían que Eljas había enterrado el dinero, otros que lo había regalado a alguien, lo cierto es que no salía por ninguna parte. De todo esto nadie supo nada hasta que se redactó la escritura del inventario de bienes del difunto. El albacea estuvo buscando el dinero de Eljas durante varios días pero no lo encontró.

Cuando le comunicaron a Ingmar que era pobre, quiso que Karin le aconsejara acerca de su futuro. Ingmar dijo que a él le gustaría estudiar para maestro. Le pidió que le dejara continuar viviendo con la familia Storm hasta que tuviera edad para ingresar en la Escuela Normal. Allá en el pueblo tenía acceso a los libros del maestro y del párroco, y además, Storm dejaba que Ingmar le asistiera ayudando a los niños de la escuela, lo cual era una buena manera de practicar el oficio.

Karin sopesó la propuesta detenidamente y al final dijo: «Entiendo que no quieras continuar viviendo en casa, ahora que no podrás ser el amo de la finca.»

Cuando Gertrud, la hija del maestro, se enteró de que Ingmar regresaba puso mala cara. Cayó en la cuenta de que, si habían de tener un chico viviendo con ellos, habría preferido que fuera Bertil, el hijo del juez del distrito, que era muy guapo, o si no Gabriel, un chico muy alegre que era hijo de Hök Matts Eriksson.

A Gertrud tanto Gabriel como Bertil le gustaban mucho; en cambio, no se aclaraba respecto a sus sentimientos hacia Ingmar. Sentía aprecio por él porque la ayudaba con sus tareas escolares y la obedecía como un esclavo; pero a menudo la exasperaba porque era torpe y flojo y porque no sabía jugar. Por una parte, lo admiraba porque era aplicado y aprendía con facilidad; pero, por la otra, lo despreciaba porque nunca se hacía valer.

Gertrud siempre tenía la cabeza llena de fantasías y sueños que le confiaba a Ingmar. Si él se iba un par de días, ella se sentía inquieta y sola, sin nadie con quien hablar. Pero luego, cuando él volvía, le parecía del todo incomprensible que le hubiera estado añorando.

La muchacha nunca tenía en cuenta que Ingmar fuera rico y perteneciera a la mejor familia del pueblo, antes bien, lo trataba como si fuera un poco inferior. Sin embargo, cuando se enteró de que había perdido toda su fortuna se echó a llorar, y cuando más tarde él le explicó que no pensaba recuperar la finca, sino que quería hacerse maestro, ella se enfadó tanto que apenas pudo controlarse.

¡A saber todo lo que ella habría soñado para él!

La educación que recibían los chicos en casa del maestro era muy estricta. Se les obligaba a perseverar en sus tareas y rara era la vez en que se les permitía una distracción. Pero esa primavera, al dejar Storm de dar sus sermones en el templo, las cosas cambiaron. De vez en cuando, la señora Stina le decía a su marido: «Mira, Storm, ha llegado el momento de dejar que la juventud se divierta. ¡Recuerda cómo éramos tú y yo a los diecisiete años! A su edad nos pasábamos muchas noches bailando desde que se ponía el sol hasta que salía.»

Un sábado por la tarde, cuando el joven Hök Gabriel Mattsson y Gunhild, la hija del concejal, vinieron de visita, hasta hubo baile en la escuela. Gertrud estaba loca de alegría por poder bailar; en cambio, Ingmar no quiso formar parte del grupo. Agarró un libro y fue a sentarse en el banco situado bajo la ventana. Gertrud no hacía más que acercársele una y otra vez para arrancarle de la lectura, pero él, enfurruñado y tímido, se resistía. La señora Stina suspiró al verle. «Se nota que pertenece a una familia con mucha solera —pensó—. Dicen que la gente así nunca es joven del todo.»

Los tres que bailaron se lo pasaron tan bien que decidieron ir a un baile el sábado siguiente. Al final, le preguntaron al matrimonio Storm qué opinión les merecía la idea.

—Bueno, si vais a bailar en casa de Stark Ingmar os doy mi permiso —dijo la señora Stina—. Me consta que allí sólo va gente decente que conocemos todos.

Storm puso otra condición:

—¿Cómo voy a dejar que Gertrud vaya a bailar sin que Ingmar la acompañe y cuide de ella?

Los tres acudieron a Ingmar, pero él, manteniendo la vista clavada en el libro y sin dejar de leer, les dio su no más rotundo. «No vale la pena insistir», dijo entonces Gertrud en un tono tan inusual que Ingmar se vio obligado a alzar la vista y mirarla. Era tremendo lo guapa que estaba Gertrud después de bailar. En cambio, al darse ella la vuelta y apartarse, él vio que sus ojos echaban chispas y que en su sonrisa sólo había desdén. Se veía a las claras cuánto le despreciaba, a él, sentado en un rincón, huraño y feo, que no sabía nada de lo que era ser joven. Ingmar no tuvo más remedio que desdecirse y decir que sí.

Una tarde, al cabo de unos días, Gertrud y su madre estaban sentadas en la cocina trabajando. Gertrud no tardó en captar la repentina inquietud de su madre, quien había detenido la rueca y aguzaba el oído entre cada palabra que pronunciaba.

—No sé qué pasa —dijo—. ¿Tú no oyes nada, Gertrud?

—Sí —respondió ésta—, hay alguien arriba en el aula.

—¿Quién puede ser a estas horas? ¿Oyes las pisadas y cómo cruje el suelo de una esquina a la otra?

Se oían crujidos y chirridos y golpes y carreras en el aula vacía. Tanto Gertrud como la señora Stina se horrorizaron.

—Tiene que haber alguien arriba —dijo Gertrud.

—No puede haber nadie allí arriba, y para que te enteres, esto pasa cada noche desde que estuvisteis bailando.

Gertrud comprendió entonces que su madre creía que desde aquella noche del baile la casa estaba embrujada. Y si su madre se empeñaba en esa creencia, ¡adiós bailes!

—Ahora mismo subo y veo qué es —se ofreció, pero la señora Stina la sujetó por la falda.

—No te dejaré ir.

—¡Sí, madre, es mejor averiguar lo que es!

—En ese caso iremos las dos juntas.

Subieron muy sigilosamente la escalera. No se atrevieron a abrir la puerta, y la señora Stina se agachó para mirar por la cerradura.

Entonces se quedó allí como absorta, y al cabo de unos momentos incluso dio la impresión de estar riendo.

—¿Qué pasa, madre? —preguntó Gertrud.

—Míralo tú misma, pero no hagas ruido.

Gertrud se agachó y miró por el orificio. Los bancos y pupitres que normalmente ocupaban toda el aula habían sido arrinconados, en el aire flotaba una espesa nube de polvo, y en medio de esa nube volaba Ingmar Ingmarsson de un lado a otro con una silla en los brazos.

—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Gertrud.

—Silencio —dijo su madre, y se la llevó escaleras abajo—. Debe de estar aprendiendo a bailar. Quiere aprender para poder ir al baile —le explicó sonriendo.

Una vez abajo, la madre se echó a reír a carcajadas.

—Menudo susto me ha dado —jadeó—. Por suerte también él sabe ser joven, gracias a Dios. —Y una vez pasado el acceso de risa—: De todo esto ni una palabra a nadie, ¿me oyes, Gertrud?

En ésas llegó el sábado y al anochecer los cuatro jóvenes se encontraban en la entrada de la escuela listos para salir. La señora Stina pasaba revista; estaban hermosos y radiantes. Los chicos llevaban pantalones de gamuza amarillo claro y chalecos verdes de sayal con mangas cortas rojas. Gertrud y Gunhild llevaban blusas blancas de amplia manga almidonada y grandes pañoletas floreadas que les bajaban por los hombros hasta la cintura, las faldas eran a rayas con una orla roja y los delantales amplios y con el mismo diseño de rosas que las pañoletas.

Al principio caminaron en silencio bajo la hermosa noche primaveral. Gertrud, recordando sus esfuerzos para aprender a bailar, echaba miradas furtivas a Ingmar. Luego no supo por qué, si era la imagen de Ingmar bailando, o si el hecho de que fueran a un lugar de recreo, pero sus ideas se volvieron ingrávidas y maravillosas y se las ingenió para retrasarse un poco y poder soñar a solas. Compuso entonces un breve relato sobre el posible origen de las hojas de aquel bosque de caducifolias.

Imaginó que seguramente los árboles caducifolios, que habían dormido un sueño apacible durante todo el invierno, de repente comenzaban a soñar. Su sueño consistía en que era pleno verano. Veían prados cubiertos de trigo y hierba mecida por el viento, rosales deslumbrantes con sus capullos recién abiertos, las hojas planas de los nenúfares flotando en ríos y pantanos, el té de Suecia que trepaba revistiendo las piedras, y el suelo del bosque salpicado de solitarias estrellas blancas.[16] Y en medio de toda esta naturaleza revestida y recubierta, se vieron a sí mismos y, como tan a menudo ocurre en los sueños, se avergonzaron de su desnudez.

Los árboles, desconcertados, creyeron que eran objeto de todas las burlas. Que el zumbido de los abejorros les escarnecía, que el graznido de las urracas eran carcajadas, y que el resto de las aves trinaban difamándolos. «¿De dónde sacaremos algo para taparnos?», se preguntaban los pobres árboles desesperados. Pero en sus ramas no crecía una sola hoja y su angustia era tal que al final se despertaron. Adormilados, miraron alrededor pensando: «¡Gracias a Dios sólo era un sueño! Está claro que aquí no es verano. Qué suerte que no nos hayamos retrasado.»

Pero al fijarse más atentamente se dieron cuenta de que los lagos eran navegables, que las anémonas y la hierba surgían ya de la tierra, y que la savia corría espesa y vibrante bajo su propia corteza. «Quizá no sea verano pero ha llegado la primavera —dijeron entonces—, menos mal que nos han despertado. Ya hemos dormido bastante por este año, es hora de ponerse las vestiduras.» De este modo, los abedules hicieron despuntar sus hojitas amarillas y resinosas, mientras los arces sólo florecieron en verde, de momento. Las hojas de los alisos brotaron tan prematuras y arrugadas que parecían abortos; en cambio, las hojas de los sauces salieron de sus capullos lisas y bien formadas desde el principio.

Gertrud iba sonriendo mientras imaginaba todo esto y lo único que la molestaba era no estar a solas con Ingmar para poder contárselo.

El trayecto hasta el predio de los Ingmarsson era largo, les quedaba más de una hora de camino. Seguían la margen del río y Gertrud se mantuvo siempre a la zaga. Ahora su imaginación jugaba con el resplandor rojizo del ocaso, el cual llameaba ora sobre el agua, ora sobre la orilla. El arrebol teñía el gris de los arbustos de aliso y el verde claro de los abedules, haciéndolos arder en rojo unos segundos antes de devolverles su color natural.

Súbitamente, Ingmar se paró dejando una frase a medias y abrió la boca sin pronunciar una palabra.

—¿Qué pasa? —preguntó Gunhild.

Ingmar miraba al frente completamente lívido. Los otros no vieron otra cosa que una amplia planicie rodeada de colinas. En medio de la planicie se alzaba una magnífica casa de labor. En ese mismo instante la luz roja del crepúsculo cayó sobre la antigua casona, todas sus ventanas destellaron y las viejas paredes y tejados resplandecieron con una luz rosada.

Gertrud avanzó deprisa, echó una mirada rápida hacia Ingmar y se llevó a los otros aparte.

—No hay que hacerle preguntas —les susurró—. Eso de ahí es Ingmarsgården, a él le da mucha pena verlo. Hace dos años que no va, desde el día en que se enteró de que era pobre.

El camino que tenían que seguir atravesaba la planicie, pasando de largo el predio de los Ingmarsson hasta llegar a la cabaña de Stark Ingmar, situada en el lindero del bosque.

Al poco rato Ingmar alcanzó a los otros y les gritó:

—Es mejor ir por aquí.

Y les condujo por un sendero que serpenteaba siguiendo el lindero del bosque y conducía hasta la cabaña sin tocar la finca.

—Tú, Ingmar, debes conocer bien a Stark Ingmar, ¿no? —le preguntó Hök Gabriel Mattsson.

—Sí, antes éramos muy buenos amigos.

—¿Sabes si es verdad que hace magia? —le preguntó Gunhild, la hija del concejal.

—Qué va —respondió Ingmar, pero lo dijo pensativo, como si sólo lo creyera a medias.

—Cuéntanos lo que sepas —pidió Gunhild.

—El maestro ha dicho que no hay que creer en esas cosas.

—El maestro no puede prohibirle a nadie que vea lo que ve ni que crea en lo que cree.

A Ingmar le entraron ganas de hablar de su hogar. Al ver la antigua casa de labor, multitud de recuerdos de su infancia se agolparon en su mente.

—Si queréis os contaré una cosa que yo mismo he vivido —dijo, y empezó—: Un invierno, mi padre y Stark Ingmar estuvieron construyendo carboneras en lo más profundo del bosque. Al acercarse la Navidad, Stark Ingmar se ofreció a quedarse sólo cuidando las carboneras para que mi padre pudiese celebrar las fiestas en casa. Así se acordó y el día de Nochebuena mi madre me envió al bosque con comida para Stark Ingmar.

»Salí temprano y llegué a las carboneras al mediodía. Llegué justo cuando mi padre y Stark Ingmar acababan de derribar una pira. Las ascuas estaban esparcidas por el suelo para que se enfriaran. Salía humo del montón de carbón, y allí donde los carbones se tocaban prendía el fuego, cosa que había que evitar. Ésa era la parte más arriesgada del proceso. Por eso mi padre dijo: "Me temo que tendrás que volverte a casa sin mí, hijo. No puedo dejar a Stark Ingmar solo con todo esto." Stark Ingmar se paseaba al otro lado del montón de ascuas humeantes. "Ya lo creo que puede usted irse, don Ingmar, he podido con cosas mucho peores", dijo.

»Al cabo de un rato las ascuas humeaban menos. "Voy a ver qué me envía doña Brita para comer", dijo Stark Ingmar quitándome el hato de las manos. "Ven que verás qué casita más bonita tenemos tu padre y yo", dijo, y me enseñó la choza donde vivían él y mi padre. La pared lateral era una roca grande, pero el resto de las paredes eran de ramas de abeto y palos de endrino. "No te pongas así, muchacho", se rió Stark Ingmar. "¿Acaso creías que tu padre tenía un castillo reservado para estas ocasiones? Mira qué paredes. ¿Has visto cómo aíslan del frío y las ventiscas?", dijo atravesando las ramas de un puñetazo.

»Mi padre venía detrás de nosotros riéndose. Los dos estaban embadurnados de hollín y desprendían un olor agrio a humo; pero nunca había visto a mi padre tan contento y bromista. Ni el uno ni el otro cabían de pie en la choza y ahí sólo había un par de lechos de ramas y unas piedras donde ardía una hoguera; pero los dos estaban radiantes de felicidad. Se sentaron juntos sobre uno de los lechos y abrieron el hato con los víveres. "No sé si me sobrará algo", le dijo Stark Ingmar a mi padre, "esto es mi comida de Navidad". "Como estamos en Nochebuena tendrás que ser compasivo", contestó mi padre. "Es verdad, no voy a dejar que un pobre carbonero se muera de hambre en Nochebuena", respondió Stark Ingmar.

»Y así todo el rato, no paraban de bromear; yo había traído también un poco de aguardiente y me asombró ver que un trago y un poco de comida pudiese hacer tan feliz a la gente. "Dile a tu madre", me dijo Stark Ingmar, "que tu padre se ha zampado toda mi comida. Mañana necesitaré más". "Doy fe de que es verdad", respondí yo.

»En ese momento me sobresalté porque de pronto las llamas crepitaron en la hoguera; más bien sonó como si alguien les hubiese lanzado guijarros. Padre no se dio cuenta pero Stark Ingmar dijo: "Vaya, vaya, conque ésas tenemos." Pero continuó comiendo. Entonces el fuego crepitó de nuevo, esta vez más fuerte. Yo no vi nada pero sonó como si hubiesen tirado un puñado de guijarros a las llamas. "Vaya, vaya, ¿tanta prisa hay?", dijo Stark Ingmar y salió. "Debe de ser que las ascuas se han encendido, pero que nadie se mueva, don Ingmar, ya me las apañaré solo." Mi padre y yo permanecimos callados, a ninguno de los dos nos apetecía decir nada.

»Luego Stark Ingmar volvió a entrar y se reanudó la broma. "Creo que hace años que no pasaba una Navidad tan animada", dijo. Justo cuando lo decía volvimos a oír el crepitar del fuego. "Vaya, hombre, ¿otra vez?", se quejó. Salió y resultó que las ascuas habían prendido de nuevo. Cuando regresó, mi padre le dijo: "Ahora veo que con la ayuda que tienes puedes vigilar las carboneras perfectamente sin mí." "Sí, váyase tranquilo a celebrar las fiestas en casa, don Ingmar, que aquí ya tengo yo quien me ayude." Así que mi padre y yo nos volvimos a casa y todo fue bien, y nunca, ni antes ni después de ese día, se le ha incendiado una carbonera a Stark Ingmar.

Gunhild le dio las gracias a Ingmar por el relato; en cambio, Gertrud guardó silencio, como si se hubiese asustado. Había oscurecido un poco. Todo lo que hasta hacía unos momentos había sido anaranjado era ahora gris o azul, y sólo del bosque llegaba todavía el destello de alguna hoja tierna que al resplandor del crepúsculo brillaba en rojo como la pupila de un trol.[17]

Nunca antes había escuchado Gertrud hablar a Ingmar tanto tiempo y de forma tan detallada, y lo cierto es que la impresionó. No pudo evitar fijarse en que él ahora caminaba con la cabeza más alta y que sus pisadas eran más decididas. «Desde que hemos entrado en su territorio está como transformado», pensó. Y no supo por qué esa idea la inquietaba, por qué incluso le desagradaba. Sin embargo, se repuso y, burlona, le preguntó a Ingmar si pensaba bailar.

Por fin llegaron a una cabaña de madera gris. Dentro las luces estaban encendidas, los estrechos ventanucos apenas filtraban la luz del día. Les recibió el sonido de un violín y el trotar de pies de la danza; aun así, las chicas dudaron.

—¿Seguro que es aquí? ¿Se puede bailar ahí dentro?

Se diría que en aquella cabaña no había sitio ni para una sola pareja.

—¡Venga! —dijo Gabriel—. ¡Entrad! La cabaña no es tan pequeña como parece.

La puerta estaba abierta y alrededor de la entrada se veían jóvenes acalorados que tomaban el fresco entre baile y baile. Las mozas se abanicaban con sus cofias blancas, los mozos se quitaban las cortas chaquetillas de lana negra para seguir bailando sólo con sus chalecos de tela roja y verde.

Los recién llegados se abrieron paso entre la gente apiñada en la entrada y se metieron dentro de la cabaña. Al primero que vieron fue a Stark Ingmar. Era un hombre canijo pero corpulento, de cabeza voluminosa y barba larga. «Seguro que es descendiente de gnomos y trols», pensó Gertrud. El viejo tocaba en el hueco de la chimenea, probablemente para no estorbar a las parejas que bailaban.

La cabaña, más espaciosa de lo que habían creído, era humilde y estaba descuidada, los maderos desnudos que cubrían las paredes estaban carcomidos y las vigas del techo negras de hollín. No había cortinas en las ventanas ni un mantel sobre la mesa. Se notaba que Stark Ingmar era un hombre solitario. Sus hijos habían emigrado a América dejándole solo. El único placer que distraía al viejo en su soledad era atraer a la juventud con las notas de su violín los sábados por la noche.

El interior de la cabaña estaba en penumbra y el calor era sofocante, las parejas giraban en círculos muy cerca unas de otras. En un primer momento, a Gertrud se le cortó la respiración y deseó salir corriendo; pero después se detuvo ante la imposibilidad de atravesar la barrera humana.

Cuando Ingmar Ingmarsson cruzó el umbral, Stark Ingmar, que tocaba normalmente con un compás marcado y seguro, desafinó con el arco de modo que todas las cuerdas rechinaron y las parejas interrumpieron el baile.

—No, no —les pidió—, ¡seguid bailando, no pasa nada!

Ingmar rodeó el talle de Gertrud para sacarla a la pista y ella, por supuesto, se sorprendió mucho de que él quisiese bailar. Sin embargo, no pudieron hacerlo porque las parejas bailaban tan apretadas que, si no te habías introducido en el corro desde el principio, no tenías posibilidad de sumarte al baile.

El viejo Stark Ingmar interrumpió entonces la música nuevamente y, dando unos toques con el arco contra la repisa de la chimenea, dijo lleno de autoridad:

—¡Cuando se baila en mi casa hay que hacerle sitio al hijo de don Ingmar!

Todo el mundo se giró para mirar a Ingmar, quien sintió vergüenza y se quedó clavado. Gertrud tuvo que darle un tirón y arrastrarlo a la pista.

Terminada la pieza, el aparcero se les acercó para saludarles. Cuando Ingmar le estrechó la mano el viejo fingió asustarse y la soltó de inmediato.

—Ay, perdona —dijo—, cuidado con esas manos tan finas de maestro. Un bruto como yo te las podría estrujar fácilmente.

Luego llevó a Ingmar y a sus acompañantes hasta la mesa y echó a unas abuelas que estaban allí sentadas disfrutando del baile. Después sacó pan, mantequilla y cerveza de un armario.

—Nunca invito a nada —les dijo—, los demás tienen de sobra con el baile y la música; pero por una vez que viene Ingmar Ingmarsson a mi casa, no le faltará algo que llevarse a la boca.

Mientras los jóvenes comían acercó un taburete pequeño de tres patas y se sentó frente a Ingmar sin quitarle ojo.

—Y tú eres el que va a ser maestro —dijo.

Ingmar se quedó con la mirada baja. La comisura de los labios le temblaba ligeramente, como si se aguantara la risa; en cambio, cuando contestó lo hizo con bastante tristeza:

—En casa no hay trabajo para mí.

—¿Que no hay trabajo para ti en tu casa? —se extrañó el viejo—. ¿Y cómo sabes tú cuándo hay trabajo para ti en Ingmarsgården? Eljas vivió sólo dos años. ¿Quién sabe cuántos años vivirá Halvor?

—Halvor es un hombre fuerte y sano —repuso Ingmar.

—Sabes muy bien que Halvor se mudará de la finca en cuanto tú puedas comprarla.

—Tendría que estar loco para irse de Ingmarsgården ahora que es el dueño.

Mientras hablaba, Ingmar iba apretando el canto de la mesa con los dedos. La rústica mesa, con su grueso tablero de pino, crujió de repente: Ingmar acababa de romper una esquina. Stark Ingmar, con la mano alzada siguió hablando sin enterarse.

—Nunca te dejará la finca si te haces maestro.

—¿De veras lo crees así?

—Sí, de veras lo creo así —respondió el aparcero con sorna—; en tu hablar se oye cómo te han educado. ¿Alguna vez en tu vida has empujado un arado?

—No —contestó Ingmar.

—¿Alguna vez has hecho guardia en una carbonera o has talado un pino viejo?

Ingmar seguía aparentando mansedumbre pero el borde de la mesa no hacía más que crujir bajo sus dedos. Por fin el viejo se dio cuenta y entonces se calló al instante.

—Vaya, vaya —dijo al ver cómo se astillaba el borde de la mesa—, por lo visto, tendré que darte un nuevo apretón de manos. —Recogió unas astillas y las colocó en su sitio—. ¡Pero si podrías ir mostrando tus habilidades por las ferias! Farsante, más que farsante —le dijo a Ingmar con un golpecito en el hombro—, ¡menudo maestro estás hecho tú!

Y de un salto se plantó junto a la chimenea y empezó a tocar. La música le salía con una energía muy distinta ahora. El viejo seguía el compás con el pie dándole al baile un ritmo desenfrenado.

—¡Ésta es la polonesa del joven Ingmar! —proclamó en voz alta—. ¡Ea, que toda la casa baile en honor del joven Ingmar!

Gertrud y Gunhild, las dos muy guapas, pudieron bailar todos y cada uno de los bailes. Ingmar no bailó mucho. La mayor parte del tiempo la pasó de tertulia con los hombres de edad del fondo de la sala. Entre baile y baile la gente hacía un corro alrededor de Ingmar, como si el solo hecho de mirarle les alegrara la fiesta.

A Gertrud le pareció que Ingmar se olvidaba de ella por completo y eso la inquietó. «Ahora caerá en la cuenta de que él es el hijo de don Ingmar mientras que yo sólo soy la hija del maestro», pensó, extrañándose de que esa idea le resultara tan amarga.

Entre baile y baile los jóvenes salían fuera y el frío de la noche primaveral les mordía el cuerpo, que no tardaba en enfriarse. Estaba bastante oscuro y como a nadie le apetecía irse a casa decían:

—No podemos irnos todavía. Lo haremos cuando la luna salga, saldrá en cualquier momento, ahora está muy oscuro.

En una ocasión en que Ingmar estaba con Gertrud junto a la puerta, salió Stark Ingmar y se lo llevó aparte.

—Ven, que te enseñaré una cosa —le dijo.

Lo tomó de la mano y lo guió a través de la maleza hasta la parte trasera de la cabaña.

—Quédate quieto y mira abajo —le ordenó.

Ingmar bajó la vista hacia la quebrada que se abría a sus pies y en cuyo fondo relucía una claridad imprecisa.

—Debe de ser el rabión de Långforsen —dijo.

—Ya lo creo que es el Långforsen —respondió el aparcero—, pero ¿para qué crees tú que sirve un rabión?

—Pues para montar un aserradero o un molino, qué sé yo.

El viejo se echó a reír, dándole golpecitos y empujones a Ingmar que casi lo despeñan por el barranco.

—Sí, eso es, pero dime: ¿quién va a montar un aserradero aquí, quién se va a hacer rico, quién va a recuperar la finca de los Ingmarsson?

—Eso digo yo —respondió Ingmar.

Entonces el aparcero empezó a contarle el gran plan que tenía pensado. Ingmar tenía que convencer a Tims Halvor de que montara un aserradero abajo, en el rápido, para después arrendárselo. Y es que los últimos años el viejo aparcero no había tenido otra cosa en la cabeza que encontrar la manera de que el hijo de Ingmar Ingmarsson recuperase la fortuna que le correspondía.

Ingmar permaneció quieto con la vista fija en el rabión.

—Bueno, ahora entremos y volvamos al baile —dijo Stark Ingmar.

Pero Ingmar no se movió y el viejo esperó paciente. «Si es de buena raza —se dijo—, no responderá a la propuesta ni hoy ni mañana. Los amos como Dios manda necesitan tiempo.»

Mientras estaban allí oyeron unos ladridos penetrantes y furiosos, como de un perro que corriese tras una presa en lo más hondo del bosque.

—¿Oyes algo, Ingmar? —le preguntó el aparcero.

—Sí, un perro que corre tras algo.

Oyeron que los ladridos se aproximaban, que casi los tenían encima, como si la batida fuese a pasar justo por en medio de la cabaña. El viejo agarró a Ingmar por la muñeca.

—Ven —le apremió—. ¡Date prisa, hay que meterse dentro!

—¿Qué pasa? —preguntó Ingmar.

—¡Corre! —ordenó el aparcero—. ¡Calla y métete dentro!

Mientras recorrían los pocos pasos que les separaban de la cabaña era como si los agudos ladridos les pisaran los talones.

—Pero ¿qué clase de perro es ése? —preguntaba Ingmar una y otra vez.

—¡Que te digo que entres! —El aparcero lo metió en el zaguán de un empujón, mientras él se quedaba en el umbral haciendo ademán de cerrar la puerta—. ¡Si hay alguien fuera —gritó con voz estentórea—, que entre! —Mantuvo la puerta entreabierta mientras la gente venía corriendo de todas partes—. ¡Entrad, deprisa! —les apremiaba dando pataditas de impaciencia—. ¡Deprisa, entrad todos!

Entretanto, los que estaban dentro se iban inquietando por momentos, todos querían saber qué pasaba. Finalmente entró el último y el aparcero echó la aldabilla a la puerta.

—¿Estáis locos quedándoos ahí fuera cuando anda suelto el can de los montes? —los increpó. En el mismo momento, el ladrido se oyó muy cerca de la cabaña, rodeándola una y otra vez, con un aullido potente y terrorífico.

—¿Acaso no es un perro de verdad? —quiso saber un mozo.

—¿Por qué no sales y lo llamas, a ver qué pasa, Nils Jansson?

Todos enmudecieron para escuchar el aullido que daba vueltas y más vueltas alrededor de la cabaña. Era un sonido horrible y espantoso que les hacía estremecer y más de uno se puso lívido. Estaba claro que eso no era un perro corriente, qué va, sino algo abominable escapado del infierno.

El aparcero, aunque viejo y canijo, era el único que se movía. Primero cerró el regulador del tiro de la chimenea, luego fue apagando las velas.

—No, no —imploraron las mujeres—, ¡no las apague!

—Dejad que yo haga lo que más nos conviene —replicó el viejo.

Una de ellas lo agarró por la chaqueta:

—Ese can del monte ¿es peligroso?

—No es él —respondió el aparcero—, sino todo lo que le sigue.

—¿Y qué le sigue?

El viejo se quedó parado escuchando.

—¡A callarse todo el mundo! —ordenó.

Todos callaron, nadie osaba ni respirar. El ladrido rodeó la cabaña una última vez, después disminuyó de potencia y se le oyó bajar por la ciénaga del Långforsen y subir por las laderas del otro lado del valle. A continuación se hizo un silencio de muerte.

Uno de los hombres no pudo reprimirse y dijo:

—El perro ya se ha ido.

Stark Ingmar le dio un bofetón en la boca, con lo cual volvió a reinar el silencio.

Muy lejana, venida desde la cima afilada como un tacón de Klackberget, se oyó una nota intensa, como un soplo de viento, aunque bien podía ser un cuerno de caza. Otra nota prolongada, seguida de ruidos, resoplidos y fuertes pisadas.

El fragor se aproximaba rodando monte abajo con gran estruendo. Lo oyeron precipitarse por la ladera, lo oyeron en la linde del bosque, lo oyeron abalanzarse sobre ellos. Parecía una tormenta que avanzara a ras de suelo, como si la montaña entera se desplomase valle abajo en avalancha. Y cuando lo tuvieron encima, todos agacharon la cabeza y encogieron los hombros. Nos va a aplastar, pensaban, nos va a aplastar.

No era miedo a la muerte lo que sentían, sino horror ante la idea de que fuera el Príncipe de las Tinieblas el que desplegaba su poder aquella noche. Lo que más les asustaba era que, en medio de todo ese estruendo, se oyeran chillidos y lamentos. Aquello rugía y silbaba, rechinaba y gemía, profería risotadas y alaridos. Cuando les arrolló lo que hasta hacía un instante les había parecido una tormenta, percibieron que se componía de quejidos y amenazas, de llanto y cólera, del estridente sonido de los cuernos de caza, del crepitar de las llamas, del grito de los aparecidos, de las carcajadas de los demonios, del batir de unas grandes alas.

Sintieron que todo el mal de los abismos corría libre aquella noche y que arremetía contra ellos.

El suelo retembló, la cabaña osciló unos instantes, como si fuera a derrumbarse.

Era como si una manada de caballos saltara la cabaña y sus cascos resonaran contra el tejado, como si almas en pena aullaran alrededor de la casa, como si se estrellaran contra la chimenea murciélagos y búhos que batían pesadamente las alas.

Mientras duró todo eso alguien rodeó la cintura de Gertrud con el brazo y la hizo arrodillarse. Luego Ingmar le susurró:

—Tenemos que arrodillarnos y rogar a Dios, Gertrud.

Hasta ese momento ella estaba segura de que iba a morir, tan espantoso era el pánico que sentía. «No me importa si voy a morir —pensó—, lo terrible es que estos poderes malignos nos tengan tan a su merced.»

Pero apenas sintió la presión del brazo de Ingmar en su cintura, su corazón volvió a latir y el entumecimiento de sus miembros cedió. Entonces se arrimó y se apretó contra él. Mientras él la abrazara no tendría miedo. Qué curioso, sin duda también él sentía temor pero, en cambio, irradiaba una gran tranquilidad.

Por fin aquellos ruidos fragorosos fueron menguando y los oyeron alejarse. Siguieron el mismo camino que antes había tomado el perro siniestro, descendiendo primero por la ciénaga del Långforsen y escalando luego las laderas boscosas de la montaña de Olofshättan.

Sin embargo, en la cabaña de Stark Ingmar el silencio y la quietud seguían igual. Nadie se movió, nadie dijo nada, era como si a ninguno le quedasen fuerzas.

A ratos cabría creer que el terror había extinguido la vida ahí dentro, pero de vez en cuando se oían hondos suspiros que delataban un signo de vida.

Nadie se movió hasta pasado mucho rato. Algunos estaban de pie, apoyados contra la pared, otros se habían desplomado sobre las banquetas, la mayoría estaban tumbados en el suelo rezando angustiosamente. Todos se quedaron quietos, paralizados por el terror.

Así fueron pasando las horas, durante las cuales más de uno examinó su conciencia y tomó la determinación de comenzar una nueva vida más próxima a Dios y más alejada de sus enemigos. Porque cada uno de los presentes se decía: «Esto es un castigo por algo que he cometido. La culpa es de mis pecados. He oído perfectamente cómo esos que nos rodeaban me llamaban y me escarnecían y gritaban mi nombre.»

En cuanto a Gertrud, ella sólo tenía un pensamiento en la cabeza: «Ahora sé que nunca podré vivir separada de Ingmar sino a su lado para siempre, porque él me tranquiliza y me da una gran seguridad.»

Poco a poco se fue haciendo de día y la débil luz del amanecer penetró en la cabaña, iluminando la palidez de todos aquellos rostros.

Se oyó el trino de algún que otro pájaro. La vaca de Stark Ingmar mugió pidiendo comida, y su gato, que durante las noches de baile nunca dormía dentro, maullaba al otro lado de la puerta.

Pero nadie se movió, no hasta que el sol despuntó tras las montañas del este. Entonces fueron saliendo uno tras otro, sin abrir la boca ni despedirse de nadie.

Fuera, a los que se iban les esperaba el horror de los estragos causados. Un gran pino que se alzaba junto a la entrada yacía arrancado de cuajo, se veían ramojos y estacas de cercados tirados por todas partes, unos cuantos búhos y murciélagos se habían estrellado contra la pared de la cabaña.

Hasta el picacho de Klackberget se abría una ancha vía en la que todos los árboles habían sido derribados.

Nadie quiso seguir contemplando la devastación y todo el mundo se apresuró a bajar al pueblo.

A medida que avanzaban la mañana se desperezaba a su alrededor. Era domingo y la gente se levantaba tarde; pero alguno que otro se disponía a alimentar el ganado. De una cabaña salió un viejo sacudiendo y cepillando su abrigo de los domingos. De otra, el padre, la madre y los hijos ya vestidos y listos para, probablemente, ir de visita al pueblo vecino.

A los trasnochadores les supuso un gran consuelo ver esas personas tan tranquilas, felizmente ignorantes de los horrores ocurridos en el bosque durante la noche.

Por fin llegaron al río, donde las viviendas no distaban tanto unas de otras, y entraron en el pueblo. Se alegraron de ver la iglesia y el resto de la población. Encontraron un nuevo consuelo al comprobar que ahí abajo nada había cambiado. El rótulo de la tienda de ultramarinos chirriaba como de costumbre. El cuerno de la estafeta de correos colgaba en su sitio, y el perro del posadero dormía a los pies de su caseta como siempre.

También supuso un consuelo ver que un arbusto de cerezo aliso había empezado a brotar desde que pasaran por allí la última vez; así como los bancos pintados de verde que ahora veían en el jardín de la casa parroquial, seguramente colocados allí la noche anterior.

Todo esto era enormemente tranquilizador. No obstante, nadie osó abrir la boca hasta que hubo llegado a su casa.

Cuando Gertrud estuvo ante la entrada de la escuela le dijo a Ingmar:

—Ingmar, éste ha sido mi último baile.

—Sí —respondió Ingmar—, también el mío.

—Ah, Ingmar —continuó ella—, te harás sacerdote, ¿verdad? Y si no puede ser, por lo menos serás maestro. Hay tanta tiniebla y tanto mal que combatir...

Ingmar la observó.

—Esas voces, Gertrud —le preguntó—, ¿a ti qué te decían?

—Me decían que estaba atrapada en las redes del pecado y que los demonios vendrían a buscarme porque me gusta tanto bailar.

—Pues ahora te contaré lo que oí yo —dijo Ingmar—. Me pareció que todos mis antepasados me amenazaban y maldecían por pretender convertirme en otra cosa que en un campesino y por querer trabajar en algo que no fueran la tierra y el bosque.