La carta de Ingmar

Al día siguiente de la llegada de Ingmar a Jerusalén, Karin Ingmarsdotter se encontraba sola en su cuarto, como de costumbre. La noche anterior, llevada por la alegría de ver de nuevo a su hermano, había permanecido en la sala de asambleas durante toda la velada participando vivamente en la conversación. Pero ahora, hierática y rígida en la butaca de Halvor, volvía a estar como petrificada, con la vista fija al frente y las manos desocupadas y ociosas.

Entonces la puerta se abrió y entró Ingmar. Karin no notó su presencia hasta que él estuvo a su lado. Ella, avergonzándose de que el hermano la hubiese pillado sin hacer nada, enrojeció mientras se apresuraba a coger las agujas.

Ingmar tomó asiento en una silla y se quedó ahí callado, sin mirarla. Entonces, ella cayó en la cuenta de que la noche anterior sólo habían hablado de la situación de los colonos en Jerusalén y que nadie había pedido saber nada de él, de Ingmar, ni de por qué había venido a verles. «Seguramente ha venido a contarme eso», pensó Karin.

Ingmar movió los labios un par de veces como si fuera a iniciar una conversación; pero de su boca no salió ningún sonido. Karin, entretanto, lo observaba. «Asusta ver lo que ha envejecido este muchacho —pensó—. Ni siquiera nuestro padre, con lo mayor que era, tenía surcos tan profundos en la frente. O bien Ingmar ha estado enfermo o bien ha tenido que pasar por algo muy duro desde la última vez que nos vimos.»

Karin empezó a preguntarse qué podía haberle ocurrido a Ingmar. Tenía el borroso recuerdo de una carta que sus hermanas le leyeron en una ocasión y en la que se mencionaba algo referente a él; pero había estado tan inmersa en su propio dolor que los sucesos del mundo exterior pasaban por su lado como si no fueran con ella.

Con la parsimonia que le era habitual, Karin quería ahora que Ingmar le contara cómo estaba y por qué había hecho aquel viaje a Jerusalén.

—Me alegro de que hayas venido a mi cuarto, así podrás ponerme al corriente de cómo van las cosas en casa —dijo.

—Sí —contestó Ingmar—, creo que hay muchas cosas que deberías saber.

—Con la gente de nuestro pueblo siempre ha pasado lo mismo —dijo Karin lentamente, como quien intenta meterse en una situación que ha olvidado hace tiempo—, necesitan a alguien a quien seguir: un tiempo lo fue padre, otro Halvor, y durante muchos años el maestro de la escuela. Me gustaría saber a quién siguen ahora.

Ingmar bajó los ojos y se quedó callado sin inmutarse.

—¿Tal vez sea el párroco quien dirige el pueblo ahora? —tanteó ella. Ingmar siguió tieso y recto sin contestar—. Le he estado dando vueltas y supongo que el más notable del municipio ha de ser el hermano de Ljung Björn, Per —insistió, pero también esta vez se quedó sin respuesta—. Claro que sé muy bien que la gente acostumbraba a regirse según los designios del amo de Ingmarsgården, pero tampoco se puede exigir que se dejen gobernar por alguien tan joven como tú.

Aquí Karin hizo una pausa e Ingmar respondió por fin.

—Sabes muy bien que soy demasiado joven para formar parte de corporaciones y concejos.

—Se puede dirigir un pueblo sin ostentar ningún cargo —repuso Karin.

—Cierto, se puede.

Al expresarse Ingmar en estos términos, Karin se estremeció de júbilo. «¡Pero si estas cosas ya no me incumben!», pensó sin poder reprimir la alegría de que el antiguo poder y buena reputación de la familia hubiesen pasado a Ingmar. Karin se estiró y empezó a hablar en un tono más firme.

—Ya me imaginaba que la gente sería sensata y comprendería que hiciste bien al adueñarte de la finca —dijo ella y le dirigió una larga mirada.

Él entendió muy bien lo que traslucían sus palabras, Karin había temido que Ingmar hubiese pagado con el desprecio de los lugareños el haber abandonado a Gertrud.

—Dios me ha castigado de otro modo —replicó él.

«Si no es esto debe de ser alguna otra cosa grave», pensó Karin y tuvo que quedarse sentada un buen rato meditando; le suponía un gran esfuerzo meterse en la forma de pensar y sentir con que había vivido en su tierra natal.

—Me gustaría saber si alguien del pueblo sigue profesando nuestra doctrina —dijo al cabo.

—Puede que uno o dos, a lo sumo.

—Siempre pensé que Dios llamaría a unos cuantos más que se unirían a nosotros más tarde —comentó Karin escrutándolo.

—No —respondió él—, que yo sepa nadie más ha sido llamado.

—Ayer, al verte, pensé que habrías recibido la gracia de Dios.

—No, yo no he venido por eso.

Karin hizo una pausa antes de continuar con sus preguntas; pero esta vez su tanteo fue más precavido, como si temiera las respuestas que podría obtener.

—Bueno, ya no debe de quedar nadie allá en el pueblo que se acuerde de los que nos fuimos.

A esto Ingmar, una vez más, respondió con cierta turbación.

—Vuestro recuerdo no es tan doloroso como al principio.

—¿Doloroso? —dijo Karin—. Me figuraba que sólo sentiríais alivio de libraros de nosotros.

—Qué va, se os recuerda con pena y añoranza —contestó Ingmar más vivamente—; tuvo que pasar mucho tiempo antes de que los que habían sido vuestros vecinos se acostumbraran a la gente que ocupó vuestros lugares. Sé de buena fuente que Börs Berit Persdotter, que era vecina de los Ljung Björn, el invierno pasado salía cada anochecer y daba una vuelta alrededor de la casa donde ellos habían vivido.

Su siguiente pregunta la planteó Karin con mucho cuidado.

—¿Entonces Börs Berit es la que más nos ha extrañado?

—Desde luego que no —dijo Ingmar con la voz cascada—, había uno que el otoño pasado aprovechaba cada noche sin luna para remar con su barca hasta la casa del maestro, y luego se sentaba en una roca de la orilla en la cual Gertrud solía sentarse a contemplar las puestas de sol.

Karin creyó saber entonces por qué Ingmar había envejecido y cambió rápidamente de tema.

—¿Tu esposa se ocupa de la finca mientras tú estás fuera? —le preguntó.

—Sí —contestó Ingmar.

—¿Es una buena ama de casa?

—Sí —repitió Ingmar.

Karin se alisó el delantal con la mano antes de decir nada más. Le pareció recordar que sus hermanas le habían contado que las cosas no andaban bien entre Ingmar y su mujer.

—¿Tenéis hijos? —preguntó por fin.

—No —dijo Ingmar—, no tenemos hijos.

Karin, perpleja, se alisaba el delantal con la mano una y otra vez. No quería preguntarle directamente por qué había venido; esa manera de proceder no se estilaba en la familia. Pero el propio Ingmar acudió en su ayuda.

—Babro y yo vamos a divorciarnos —dijo con frialdad.

Karin dio un respingo. De repente volvía a ser la dueña de Ingmarsgården. En su cabeza sólo había sitio para sus antiguas opiniones y creencias.

—Que Dios te ampare por lo que has dicho —exclamó—, ¡en nuestra familia nadie se ha divorciado jamás!

—Ya está hecho —dijo Ingmar—, el juzgado ya ha decretado la separación conyugal por un año. Al cabo de ese año solicitaremos el divorcio definitivo.

—¿Qué tienes contra ella? —le espetó Karin—. Nunca podrás casarte con otra de igual reputación y fortuna.

—Yo no tengo nada contra ella —respondió Ingmar elusivo.

—¿Es ella la que quiere el divorcio?

—Sí —dijo Ingmar—, es ella la que quiere el divorcio.

—Si te hubieras portado como un buen marido, ella no habría querido el divorcio —le reprochó Karin. Se aferraba a los brazos de la butaca, muy agitada, lo cual se notó porque empezó a mencionar a Halvor—. Menos mal que padre y Halvor han muerto y se ahorrarán este espectáculo.

—Sí, suerte tienen todos los que están muertos —dijo Ingmar.

—¡Y te has atrevido a venir aquí a por Gertrud! —exclamó Karin.

Él se limitó a agachar la cabeza.

—No me extraña que te avergüences —espetó la hermana.

—Más me avergoncé el día de la subasta.

—¿Qué crees que dirá la gente de que corras a pedirle la mano a otra, antes de estar legalmente divorciado de tu esposa?

—No había tiempo que perder —dijo Ingmar sereno—, tenía que venir aquí a ocuparme de Gertrud, nos llegó una carta diciendo que se estaba volviendo loca.

—Pues no hacía falta que te molestaras —repuso Karin con brusquedad—, aquí hay quien se ocupa de ella mejor que tú.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, luego Ingmar se puso en pie.

—Esperaba otros resultados de esta conversación —dijo con tanta dignidad en su gesto y actitud que Karin sintió un respeto por su hermano muy similar al que había sentido por su padre—. Me he portado muy incorrectamente con Gertrud y los Storm, que han sido como padres para mí. Creía que querrías ayudarme a remediar el mal que he hecho.

—Tú lo que quieres es empeorar las cosas abandonando a tu legítima mujer —dijo Karin violentándose una vez más. Intentaba alimentar su ira con acusaciones puesto que había empezado a temer que Ingmar la persuadiera de ver las cosas desde su punto de vista.

Él no replicó a la mención de la esposa, sino que simplemente dijo:

—Pensé que te gustaría que intentase seguir los caminos de Dios.

—¿Y me pides que crea que estás siguiendo los caminos de Dios al abandonar tu hogar y tu mujer para correr detrás de tu amor?

Ingmar fue lentamente hacia la puerta. Daba la impresión de sentir fatiga y pena pero no dejó entrever ningún signo de ira. Su actitud era bastante distinta a la de alguien impulsado por un gran e indomable amor.

—Si Halvor viviese sé que te aconsejaría que volvieses a casa y te reconciliases con tu mujer —dijo Karin.

—He dejado de guiarme por los consejos de la gente.

Karin también se levantó; estaba resentida de nuevo por la insinuación de su hermano de que actuaba según el mandato de Dios.

—No creo que Gertrud piense en ti como antes —saltó.

—Ya sé que aquí en la colonia nadie piensa en casamientos, pero lo intentaré de todos modos.

—Y yo sé —le interrumpió su hermana— que a ti la promesa que los miembros de la comunidad nos hemos hecho mutuamente te trae sin cuidado; tal vez te importe más saber que Gertrud ha puesto su corazón en otra parte.

Ingmar había llegado junto a la puerta. Al oír esto se quedó quieto, buscando a tientas la salida, como si no pudiese ver el picaporte. No se giró hacia Karin. Ella, en menos de un segundo, rectificó:

—Que Dios me libre de afirmar que alguno de nosotros podría querer a alguien con un amor carnal, pero creo que, hoy en día, Gertrud ama al más humilde de los hermanos de esta colonia más que a ti, que no perteneces a ella.

Ingmar dejó escapar un hondo suspiro. Rápidamente abrió la puerta y se fue.

Karin Ingmarsdotter se quedó sentada, cavilando a fondo. Luego se levantó, se alisó el cabello, se anudó el pañuelo a la cabeza y salió para hablar con la señora Gordon.

Karin le comunicó abiertamente la razón de la llegada de Ingmar y le aconsejó que no le permitiera quedarse en la colonia, a menos que deseara perder a una de las hermanas. Sin embargo, mientras Karin hablaba, la señora Gordon contemplaba el patio, donde Ingmar, apoyado contra un muro, ofrecía un aspecto más torpe e indefenso que nunca. La señora Gordon esbozó una pequeña sonrisa y respondió que no era de su agrado expulsar a nadie de la colonia, y menos a alguien venido de tan lejos y que, además, tenía tantos parientes cercanos entre los colonos. Si Dios había decidido poner a Gertrud a prueba, dijo, deberían guardarse mucho de impedir que ella la afrontara.

Karin se sorprendió de aquella respuesta. En su afán, se acercó más a la señora Gordon, adelantándose tanto que pudo ver a quién iban dirigidas sus sonrisas. Karin sólo vio lo parecido que Ingmar se había vuelto al padre, y por muy dolida que estuviera con él, le irritaba que la señora Gordon no comprendiera que alguien con una fisonomía así era un hombre sobresaliente, cuyo juicio y capacidad superaba a la del resto de la gente.

—Bueno —dijo Karin—, puede usted dejarle que se quede, porque igualmente se las arreglará para que las cosas salgan como él quiere.

Al atardecer de ese día, la mayoría de los colonos se encontraba reunida en el salón. Estaban pasando una velada de lo más agradable y entretenida. Algunos disfrutaban mirando jugar a los niños, otros charlaban sobre los acontecimientos del día, otros se retiraban a un rincón y leían periódicos americanos en voz alta. Cuando Ingmar Ingmarsson vio la espaciosa e iluminada sala y las muchas caras alegres y dichosas, no pudo dejar de pensar: «Sin duda nuestros granjeros son felices aquí y no añoran su antiguo hogar. Estos americanos sí saben hacerse la vida agradable, tanto a los demás como a sí mismos. Debe de ser esta felicidad hogareña la que les da ánimos para sobrellevar sus penas y privaciones. Es verdad que los que antes eran dueños de toda una finca se tienen que contentar con una habitación, pero a cambio reciben mucha más alegría y diversión que antes. Y además, han tenido la oportunidad de ver y aprender una increíble cantidad de cosas. De los adultos mejor no hablar; pero tengo la impresión de que hasta el niñito más pequeño de esta sala sabe mucho más que yo.»

Varios campesinos se acercaron a Ingmar y le preguntaron si no le parecía que vivían bien.

—Sí —dijo Ingmar, ya que no podía decir otra cosa.

—Tal vez creías que vivíamos en chozas de barro —dijo Ljung Björn.

—De eso nada, sabía muy bien que tan mal no estabais —contestó Ingmar.

—Pues nos han dicho que se rumoreaban cosas así en el pueblo.

Esa noche lo interrogaron exhaustivamente acerca de cómo andaba todo en su antigua parroquia. Uno tras otro se le acercaban, se sentaban a su lado y le interrogaban en relación con sus parientes más allegados. Casi todos le preguntaron por la anciana Eva Gunnarsdotter.

—Está bien y espabilada como siempre —respondió él—, y nunca desaprovecha la oportunidad de echar pestes de los hellgumianos.

Ingmar se dio cuenta de que había dos personas que durante toda la velada evitaron aproximarse a él, y esos dos eran Gabriel y Gertrud. Lo que más le extrañaba es que Gabriel no se acercara para preguntar por su padre; en cuanto a Gertrud, entendía de sobras que se mantuviese a distancia. Tampoco vio que entre ellos se hablaran, pero le pareció notar que él la seguía con los ojos en todo momento. Ingmar se sorprendió de lo apuesto que se había vuelto Gabriel. Siempre había sido un muchacho guapo; pero ahora se le veía más alto y fornido, de modo que se había convertido en un hombre de aspecto impresionante. Además, sus rasgos eran ahora vivos y avispados como no lo habían sido nunca antes. «Si Gabriel volviera a casa creo que se le tendría por un hombre mucho más notable que yo», pensó.

Ingmar se acercó a Ljung Björn y le pidió que le consiguiera papel y pluma. Björn se extrañó. Ingmar se secó el sudor de la frente y dijo que tenía una carta urgente que escribir. Lo había olvidado ya durante el día, pero si la escribía aquella noche la podría enviar con el primer tren de la mañana.

Ljung Björn le consiguió lo que solicitaba y para que pudiera escribir en paz lo condujo al taller de carpintería. Una vez allí, encendió un quinqué y arrimó una silla al banco.

—Aquí puedes escribir tranquilo toda la noche —dijo al marcharse.

Tan pronto Ingmar se quedó solo, levantó los brazos apretando los puños, tal como hacen los que sienten una gran añoranza, y su garganta profirió un gemido.

—Oh, no podré soportarlo —murmuró con desesperación—. Me resulta insoportable cumplir mi compromiso. Noche y día no hago más que pensar en la mujer que he abandonado. Y lo peor es que no creo que pueda serle útil a Gertrud.

Se quedó un rato cavilando. Luego se rió un poco de sí mismo. «Cualquiera diría que a mí debería resultarme más fácil hacer lo correcto por ser el hijo de don Ingmar. Pero ser su hijo no ayuda. No soy más que un pobre diablo.»

La carta que se disponía a escribir la había pensado cada día desde el momento en que se marchó de casa. Durante todo el viaje tuvo la sensación de que nunca se había sincerado realmente con su esposa y por eso quería transmitirle sus sentimientos. Escribir no era para él una tarea fácil, pero pensaba que por carta podría superar la timidez que normalmente le impedía hablar de sí mismo.

Así pues, le escribió a Barbro contándole todas las oscilaciones de su alma desde el momento en que se casaron, le recordó los sucesos más importantes de su matrimonio, le explicó sus sentimientos y cómo, con el tiempo, había llegado a quererla. Estuvo escribiendo varias horas y llenó un par de cuartillas. En su conjunto, la carta no era más que una extensa plegaria en la que Ingmar le suplicaba a Barbro que renunciara a exigirle su unión con Gertrud y le permitiera regresar a su lado.

Al fin y al cabo, debería entender que le resultaba imposible reanudar algo que estaba muerto y acabado. El presentarse ahora ante Gertrud declarando un falso amor sería traicionarla por segunda vez.

Al redactar estas líneas Ingmar recordó lo que su esposa le había dicho mientras discutían el divorcio: «Tienes que hacerlo por mí, para que recupere mi paz de espíritu.» Le pareció que de nuevo estaba sentado en el bosque, oyendo hablar a Barbro. «Alégrate de poder remediar todo el mal que hiciste el año pasado.» Oía esas palabras y muchas otras que ella había dicho.

Su corazón se expandió, lleno de amor y admiración por ella. «¿Qué es lo que Barbro me pide que haga comparado con la desgracia que pesa sobre ella?», pensó.

De repente, le pareció que lo último que quería es que esa carta fuese a parar a sus manos. No, no iba a dejarle saber que no podía seguir adelante. ¿Iba a obligarla a oír sus deplorables ruegos, suplicándole que le eximiera de su penitencia y castigo?

En cambio ella, desde el momento en que se sintió libre de ejercer su voluntad, no vaciló ni un segundo. Ella había tenido que marcarle el camino. ¡Y ahora él pensaba obligarla a oír, una vez más, que no se veía con fuerzas de desempeñar su cometido!

Ingmar reunió las cuartillas escritas y se las guardó en el bolsillo. «Por lo visto no será menester que termine esta carta», pensó.

Apagó el quinqué y salió del taller. Su expresión seguía abatida y triste pero estaba decidido a obedecer la voluntad de su esposa. Vio entreabierta una puerta trasera. El sol ya estaba alto y radiante. Se detuvo en el umbral y aspiró el aire fresco de la mañana. «Ya no es hora de acostarse», se dijo.

El sol iluminaba las colinas, las cuales se tiñeron de un resplandor cobrizo, mientras el resto del paisaje que abarcaban sus ojos mudaba de color cada minuto.

Bajando por las laderas del monte de los Olivos vio venir a Gertrud. Los rayos solares la seguían, envolviéndola también a ella. Caminaba ligera, como si estuviese feliz y contenta, y a Ingmar le pareció que era ella quien proyectaba el resplandor que despedía su silueta.

Y tras Gertrud, Ingmar vio a un hombre fornido que la seguía a distancia. De vez en cuando se detenía y miraba hacia otra parte, pero no cabía duda de que la estaba vigilando. No tardó en reconocer a aquel hombre, y al hacerlo bajó la mirada al suelo y recapacitó.

Entonces creyó comprender cómo cuadraban algunas cosas que había observado el día anterior, y una inmensa alegría embargó su corazón.

«Estoy empezando a creer que Dios me tiende una mano», dijo.