El hundimiento de L'Univers

Una nebulosa noche de verano de 1880, es decir, un par de años antes de que el maestro de la escuela construyese su templo y de que Hellgum regresara de América, el vapor de pasajeros galo L'Univers cruzaba el Atlántico en su travesía desde Nueva York a El Havre.

Debían de ser las cuatro de la madrugada y la totalidad de los pasajeros, así como la mayoría de la tripulación, dormían en sus literas. Las grandes cubiertas estaban desiertas.

En esos momentos de la aurora, un viejo marinero francés, incapaz de dormir, se volvía de un lado a otro en su hamaca. Había marejada y la madera del barco crujía y chirriaba sin cesar; sin embargo, no era esto lo que le impedía conciliar el sueño.

El marinero y sus compañeros descansaban tras un tabique en la entrecubierta, en un espacio grande pero de techo muy bajo. A la luz de un par de faroles el marinero podía ver las compactas filas de hamacas grises meciéndose despacio con su carga de hombres dormidos. Por una de las puertas, entraba de vez en cuando una ráfaga de aire tan húmedo y frío que todo ese mar de ahí fuera, agitándose en pequeñas olas verdosas bajo la niebla, se hacía presente en sus pensamientos.

«No hay nada como la mar», pensó el viejo. Y al punto le envolvió una extraña quietud. Ya no oía el resuello de las máquinas o el chirrido de las cadenas, o el chapoteo de las olas, o el zumbido del viento, no oía nada en absoluto.

Pensó que el buque se había hundido de repente y que él y sus compañeros nunca recibirían sepultura con mortaja en un ataúd; sino que colgarían de aquellas grises hamacas sumergidas en lo más hondo del océano para toda la eternidad.

Hasta ese momento, la idea de encontrar su tumba entre las olas le asustaba; ahora, en cambio, le complació. Le gustaba que fuera agua transparente y viva la que lo acogiera en lugar de la tierra negra, pesada y asfixiante del cementerio.

«No hay nada como la mar», pensó una vez más.

Pero luego, nuevas cavilaciones le inquietaron. Se preguntó si su alma podría verse perjudicada por el hecho de reposar en el fondo del mar sin haber recibido los Santos Sacramentos. Temía que la pobre nunca supiera encontrar el camino del cielo.

Entonces vislumbró un débil reflejo luminoso de la parte de proa, donde la sala se estrechaba, y se incorporó para ver de dónde provenía. Enseguida advirtió que se acercaban un par de personas llevando velas encendidas. El marinero se inclinó aún más para observarlas mejor.

Las hamacas colgaban tan cerca unas de otras y a tan poca distancia del suelo que si alguien quisiera atravesar la sala sin empujar o golpear a los que dormían, lo mejor sería avanzar a gatas. El viejo no acababa de entender quién podría estar en condiciones de abrirse paso de ese modo.

Pronto lo descubrió: eran dos monaguillos que aún llevaban sus bujías en la mano. Distinguió claramente sus largos hábitos negros y sus cabecitas rapadas.

El marinero no se sorprendió, le pareció natural que esos dos, tan bajitos, pudiesen pasearse con velas encendidas bajo las hamacas.

«Me pregunto si vendrán en compañía de un sacerdote.» Enseguida oyó el tintineo agudo de una campanilla y divisó una figura que los seguía; pero no era ningún sacerdote, sino una anciana no mucho más alta que los dos monaguillos.

Le pareció reconocerla. «Debe ser madre —pensó—. Nunca he visto a nadie de menor estatura que madre. Y sólo madre sería capaz de andar a hurtadillas de esa manera imperceptible y silenciosa sin despertar a nadie.»

Vio que su madre, sobre el vestido negro, llevaba una túnica larga de batista blanca con orla de encaje, como suelen vestir los sacerdotes. En su mano sostenía el grueso misal con la cruz dorada en la tapa que había visto miles de veces sobre el altar de la iglesia de su pueblo.

Los monaguillos colocaron las bujías al pie de su hamaca y se arrodillaron haciendo oscilar el incensario. El marinero percibió el dulce aroma del incienso, vio cómo se elevaban las volutas de humo y escuchó el tintineo de las cadenas del pebetero.

Mientras tanto, la madre abrió el grueso misal y a él le pareció que le administraba los últimos sacramentos.

Ahora yacer ahogado en el fondo del mar se le antojó una delicia y una bendición. Esto era mucho mejor que el cementerio.

Se estiró cuan largo era en la hamaca y aún por cierto tiempo le envolvió la voz de su madre murmurando frases en latín. El incienso humeaba a su alrededor y el tintineo de las cadenas del incensario acariciaba su oído.

De súbito, todo se acabó. Los monaguillos recogieron sus bujías y se abrieron paso delante de la mujer, que cerró el misal bruscamente y se fue tras ellos. El marinero vio esfumarse a los tres bajo el gris de las hamacas.

En el mismo momento en que los perdió de vista se acabó el silencio. De nuevo oyó la respiración de sus compañeros, el crujido de la madera del barco, los silbidos del viento y el vaivén de las olas. Comprendió que todavía pertenecía al dominio de los vivos que se mantenían a flote.

«Jesús, María y José, ¿qué puede significar lo que he visto esta noche?», se preguntó.

Al cabo de diez minutos L'Univers recibió un tremendo impacto en el centro del casco. Daba la impresión de que el buque entero se partía en dos.

«Esto era lo que estaba esperando», se dijo el viejo lobo de mar.

Durante la espantosa conmoción que siguió, mientras sus compañeros se tiraban medio desnudos de las hamacas, él se fue vistiendo lentamente con sus mejores galas. La deliciosa anticipación de la muerte que había saboreado le duraba en los labios, y sintió impaciencia por llegar a su nueva morada allá abajo en el fondo del océano.

Cuando el fuerte impacto sacudió el buque, un pequeño grumete dormía acurrucado en una garita de la cubierta a la que daba el salón comedor.

Medio dormido aún, se incorporó en su hamaca sin comprender lo que ocurría. Justo encima de su cabeza había un ojo de buey por el que miró al exterior. Sólo vio niebla y una protuberancia informe cuya grisura parecía surgir de la niebla misma. Creyó distinguir unas enormes alas cenicientas, se diría que un descomunal pájaro gris acababa de abalanzarse contra el vapor, el cual escoraba y daba bandazos bajo las garras de aquel monstruo que descargaba encarnizados golpes con el pico y las alas.

El pequeño grumete creyó morirse de miedo.

Pero al minuto siguiente se despejó completamente y descubrió que era un enorme velero lo que embestía al buque. Vislumbró unas velas enormes y una cubierta llena de gente enfundada en largos abrigos de piel y corriendo presa del pánico. El viento hostigaba el velamen y las innumerables lonas estaban tensadas como pieles de tambor. A continuación, los mástiles se doblegaron y vergas y cabos se soltaron con restallidos semejantes a disparos.

El gran velero de tres palos, que en medio de la espesa niebla había abordado de pleno a L'Univers, tenía el bauprés empotrado en un costado del vapor y no podía zafarse. El transatlántico escoraba mucho pero sus hélices funcionaban, por lo que iba arrastrando al velero en su desplazamiento.

—¡Dios santo! —exclamó el pequeño grumete mientras salía corriendo a cubierta—. ¡Ese pobre velero ha chocado con nosotros y se hundirá sin remedio!

Que el gran transatlántico a vapor, con su enorme potencia y capacidad, pudiese estar en peligro ni siquiera le cruzó la mente.

Luego se precipitaron a cubierta los oficiales del barco; pero al ver que sólo era un velero lo que había impactado contra su majestuoso vapor, se relajaron y, muy confiados, empezaron a tomar las medidas necesarias para liberar los navíos.

El pequeño grumete, de pie en la cubierta, con las piernas desnudas y la camisa flameando al viento, hacía señales con los brazos a los infelices tripulantes del velero para que saltaran a bordo y salvasen sus vidas.

Al principio nadie pareció reparar en su persona, pero pronto vio que un hombre corpulento de barba rojiza le devolvía las señales.

—¡Ven a bordo, muchacho! —le gritó el hombre acercándose corriendo hasta la borda—. ¡El vapor se hunde!

El muchachito no tenía la menor intención de abandonar el buque. Con todas sus fuerzas contestó a voces que los náufragos deberían salvarse subiendo a L'Univers.

El resto de la tripulación del velero estaba muy ocupada maniobrando bicheros y varas para desembarazarse del buque; en cambio, el barbudo pelirrojo parecía sentir una curiosa compasión por el pequeño grumete. Amplificando su voz con las manos le gritaba:

—¡Ven a bordo, ven a bordo!

El chico, lastimoso y aterido de frío con su ligera camisa, pateaba la cubierta con sus pies descalzos y amenazaba con el puño a la gente del velero que se negaba a escucharle. Que un barco tan grande como L'Univers, con seiscientos pasajeros y doscientos tripulantes, fuera a hundirse era imposible. Además, veía claramente que, tanto los marineros como el capitán, estaban tan tranquilos como él.

De pronto, el pelirrojo levantó un bichero, lo alargó hacia el chico y pescó su camisa con la intención de arrastrarlo hacia el velero. El hombre tiró de él hasta la misma borda, pero allí el chico consiguió zafarse. De ninguna manera pensaba dejarse arrastrar a un barco que se iba a pique sin remedio.

Al poco tiempo se escuchó un nuevo y desgarrador estruendo. Era el bauprés del velero partiéndose, con lo cual ambas embarcaciones quedaron libres. Al alejarse el vapor a gran velocidad, el chico vio el grueso bauprés colgar partido de la proa del velero y también vio parte del velamen desplomándose sobre la tripulación.

Sin embargo, el vapor avanzaba a toda máquina y el barco desconocido pronto se fue perdiendo en la niebla. Lo último que vio el muchacho fueron las cabezas de los hombres que asomaban en cubierta. A continuación, el velero desapareció de la vista como si se hubiese ocultado tras un muro. «Se ha ido a pique», pensó el chiquillo, esperando oír gritos de auxilio.

Pero lo que se oyó fue un vozarrón que conminaba a los del buque a vapor:

—¡Salvad a los pasajeros! ¡Echad los botes al agua!

De nuevo se hizo el silencio, y de nuevo esperó el muchacho las llamadas de auxilio.

Entonces la voz, ya muy lejana, gritó:

—¡Rogad a Dios, estáis perdidos!

En ese momento un viejo marinero se acercó al capitán.

—Hay una vía de agua muy importante en el centro, el barco se hunde —anunció calmada y solemnemente.

Casi en el mismo instante en que quedó establecida la magnitud de los daños, se presentó en cubierta una dama menuda.

Había subido por las escaleras que daban a los camarotes de primera con pasos firmes y decididos. Estaba completamente vestida y las cintas del sombrero despuntaban bajo el mentón anudadas en un lazo perfecto. Era una ancianita de cabello crespo y gris, ojos esféricos como de búho y cutis enrojecido y descamado.

Durante los pocos días que llevaban de travesía, había tenido ocasión de entablar conversación con todo el mundo, de todos, pues, era conocido que se llamaba señorita Hoggs, y a todos, tanto miembros del pasaje como de la tripulación, había declarado no tener nunca miedo. Había afirmado no entender por qué habría de sentir miedo, si tarde o temprano moriría de todos modos. Que sucediera más tarde o más temprano le era indiferente.

Tampoco ahora tenía miedo, si se había apresurado a subir a cubierta era para ver si allí sucedía algo digno de interés o emoción.

La primera visión que tuvo fue la de un par de marineros que pasaron corriendo por su lado con expresiones de pánico. Luego llegaron camareros semidesnudos dispuestos a bajar a los camarotes para llamar a los pasajeros a cubierta. Un viejo marinero llegó cargado con una caja entera de salvavidas que volcó en el suelo de cualquier manera. Un pequeño grumete, en camisa y nada más, llorando acurrucado en un rincón, gritaba que iba a morir.

En cuanto al capitán, lo divisó en lo alto del puente de mando dando órdenes:

—¡Parad máquinas! ¡Arriad los botes!

De las escaleras negras de hollín que conducían a las salas de máquinas emergieron fogoneros y maquinistas gritando que el agua ya llegaba a los hornos.

La señorita Hoggs no llevaba más que un momento en cubierta cuando se produjo una avalancha de gente. Eran los pasajeros de tercera y cuarta clase, que avanzaban como un solo hombre, ansiosos por alcanzar los botes porque de lo contrario sólo se salvarían los pasajeros de primera y segunda.

Pero al aumentar la confusión más y más, de modo que la anciana finalmente comprendió que existía un peligro real, se deslizó con cautela hasta la cubierta de encima del salón comedor, utilizada como paseo, donde un par de botes colgaban fuera de la borda.

Allí arriba no había ni un alma, así que, sin ser vista, la señorita Hoggs se encaramó a uno de los botes, el cual, mediante sogas y poleas, pendía balanceándose sobre un abismo espeluznante. Tan pronto hubo llegado allí, se congratuló por su cordura e impavidez: ésas eran las ventajas de tener una mente ordenada y metódica.

Una vez arriado, habría sido sumamente difícil encontrar sitio en aquel bote porque entonces todos intentarían subirse a él, y cuán terrorífica sería entonces la situación en la compuerta y la escala. La anciana no paraba de felicitarse por su inteligente previsión.

El bote de la señorita Hoggs colgaba en la parte posterior de la popa; con todo, si se asomaba por la borda, distinguía la escala.

Veía ahora que un bote había sido tripulado y puesto a disposición de los pasajeros, quienes comenzaban a ocuparlo; sin embargo, enseguida se oyó un horrible chillido. Alguien, presa del pánico, había dado un traspié y caído al agua, lo cual debió de asustar a los demás, ya que se oyeron más chillidos mientras los pasajeros se apretujaban desaforadamente en la compuerta, dándose empujones y peleándose en la escala de cuerda. Varios cayeron al mar durante el forcejeo y más de uno, al ver que era imposible descender por la escala, se tiró al agua sin más para alcanzar el bote a nado. Poco después el bote se alejó. Su carga era ya muy pesada y los que habían conseguido una plaza esgrimieron cuchillos para tajar a los que pretendieran agarrarse a la borda.

La señorita Hoggs permaneció sentada observando cómo echaban bote tras bote. Observó asimismo cómo un bote tras otro iba zozobrando bajo el peso excesivo de las personas que se arrojaban a su interior.

En cuanto a los botes que colgaban junto al de la señorita Hoggs, fueron echados al agua; pero la casualidad quiso que nadie se acercara al bote en que se había instalado ella. «Gracias a Dios a mi bote lo dejarán tranquilo hasta que haya pasado lo peor», pensó.

Allí colgada, presenció y escuchó cosas verdaderamente horribles; su impresión era de estar suspendida sobre un infierno. La cubierta en sí no la veía; sin embargo, le pareció oír ruidos de pelea, escuchó disparos de revólver y vislumbró ligeras nubes de humo azulado elevándose desde cubierta.

Hasta que por fin se hizo una calma total. «Ya va siendo hora de que echen mi bote al agua», pensó ella.

No tenía ni pizca de miedo, se quedó ahí tan tranquila hasta el último momento, cuando el buque empezó a inclinarse de costado. Sólo entonces comprendió que L'Univers se hundía y que nadie se había acordado del bote en que se hallaba ella.

A bordo del vapor se encontraba una joven americana, una tal señora Gordon, que se dirigía a Europa para visitar a sus ancianos padres, quienes residían en París desde hacía varios años.

Sus dos hijos viajaban con ella. Eran dos niños varones de corta edad que dormían en el camarote con su madre cuando ocurrió la catástrofe.

Ella se despertó de inmediato, consiguió ponerles algunas prendas de abrigo a sus hijos y también a sí misma, y salió al estrecho pasillo entre las hileras de camarotes.

El pasillo estaba abarrotado de gente ansiosa por subir a cubierta, pero aun así no tuvieron dificultad en avanzar. La escalera, en cambio, resultó mucho peor ya que más de cien personas querían abalanzarse por ella al mismo tiempo.

La joven americana tenía a sus hijos cogidos de la mano, uno a cada lado. Elevó la vista con ojos anhelantes hacia la escalera preguntándose cómo iba a subir por allí con los pequeños. Todos a su alrededor se apretujaban y empujaban sin pensar en nadie más que en sí mismos, nadie parecía verla siquiera. Se vio obligada a mirar a quienes la rodeaban porque necesitaba ayuda. Tenía la esperanza de encontrar a alguien que quisiera tomar a uno de los niños y llevarlo en brazos escaleras arriba mientras ella cargaba con el otro. Pero no se atrevía a dirigirle la palabra a nadie.

Los hombres llegaban corriendo vestidos de cualquier manera, algunos cubriéndose con una manta, otros con el abrigo puesto sobre el pijama. Muchos se aferraban a sus bastones y al observar ella la frialdad de sus miradas tuvo la impresión de que todos eran peligrosos. Las mujeres no le daban miedo pero, en cambio, no distinguió una sola a la que pudiera confiarle a su hijo. Todas estaban desquiciadas, habían perdido los nervios y el autodominio; de pedirles algo, habrían sido incapaces de entender nada. Las examinó, dudando que realmente alguna estuviera en condiciones de razonar con cordura. Al verlas llegar, unas empecinadas en salvar las flores que les habían regalado al zarpar de Nueva York, otras chillando y retorciéndose las manos, optó por no pedir ayuda a ninguna.

Al final, intentó detener a un joven que había sido vecino suyo en la mesa y que siempre se había mostrado muy cortés con ella durante las comidas.

—Ay, señor Martens...

El joven le dirigió la misma mirada enloquecida que irradiaban los ojos de los otros caballeros. Luego alzó levemente su bastón, y si ella hubiese intentado retenerlo sin duda la habría golpeado.

Al cabo de poco oyó un aullido, aunque en realidad no se trataba de un aullido; sino más bien de un bufido de ira, como cuando una amplia e intensa ráfaga de viento se ve aprisionada en un callejón estrecho. El bramido lo proferían las personas atrapadas en la escalera, a las que ahora algo impedía seguir adelante.

Por la escalera habían subido a un hombre tullido que no se valía por sí mismo. Su invalidez era tal que durante las comidas su criado lo llevaba a cuestas hasta la mesa. Se trataba de un hombre corpulento y pesado, y en ese momento el criado, con mucho esfuerzo, acababa de cargar con él hasta la mitad de la escalera y allí se había detenido para recobrar el aliento, cuando los empujones de la gente le hicieron caer de rodillas. Ahora, él y su amo ocupaban todo lo ancho de la escalera obstaculizando el paso, de modo que nadie avanzaba.

Entonces la señora Gordon vio a un hombre fornido y grueso inclinarse y levantar al tullido en vilo para luego arrojarlo por la barandilla al hueco de la escalera. Lo más terrible fue que, siendo un acto tan espantoso, nadie se horrorizó ni mostró indignación, la única preocupación de todos los presentes era trepar por aquellas escaleras y alcanzar la cubierta. Para aquella gente, lo sucedido no tenía más importancia que un pedrusco que se aparta del camino de un puntapié.

La joven americana comprendió que entre personas así no cabía esperar ninguna ayuda. Ella y sus pequeños perecerían irremisiblemente.

Una pareja joven, marido y mujer, se encontraban realizando su viaje de bodas. Su camarote se hallaba tocando la popa y su sueño había sido tan profundo que no percibieron nada de la colisión. Allá atrás tampoco se produjo demasiado alboroto, y como nadie se acordó de llamar a su puerta, dormían todavía cuando el resto de los pasajeros se encontraban en cubierta luchando por una plaza en los botes.

Sin embargo, sí se despertaron cuando la hélice, que durante toda la noche había zumbado justo debajo de ellos, súbitamente dejó de girar. El hombre se puso una bata por encima y salió corriendo para averiguar qué ocurría.

Al cabo de pocos segundos regresó y cerró la puerta del camarote cuidadosamente. Luego dijo:

—El barco se hunde.

Al decirlo tomó asiento, y cuando la esposa quiso echar a correr le dijo que no perdiera el tiempo.

—Ya no hay botes —explicó—. La mayoría se ha ahogado, y los que quedan a bordo se pelean a vida o muerte por una tabla o un salvavidas. —En una escalera había tenido que pasar por encima del cadáver de una mujer pisoteada y el griterío de los moribundos se oía por todos los rincones—. Es imposible salvarse —concluyó—. No salgas. ¡Es mejor morir juntos!

La esposa pensó que tenía razón y, obediente, se sentó a su lado.

—No querrás ver toda esa gente peleando —dijo el marido—. Vamos a morir, y es preferible una muerte tranquila.

A ella le pareció correcto quedarse junto a él durante esos minutos de vida restantes. Había sido su intención entregarle toda su vida, desde sus mejores años de juventud hasta bien entrada la vejez.

—Y yo que me imaginaba —dijo él— que después de muchos años de casados, tú estarías sentada junto a mi lecho de muerte y yo te daría las gracias por una larga y dichosa vida en común.

En ese instante ella vio un hilo de agua filtrándose por la puerta cerrada. Y no pudo soportarlo. Estiró los brazos con gesto de desesperación.

—¡No puedo! —gritó—. ¡Déjame salir! No puedo quedarme quieta esperando la muerte aquí encerrada. Te quiero, pero no puedo.

Salió justo en el momento en que el buque, escorando, comenzaba a oscilar instantes antes de hundirse.

La joven señora Gordon se mantenía a flote en el agua, boqueando. El vapor se había hundido, sus hijos se habían ahogado y ella misma había sido arrastrada a las profundidades. Sabía que volvería a hundirse y que eso significaría la muerte.

Entonces no pensó más en su esposo ni en sus hijos, ni en ningún asunto de este mundo. Lo único que ocupaba su mente era dirigir su alma hacia Dios. Y su alma se elevó como un preso liberado. Sintió cómo su espíritu se alegraba de poder desprenderse de las pesadas cadenas de la vida humana y se preparaba jubiloso para volar hacia su verdadera morada.

«¿Tan fácil es morir?», pensó.

Al pensarlo le pareció que aquel caos de ruidos —el chapoteo de las olas, el ulular del viento, los lamentos de los que se ahogaban y el estruendo de los restos flotantes al chocar entre sí— se fundía en sonidos inteligibles para ella, del mismo modo que a veces las nubes amorfas componen cierto orden representando una imagen.

Y lo que oía le contestó:

«Es verdad que morir es fácil. Lo difícil es vivir.»

«Sí, así es», pensó ella, y se preguntó qué sería necesario para que la vida fuese tan fácil como la muerte.

A su alrededor los náufragos luchaban y se peleaban por un trozo de madera flotante o por un bote volcado. Pero en medio de las blasfemias y los gritos de desesperación, percibió de nuevo que aquella cacofonía formaba unas estentóreas palabras de respuesta.

Creyó que era el Señor de todas las cosas quien transformaba el fragor y los ruidos en un vehículo para responderle.

La rescataron mientras esas palabras resonaban aún en sus oídos. La sacaron del agua desde una pequeña yola ocupada únicamente por tres personas: un marinero corpulento vestido de domingo, una anciana con ojos de búho y un pobre chiquillo lloroso que sólo llevaba puesto una camisa hecha jirones.

Hacia la tarde del día siguiente, un barco noruego navegaba en dirección a los grandes bancos de pesca de las costas de Groenlandia Newfoundland.

El tiempo era soleado y había calma, el mar se extendía liso como un espejo y el velero apenas se movía, con todas sus velas izadas intentando atrapar las últimas bocanadas del viento agonizante.

La superficie del mar era de una gran belleza, extendiéndose azul y brillante hasta el horizonte, mientras que donde soplaba la escasa brisa el agua se rizaba plateada.

Cuando ya llevaban un rato de calma chicha, la tripulación del barco divisó a lo lejos un objeto oscuro flotando en el agua. Lentamente se fue aproximando y pronto descubrieron que era un cadáver. El cúter pasó rozando al muerto, cuyas ropas proclamaban su condición de marino. Flotaba boca arriba con una expresión serena en el rostro y los ojos abiertos. No había permanecido en el agua el tiempo suficiente para hincharse. Daba la impresión de que se dejara mecer plácidamente por el suave oleaje. No obstante, al apartar la vista de él, los marineros casi gritaron al unísono ya que, súbitamente y sin que se dieran cuenta, junto a la proa apareció otro cadáver. Faltó poco para que lo arrollaran, pero en el último momento los remolinos del barco lo apartaron del casco. Todos los tripulantes se inclinaron por la borda. Esta vez era una niña pequeña, una niñita muy arreglada y con un abrigo azul.

—¡Oh, Dios! —se lamentaron los marineros con lágrimas en los ojos—. ¡Oh, Dios, Dios, es tan pequeña!

La niña, meciéndose en la corriente, pasó de largo mirándoles con una gravedad adulta, como si estuviese cumpliendo una misión de suma importancia.

Al cabo de unos instantes, uno de los hombres divisó otro cadáver más, y enseguida otro tripulante vio uno más en otra dirección. De repente vieron cinco cadáveres de golpe, luego diez, luego tantos que ni siquiera pudieron contarlos.

La embarcación navegaba muy despacio en medio de todos aquellos muertos que parecían rodearla como si desearan algo.

Algunos se acercaban flotando en nutridos grupos, de lejos parecían madera flotante o algo procedente de tierra; y sin embargo no eran más que cadáveres.

Los marineros, con la vista fija y sin osar moverse, apenas daban crédito a sus ojos.

En cierto momento creyeron ver una isla surgiendo del mar, porque lo que se aproximaba parecía tierra; no obstante, pronto comprobaron que, una vez más, eran cadáveres flotando muy juntos unos de otros.

Rodeaban el barco por los cuatro costados, se diría que lo seguían, como si quisieran cruzar el océano en su compañía.

El patrón dio orden de virar en un nuevo rumbo para hinchar las velas; pero no sirvió de nada, las lonas colgaban fláccidas y los muertos continuaron persiguiéndoles.

Los marineros se volvían más pálidos y taciturnos por momentos. El cúter avanzaba tan despacio que no podía esquivar los muertos y los tripulantes temieron que toda la noche les deparase lo mismo.

Entonces, un marinero sueco se encaramó a la proa y empezó a rezar un Padre Nuestro en voz alta. A continuación entonó un cántico.

El sol se puso en mitad de aquel cántico y entonces la brisa nocturna expulsó la nave fuera del dominio de los muertos.