En alas de la aurora
Mientras Gunhild sufría una insolación, Gertrud se paseaba por una de las anchas calles del suburbio oeste de la ciudad. Iba de compras en busca de cintas y botones que necesitaba para sus labores; pero al no estar muy familiarizada con la zona tuvo que andar un buen trecho antes de encontrar lo que quería. Por otro lado, no se daba prisa porque se encontraba muy a gusto deambulando al aire libre.
Como siempre que salía a la calle, a Gertrud le brotó en los labios una sonrisa de felicidad. Claro que notaba el tremendo calor y el sol que le picaba la piel, pero eso no la molestaba tanto como a los demás, porque a cada paso se decía que tal vez Jesús había pisado el mismo suelo por el que ella andaba. Sabía que los ojos de él habían reposado la vista en las colinas que se veían al final de la calle, y que el polvo y el calor le mortificaron del mismo modo que la mortificaban a ella. Cuando pensaba en todo esto, se sentía tan próxima a él que no podía más que dejarse arrastrar por una maravillosa alegría.
Era, justamente, esa nueva intimidad con Jesús la que había hecho a Gertrud tan feliz tras su llegada a Palestina. Nunca pensaba que habían transcurrido dos mil años desde que él vagara por aquellas tierras junto a sus discípulos; alimentaba la dulce ilusión de que sólo habían transcurrido unos años desde que él viviera allí. En el polvo de los caminos creía distinguir la huella de sus pies y oía la reverberación de su voz en las calles de Jerusalén.
Justo cuando descendía por la escarpada pendiente que conduce a la puerta de Jafa, unos doscientos peregrinos rusos iniciaban su ascenso. Tras varias horas de caminata a pleno sol para visitar los lugares sagrados de los alrededores de Jerusalén, tal era el agotamiento de los peregrinos que parecía dudoso que lograran subir hasta las posadas rusas situadas en lo alto de la cuesta.
Gertrud se detuvo y los observó a medida que iban desfilando delante de ella. Era gente del campo y, viéndolos con sus abrigos de sayal y sus chaquetas de punto, le maravilló su semejanza con los lugareños de su propio terruño. «Apuesto a que viven en un mismo pueblo y han hecho el viaje a Palestina todos a la vez —pensó mientras los miraba—. Ese de los quevedos es el maestro de la escuela, y el del bastón grueso tiene una finca importante y es el que manda en la parroquia. Ese que camina tan tieso es un viejo militar, y esa figura de hombros estrechos y manos largas es el sastre del pueblo.»
Estaba ahí embobada, de muy buen humor, y como era habitual en ella empezó a componer pequeñas historias con los elementos que tenía a la vista. «La abuelita del pañuelo de seda en la cabeza es muy rica —pensó—, pero ha tenido que esperar a hacerse vieja para ir de peregrinación porque primero tuvo que casar a los hijos y después criar a los nietos. Y la viejita que camina junto a ella con un hatillo en la mano es muy pobre. Es de los que han tenido que luchar y ahorrar toda su vida para pagarse el viaje a Jerusalén.»
Bastaba con verles subir por aquella cuesta para sentir aprecio por ellos. A pesar de ir cubiertos de polvo y sudor se les veía alegres y satisfechos; ni un solo rostro mostraba signos de descontento. «¡Qué devotos y pacientes deben de ser! ¡Y cómo deben de amar a Jesús, ya que se les ve tan felices de seguir sus huellas, sin que las penalidades les afecten!»
Los últimos de la procesión estaban extenuados y avanzaban prácticamente a rastras. Era conmovedor ver cómo sus parientes y amigos se daban la vuelta y les tendían las manos para ayudarles a subir la pendiente. Pero los que ofrecían el aspecto más lamentable iban solos, parecían en tan malas condiciones que nadie se veía con fuerzas de asistirles.
La última era una chica de unos diecisiete años. Se trataba probablemente de la única persona joven del grupo, el resto era gente mayor o de mediana edad. Al verla, Gertrud imaginó que la muchacha había sufrido alguna desgracia tan funesta que la vida en su hogar se le había hecho insoportable. Acaso también a ella se le había aparecido Jesús en el bosque para decirle que emprendiera la marcha hacia Palestina.
Daba la impresión de estar muy enferma y sufrir mucho. Era de constitución delicada y la ropa gruesa y pesada que vestía, sobre todo las toscas botas que calzaba al igual que el resto de las mujeres, le eran sin duda sumamente molestas. Cada pocos pasos vacilantes tenía que detenerse para recobrar el aliento. Pero quedándose quieta de aquel modo en medio de la calle corría el peligro de ser arrollada por un camello, o de que un carro se la llevara por delante.
Gertrud sintió un irresistible deseo de ayudarla. Sin pensárselo dos veces se acercó a la enferma, rodeó su cintura con el brazo y le indicó que se colgara de sus hombros para sostenerse. La chica levantó la vista con la mirada ida; aceptó la ayuda medio inconsciente y dejó que Gertrud la arrastrara unos cuantos pasos.
Una de las mujeres más mayores se giró. A Gertrud le dirigió una dura mirada y a la enferma le gritó un par de palabras en un tono muy severo. La enferma, aparentemente horrorizada, se enderezó, apartó a Gertrud de un empujón e intentó seguir adelante por sus propios medios; aunque tuvo que desistir muy pronto.
Gertrud no entendía por qué la muchacha rechazaba la ayuda que ella le brindaba. Creyó que tal vez la modestia de los rusos no les permitía aceptar ayuda de una desconocida. Corrió nuevamente hasta la muchacha y volvió a rodearle la cintura. Entonces el rostro de la desconocida se transfiguró en una mueca de horror y asco. No sólo se desasió de Gertrud, sino que intentó pegarle y luego echó a correr para escapar de ella.
Esta vez, Gertrud comprendió que el pavor de la chica no podía deberse a otra cosa que a la vil calumnia que circulaba sobre los gordonistas. Se sintió a la vez furiosa y desolada. Lo único que podía hacer por aquella pobre muchacha era dejarla en paz para no espantarla aún más. Mientras la seguía con la mirada, vio que corría en línea recta hacia un carro que se aproximaba a toda prisa en dirección contraria. Gertrud pensó que la colisión era inminente.
Quiso cerrar los ojos para ahorrarse la visión del infausto accidente, pero había perdido el control de sí misma y ni siquiera fue capaz de bajar los párpados. Así que con los ojos de par en par vio cómo los caballos derribaban de un topetazo a la muchacha. Sin embargo, en el acto los nobles e inteligentes animales frenaron su propia carrera impulsándose hacia atrás, afianzaron los cascos en el suelo para contener el empuje del carro, y luego se echaron ágilmente a un lado y continuaron la marcha sin que los cascos ni las ruedas del carro tocaran a la chica tendida en el suelo.
Gertrud creyó que el peligro había pasado. La rusa seguía tendida en el suelo sin moverse, pero ella imaginó que se había desmayado del susto.
La gente se apresuró para atender a la herida. Gertrud llegó a su lado antes que nadie. Se agachó para incorporarla y entonces vio sangre en la grava junto a su cabeza y que su rostro, boca arriba, se contraía de un modo extraño. «Está muerta —pensó Gertrud—, ¡y yo he provocado su muerte!»
En ese momento, un hombre la apartó a un lado. Le chilló unas palabras que ella interpretó como que una perdida como ella no era digna de tocar a aquella joven y piadosa peregrina, o algo por el estilo. Al instante, las mismas palabras fueron repetidas por todos los que la rodeaban. Se alzaron puños amenazadores, la rodearon y empujaron hasta que consiguieron expulsarla del compacto círculo de gente reunida en torno a la accidentada.
Por un momento, su manera de tratarla la enfureció hasta tal punto que apretó los puños. Quería defenderse, quería volver a aproximarse a la muchacha rusa, tenía que saber si realmente estaba muerta.
—¡No soy yo la indigna de acercarse a ella, sino vosotros! —les gritó en sueco—. Sois vosotros quienes la habéis matado. Vuestras infames calumnias la han precipitado a la muerte.
Nadie entendió una palabra y de pronto la ira de Gertrud se mudó en un insondable terror. ¿Y si alguien había presenciado los hechos y se lo contaba a los peregrinos? Entonces toda esa gente se abalanzaría sobre ella y la matarían a golpes.
Se alejó rápidamente del lugar, corriendo sin pausa aunque nadie la perseguía. No se detuvo hasta que llegó a los áridos solares del norte de Jerusalén. Entonces se enjugó el sudor y apretó sus manos fuertemente enlazadas contra la frente.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gemía—. ¿Acaso soy una asesina? ¿Soy culpable de la muerte de una persona? —Se giró encarándose a la ciudad cuya siniestra muralla se elevaba inmensa junto a ella—. ¡No he sido yo sino tú! —chilló—. ¡Tú, tú!
Estremecida, le dio la espalda a la ciudad y puso rumbo a la colonia, cuyo tejado destacaba a lo lejos. Pero se detenía una y otra vez intentando ordenar sus pensamientos.
La cuestión es que cuando Gertrud llegó a Palestina había pensado: «Ésta es la tierra de mi amo y rey, él me tiene bajo su especial protección, aquí no puede pasarme nada malo.» Así alimentaba la creencia de que Cristo la había instado a viajar a Tierra Santa porque conocía su tremendo dolor y había decidido que ella, a partir de ese momento, no tendría que padecer más, sino vivir el resto de su vida segura y en paz.
Pero ahora Gertrud se sentía como debe sentirse aquel que habita un bastión y de pronto ve cómo torres y murallas fortificadas se derrumban a su alrededor. Estaba indefensa, no había ningún escudo entre ella y el mal que la rodeaba. Al contrario, parecía que la desgracia podía acertar el tiro allí más que en cualquier otro lugar.
Apartó valerosamente la idea de que fuera ella la causante de la muerte de la joven rusa, no quería sentir remordimientos por ello. Pero sintió un oscuro temor por el daño que aquel incidente podría haberle ocasionado. «Acaso siempre veré ante mis ojos cómo se le acercaban los caballos —se lamentó para sus adentros—. Nunca más sabré lo que es un día feliz.»
En su mente surgió una pregunta que intentó reprimir pero que resurgía una y otra vez. Empezó a cuestionarse la razón de que Jesucristo la enviara a aquel país. Cometía un grave pecado al plantear esa pregunta pero no podía evitarlo. ¿Cuál había sido la intención de Cristo al enviarla allí?
—¡Dios mío —exclamó desesperada—, creía que me amabas y que cuidarías de mí! ¡Oh, Dios, era tan feliz cuando pensaba que tú me protegías!
De vuelta a la colonia, la recibieron un silencio y una solemnidad extrañas. El chiquillo que le abrió el portón rezumaba una gravedad inusual, y al entrar en el patio notó el sigilo con que todos andaban y el hecho de que nadie hablara en voz alta. «Por aquí ha pasado la muerte», pensó antes de que nadie le contara nada.
Pronto le informaron de que habían encontrado a Gunhild muerta en la calle. Ya la habían traído a casa y yacía en una camilla en la lavandería del sótano. Gertrud no ignoraba que en Oriente los muertos debían ser inhumados sin tardanza; pero aun así se horrorizó al saber que los preparativos para el entierro ya estaban en marcha. Tims Halvor y Ljung Björn trabajaban en la carpintería construyendo el féretro y un par de ancianas amortajaban el cuerpo en ese mismo momento.
La señora Gordon iba ya rumbo a una de las misiones americanas para solicitar al director permiso para enterrar a Gunhild en el cementerio americano. Y Hellgum y Gabriel esperaban el regreso de la señora Gordon en el patio, con sendas palas en la mano, dispuestos a cavar la tumba.
Gertrud bajó a la lavandería. Estuvo contemplando a Gunhild largo rato y al final rompió a llorar. Siempre había sentido mucho cariño por la que ahora yacía ahí muerta; pero mientras la miraba comprendió que nunca nadie, tampoco ella, le había dado todo el cariño que se merecía. Sin duda, Gunhild estaba considerada una persona honesta, bondadosa y amante de la verdad; pero se amargaba la vida a sí misma y a los demás dándole excesiva importancia a nimiedades, lo cual despertaba el rechazo de la gente. Cada vez que pensaba en esto, Gertrud se compadecía infinitamente de Gunhild y entonces las lágrimas volvían a correr por sus mejillas.
De pronto dejó de llorar y miró a Gunhild, inquieta y asustada. Descubrió que Gunhild, muerta, tenía la misma expresión que había tenido en vida, cuando se devanaba los sesos acerca de algún problema complicado o de difícil solución. Era sumamente extraño verla ahí tendida cavilando, con una profunda arruga entre las cejas y poniendo morritos.
Muy despacio, se fue apartando de la difunta. La expresión inquisitiva de Gunhild la transportó a sus propias preocupaciones. Pensó que acaso Gunhild también se preguntaba por qué Jesús la había enviado a aquel país. «¿Por qué vine aquí, si sólo era para morir?», parecía inquirir su rostro.
Nada más salir al patio, Hellgum corrió hacia ella y le pidió que fuera a hablar con Hök Gabriel Mattson. Gertrud lo miró estupefacta, absorta en sus pensamientos y sin entender nada.
—Fue Gabriel quien encontró a Gunhild en la calle —le explicó Hellgum, paciente. Gertrud no le escuchaba, lo único que ocupaba su mente era la cuestión de por qué Gunhild tenía aquella expresión en el rostro—. Ha sido terrible para Gabriel encontrársela así, muerta en la calle, cuando menos se lo esperaba —añadió Hellgum—. Supongo que ya sabes, Gertrud, que él la quería.
Gertrud miró en derredor como si acabara de despertar. Sí, claro, hacía mucho que sabía que Gabriel y Gunhild se querían. Hasta se habrían casado de no ser porque el viaje a Jerusalén se interpuso. Los dos estuvieron de acuerdo en emigrar a Palestina aunque sabían que los gordonistas no permitían que sus adeptos se casaran. ¡Y ahora Gabriel se había encontrado a Gunhild muerta en la calle!
Fueron a reunirse con Gabriel, quien, de pie junto al portón, no hizo ademán de ir a su encuentro. Con los labios apretados y la mirada fija, iba clavando la punta de la pala entre dos piedras. Cuando Gertrud llegó hasta él, Gabriel empezó a mover los labios pero no articuló ningún sonido audible.
—Sería bueno que consiguiese llorar —le susurró Hellgum a Gertrud.
En silencio, Gertrud le tendió la mano, como se hace con los parientes más cercanos en un funeral. Notó la mano de Gabriel fría y fláccida en la suya.
—Hellgum dice que tú la encontraste —dijo Gertrud, pero Gabriel siguió sin moverse—. Tiene que haber sido muy duro para ti —añadió ella mientras él seguía tieso como una estatua. Gertrud, que ya se había puesto en su lugar, imaginaba lo terrible que debía haber sido para él—. Pero, ¿sabes?, estoy segura de que a Gunhild le ha gustado que fueras tú quien la encontrase —dijo.
Gabriel, con un respingo, la miró sorprendido.
—¿Tú crees que le ha gustado?
—Sí —respondió Gertrud—. Entiendo que debió ser terrible para ti, pero creo que ella habría querido que fueras tú quien la encontrara.
—No me aparté de ella ni un segundo —empezó Gabriel despacio—, hasta que vino gente para ayudarme, y después la llevé en mis brazos con cariño y delicadeza.
—No me cabe la menor duda —dijo Gertrud.
Un temblor sacudió los labios de Gabriel y luego, de golpe, los ojos se le inundaron de lágrimas. Hellgum y Gertrud se quedaron silenciosos a su lado y le dejaron llorar. Gabriel apoyó la cara contra la jamba de la puerta. Su llanto era incontenible. Al poco se tranquilizó, se acercó a Gertrud y le cogió la mano.
—Gracias por hacerme llorar —le dijo. Ahora su voz era dulce y suave, hasta se diría que era el viejo Hök Matts, su padre, quien hablaba—. Quiero enseñarte algo que no pensaba enseñarle a nadie —continuó—. Cuando encontré a Gunhild tenía una carta en la mano. Era de su padre y me la quedé; tengo cierto derecho a leerla. Ahora pienso que tus padres están en Suecia y que son mayores, y voy a dejar que la leas porque has conseguido hacerme llorar.
Gertrud cogió la carta y la leyó. Después levantó la vista y miró a Gabriel.
—Así que ha muerto por eso —dijo.
Gabriel asintió con la cabeza y dijo:
—Yo creo que sí.
Gertrud exclamó de pronto:
—¡Jerusalén, Jerusalén, nos estás quitando la vida a todos! ¡Creo que Dios nos ha abandonado!
En ese momento, la señora Gordon entró por el portón y mandó a Hellgum y Gabriel a cavar la fosa.
Gertrud fue al pequeño cuarto que había compartido con Gunhild y allí se quedó toda la tarde, sintiendo un terror agudo e irreprimible. Se figuraba que aquel día aún incubaba otra desgracia, y su temor era inmediato y casi palpable, como si esa desgracia estuviese emboscada en un rincón del cuarto. Al mismo tiempo, las dudas no cesaban de mortificarla. «No sé para qué nos ha enviado aquí Jesucristo —pensaba—. ¡Si sólo traemos desdichas, a los demás y a nosotros mismos!»
A ratos conseguía apartar las dudas; pero enseguida se sorprendía enumerando a todos aquellos que habían sufrido una desgracia por culpa de su éxodo. Que ellos habían emigrado a Palestina por voluntad de Dios, les había parecido una verdad incuestionable; pero entonces ¿cómo es posible que el viaje solamente conllevase desdichas?
Había conseguido pluma y papel para escribir a sus padres; pero no fue capaz de hacerlo. «¿Qué podría escribirles para que me creyesen? Si me tumbo al sol para morirme como hizo Gunhild, tal vez me crean cuando les digo que somos inocentes.»
El día agonizó con lentitud y por fin llegó la noche. Gertrud se sentía tan desgraciada que era incapaz de conciliar el sueño. El rostro de Gunhild se le aparecía y no podía dejar de preguntarse por el contenido de sus cavilaciones. Al final, la idea de que la pregunta que Gunhild tenía en los labios al morir era la misma con que ella se debatía, se convirtió en una certeza.
Antes del alba, se levantó y se vistió para salir.
Durante la última jornada se había alejado tanto de Cristo que le resultaba casi imposible imaginar cómo encontraría el camino de vuelta a su redil. Sin embargo, se despertó con el anhelo de ir a algún lugar donde hubiera estado él con toda seguridad, y ese lugar era el monte de los Olivos. Pensó que si subía allí volvería a sentirse íntimamente ligada a él y amparada por su amor, y que también comprendería sus planes para ella.
Su primera reacción al salir a la oscuridad nocturna fue angustia por partida doble. Una y otra vez, su mente giraba en torno al cúmulo de desgracias e injusticias que habían coincidido en un mismo día.
Pero a medida que ascendía por la montaña, tuvo la sensación de que la luz iba ganando terreno en su interior. La carga que la oprimía le estaba siendo levantada de sus hombros y empezó a vislumbrar un sentido. «Sí, no cabe otra explicación —pensó—. Cuando se permiten injusticias así, es que el mundo se aproxima a su final. De otro modo no se entiende que la bondad se vuelva pecado, ni que Dios no tenga poder para impedir el mal, ni que se persiga a los justos, ni que a la mentira nadie oponga la verdad.» Se detuvo y meditó. Sí, sin duda era eso, la llegada del Señor era inminente y dentro de poco ella le vería descender de los cielos.
De ser así, entendería por qué les habían convocado en Jerusalén: Dios, en su benevolencia, había enviado a Jerusalén, a ella y todos sus hermanos, para ir al encuentro de Jesús. Gertrud juntó las manos con entusiasmo, maravillada de lo inconmensurable de la idea.
Escaló con paso ligero el monte hasta que alcanzó la cima desde la cual Jesús ascendió a los cielos. Una valla le impedía entrar al sitio exacto pero, desde afuera, se quedó mirando el firmamento, donde ya clareaban las primeras luces. «Quizá llegue hoy mismo», pensó. Juntó las manos y levantó la vista hacia el cielo cubierto de unas nubes leves como plumas. No tardaron en teñirse de rojo y su resplandor pareció incendiar el rostro de Gertrud.
—Ya llega —dijo—, ya llega, seguro.
Tenía los ojos clavados en la aurora, como si la viera por primera vez. Le parecía que su vista alcanzaba muy lejos. Hacia el este divisó un arco profundo con un ancho y elevado portal; ahora sólo cabía esperar que las hojas se abrieran para ver aparecer a Cristo con su séquito de ángeles.
Al cabo de un rato el este abrió realmente sus puertas y el sol avanzó por el firmamento. Gertrud quedó como suspendida mientras el sol proyectaba sus rayos sobre el oeste de Jerusalén, donde un mar de colinas se extendía ondulante. Aguardó sin moverse hasta que el sol ascendió tan alto que sus rayos centellearon en la cruz de la cúpula del Santo Sepulcro.
Gertrud creía haber oído que Cristo vendría en el amanecer, sobre las alas de la aurora. Tuvo que aceptar que esa mañana no podía seguir esperándole, pero eso no la abatió ni desasosegó su espíritu.
—Vendrá mañana y no hoy —dijo con la mayor convicción.
Descendió el monte y volvió a la colonia con el rostro radiante de felicidad. Sin embargo, no le confió a nadie la jubilosa, inconmensurable certeza que la embriagaba. Durante todo el día estuvo sentada trabajando como de costumbre y hablando de cosas cotidianas.
A la madrugada siguiente se encontraba de nuevo en el monte de los Olivos esperando la aurora.
Y allí volvía, alba tras alba, porque quería ser la primera persona del mundo en ver aparecer la estrella radiante de la mañana que era Cristo.
Sus escapadas al monte no tardaron en llamar la atención de toda la colonia y se le pidió que se quedara en casa. Sus correligionarios le hicieron comprender que sería perjudicial para ellos si la gente la veía cada mañana en el monte de los Olivos aguardando de rodillas la aparición de Jesucristo. Si persistía, a la calumnia se añadiría el tildarlos de locos.
Gertrud intentó obedecer y quedarse en casa. Pero se despertaba con el alba iluminada por la idea de que, justamente, ése era el día que vendría Jesús. Entonces nada ni nadie habría podido impedirle que se levantara y acudiese corriendo para recibir a su rey y salvador.
Esta continua espera llegó a fundirse con su persona. No podía resistirse a ella y tampoco librarse. En todos los otros aspectos era la misma de siempre. No había ningún desorden en su cerebro, el único cambio consistía en que se había vuelto más dulce y risueña que antes.
Con el tiempo se acostumbraron tanto a sus paseos matutinos que la dejaron ir y venir sin que a nadie le importara. Eso sí, al salir de madrugada ella notaba una sombra que la esperaba junto al portón. A medida que subía la montaña se hacía más audible el sonido de suelas con tacones de metal. Ella nunca hablaba con la sombra, pero aquel sonido a sus espaldas le daba seguridad.
En ocasiones, cuando bajaba del monte se topaba con Gabriel, que la esperaba apoyado contra un muro. Entonces bajaban juntos a la colonia; a Gertrud no se le escapaba que él la esperaba para hablar de Gunhild. A ella la alegraba poder darle esa satisfacción. Cuanto más hablaba con Gabriel, más se daba cuenta de lo amable y bondadoso que era. Gertrud no tardó en contarle sus sueños y esperanzas. Gabriel no se mostró de acuerdo con ella, al contrario, intentó hacerla entrar en razón; pero había en sus modos tanta indulgencia que no la asustó.