El combate de Ingmar
Ingmar se ha hecho cargo del molino del pachá Baram. Trabaja allí de molinero y ora un colono ora otro vienen a ayudarle con sus tareas.
Pero de toda la vida es sabido que los molinos son sitios muy llenos de duendes y otros embrujos, y los colonos no tardan en notar que nadie puede pasar una jornada dentro del molino del pachá Baram, oyendo el crujido de las piedras, sin quedar como hechizado.
Todos y cada uno de los que se sientan ahí y escuchan el rodar de las muelas acaban comprendiendo que lo que cantan es lo siguiente: «Molemos harina, ganamos dinero, somos útiles, pero ¿y tú?, ¿qué haces tú?, ¿qué haces tú?» Y quien lo oye siente despertar un incontenible deseo de ganarse el pan con el sudor de su frente.[57] Es una auténtica fiebre lo que le sobreviene mientras permanece allí sentado, escuchando las muelas del molino. Empieza a preguntarse para qué sirve él, de qué es capaz, si no podría hacer algo para apoyar económicamente a la colonia.
Los que han trabajado en el molino un par de días no hacen otra cosa que hablar de los valles cultivables que yacen estériles en el país, hablan de las montañas en que deberían plantarse extensos bosques, y de las viñas abandonadas que piden a gritos la presencia de vendimiadores.
Y cuando las piedras de molino llevan emitiendo su canto un par de semanas, llega un día en que los labriegos suecos arriendan una parcela de tierra en el llano de Sarón y empiezan a labrarla y sembrarla.
Poco después adquieren un par de extensas viñas en el monte de los Olivos.
Y al cabo de un poco más de tiempo, toman a su cargo la construcción de un canal de riego en uno de los valles.
Una vez que los suecos han comenzado, se les suman los americanos y los sirios de la colonia. Empiezan a trabajar en escuelas, consiguen una cámara y viajan por todo el país sacando fotografías que luego venden a los turistas; en un rincón de la colonia establecen un pequeño taller de orfebrería.
La señorita Young no tarda mucho en convertirse en la directora de la escuela del efendi Achmed, en la cual también consiguen trabajo jóvenes suecas que dan clases de costura y labores de punto a las niñas musulmanas.
A finales del verano, la colonia es un hervidero; los colonos son más laboriosos que las hormigas.
Y si uno se para a pensar, descubre que no ha ocurrido ninguna desgracia en todo el verano, nadie ha muerto desde que Ingmar se hizo cargo del molino.
Tampoco hay nadie a quien la maldad de Jerusalén haya vuelto loco de dolor. Todos están radiantes de satisfacción, aman su colonia más que nunca, hacen planes, planifican nuevas empresas. Sólo les faltaba esto para ser felices de verdad. Y ahora todos opinan que fue la divina providencia quien quiso que empezaran a ganarse el pan mediante su trabajo.
En septiembre, Ingmar le traspasa el molino a Ljung Björn y ya no sale a trabajar fuera de la colonia. Él y Gabriel van a construir una especie de cobertizo en los yermos descampados de los alrededores. Pero nadie sabe para qué servirá, a nadie se le permite ver cómo lo equipan, es un secreto. Cuando el cobertizo finalmente está listo, Ingmar y Gabriel viajan a Jafa y negocian trabajosamente con los colonos alemanes de la ciudad. Al cabo de dos días están de vuelta a lomos de dos magníficos caballos pardos.
Éstos son ahora propiedad de la colonia y cabe aquí decir que, si un sultán o un emperador hubiese llamado a la puerta declarando que quería unirse a su comunidad, no habría sido mejor recibido.
¡Ay Señor, cómo se cuelgan y descuelgan los niños de esos caballos, y qué orgulloso está el labriego que puede labrar la tierra con esos animales! Están mejor almohazados que ningún otro caballo de Oriente Medio y no pasa una noche sin que un campesino se acerque a la cuadra para asegurarse de que el pesebre está lleno.
Por la mañana, el que coloca los arreos a los caballos no puede evitar pensar: «No es tan duro vivir en este país; ahora siento que me va a gustar. ¡Qué lástima que Tims Halvor no pudiese participar de todo esto! Si hubiese podido trabajar con caballos así, no se habría muerto de pena.»
Érase una mañana de septiembre. Muy temprano, antes del alba, Ingmar y Gabriel salieron de la colonia. Iban rumbo al monte de los Olivos a trabajar en una de las viñas que los colonos habían arrendado.
Cabe decir que ambos casi nunca se avenían. No es que se hubiera declarado abiertamente una enemistad entre ellos, sencillamente nunca estaban de acuerdo en nada. Y ahora que iban a subir al monte de los Olivos empezaron a discutir sobre la ruta a seguir. Gabriel quería dar un largo rodeo por las colinas pues afirmaba que ese camino era más fácil en la oscuridad. Ingmar quería tomar un atajo por un camino más difícil que bajaba por el valle de Josafat y luego ascendía al monte en línea recta.
Después de discutirlo un rato, Ingmar propuso que fueran cada uno por su lado y así se vería quién llegaba primero. Gabriel aceptó y enfiló el camino que había propuesto, mientras Ingmar se iba por el otro.
Tan pronto Gabriel se hubo ido, a Ingmar le sobrevino la profunda nostalgia que siempre le embargaba en cuanto se encontraba solo. «¿No se apiadará de mí Nuestro Señor y me dejará regresar a casa? —se dijo—. ¿No me ayudará a llevarme a Gertrud de Jerusalén?»
—Es curioso que el motivo de mi viaje hasta aquí sea justamente en lo que menos avanzo —dijo a media voz mientras caminaba a oscuras cavilando—. No he podido acercarme ni un paso más a ella. En cambio, con todo lo otro me ha ido mejor de lo que cabía esperar. Francamente, creo que esta gente nunca se hubiera puesto a trabajar de no ser por mí.
«Ha sido bonito observar cómo las ansias de trabajar se han ido adueñando de ellos poco a poco —continuó pensando—. Sí, ha habido muchas cosas buenas e instructivas que ver aquí; pero es inevitable que añore mi tierra. Esta ciudad me da miedo, no puedo quitármelo de la cabeza, y hasta que pueda marcharme no dormiré tranquilo. A veces, incluso llego a pensar que moriré aquí y nunca volveré a ver a Barbro ni a Ingmarsgården.»
Pensando estas cosas, Ingmar había llegado al fondo del valle sin darse cuenta. Muy por encima de él, perfilándose contra el cielo nocturno, se cernía la muralla rematada de almenas de la ciudad, mientras que unas elevadas cúspides le aprisionaban por los cuatro costados.
«Después de todo, es un sitio horrible para atravesarlo de noche», pensó. Y entonces se percató de que debía pasar por delante de los cementerios musulmán y judío. Y al mismo tiempo recordó un suceso que acababa de tener lugar en Jerusalén. Cuando se lo contaron el día anterior no le había afectado más que otras cosas que se decían respecto a la Ciudad Santa; pero ahora, en la oscuridad nocturna, se le antojó espantoso y atroz.
La cuestión era que en el barrio judío había un pequeño hospital conocido en toda la ciudad porque siempre andaba falto de pacientes. Ingmar había pasado por delante muchas veces, había mirado por las ventanas y siempre había visto las camas vacías. Sin embargo, esto tenía una explicación natural, como no podía ser de otro modo. Resulta que el hospital lo había fundado una pareja de misioneros ingleses que sólo admitían a pacientes judíos con la finalidad de aprovechar la oportunidad de convertirlos. Pero los judíos, temerosos de que fueran obligados a comer alimentos prohibidos, no estaban dispuestos a ingresar allí.
Unos días atrás, había llegado una paciente a ese hospital. Se trataba de una anciana judía sin recursos que se había caído y roto la pierna justo frente al hospital. La entraron y la atendieron pero, no obstante, a los dos días falleció. Antes de morir, la mujer les había hecho prometer solemnemente, tanto a las enfermeras como al médico, que se asegurarían de que fuera enterrada en el cementerio judío del valle de Josafat.[58] Les explicó que ella había viajado a Jerusalén en su vejez solamente para disfrutar de este privilegio. Si no eran capaces de darle su palabra, más les habría valido dejarla morir en la calle. Tras la defunción de la anciana, los ingleses mandaron recado al responsable de la comunidad judía y le pidieron que enviase a recoger el cadáver para ser enterrado. Sin embargo, la respuesta de los judíos fue tajante: la anciana, muerta en un hospital cristiano, no podía ser enterrada en el cementerio judío. Los misioneros intentaron persuadir a los judíos para que cedieran. Incluso habían solicitado hablar con la máxima jerarquía rabínica, pero todo fue en vano. La única opción que les quedaba era inhumar ellos mismos a la difunta. Sin embargo, no querían que la mujer se viese privada de aquello que tanto anhelaba. Así pues, sin preocuparse de las prohibiciones hebreas, cavaron una tumba en el cementerio del valle de Josafat y allí dieron sepultura a la anciana judía. Los judíos no hicieron nada para impedirlo, pero al día siguiente fueron al valle, excavaron la sepultura y sacaron el féretro. Y los ingleses, empeñados en mantener su palabra, apenas supieron que la anciana había sido desalojada de su tumba volvieron a darle sepultura en el mismo lugar. A la noche siguiente, sin embargo, fue desenterrada de nuevo.
Ingmar se detuvo súbitamente y aguzó el oído. «¿Quién sabe? —pensó—. Quizá los profanadores de tumbas hayan salido esta noche también.» Al principio no oyó nada, pero luego percibió un tintineo, como una herramienta de hierro tocando piedra. Rápidamente, dio unos pasos en dirección al ruido, se detuvo y prestó atención. Ahora distinguió claramente que cavaban la tierra con palas y arrojaban pedruscos y grava. Volvió a avanzar y de nuevo oyó una frenética actividad. «Por lo menos cinco o seis palas en acción. Qué horrible pensar que hay personas capaces de ensañarse con un muerto de esta manera.»
Al son de aquellas palas, Ingmar empezó a notar que una furia terrible crecía en su interior. «Esto no es asunto tuyo —se decía para calmarse—, tú no tienes nada que ver.» Sin embargo, la sangre se le subía a la cabeza y tenía la impresión de que se le agolpaba en la garganta impidiéndole respirar. «Es tan pérfido y atroz estar aquí escuchando estos ruidos, nunca he oído algo más atroz.» Finalmente se detuvo. Y blandió un puño. «Ahora veréis, truhanes —dijo para sus adentros—. Llevo demasiado rato escuchándoos. Si creéis que me quedaré cruzado de brazos mientras profanáis una tumba, estáis muy equivocados.»
Corrió con pasos rápidos y sigilosos. De pronto se sintió aliviado y casi alegre. «Seguramente es una locura, pero me gustaría saber qué habría dicho padre si el último día de su vida alguien que le viera adentrarse en el río para salvar a aquellos niños le hubiese gritado que tuviese cuidado y se quedara en la orilla. Ahora me toca a mí hacerme valer, al igual que lo hizo él. Porque ante mí fluye un río de maldad y sus aguas oscuras y furiosas se llevan a vivos y muertos por delante; y ya no puedo quedarme quieto en la orilla por más tiempo. Ha llegado la hora de mojarme y luchar contra la corriente.»
Finalmente llegó al borde de un hoyo en el cual unos hombres trabajaban frenéticamente. No llevaban ni velas ni faroles sino que excavaban, como podían, a oscuras. Ingmar no veía cuántos eran y tampoco lo preguntó al saltar al hoyo. A uno de ellos le arrebató la pala y empezó a repartir golpes a diestra y siniestra. Les había pillado tan por sorpresa que los hombres se quedaron paralizados de pavor. Y al punto salieron corriendo sin ofrecer resistencia. Al cabo de unos instantes Ingmar se encontró solo.
Su primera tarea fue echar la tierra excavada al hoyo nuevamente; después empezó a pensar en lo que debía hacer a continuación. No le pareció aconsejable abandonar el lugar antes del amanecer porque probablemente los profanadores volverían. Por tanto, se quedó junto a la sepultura esperando. Aguzó el oído tensándose ante el mínimo ruido; pero en un principio sólo había silencio. «Me cuesta creer que un hombre solo les haya hecho huir muy lejos», pensó. Entonces percibió un suave crujido procedente de la grava que cubría las tumbas circundantes. Le pareció distinguir unas siluetas negras que se deslizaban y agazapaban entre las lápidas del suelo. «Ahora la cosa va en serio», pensó levantando la pala para defenderse. De pronto una lluvia de guijarros grandes y pequeños cayó a su alrededor, ensordeciéndole por completo al tiempo que unos tipos se abalanzaban sobre él e intentaban derribarlo.
La lucha fue dura. Ingmar era un hombre muy fuerte y empezó a tirar a uno tras otro al suelo. Sin embargo, sus adversarios luchaban con valentía y no parecían dispuestos a cejar. Al final, uno de ellos cayó a los pies de Ingmar y éste tropezó con su cuerpo. Cayó pesadamente al suelo sintiendo un dolor terrible en un ojo. El dolor le paralizó por completo. Notó que se abalanzaban y lo ataban, pero fue incapaz de resistirse. El dolor era tan agudo e intenso que absorbía toda su fuerza y en un primer momento creyó que iba a morir.
Entretanto, Gabriel no había dejado de pensar en Ingmar desde el momento en que se separaron. Al principio andaba deprisa, ya que quería llegar a la cima antes que él, pero al cabo de un rato aminoró el paso. Se rió de sí mismo. «Lo que es seguro es que da igual cuánta prisa me dé, nunca seré tan rápido como Ingmar. No conozco a nadie que tenga tanto éxito en todo lo que se propone, ni que posea semejante capacidad de imponer su voluntad. Tengo que resignarme a que acabará llevándose a Gertrud de vuelta a Dalecarlia, ¿cómo no iba a ser así? Después de todo, en la colonia hace seis meses que todo se rige por su voluntad.»
Pero cuando Gabriel llegó al punto de encuentro en el monte de los Olivos, no halló a Ingmar allí, como había esperado, lo cual le complació sobremanera. Empezó a trabajar y continuó haciéndolo un buen rato. «Por una vez, habrá tenido ocasión de admitir que se ha equivocado de camino», pensó Gabriel.
Al clarear, como tampoco entonces apareciera Ingmar, empezó a temer que le hubiera ocurrido algo. «Curiosamente, aunque no tenga muchos motivos para que me guste Ingmar, creo que me sentiría desolado si le pasara algo malo.»
Amanecía rápidamente y al bajar por el valle de Josafat, Gabriel no tardó en encontrar a Ingmar tendido entre dos lápidas funerarias. Estaba maniatado y yacía inmóvil, pero al oír los pasos levantó la cabeza.
—¿Eres tú, Gabriel? —preguntó.
—Sí, ¿cómo estás? —Al punto vio el rostro de Ingmar. Tenía ambos ojos cerrados, uno de ellos muy hinchado y la comisura del párpado sangraba—. ¿Qué te has hecho, hombre de Dios? —exclamó sorprendido.
—Me he peleado con los profanadores de tumbas, y caí sobre uno de ellos. El tipo empuñaba un cuchillo que se me clavó de lleno en el ojo.
Gabriel se arrodilló y empezó a desatar las cuerdas que le ligaban las muñecas.
—Pero ¿cómo te peleaste con los profanadores de tumbas?
—Cuando pasaba por el valle los oí cavar.
—Y tú, al ver que desenterraban a la pobre judía también esta noche, no pudiste permanecer impasible.
—Sí —dijo Ingmar—, no podía.
—Muy noble de tu parte —dijo Gabriel.
—De eso nada, fue una estupidez; pero no pude evitarlo.
—Nos haces sombra a todos, Ingmar —repuso Gabriel, que se emocionaba fácilmente y apenas podía contener las lágrimas—. Por mucho que uno se resista, acaba queriéndote.