Días de pobreza
Un par de meses después, un día de finales de abril, Ingmar Ingmarsson vino a detenerse frente a la Puerta de Jafa. El tiempo era excepcionalmente bueno, la calle estaba abarrotada de gente e Ingmar disfrutaba del espectáculo del abigarrado gentío que entraba y salía por el portal.
Pero no llevaba allí muchos minutos cuando se olvidó por completo de dónde estaba y se ensimismó de nuevo en la cuestión que le absorbía noche y día. «Si supiera cómo conseguir que Gertrud abandone la colonia —pensó—; pero me parece que es completamente imposible.»
Ingmar había acabado por tener claro que no iba a consentir que Gertrud permaneciera en Jerusalén; para que él recuperara su paz de espíritu debía llevarla de vuelta a casa. «¡Ojalá la tuviera ya a resguardo en la querida escuela! —pensó—. ¡Ojalá la hubiera sacado ya de este terrible país, donde hay tantas personas crueles, tantas enfermedades peligrosas y tantas ideas y fanatismos extraños! Lo único que me importa es llevarla a Dalecarlia; no voy a detenerme a pensar en si la quiero, o en si ella me quiere; sólo voy a procurar devolvérsela a sus ancianos padres.
»La verdad es que la situación en la colonia ha empeorado mucho desde que llegué. Los tiempos son muy duros y eso ya es excusa suficiente para llevármela a casa. No entiendo por qué los colonos se han vuelto tan pobres de repente, da la impresión de que están sin un céntimo. No se atreven a pedir dinero para un abrigo nuevo o un vestido, nadie osa comprar una naranja en el mercado y no me sorprendería que para ahorrar no comieran lo suficiente.»
Últimamente, Ingmar tenía la impresión de que Gertrud empezaba a enamorarse de Gabriel e imaginaba que bastaría con que estuvieran en Suecia para que ella se casara con él. Ingmar no podía concebir una dicha mayor. «Sé perfectamente que nunca podré volver con Barbro —pensaba—, pero me contentaría con no tener que casarme con otra mujer y poder vivir solo el resto de mi vida.» Pero apartaba con brusquedad esos pensamientos, increpándose severamente. «¡No tienes que pensar ni en esto, ni en aquello, ni en lo de más allá, y sobre todo no te hagas ilusiones, tú sólo dedícate a pensar un plan para llevar a Gertrud a casa!»
Mientras Ingmar se encontraba sumido en sus cavilaciones, vio que uno de los colonos gordonistas salía del consulado americano en compañía del propio cónsul. Ingmar se extrañó. Estaba suficientemente informado sobre los asuntos de la colonia para saber que el cónsul no cejaba nunca en su empeño de infligir a la colonia el mayor daño posible. Entre él y los miembros de la colonia existía una profunda enemistad.
El hombre que había ido a visitar al cónsul era un ruso llamado Godokin que, antes de unirse a los gordonistas, había vivido varios años en Estados Unidos. Cuando salieron a la calle el cónsul se despidió:
—¿Así que vas a intentar resolver el asunto mañana? —preguntó el cónsul.
—Sí —respondió el ruso—, tengo que zanjar el asunto mientras la señora Gordon está fuera.
—No te desanimes —dijo el cónsul—. Pase lo que pase yo te cubriré las espaldas.
Justo en ese instante, el cónsul vio a Ingmar.
—¿Ése de ahí no es uno de ellos? —preguntó en voz baja.
Godokin se giró espantado pero se tranquilizó al reconocer a Ingmar.
—Es ese que todo el día está en Babia —dijo sin preocuparse en hablar con más discreción—. No lleva mucho tiempo en la colonia; no creo que entienda inglés.
Con lo cual, el cónsul también se tranquilizó; y al despedirse de Godokin, dijo:
—Si llevas tu cometido a buen puerto espero que, finalmente, podamos deshacernos de toda esa chusma.
—Sí —dijo Godokin, aunque ahora parecía menos seguro.
El ruso se quedó un momento observando cómo el cónsul se alejaba y a Ingmar le dio la impresión de que su rostro tenía el color de la ceniza y de que todo él temblaba. Finalmente también él se fue. Ingmar se sintió muy inquieto por lo que acababa de escuchar.
«Tiene razón en que no entiendo el inglés demasiado bien —pensó—, pero lo que está claro es que ese tipo tiene la intención de montar algún escándalo en la colonia hoy mismo, aprovechando que la señora Gordon está en Jafa. Me gustaría saber qué trama. El cónsul ponía tal cara de contento que era como si los colonos ya hubieran caído en desgracia. Quizás el ruso lleve meses descontento con el funcionamiento de la colonia. He oído decir que era uno de los más entusiastas cuando llegó; pero que últimamente se ha enfriado. Quién sabe si tal vez ama a alguien y no puede llevársela de aquí de otro modo que disolviendo la colonia, y entonces, claro, se le ha ocurrido que la colonia no podrá sobrevivir a la pobreza que se ha instalado en ella, y que cuanto antes se desintegre mejor. Sí, bien mirado, yo diría que es la pobreza la que ha enfriado sus ánimos. Hace tiempo que, por lo bajo, se dedica a fomentar el descontento entre los colonos. Un día oí que se quejaba de que la señorita Young iba mejor vestida que las otras jóvenes; y en otra ocasión le oí afirmar que en la mesa de la señora Gordon se servía mejor comida que en el resto. ¿Qué debo hacer? —se preguntó Ingmar y dio un paso al frente—. Ese tipo es peligroso. Debería darme prisa y advertirles de lo que he oído.»
Pero, al minuto siguiente, volvía a ocupar el lugar de antes junto a la puerta de Jafa. «Tú, Ingmar, deberías ser el último en ir a contarles una cosa así a los gordonistas —pensó—. Si dejas que el ruso se salga con la suya lo tendrás muy fácil. ¿No te devanabas los sesos hace un rato para conseguir que Gertrud abandone la colonia? Ahora esto se producirá por sí solo. Es evidente que tanto el cónsul como Godokin se referían a que pronto no quedarían gordonistas en Jerusalén. ¡Ojalá se disuelva la colonia! De ser así, Gertrud se alegrará de volver a Suecia.»
En el mismo instante en que Ingmar pensó en volver a casa, le invadió la nostalgia. «La verdad es que, cuando pienso que ahora en abril debería estar labrando mis campos, comienzo a sentir tirones en los brazos y los dedos me duelen de las ganas que tienen de agarrar unas riendas. No concibo que los suecos que hay aquí hayan podido resistir sin trabajar la tierra y el bosque durante tanto tiempo. Además, creo que si un hombre como Tims Halvor hubiera tenido una carbonera que vigilar, o un campo que labrar, hoy estaría vivo.»
La impaciencia y el anhelo le impidieron permanecer parado por más tiempo. Cruzó la puerta y siguió adelante por el camino que recorre el valle de Hinnom. Sin cesar, y con mayor determinación cada vez, se repetía que si estuvieran en Suecia Gertrud se casaría con Gabriel y él, Ingmar, podría seguir su vida solo. «Tal vez, Karin querría volver y convertirse de nuevo en ama de Ingmarsgården —pensó—. Sería lo más apropiado y entonces hasta podría darse el caso de que su hijo heredara la finca. Si Barbro se trasladara al pueblo de su padre, como no está demasiado lejos, podría verla de vez en cuando —se dijo, y prosiguió fraguando planes—: Me llegaría hasta su iglesia cada domingo, y a veces nos encontraríamos en alguna boda o funeral, y entonces podría sentarme a su lado durante el banquete y hablar con ella. Aunque hayamos tenido que divorciarnos, no somos enemigos.»
En un momento dado, Ingmar llegó a plantearse si sería ilícito, por su parte, alegrarse de la desintegración de la colonia. Pero se defendió con pasión ante sí mismo. «Es imposible vivir tanto tiempo entre los colonos sin darse cuenta de que son excelentes personas —pensó—, pero aun así nadie puede querer que esto continúe. ¡Recuerda cuántos de ellos han muerto ya, y todas las persecuciones que han tenido que soportar y la pobreza extrema en la que viven ahora! Sí, a mi entender, y muy especialmente desde que son tan pobres, es deseable que la colonia se disuelva cuanto antes.»
Entretanto, Ingmar había rebasado el valle de Hinnom y continuado subiendo por el camino del monte de la Condena, en la cima del cual se extendían multitud de nuevos edificios palaciegos mezclados con las ruinas más antiguas. Ingmar había avanzado entre los edificios sin pensar dónde estaba; ora se detenía, ora seguía adelante, tal como se suele hacer bajo el influjo de una intensa actividad mental.
Finalmente se quedó de pie bajo un árbol. Permaneció allí un buen rato antes de fijarse en él. Era bastante alto y distinto del resto de árboles, puesto que sólo tenía ramas en un lado del tronco. Ninguna rama se elevaba hacia arriba sino que formaban una masa compacta y nudosa que señalaba recto hacia el oriente.
Cuando Ingmar finalmente reconoció el árbol no pudo evitar un sobresalto, como si se hubiese asustado. «Es el árbol de Judas —pensó—, aquí fue donde el traidor se colgó. Qué raro que haya andado hasta aquí.»
No siguió adelante sino que se quedó donde estaba, mirando la copa del árbol. «Me gustaría saber si Dios me ha conducido hasta aquí porque piensa que estoy traicionando a la gente de la colonia. ¿Y si la divina providencia ha decidido que esa colonia exista y perdure?» Las ideas de Ingmar avanzaban ahora plomizas y lentas; y los pensamientos que conseguían llegar a su destino eran amargos y dolorosos. «Digas lo que digas en tu defensa, sigue estando mal que no adviertas a los colonos de que se están urdiendo planes contra ellos.
»Por lo visto, crees que Dios no sabía lo que hacía cuando condujo a tus familiares más cercanos a este país. Pero aunque seas incapaz de adivinar sus intenciones, deberías comprender que esto ha de durar más que un par de años solamente.
»Tal vez Dios bajó la vista hacia Jerusalén y vio todas las luchas internas que asolaban la ciudad, y entonces pensó: "También aquí quiero crear un refugio para la unidad, así que estableceré una morada donde convivan la paz y la concordia."“.
Ingmar seguía sin moverse; dejó que esas ideas opuestas se enfrentaran, luchando como encarnizados contrincantes. La esperanza a la que se había aferrado, aquella de poder marcharse a casa pronto, seguía ahí. Aguantó largo rato intentando que no se le escapara entre las manos. El sol se puso y rápidamente llegó la noche; y aun así, Ingmar continuó su combate en la oscuridad.
Cada vez fue teniendo más claro que Dios preparaba una gran obra allí en Oriente. «Llegará un día en que estos países se liberarán de sus opresores —pensaba—, y es para que ese día sea una bendición, no una desgracia, que Nuestro Señor ha reunido en Jerusalén y diseminado por el país grupúsculos de gente capacitada que educará y enseñará a los demás, hasta que se inicie el proceso de redención.» Finalmente, juntó sus manos y rogó a Dios: «Ahora, Dios mío, te pido que no permitas que me desvíe de tu camino. De ningún modo quiero oponerme a ti, si es que necesitas a la gente de mi aldea en esta tierra.»
Tan pronto hubo formulado estas ideas, le invadió una extraña paz. Pero al mismo tiempo sintió que su voluntad se escurría de su ser, e Ingmar empezó a actuar según una voluntad ajena a él. La sensación era tan palpable como si alguien le hubiese tomado de la mano y le guiara. «Dios me lleva», pensó.
Bajó del monte de la Condena, recorrió el valle de Hinnom y dejó a un lado Jerusalén. Durante todo el trayecto su intención era dirigirse a la colonia para explicarles a los dirigentes su descubrimiento. Sin embargo, cuando llegó a la bifurcación de la cual arrancaba el camino a Jafa, oyó cascos de caballos a sus espaldas. Se dio la vuelta y divisó a un dragomán de la legación, el cual había visitado la colonia en repetidas ocasiones, que venía al galope con dos caballos; uno lo montaba, al otro lo guiaba cogido por las bridas.
—¿Adónde vas? —preguntó Ingmar, deteniéndolo.
—A Jafa —respondió el hombre.
—Yo también quisiera ir a Jafa. —De repente, se le había ocurrido que debería aprovechar la ocasión para dirigirse directamente a la señora Gordon, sin entretenerse volviendo primero a la colonia.
No tardaron en acordar que Ingmar montaría el caballo libre hasta Jafa. Era un buen caballo e Ingmar se felicitó de su ocurrencia. «Las doce leguas que hay hasta Jafa debería poder recorrerlas esta noche —pensó—. De ese modo la señora Gordon podrá estar de vuelta mañana por la tarde.» Pero cuando llevaba cabalgando una hora notó que su caballo cojeaba. Desmontó y constató que había perdido una herradura.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó al dragomán.
—La única solución es que yo vuelva a Jerusalén para que le pongan otra.
En principio, Ingmar, en medio de la carretera y solo, no supo a qué atenerse. De pronto decidió continuar el viaje hasta Jafa a pie. No sabía si era lo más sensato que podía hacer, pero aquella voluntad a la que estaba supeditado le empujaba hacia delante. Una suerte de impaciencia le impedía volver.
Así que, andando a grandes zancadas, avanzó a buena marcha. Sin embargo, al cabo de un rato se inquietó. «¿Cómo averiguaré dónde se hospeda la señora Gordon en Jafa? Cuando me acompañaba el intérprete era otra cosa; ahora tendré que ir de casa en casa preguntando por ella.» Pero a pesar de lo justificada que le pudiera parecer su inquietud, siguió la marcha.
La carretera era ancha y estaba en buen estado. No le hubiera costado andar por ella aunque la noche hubiera sido oscura. Pero hacia las ocho salió la luna. Las colinas iluminadas, a través de las cuales serpenteaba la carretera, se extendían ampliamente a su alrededor. El camino subía y bajaba por esas colinas. Tan pronto Ingmar ganaba una cima, le esperaba la siguiente. A intervalos le sobrevenía un gran cansancio, pero aquella fuerza imperiosa le empujaba hacia delante. No se permitió hacer una pausa para descansar ni siquiera un minuto.
Anduvo a ese ritmo hora tras hora. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando pero seguía entre las colinas. Tan pronto llegaba a la cima de una cuesta pensaba que esa vez sí podría divisar la llanura de Sarón y, tras ella, la franja del mar. Pero lo único que veía eran hileras y más hileras de colinas alineadas ante él.
Sacó el reloj y el claro de luna le permitió distinguir fácilmente los números y las manecillas. Rayaban las once. «¡Qué tarde es! —pensó—. ¡Y todavía estoy en las montañas de Judea!» Una creciente inquietud le invadió. No podía caminar, tenía que correr.
Jadeaba, la sangre le martillaba las sienes y el corazón le latía desbocado. «Me voy a destrozar, no aguantaré este ritmo», se dijo, pero siguió corriendo. El camino se extendía liso y parejo a la luz de la luna, y no pensó que hubiera peligro. Sin embargo, al llegar al fondo del valle entró en una zona oscura. Ahí el camino no se distinguía tan claramente, pero aun así no se detuvo. Hasta que tropezó con una piedra y cayó al suelo.
En el acto se puso en pie, pero se había golpeado la rodilla y le costaba andar. Fue a sentarse a la cuneta. «Se me pasará enseguida si descanso un poco.» Sin embargo, le resultó casi imposible estarse quieto. Apenas si esperó a recobrar el aliento. «Obra en mí una voluntad ajena —se dijo—. Es como si alguien tirara de mí y empujara hacia Jafa.»
Se levantó de nuevo. Sintió fuertes dolores en la rodilla pero no hizo caso y siguió caminando. Al cabo de un rato la pierna se negó a seguir y él quedó tumbado en la carretera. «Esto es el fin —pensó al caer, dirigiéndose a esa fuerza que le empujaba—. Ahora se te tiene que ocurrir algo para ayudarme.» Al instante, oyó a lo lejos el sonido de un carro. Se aproximaba a una rapidez increíble. Casi de inmediato, tuvo el coche prácticamente encima. Por el ruido, dedujo que el caballo bajaba la cuesta a galope tendido. También oyó un látigo que chasqueaba sin cesar, y los gritos con que el cochero arreaba al caballo.
Ingmar se apresuró a levantarse para apartarse de la calzada. Se metió en la cuneta para evitar el atropello. Por fin, el coche bajó la larga pendiente por la que había descendido Ingmar hacía muy poco. Veía claramente lo que se acercaba. El vehículo era una simple carreta pintada de verde, del tipo que se usa en el oeste de Dalecarlia. «Vaya —pensó enseguida—, aquí falla algo. No creo que haya carretas de éstas en Palestina.» El cochero le pareció aún más extraño. También procedía de Dalecarlia, y su aspecto era clavado a un auténtico campesino de aquellos pagos, con sombrero negro de ala estrecha y el pelo cortado a tazón. Para completarlo, el hombre se había sacado la chaqueta y conducía enfundado en un chaleco verde de manga corta roja. Esa indumentaria era de Dalecarlia, no había duda. Asimismo, el caballo resultaba muy curioso. Era un bellísimo ejemplar, grande y fuerte. El pelaje era de un rutilante negro, de tan bien cuidado que estaba, y de su cuerpo emanaba un resplandor. El cochero no iba sentado sino de pie, inclinándose sobre el caballo mientras lo fustigaba chasqueando el látigo sobre su cabeza. Sin embargo, el animal no parecía sentir los latigazos, y tampoco la tremenda velocidad parecía extenuarlo; sino que seguía adelante sin esfuerzo, como si se tratara de un juego.
Cuando el cochero llegó a la altura de Ingmar detuvo el carro en seco.
—Monta, si quieres te llevo —dijo.
Por muchas ansias que tuviera Ingmar de llegar a Jafa, el ofrecimiento no le hizo ninguna gracia. No sólo comprendía que todo aquello era una abominable fantasmagoría infernal, sino que el rostro del cochero resultaba repulsivo, plagado de cicatrices como si fuese un pendenciero incorregible. Sobre uno de los ojos lucía un navajazo fresco.
—Seguro que no estás acostumbrado a estas velocidades —añadió el hombre—, pero creía que tenías prisa.
—¿Tu caballo es seguro?
—Es ciego, pero muy seguro.
Ingmar sintió un escalofrío en todo el cuerpo. El tipo se inclinó hacia él y lo miró fijamente a los ojos.
—Sube con toda confianza —dijo—, ya debes de saber quién me envía, ¿no?
Al oír aquello Ingmar recobró la compostura. Montó en el coche y, a una velocidad salvaje, se precipitaron rumbo al llano de Sarón.
La señora Gordon había viajado a Jafa para cuidar a una amiga que había caído enferma. Era la esposa de un misionero que siempre había sido muy benevolente con los colonos gordonistas y les había procurado ayuda en numerosas ocasiones.
La noche en que Ingmar Ingmarsson iba de camino a Jafa, la señora Gordon había estado velando a la enferma hasta pasada la medianoche, hora en que había llegado su relevo. Al salir del cuarto de la enferma, vio que la noche era luminosa y clara, la luna bañaba el paisaje con una bella luz plateada que sólo es apreciable junto al mar. Subió a la azotea y se puso a contemplar los extensos naranjales, la antigua ciudad apilada sobre una escarpada roca, y los cabrilleos de la luna sobre la infinita superficie del mar. No se encontraba en la misma Jafa sino en la colonia alemana, situada en una pequeña loma en las afueras de la ciudad. Justo debajo de la azotea donde se hallaba, discurría la ancha carretera que atraviesa la colonia. A la luz blanquecina podía ver un buen trecho de carretera entre casas y jardines.
De pronto advirtió que un hombre avanzaba por el camino lentamente y vacilando. Era un hombre alto y el claro de luna le hacía más alto de lo que en realidad era, de modo que tuvo la impresión de que se trataba de un auténtico gigante. Cada vez que pasaba delante de una casa se detenía y la observaba a conciencia. Por alguna razón, la señora Gordon pensó que había algo fantasmagórico y horrible en aquella figura, como si se tratara de un espectro que buscara una casa para dar un susto de muerte a sus pobres moradores.
Finalmente, el hombre llegó a la casa donde estaba apostada ella, casa que estudió más detenidamente que las anteriores. Luego la fue rodeando y ella oyó los golpecitos que daba en los cristales de las ventanas y cómo intentaba abrir la puerta. La señora Gordon se asomó para observar qué intentaba, y entonces el hombre la vio.
—Señora Gordon —dijo en voz baja—, quisiera decirle unas palabras.
El hombre echó la cabeza atrás para verla mejor y en ese momento ella reconoció a Ingmar Ingmarsson.
—Señora Gordon, ante todo quiero decirle que he venido por cuenta propia hasta aquí, sin que ninguno de los hermanos lo sepa.
—¿Ocurre algo malo en casa?
—No, nada malo, pero sería conveniente que usted regresara.
—Iré mañana —dijo la mujer.
Ingmar consideró la respuesta y luego dijo con la mayor parsimonia:
—Sería preferible que viajara usted esta noche.
La señora Gordon, algo irritada, pensó en lo molesto que sería despertar a toda la casa, y además aquel labriego desde luego no era quién para venir a darle órdenes. «Si al menos me dijera qué pasa», pensó, y empezó a preguntar si alguien había caído enfermo o si se habían quedado sin dinero. Pero en vez de contestar, Ingmar comenzó a andar en dirección a la carretera.
—¿Se va usted ya? —preguntó ella.
—Le he traído el recado, ahora haga usted lo que quiera —respondió Ingmar sin girarse.
La mujer entendió que algo grave ocurría y decidió no demorarse más.
—Si me espera un momento podrá viajar conmigo —le gritó a Ingmar, que ya se alejaba.
—No, gracias, mi medio de transporte es mejor que el que usted pueda ofrecerme.
El anfitrión de la señora Gordon le prestó unos caballos excelentes. Pudo cruzar rápidamente la llanura de Sarón y luego se adentró en el ondulante territorio que precedía a los montes de Judea. Hacia el alba, su coche subió las prolongadas cuestas que rodean la antigua guarida de ladrones de Abu Gosch. Se sentía muy molesta por haberse dejado inducir tan fácilmente a regresar a la colonia. Aquel labriego, que no estaba al corriente de nada, no era quién para obligarla a seguir sus dictados. Una y otra vez pensó que no debía continuar el viaje sino regresar a Jafa.
Cuando había ya recorrido numerosas pendientes y descendía por una depresión, divisó a un hombre sentado en la cuneta. Tenía la cabeza apoyada en su mano y parecía dormir. Al pasar el coche, el hombre alzó la vista y la señora Gordon reconoció a Ingmar Ingmarsson. «¿Cómo es posible que ya haya llegado tan lejos?», pensó. Luego detuvo el coche y llamó a Ingmar. Al oír su voz, él se alegró sobremanera. Se puso en pie de un salto.
—¿Vuelve usted a la colonia, señora Gordon?
—Así es.
—Menos mal —dijo Ingmar—. ¿Sabe usted? Yo iba de camino a buscarla pero me caí y me lastimé la rodilla, así que me he pasado la noche aquí sentado.
La mujer lo miró atónita.
—¿No ha estado usted en Jafa esta noche, Ingmar Ingmarsson?
—Pues no; sólo en sueños. Apenas daba una cabezada tenía la impresión de recorrer calle arriba y calle abajo, buscándola a usted por toda Jafa.
Ella se quedó perpleja y no se le ocurrió nada que decir. Ingmar sonrió tímidamente al persistir ella en su silencio.
—¿Sería tan amable de llevarme con usted, señora Gordon? —pidió él—. No me valgo por mí mismo.
Al instante, la mujer se apeó del coche y le ayudó a subir. De pronto, se quedó inmóvil.
—Esto es incomprensible —dijo muy despacio.
Ingmar tuvo que sacarla de su estupefacción.
—No se lo tome a mal, pero sería muy conveniente que volviera usted a la colonia cuanto antes.
La señora Gordon subió al coche y de nuevo se quedó callada cavilando. Ingmar tuvo que sacarla nuevamente de ese estado.
—Disculpe, pero hay algo que debo contarle. ¿No le habrá llegado algún mensaje de ese Godokin, por casualidad?
—No.
—Es que ayer oí cómo hablaba con el cónsul americano. Planea armar un escándalo hoy, mientras usted esté ausente.
—¿Qué dice usted? —exclamó ella.
—Tiene la intención de destruir la colonia.
La señora Gordon consiguió centrarse por fin. Se volvió hacia Ingmar y procedió a interrogarle minuciosamente acerca de lo que había oído.
A continuación, volvió a sumirse en sus meditaciones. Luego, de repente, dijo:
—Me alegra que usted, Ingmar Ingmarsson, se preocupe tanto por la colonia.
Él se ruborizó de oreja a oreja y preguntó cómo estaba tan segura.
—Lo sé porque esta noche ha ido usted a Jafa a comunicarme que debía regresar urgentemente —respondió ella.
Ahora le tocó a ella explicarle cómo lo había visto y lo que él le había dicho. Al acabar, Ingmar dijo que eso era lo más extraordinario que le había sucedido jamás.
—Si no me equivoco, antes de que caiga la noche habremos visto cosas más extraordinarias aún —dijo ella—, puesto que ahora tengo la certeza de que Dios nos ayuda.
La señora Gordon estaba ahora tranquila y de buen humor, y charlaba con Ingmar como si no existiera ninguna amenaza.
—Entretanto, ¿por qué no me explica usted, Ingmar Ingmarsson, si ha ocurrido algo en casa mientras he estado fuera?
Él recapacitó. Luego empezó a excusarse en que no sabía el idioma.
—No se preocupe, le entiendo muy bien —dijo ella—. Habla usted inglés casi igual de bien que el resto de sus compatriotas.
—En general, las cosas han ido tirando como siempre —admitió Ingmar finalmente.
—Pero seguro que algo habrá para contar.
—No sé si usted ha oído hablar del molino del pachá Baram.
—Pues no. ¿Qué ocurre con él? —preguntó la señora Gordon—. Ni siquiera sabía que el pachá Baram tuviese un molino.
—Pues sí. Recién nombrado gobernador de Jerusalén, el pachá pensó, por lo visto, que el pueblo necesitaba algo más que molinos manuales con los que moler el grano. Así que emprendió la tarea de construir un molino de vapor en uno de los grandes valles de los alrededores. De todos modos, no es extraño que usted no haya oído hablar de ese molino porque casi nunca ha funcionado. El pachá no ha dispuesto de la gente adecuada para llevarlo, y por lo general ha estado estropeado. Pues bien, hace un par de días nos llegó un recado de parte del pachá en que se nos preguntaba si algún gordonista podía ponerle en marcha el molino. Así que unos cuantos de nosotros fuimos allí y lo arreglamos.
—Eso es una buena noticia, me alegro de que hayamos podido hacerle un favor al pachá Baram.
—Quedó tan satisfecho que propuso que los gordonistas llevaran el molino permanentemente. Les ofreció el molino sin necesidad de pagar arriendo. «Mientras se encarguen de que el molino funcione —dijo—, pueden ustedes quedarse con todos los beneficios.»
Ella se giró para mirarlo.
—¿Y bien? —dijo—, ¿qué contestaron a eso?
—No se lo pensaron dos veces, dijeron que de buena gana se encargarían de hacerlo funcionar, y que no cobrarían nada por su trabajo; ¿qué otra cosa podían decir?
—Dijeron lo correcto —respondió la señora Gordon.
—Pues no sé yo si era tan correcto, porque ahora el pachá no quiere dejarles el molino. No les entregará el molino si rehúsan cobrar por su trabajo. Dice que no se puede acostumbrar a la gente a obtener las cosas gratis. Dice que todos los que vendan harina o posean un molino, protestarían contra él ante el sultán.
La señora Gordon guardó silencio.
—Así que el asunto del molino quedó en nada —prosiguió Ingmar—. La colonia, por lo menos, habría ganado pan para su uso doméstico, y para el pueblo habría sido una bendición tener un molino que funcionase. Pero qué se le va a hacer.
La señora Gordon tampoco contestó a esto.
—¿Ha ocurrido algo más? —dijo como invitando a Ingmar a cambiar de tema.
—Ah, sí, también tenemos el asunto de la señorita Young y la escuela. ¿No ha oído usted hablar de eso?
—No.
—Pues bien, el efendi Achmed,[56] que es el director de todas las escuelas musulmanas de Jerusalén, vino a vernos hace un par de días y dijo: «Hay una escuela musulmana para niñas aquí en Jerusalén, donde centenares de criaturas se reúnen diariamente sólo para chillar y pelearse. Cuando uno pasa por delante de esa escuela, el alboroto y la algarabía que se oyen superan el estruendo del Mediterráneo en el puerto de Jafa. Ignoro si las maestras saben leer y escribir; pero lo que sí sé es que no les enseñan nada a sus alumnas. Yo no puedo ir allí en persona y tampoco puedo enviar a un maestro que ponga orden porque nuestra religión nos prohíbe entrar en una escuela femenina. En estos momentos, sólo se me ocurre una solución para ayudar a la escuela», dijo el efendi Achmed, «y es que la señorita Young se encargue de todo. Sé que es una mujer instruida y que sabe árabe. Le concederé el sueldo que me pida, con tal que se haga cargo de esa escuela»
—¿Y bien? —preguntó la señora Gordon—, ¿cómo acabó?
—Pues lo mismo que con el molino. La señorita Young dijo que estaba dispuesta a hacerse cargo de la escuela pero que no cobraría por su trabajo. El efendi le contestó: «Es mi costumbre remunerar a quienes trabajan para mí. Nunca he sido dado a aceptar dádivas de nadie.» Pero ella se mostró inflexible y el efendi se fue con las manos vacías. Estaba enojado y responsabilizó a la señorita Young de que tantas niñas pobres crecieran sin cuidados ni educación.
La señora Gordon guardó silencio un momento y luego dijo:
—Me doy cuenta de que usted, Ingmar Ingmarsson, está convencido de que hemos actuado mal en estos dos casos. Como siempre conviene escuchar la opinión de un hombre sensato, le pido tenga la amabilidad de contarme en qué otros temas discrepa usted de nuestro modo de vida.
Ingmar reflexionó largo rato. La señora Gordon era una persona de tanta dignidad que no resultaba fácil presentar objeciones.
—Bien —dijo al cabo—, pienso que no deberían ustedes vivir con tanta pobreza.
—¿Cómo cree usted que podríamos evitarlo? —repuso ella esbozando una sonrisa.
Esta vez, Ingmar tardó aún más en contestar.
—Si permitiera que su gente aceptase trabajos remunerados no estarían ustedes en una situación tan precaria.
La señora Gordon contestó con brusquedad:
—Pienso que si he logrado dirigir esta colonia de manera que hemos vivido en amor y concordia durante dieciséis años, no puede venir un intruso como usted a proponer cambios.
—Ahora se enfada conmigo, cuando ha sido usted quien me ha preguntado mi opinión.
—Sé muy bien que su intención es buena —repuso ella—. Por otro lado, le diré que todavía tenemos mucho dinero, aunque últimamente alguien ha estado enviando informes falsos sobre nosotros a nuestros banqueros en América; ésa es la razón de que no nos hayan mandado dinero. De todas formas, ahora sé que nos llegará un día de éstos.
—Me alegro —dijo Ingmar—. Pero en mi patria decimos que es mejor fiarse del trabajo que haces que de tus ahorros.
Ella no dijo nada, e Ingmar comprendió que lo mejor era no seguir hablando del tema. Al cabo de un rato, la señora Gordon volvió a iniciar la conversación.
—Seguro que no era ésa la única objeción que tiene usted, Ingmar —dijo—. Habrá otras cosas que le disgusten.
Esta vez él se hizo de rogar mucho y ella tuvo que implorarle repetidamente antes de que se aviniera a decir lo que pensaba.
—Opino que no debería permitir que la gente hablara tan mal de ustedes —dijo al fin.
—¿Y cómo cree usted que podríamos impedirlo? —repuso ella.
—¿No cree que lo malo que se cuenta de la colonia se debe a que se las dan ustedes de santos? Si quisieran ser como los demás y dejar que la gente joven se casara, ya vería qué pronto acabarían las maledicencias.
Para asombro de Ingmar, la mujer se molestó menos por esta observación que por su propuesta de buscar trabajos remunerados.
—No es usted el primero que me lo dice. Pero si les pregunta a los colonos le dirán que quieren vivir una vida pura y sin tacha.
—Sí, es cierto —dijo Ingmar.
—Dios nos enviará una señal, si considera que hemos de cambiar algo al respecto —respondió la señora Gordon, y a partir de ahí la conversación murió.
Llegaron a la colonia temprano por la mañana, no más de las nueve. La última media hora, ella se había puesto nerviosa anticipando lo que se encontraría al llegar. Al ver la gran mansión nuevamente y notar que todo estaba en calma, dejó escapar un suspiro de alivio. Era como si hubiese temido que un espíritu forzudo, tan populares en los cuentos orientales, se hubiera cargado la colonia a la espalda y hubiera echado a volar. Al aproximarse a la casa oyeron himnos.
—Aquí todo parece en orden —comentó la señora Gordon cuando el coche se detuvo ante el portal—. Por lo que oigo, están celebrando las oraciones de la mañana.
Ella tenía su propia llave de una de las entradas y, para no interrumpir el oficio, abrió el portal. A Ingmar le costaba caminar, la rodilla se le había agarrotado. La señora Gordon le rodeó la cintura con un brazo y le ayudó a entrar en el patio. Él se sentó en un banco en cuanto pudo.
—Vaya a comprobar cómo anda todo en la colonia, señora Gordon —dijo.
—Antes voy a vendarle la rodilla —repuso ella—. Hay tiempo. Como oye, están con las oraciones de la mañana.
—No —replicó Ingmar—, esta vez tiene que hacerme caso. Vaya inmediatamente a comprobar si ha pasado algo.
Ingmar se quedó sentado viendo cómo la señora Gordon subía la escalinata hasta el vestíbulo abierto que precedía la sala de asambleas. Al abrir ella la puerta, Ingmar oyó que alguien hablaba en voz alta en el interior; pero el discurso se cortó en seco. Luego la puerta se cerró y se hizo el silencio.
Ingmar no llevaba ni cinco minutos esperando cuando la puerta de la sala de asambleas se abrió con brusquedad. A continuación aparecieron cuatro hombres que llevaban en brazos a un quinto. Bajaron las escaleras y atravesaron el atrio en silencio, pasando junto a Ingmar. Él se inclinó y pudo ver la cara del hombre que llevaban en brazos. Era Godokin.
—¿Adónde le lleváis? —preguntó.
Los hombres se detuvieron.
—Lo vamos a bajar a nuestro depósito de cadáveres. Está muerto.
Ingmar se levantó horrorizado.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Nadie le ha puesto la mano encima —dijo Ljung Björn.
—¿Cómo ha muerto? —insistió Ingmar.
—Cuando acabamos de rezar las oraciones, este Godokin se levantó y pidió la palabra. Dijo que quería comunicarnos algo que nos alegraría. Más no pudo decir, porque la puerta se abrió y entró la señora Gordon. Nada más verla, Godokin dejó de hablar y su rostro se volvió de un gris ceniciento. Primero se quedó quieto pero la señora Gordon empezó a avanzar por la sala y, a medida que se acercaba, él retrocedía con el brazo en alto como para protegerse la cara. Su reacción nos pareció tan extraña que nos pusimos en pie de golpe, y entonces Godokin pareció recobrar la razón. Apretó los puños y tomó una bocanada de aire, como alguien que se enfrenta a un indecible terror, y echó a andar hacia la señora Gordon. «¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?», le preguntó. Entonces ella, muy seria pero serena, le miró y dijo: «Dios me ha ayudado.» «Ya lo veo», replicó él con los ojos desorbitados por el pánico. «Ya veo quién la guía.» «Yo también veo quién te guía a ti», repuso ella, «es Satanás». Entonces fue como si no soportara la visión de la señora Gordon por más tiempo, porque volvió a retroceder, de espaldas y protegiéndose el rostro con un brazo. Y ella caminaba hacia él, señalándole con un dedo extendido pero sin llegar a rozarle siquiera. «Veo que Satanás está tras de ti», repitió, y esta vez sus palabras tronaron de un modo terrible. A todos los que estábamos allí, nos pareció ver a Satanás de pie tras él y extendimos los brazos señalando al que veíamos mientras clamábamos: «¡Satanás! ¡Satanás!» Pero Godokin se escabullía entre las filas y aunque ninguno se movió, él gemía escandalosamente, como si le estuviésemos disparando o asestando golpes. Agazapado, se escurrió hasta la puerta. Pero cuando quiso abrirla todos volvimos a gritar: «¡Satanás! ¡Satanás!» Y entonces vimos cómo cayó de bruces y allí se quedó tendido. Y cuando nos aproximamos y lo tocamos ya había muerto.
—Era un traidor —dijo Ingmar—, merecía su castigo.
—Sí —dijeron los otros—, se lo merecía.
—¿Pero qué tenía pensado hacer contra nosotros? —preguntó uno.
—Eso no lo sabe nadie —dijo otro.
—Quería destruirnos.
—Sí, pero ¿cómo?
—Nadie lo sabe.
—No; supongo que nadie lo sabrá nunca.
—Es una suerte que haya muerto —dijo Ingmar.
—Sí, es una suerte que haya muerto.
Todo ese día los colonos estuvieron muy agitados. Nadie sabía cuáles habían sido las intenciones de Godokin contra ellos, ni si con su muerte habían conseguido eludir el peligro. Pasaron las horas cantando y rezando en la sala de asambleas. Era como si la sensación de que Dios había terciado en su favor los transportase fuera de este mundo.
Varias veces durante aquel día creyeron notar que grupos de gente, mayoritariamente peregrinos rusos, merodeaban por los descampados alrededor de la colonia y se dedicaban a observar la casa. Creyeron entonces que Godokin había planeado un ataque y que esa masa incontrolada se proponía expulsarlos de su casa. Sin embargo, los rusos desaparecieron y el día transcurrió sin incidentes.
Al anochecer, la señora Gordon fue a ver a Ingmar, que yacía en la cama con la rodilla vendada. Le agradeció efusivamente su ayuda y se mostró muy amable con él. Ingmar le preguntó si sabía ya en qué consistían las malévolas maquinaciones del cónsul y Godokin contra la colonia.
—Hemos empezado a esclarecer lo que urdían. Querían secuestrar a la señorita Hunt, mi mejor amiga, que ha formado parte de la colonia desde sus inicios. Ella tiene un hermano que nunca ha querido aceptar el hecho de que su hermana se haya unido a nosotros. Acaba de llegar para un último intento de persuadirla de que nos abandone. Él estuvo aquí y habló con ella, pero al no obtener más que negativas, planeó llevársela mediante una artimaña. Primero pidió ayuda a nuestro cónsul y luego sobornó a Godokin para que éste consiguiese atraerla fuera de la colonia, a algún lugar donde pudieran secuestrarla. Probablemente, si alguien se extrañaba de que la mantuvieran encerrada, tenían pensado argüir que estaba loca o algo por el estilo. Además, su hermano estaba convencido de que, con tal de lograr separarla de mí, ella no tardaría en escuchar sus ruegos y le seguiría voluntariamente.
Ingmar contestó que sonaba creíble pero que no entendía lo que el cónsul había insinuado al decir que esperaba verse libre de todos los colonos, si únicamente era cuestión de uno solo.
—Sabía lo que se decía, sin duda —contestó la señora Gordon—. La señorita Hunt es la única de nosotros que posee una gran fortuna. Últimamente, el hermano ha retenido su dinero y el resto de nosotros hemos tenido que echar mano de lo poco que nos queda. Hemos estado ahorrando el máximo posible, pero sabemos que pronto nos quedaremos sin medios. Hace pocos días, el banquero de la señorita Hunt, que ya no podía seguir reteniendo lo que era suyo por más tiempo, había transferido finalmente su dinero y creíamos que el peligro había pasado. Entonces fue cuando intentaron llevársela por la fuerza, a fin de dejarnos sin recursos. Con el tiempo, las cosas habrían seguido el camino que ellos deseaban, habríamos tenido que disolver la colonia, Ingmar.
—Ese Godokin era un auténtico traidor —masculló él.
—Hemos corrido un gran peligro —dijo ella muy seria—. Su plan consistía en que, de no poder llevarse a la señorita Hunt por las buenas, Godokin habría espoleado a sus compatriotas, los peregrinos rusos, contra nosotros diciéndoles que reteníamos a una mujer contra su voluntad, para que asaltasen la colonia y la liberasen. Algunos amigos de Godokin han venido preguntando por él y les hemos explicado cómo ha muerto. Y ellos han comprendido que Godokin ha recibido el castigo que merecía por querer traicionar a sus amigos. No nos harán ningún daño.
Ingmar felicitó a la señora Gordon.
—Tengo la firme impresión de que Dios quiere que esta colonia permanezca en Jerusalén —dijo.
—Ingmar Ingmarsson, sólo quería decirle que me haría muy feliz devolverle el favor que nos ha hecho. ¿No quiere decirme qué espera conseguir de su viaje a Jerusalén, a fin de que yo pueda ayudarle?
Ella sabía, efectivamente, lo que había traído a Ingmar a Jerusalén, y ningún otro día habría estado dispuesta a ayudarle a realizar semejantes deseos; pero en aquellos momentos no había nada más importante para ella que ayudar a aquel que les había salvado.
Tras oír el ofrecimiento, Ingmar bajó la vista y se tomó su tiempo.
—Primero tiene que prometerme que no se ofenderá por lo que le pida —dijo. Ella repuso que se mostraría razonable—. Bien, el asunto que me ha traído aquí va a llevar mucho tiempo y me resulta muy tedioso no tener un trabajo de la clase a la que estoy acostumbrado. —La señora Gordon lo comprendía—. Así pues, si usted quisiera hacerme un favor, sería magnífico que pudiera arreglar que yo me hiciera cargo del molino del pachá Baram. Ya sabe que yo no he renunciado a ganar dinero como el resto de ustedes, y ese trabajo me gustaría mucho.
La señora Gordon lo miró fijamente, pero los ojos de él estaban casi cerrados y su rostro carecía de toda expresión. Ella estaba sorprendida de que no hubiera pedido otra cosa; pero al mismo tiempo, se alegraba de ello.
—No sé por qué no habría de ayudarle con eso —dijo—. No hay nada incorrecto en ello. Además, a nosotros también nos conviene complacer los deseos del pachá Baram.
—Sí, ya sabía yo que me ayudaría —dijo Ingmar, y le dio las gracias.
Al despedirse, ambos se sentían muy satisfechos.