Hök Matts Eriksson
En un hermoso día de primavera, un granjero y su hijo se dirigen a pie a la gran planta industrial instalada en el extremo sur de la parroquia.
Ellos viven en el extremo norte y, por lo tanto, tienen que atravesar casi todo el término. A su paso ven cómo los campos recién sembrados ya están germinando; absorben con la vista el verde fresco de los numerosos campos de centeno, de los hermosos prados donde el trébol no tardará en perfumar el aire con sus flores rojas.
También pasan por delante de numerosas casas a las que se les está dando una mano de pintura, o se les instalan nuevas ventanas, o una galería con vidrieras. Pasan de largo jardines donde se está cavando y plantando. Todas las personas con que se cruzan llevan barro en las suelas y las manos sucias de tierra; han estado caminando por sus terrenos y sembrados para plantar patatas y coles o sembrar nabos y zanahorias.
El granjero no puede evitar preguntar qué clase de patatas están plantando, o cuánto hace que sembraron la avena. Apenas ve un ternero o un potro pregunta enseguida qué tiempo tiene. Calcula cuántas vacas habrá en total en la granja que acaban de pasar y cuánto valdrá el potrillo una vez que esté domado.
El hijo intenta distraerle de estos asuntos.
—Piense en que pronto usted y yo caminaremos por el valle de Sarón y el desierto de Judea —dice.
El padre sonríe un poco y su rostro se ilumina brevemente.
—Será estupendo andar tras las huellas de Nuestro Señor Jesucristo —contesta. Pero al cabo de un instante ocupan sus pensamientos un par de cargas de cal viva que se aproximan por la carretera.
—Oye, Gabriel —dice—, ¿quién crees tú que se hace traer cal? Dicen que todo crece que da gusto después de echarle cal a la tierra. Habrá que esperar al otoño para comprobarlo.
—¿El otoño, padre?
—Sí, sí, ya lo sé —responde el granjero—, en otoño viviré en las tiendas de Jacob y plantaré en la viña del funcionario del rey.[25]
—Exacto —contesta el hijo—. Así sea, amén.
Caminan en silencio un rato prestando atención a los signos de la primavera. La nieve derretida corre por las cunetas y la lluvia de marzo ha dejado el camino en muy mal estado. Mires donde mires sólo ves trabajo por hacer. Todo el mundo tiene ganas de intervenir y cooperar, aunque la tierra que pisen en ese momento no sea la suya.
—Qué remedio —dice el granjero, pensativo—, la verdad es que habría sido mejor vender las tierras en otoño, después de las labores. Cuesta mucho abandonarlo todo en primavera, que es cuando hay que arrimar el hombro.
El hijo hace un gesto de resignación y comprende que tiene que dejar que el viejo se desahogue.
—Hace exactamente treinta y un años, siendo muy mozo, compré un terruño al norte de la parroquia —cuenta el granjero—. Nunca nadie le había hincado el pico a esa parcela. La mitad de la tierra era pantanosa y la otra mitad un pedregal, qué cosa más mala, oye. En ese pedregal me he deslomado machacando piedras, pero peor lo tuve con la parte pantanosa hasta que logré drenarla con zanjas cubiertas y desecarla.
—Ha trabajado usted mucho, padre —dice el hijo—. Por eso Dios se ha acordado de usted y lo ha llamado a Tierra Santa.
—Al principio —continúa el granjero—, vivía en una cabaña que no era mucho mejor que la choza de un carbonero; estaba hecha de troncos sin descortezar y la techumbre era de tierra pisada. Nunca conseguí tapar las goteras y entraba mucha agua cuando llovía. Era duro, sobre todo de noche. La vaca y el caballo no estaban mejor que yo, todo el primer invierno se lo pasaron en una cueva más oscura que un sótano.
—Padre —pregunta el hijo—, ¿por qué se apega usted a un sitio en el que ha sufrido tanto?
—Pero piensa qué alegría no sentiría yo —prosigue el padre— cuando pude construirles unos buenos establos a las bestias, y cuando el ganado se multiplicaba año tras año, de modo que siempre estaba planeando nuevas obras. De no vender ahora tendría que cambiar el tejado de las cuadras. Habría que hacerlo por esta época, nada más terminada la siembra.
—Padre —dice el hijo—, pronto podrá usted sembrar en el país donde parte de la semilla cayó al borde del camino y fue pisoteada, parte cayó en terreno pedregoso y se secó, parte cayó entre cardos y éstos la sofocaron, y otra parte cayó en tierra buena y dio como fruto el ciento por uno.[26]
—En cuanto a la vieja cabaña —prosigue el padre— que levanté tras la primera choza, quería echarla abajo este año y construir una casa de dos plantas. ¿Qué haré ahora con los troncos que estuvimos acarreando durante el invierno? Fue un trabajo muy duro traer toda esa madera. Los caballos lo pasaron mal, y tú y yo también.
El hijo se angustia, tiene la sensación de que el padre se aleja de él, teme que el hombre vaya a ofrecer a Dios todas sus posesiones sin la disposición correcta y necesaria.
—Sí—replica—, pero ¿qué importan las casas nuevas y las cuadras en comparación con una vida sin pecado entre hermanos que piensan como tú?
—Aleluya —responde el padre—, sé que es un bello destino el que nos aguarda. No en vano estoy yendo a la planta para venderle mis tierras a la compañía maderera. La próxima vez que pase por aquí todo habrá terminado, entonces no seré dueño de nada.
El hijo no contesta, pero se siente satisfecho de que el padre se mantenga firme en su decisión.
Al cabo de un rato pasan por delante de un predio muy bien situado en lo alto de una loma. La vivienda principal está pintada de blanco y tiene balcón y solana, y alrededor de la casa crecen unos álamos muy altos cuyos hermosos troncos grisáceos rebosan de savia.
—Mira —dice el granjero—, exactamente así me imaginaba yo mi casa. Con una galería como ésa con balcón encima y la madera tallada. Y también un patio delantero igual de amplio y verde, de césped muy fino. ¿No habría sido preciosa, Gabriel?
El hijo no responde y el granjero comprende que está harto de oír hablar de la granja. También él enmudece, pero sus pensamientos van siempre de vuelta a su hogar. Se pregunta cómo les irá a sus caballos con el nuevo amo, cómo le irá a toda la finca. «Ay —piensa—, seguro que hago mal en vendérsela a una compañía. Talarán hasta el último árbol del bosque y dejarán que la granja decaiga. La tierra pantanosa volverá a ser pantanosa y el bosque de abedules se comerá los sembrados.»
Han llegado ya a la planta y ahí su interés se despierta de nuevo. Ve arados y gradas de último diseño y enseguida recuerda cuánto ha deseado comprarse una segadora nueva. Mira a su Gabriel, que es muy buen mozo, y se lo imagina sentado en una preciosa segadora roja, blandiendo el látigo sobre los caballos como lo haría un guerrero, y segando la hierba alta como quien barre al enemigo.
Cuando entra en las oficinas de la planta aún cree percibir el chirrido de la segadora en sus oídos. Oye el suave caer de la hierba cortada y las piadas y los zumbidos de espanto de pájaros e insectos.
En la oficina, el contrato de compraventa está listo y en regla. Ya se negociaron todas las cláusulas, el precio está fijado, sólo resta estampar las firmas.
Le leen el contrato y él escucha con atención. Escucha el número de hectáreas de bosque y el número de hectáreas de campos y prados, los enseres y el número de reses que debe entregar. Sus rasgos se endurecen. «No —se dice a sí mismo—, me niego.»
Cuando finaliza la lectura está a punto de decir que no puede firmar. En ese momento el hijo se inclina y le susurra al oído:
—Tiene que elegir, padre, la granja o yo, porque haga usted lo que haga, yo me marcho.
Los asuntos de su finca le han absorbido de tal modo que ni se le ha pasado por la cabeza que el hijo pudiera partir sin él. Vaya, conque el muchacho se va pase lo que pase. No acaba de entenderlo, él nunca se habría ido sin él.
Pero claro que tiene que acompañar a su hijo, faltaría más.
Se dirige a la mesa donde el documento espera su firma. El gerente de la planta en persona le coloca la pluma entre los dedos e indica el sitio en el papel.
—¿Ve aquí? —dice—. Escriba Hök Matts Eriksson.
Toma la pluma y al instante le llega el recuerdo nítido de cuando firmó un contrato hace exactamente treinta y un años y por el cual compraba un trozo de tierra sin cultivar. Recuerda que tras la firma se fue derecho a contemplar su propiedad. Ese día se dijo a sí mismo: «Mira lo que Dios te otorga, aquí tienes trabajo para toda la vida.»
El gerente cree que su demora se debe a la incertidumbre y le señala de nuevo el sitio donde debe firmar:
—Ponga su nombre aquí. Escriba Hök Matts Eriksson.
Empieza a firmar. «Ésta —piensa— va por mi fe y mi salvación, por mis queridos amigos, los hellgumianos, por nuestra vida en común que tanto aprecio, por no quedarme atrás, solo, sin nadie, cuando todos se vayan.» Y estampa la primera.
«Ésta —continúa— va por mi hijo Gabriel, por no perder a un hijo tan bueno y tan querido, por todas las veces que él se ha portado bien con su viejo padre, para demostrarle que él es lo que más quiero.» Y suscribe por segunda vez.
«Pero ¿y ésta? —piensa, empujando levemente la pluma—. ¿Por qué lo hago?» Y en ese instante su mano empieza a moverse por sí sola trazando gruesas líneas de un lado a otro del odioso papel. «Pues esto lo hago porque soy un hombre viejo al que le gusta cultivar la tierra, que tiene que arar y sembrar la misma tierra que siempre ha trabajado con el sudor de su frente.»
Hök Matts Eriksson, muy turbado, se vuelve hacia el gerente de la planta mostrándole el documento.
—Discúlpeme, por favor, de verdad quería deshacerme de mis propiedades; pero no he podido.