La ciudad de Dios, Jerusalén

La verdad es que no todo el mundo tiene la fuerza necesaria para sobrevivir a una estancia prolongada en Jerusalén. Aunque soporten bien el clima y consigan eludir el contagio de enfermedades, ocurre que la gente perece. La Ciudad Santa induce a la melancolía o la locura, incluso a la muerte. Es imposible permanecer en la ciudad un par de semanas sin que, alguna vez, oigamos comentar sobre alguna persona fallecida repentinamente: «Es Jerusalén la que le ha matado.»

Quien oye esto se extraña mucho, como es natural. «¿Cómo es posible? —nos preguntamos—. ¿Cómo puede matarte una ciudad? Éstos no saben lo que dicen.» Pero mientras te paseas de un lado a otro de la ciudad es inevitable pensar: «Me gustaría saber a qué se refieren cuando dicen que Jerusalén mata. Me gustaría saber dónde está esa Jerusalén tan terrible que hace que la gente muera.»

Sucede, por ejemplo, que decides emprender una caminata por Jerusalén. Sales entonces por la Puerta de Jafa, doblas a la izquierda pasada la imponente torre cuadrada de la ciudadela de David y tomas el estrecho sendero que resigue la muralla hasta la Puerta de Sión. Tocando la muralla hay un cuartel turco donde suenan marchas militares y ruido de armas. Luego pasas delante del convento armenio, que también recuerda a una fortaleza con sus muros reforzados y sus puertas atrancadas. Un poco más allá, te encuentras con una plomiza construcción gris llamada Tumba de David, y al verla, de pronto caes en la cuenta de que estás caminando por el sagrado monte Sión, el monte de los reyes.

Entonces hay que recordar que el monte que tienes bajo tus pies es una inmensa bóveda en la que se halla enterrado David, sentado en su trono de fuego, con manto dorado y un cetro que, aún hoy, sostiene en lo alto sobre Jerusalén y Palestina. Recuerdas que los fragmentos de ruinas que cubren el suelo son restos de magnas fortificaciones, que el monte que tienes enfrente es el monte del escándalo donde pecó Salomón,[46] que el barranco que se divisa desde allí, el profundo valle de Hinnom, estuvo lleno hasta los bordes de cadáveres tras la destrucción de Jerusalén por los romanos.[47]

Es muy extraño caminar por allí, te da la impresión de que oyes el fragor de la batalla, ves grandes ejércitos atacando las murallas, a reyes que avanzan en sus carros de combate. «Ésta es la Jerusalén de la violencia y el poder, la Jerusalén de la guerra», piensas llena de espanto por todas las matanzas y los horrores que surgen en tu memoria. Y por un instante te preguntas si puede ser ésta la Jerusalén que mata a las personas. Pero enseguida encoges los hombros y dices: «Es imposible, hace demasiado tiempo que se oyó el silbido cortante de la espada y hubo derramamiento de sangre.»

Y entonces sigues caminando.

Tan pronto doblas la esquina de la muralla y alcanzas la parte oriental, te espera algo completamente distinto. Allí se encuentra la zona sagrada. Entonces sólo te vienen a la mente sumos sacerdotes y sirvientes del templo. En el interior de la muralla está el lugar donde los judíos se lamentan, donde los rabinos con sus caftanes de terciopelo rojo o azul se pegan contra el frío muro de piedra y lloran por el palacio, que fue destruido, por el muro, que fue derribado, por el poder, que se ha perdido, por los prohombres, que están muertos, por los sacerdotes, que se han descarriado, por los monarcas, que han renegado del Todopoderoso. Ahí se eleva el monte Moria, donde se construyó el fabuloso Templo de Salomón. Extramuros, el terreno desciende hasta el valle de Josafat, repleto de tumbas, y al otro lado del valle se divisa el huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, desde donde Jesucristo ascendió a los cielos. Y aquí está el pilar de la muralla sobre el que se situará Jesucristo el día del Juicio Final, sosteniendo en su mano un hilo largo y fino como un cabello, mientras Mahoma, desde el monte de los Olivos, sostendrá la otra punta del hilo. Los muertos tendrán que caminar por el hilo tendido sobre el valle de Josafat; pero sólo los justos lograrán llegar al otro lado del valle; los injustos se precipitarán en el fuego de la Gehenna.[48]

Al caminar por aquí piensas: «Ésta es la Jerusalén de la muerte y la resurrección, aquí se abren el cielo y el infierno.» Pero al poco rato dices: «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata. Todavía falta demasiado para que suenen las trompetas del Apocalipsis y el fuego de la Gehenna se ha extinguido.»

Continúas caminando a los pies de la muralla y llegas a la zona septentrional de la ciudad. Atraviesas áridos solares, un paisaje monótono y desértico. Aquí se encuentra el monte pelado que dicen es el auténtico Calvario, aquí está la cueva donde Jeremías compuso sus lamentos. En la parte interior del muro está el estanque de Betesda, por aquí discurre la Vía Dolorosa bajo unas arcadas siniestras. Aquí se encuentra la Jerusalén del desconsuelo, la del dolor y el sufrimiento, la de la reconciliación.

Te detienes un momento y cavilas mientras contemplas la lúgubre severidad de lo que ves. «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata a la gente», piensas, y sigues caminando.

Pero si continúas avanzando hacia poniente y el noroeste, ¡qué súbito cambio te espera! Aquí han levantado el nuevo barrio de extramuros, también las magníficas mansiones de los misioneros y los grandes hoteles. Aquí está el extenso conjunto arquitectónico de los rusos, con iglesia, hospital y enormes casas de huéspedes que pueden recibir hasta veinte mil peregrinos. Aquí cónsules y clérigos se construyen hermosas villas, por aquí entran y salen los peregrinos de las muchas tiendas de quincalla sagrada.

De este lado se extienden las magníficas colonias agrícolas de alemanes y judíos, los grandes conventos, las múltiples instituciones benéficas. Por aquí pululan frailes y monjas, enfermeras y diaconisas, popes y misioneros. Aquí viven los investigadores que estudian el pasado de Jerusalén, y viejas damas inglesas que no saben vivir en otro sitio.

Aquí se hallan las magníficas escuelas de los misioneros, que ofrecen enseñanza gratuita a sus alumnos, además de comida, ropa y cama, a cambio del libre acceso a sus almas; aquí están los hospitales de los misioneros, donde se les pide a los pacientes que se dejen atender a fin de poder convertirlos. Aquí se celebran misas y oficios donde se disputan almas.

Aquí es donde el católico despotrica contra el protestante, el metodista contra el cuáquero, el luterano contra el reformista, el ruso contra el armenio. Por aquí acecha la envidia, aquí desconfía el idealista del ensalmador, aquí litigan los ortodoxos con los herejes, aquí no se practica la clemencia, aquí se odia a todo el mundo para mayor gloria de Dios.

Y es aquí donde encuentras lo que estabas buscando. Aquí está la Jerusalén de la caza de almas, aquí está la Jerusalén de las malas lenguas, aquí está la Jerusalén de la mentira, la difamación y la calumnia. Aquí se acosa sin tregua, aquí se mata sin armas. Ésta es la Jerusalén que quita la vida a las personas.

Desde la llegada de los emigrantes suecos a la ciudad de Dios, todos los integrantes de la colonia gordonista percibieron un notable cambio en el comportamiento de la gente respecto a ellos.

Al principio sólo se trataba de nimiedades, cosas sin importancia como que el sacerdote metodista inglés evitaba saludarles, o que las piadosas hermanas de Sión del convento situado junto al arco del Ecce Homo cambiaban de acera si se cruzaban con ellos, rehusando acercárseles demasiado, no fuera que les contagiasen algún mal.

A ninguno de la colonia se le ocurrió apenarse por esto, y tampoco pusieron el grito en el cielo cuando unos americanos de paso, que habían visitado la colonia y disfrutado de una larga velada en agradable tertulia con sus paisanos, no volvieron al día siguiente como habían prometido; ni cuando, otro día, parecieron no reconocer a la señora Gordon ni a la señorita Young al cruzarse con ellas por la calle.

Más grave se consideró el hecho de que cuando las jóvenes de la colonia entraron en las grandes tiendas recién inauguradas en torno a la Puerta de Jafa, los tenderos griegos se permitieran espetarles unas palabras que ellas no entendieron, pero que fueron pronunciadas con una expresión y en un tono que las obligó a ruborizarse.

Los colonos prefirieron creer que se trataba de algo casual. «Seguramente corre alguna nueva calumnia sobre nosotros en el barrio cristiano —decían—, pero ya pasará.» Los primeros gordonistas les recordaron que habían corrido infames rumores acerca de ellos en ocasiones anteriores. Se había dicho de ellos que no les daban a sus hijos ninguna educación, que vivían a expensas de una viuda rica a la que exprimían hasta el último céntimo, que arriesgaban la vida de sus hijos enfermos negándoles atención médica, alegando que no querían interferir en la divina providencia, que su propósito era convertirse al islamismo, que, bajo la apariencia de obrar por la introducción del verdadero cristianismo, llevaban una vida de opulencia y lujuria.

«Será que han difundido nuevas cosas por el estilo —decían—. Pero las injurias se desmentirán solas, como lo hicieron antes, porque no tienen ni una pizca de verdad de la que alimentarse.»

Hasta que un día, la verdulera de Belén, que solía traerles a diario hortalizas y frutas, dejó de venir. Fueron a Belén para convencerla de que reanudase el comercio con ellos, pero la mujer se negó tajantemente a venderles sus alubias y colinabos nunca más.

Fue una advertencia clara. Comprendieron que lo que se contaba de ellos era muy grave, que ese algo les afectaba a todos, y que se había extendido a todas las clases sociales.

No tardó en producirse un suceso que vino a corroborarlo. Algunos suecos se encontraban un día en la iglesia del Santo Sepulcro cuando entró un grupo de peregrinos rusos. El apacible grupo les sonrió agitando la cabeza en señal de reconocimiento, pues veían que los suecos eran campesinos igual que ellos. Entonces un sacerdote griego pasó por su lado y les dijo unas palabras a los peregrinos. Al instante, éstos hicieron la señal de la cruz y alzaron el puño contra los suecos. Dio la impresión de que los rusos hubieran querido expulsarlos de la iglesia.

Muy cerca de Jerusalén existía una colonia de campesinos alemanes que se habían trasladado allí desde una colonia mayor con sede en Jafa. Estos campesinos habían sufrido persecuciones tanto en su país como en Palestina. Incluso se habían hecho intentos de erradicarlos totalmente. A pesar de ello, habían prosperado tanto que, en la actualidad, eran propietarios de extensas y productivas colonias en varios puntos de Palestina.

Uno de estos alemanes visitó un día a la señora Gordon y le habló con franqueza de la maledicencia que afectaba a la colonia.

—Los que les difaman son los misioneros de allá —dijo señalando hacia la zona oeste de la ciudad—. De no ser porque yo, en mi propia piel, he vivido lo que son falsas acusaciones, tampoco vendería ni carne ni harina a su comunidad. Imagino que no soportan que hayan conseguido ustedes tantos adeptos últimamente.

La señora Gordon quiso saber de qué se les culpaba.

—Dicen que viven ustedes en pecado aquí en la colonia, que no permiten que la gente se una en matrimonio tal como Dios manda; por eso ha empezado a correr la voz de que las cosas no andan como debieran por aquí.

Al principio, los colonos no quisieron creerle. Sin embargo, no tardaron en comprobar que el alemán había dicho la verdad y que la ciudad entera creía que llevaban una vida licenciosa. No había un cristiano en toda Jerusalén que les dirigiese la palabra. En los hoteles les advirtieron de que su presencia no era grata. A pesar de todo, algunos misioneros de paso se arriesgaban a hacerles una visita; pero sólo para salir de la colonia sacudiendo la cabeza significativamente, dando a entender que, a pesar de que no hubieran podido observar nada indecente, y de que los delitos no saltaran a la vista, estaba claro que era un antro de perdición.

Los americanos, empezando por el cónsul y acabando con la más humilde auxiliar de enfermera, eran los que llevaban la voz cantante en la campaña contra ellos. «Es una vergüenza para todos los americanos —decían— que esa gente no sea expulsada de Jerusalén.»

Siendo personas muy sensatas, es natural que los colonos se dijeran que no estaba en su mano hacer nada, que tenían que dejar que la gente hablara, que con el tiempo sus detractores llegarían a percatarse de su error. «No podemos ir de casa en casa declarando que somos inocentes», decían. Se consolaban con la idea de que se tenían los unos a los otros, de que vivían en concordia y eran felices. «Los pobres y los enfermos de Jerusalén todavía no nos rechazan —decían—. Tenemos que dejar que amaine; esto es una prueba a la que Dios nos somete.»

Al principio, todos los suecos llevaron aquella calumnia con total serenidad. «Si piensan que unos humildes campesinos como nosotros —decían— hemos venido a la ciudad donde murió nuestro Salvador para vivir en pecado, es que están muy confundidos y entonces su opinión no vale gran cosa; por tanto, da igual lo que digan.»

Y mientras la gente continuaba manifestándoles su desprecio, ellos encontraban un gran motivo de alegría en la idea de que Dios les consideraba dignos de padecer el acoso y la calumnia en la misma ciudad en que Jesucristo fue escarnecido y crucificado.[49]

Pero pasado el invierno y llegado el mes de mayo, Gunhild, la hija del concejal, recibió una carta. Era de su padre. Le escribía para contarle que la madre de Gunhild había muerto. No había dureza en la carta, como cabría esperar. El padre no la acusaba de nada, sólo hablaba acerca de la enfermedad y el entierro. Era obvio que el anciano concejal había pensado: «Voy a escribir con muchos miramientos, será un golpe muy duro para ella de todas formas.»

La carta continuaba con el mismo talante amable hasta que llegaba a la firma. Ahí, la ira contenida debió sobrevenirle de repente; probablemente, fue con un gesto brusco con el que hundió la pluma hasta el fondo del tintero para escribir lo siguiente, con letras grandes y toscas, en una esquina de la carta: «Seguramente tu madre se habría recobrado del dolor de tu partida, pero murió, y lo hizo porque leyó en el periódico de la Misión que llevabais una vida de pecado ahí en Jerusalén. Nadie se esperaba algo así de ti, ni de los que se fueron contigo.»

Gunhild se guardó la carta en el bolsillo y la llevó encima todo el día sin hablar de ella con nadie. No le cupo la menor duda de que su padre decía la verdad respecto a la causa de la muerte de su madre. Sus padres siempre habían sido muy celosos de su honor y buen nombre. Y ella era igual: ningún otro miembro de la colonia había sufrido tanto al saberse víctima de aquellas calumnias como Gunhild. A ella no le ayudaba saberse inocente, se sentía deshonrada y por ello incapaz de salir a la calle. Aquel deshonor había amargado sus días, los infaustos rumores la mortificaban como si fueran heridas abiertas y ahora aquella deshonra le había arrebatado la vida a su madre.

Gertrud y Gunhild compartían una misma habitación. Siempre habían sido amigas íntimas; pero ni siquiera a Gertrud le contó Gunhild una palabra de lo que su padre había escrito en la carta. Le pareció una lástima estropear la felicidad de Gertrud, quien se sentía pletórica de dicha ahí en Jerusalén, donde todo le recordaba a su Salvador.

Sacaba, eso sí, la carta del bolsillo sin cesar y se la quedaba mirando. No se atrevía a leerla; con sólo verla su corazón se encogía e inundaba de dolor. «¡Ojalá me muera! —pensaba—. Nunca podré sentirme alegre de nuevo; ¡ojalá me muera!» Miraba la carta. Sopesaba el efecto del mortífero contenido y su único deseo era que la reacción fuese rápida para que todo acabase pronto.

Al día siguiente, Gunhild salió por la abovedada Puerta de Damasco; había estado en la ciudad e iba de regreso a la colonia.

Era un día extremadamente caluroso, como a menudo suelen serlo los días a finales de mayo. Cuando Gunhild salió del sombrío casco antiguo, donde las arcadas y los edificios la resguardaban del sol, la deslumbrante luz la hirió a bocajarro y tuvo el impulso de volver corriendo a guarecerse en la sombra de la puerta abovedada. Le parecía que tomar el camino descubierto a pleno sol era muy temerario, como atravesar un campo de tiro mientras las tropas disparan al blanco.

Sin embargo, Gunhild no quería echarse atrás por un poco de sol. Había oído hablar de que podía ser peligroso, pero no se lo creía demasiado. Hizo lo que se suele hacer cuando cae un chaparrón: hundió la cabeza entre los hombros, se alzó el pañuelo que llevaba anudado al cuello tapándose al máximo la nuca y echó a andar a toda prisa.

Mientras caminaba, tenía la impresión de que el sol tensaba un arco relampagueante para disparar un rayo tras otro, y que todos los rayos iban destinados a ella. La única ocupación del astro parecía consistir en apuntar flechas ardientes contra su persona. Era una ráfaga continua lo que le caía encima, y no sólo del cielo. De todas partes salían brillos y destellos que le zaherían los ojos. Los brillantes fragmentos de mica que había por el suelo proyectaban afilados dardos de luz. Los cristales verdes de las ventanas de un convento próximo relumbraron con una intensidad que la obligó a apartar la vista. Una llave de acero metida en una cerradura despidió un rayo maligno, y lo mismo hicieron las relucientes hojas de un arbusto de ricino que parecía haber brotado en un solo día para contribuir a mortificarla.

Allá donde mirase, tanto el cielo como la tierra despedían resplandores y destellos. Su tormento no lo constituía el calor, a pesar de que fuera muy intenso, sino la cegadora luz blanca que penetraba sus ojos y le quemaba el cerebro.

Gunhild sintió contra aquel sol la rabia y el odio que un pobre animal acosado debe sentir contra el cazador que le persigue. También le sobrevino un extraño deseo de detenerse y mirarle la cara a su perseguidor. Resistió la tentación unos momentos, pero luego se volvió de repente y clavó la vista en el cielo. Sí, ahí arriba estaba el sol, una llama inmensa de un blanco azulado. Mientras Gunhild miraba a lo alto, el cielo se oscureció por completo y el sol se redujo a un punto acerado de brillo letal, y le pareció que el punto se desprendía de la mancha negra del cielo, silbando como un proyectil que buscara su nuca para matarla.

Profirió un alarido. Levantando un brazo se protegió la nuca con la mano mientras echaba a correr.

Cuando entre asfixiantes nubes de polvo calcáreo había recorrido un corto trecho del camino, divisó unas ruinas. Eran los restos de un edificio derruido. Gunhild se apresuró hacia allí y se alegró de encontrar la entrada a un sótano. Descendió a una cámara fresca, deliciosamente oscura. Ahí dentro fue incapaz de ver dos pasos más allá.

Se puso de espaldas a la entrada y dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. No había ningún destello, ni un solo resplandor. Comprendía ahora lo que un pobre zorro debía sentir al alcanzar la salvación de su guarida. El calor y el bochorno, los rayos solares, la cegadora luz estaban ahora a las puertas de su refugio como cazadores burlados. Todos la esperaban fuera apuntando con sus relumbrantes lanzas; sin embargo, ahí dentro ella estaba segura y a salvo.

Sus ojos empezaron a adaptarse a la oscuridad. Vislumbró una piedra y se sentó en ella dispuesta a dejar pasar el tiempo. Sin duda tardaría horas en reunir el valor necesario para abandonar su refugio. Antes el sol tenía que descender hacia el oeste hasta perder su hegemonía en el cielo.

Pero Gunhild no llevaba más que un rato en esa oscuridad cuando miles de soles deslumbraron de nuevo sus ojos, empezando a girar como norias en su recalentado cerebro. Un vértigo súbito e intenso impulsaba las paredes de aquel sótano en un infinito movimiento circular. Se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse contra la pared para no caer al suelo.

—¡Oh, Dios, también aquí dentro me persigue! —exclamó Gunhild—. Habré hecho algo terrible para que el sol no soporte mi vista.

Al instante se acordó de la carta, de la muerte de su madre, de su terrible dolor y de sus deseos de morir. Mientras estuvo en peligro de muerte no había pensado en nada de eso, sino en salvarse.

Gunhild sacó la carta del bolsillo de un tirón y la desdobló mientras iba hacia la claridad que se colaba por la entrada. Comprobó entonces que lo que ella recordaba estaba ahí escrito al pie de la letra, y empezó a gemir.

Al poco rato tuvo una idea que le proporcionó cierto alivio y consuelo: «¿No comprendes que la divina providencia te brinda la oportunidad de abandonar esta vida?»

Le pareció una idea muy bella y una inconmensurable gracia que Dios le otorgaba. Pero no acababa de verle la lógica porque no las tenía todas consigo. Nuevamente, el vértigo movía las paredes del sótano y con el rabillo del ojo veía el chisporroteo loco de una llama de fuego.

Se aferró a la idea de que Dios le brindaba la ocasión de abandonar la vida, de subir al cielo con su madre y escapar al dolor.

Se levantó protegiéndose la nuca con ambas manos; pero enseguida deshizo el gesto y salió al sol muy despacio, como si caminara por el pasillo central de una iglesia. La sombra subterránea había enfriado ligeramente su cuerpo y, al principio, no percibió ni cazadores, ni lanzas, ni flechas ardiendo.

Pero tras dar unos pasos todo le cayó encima una vez más, como los proyectiles de una emboscada. La tierra y el cielo despedían brillos y destellos, y el sol, zumbando como una bala en llamas, se precipitó sobre ella y le dio en la nuca. Aún pudo dar unos pasos más. Luego cayó de bruces como fulminada por un rayo.

Fueron colonos los que la encontraron un par de horas más tarde. Yacía con una mano contra el corazón y el otro brazo estirado, con el puño estrujando la carta, como si quisiera indicar que eso la había matado.