Gertrud

Algo muy raro le sucedía a Gertrud, algo que no podía dominar ni reprimir, algo que iba en aumento y que estaba a punto de apoderarse de ella por completo.

Su inicio se remontaba al instante en que supo que Ingmar la había traicionado, y consistía en un intenso temor a encontrarse con él, a toparse con Ingmar de repente en la calle o en la iglesia o en cualquier sitio. La razón por la cual eso se le antojaba tan espantoso escapaba a su entendimiento, pero el corazón le decía que no podría resistirlo.

De buena gana se habría encerrado en su casa noche y día para asegurarse de no verle; pero para una muchacha de condición humilde como ella, que no tenía más remedio que trabajar en el huerto y el jardín, que tenía que hacer el trayecto a pie hasta la dehesa varias veces al día para ordeñar las vacas, que a menudo era enviada a la tienda para comprar harina y azúcar y muchas otras cosas imprescindibles, para una muchacha así, eso era imposible.

Cuando salía de casa, Gertrud se bajaba el pañuelo hasta los ojos, no levantaba la vista del suelo y aceleraba el paso como si la persiguiera el diablo. A la mínima posibilidad se desviaba de la carretera y se metía en las zanjas que bordean los caminos y los sembrados, en las cuales se creía medianamente a salvo de un encuentro con Ingmar.

Porque el miedo no la abandonaba nunca, para ella no existía un solo lugar en el que no se expusiera a encontrarse con él. Si estaba remando se arriesgaba a verle mientras Ingmar conducía la maderada río abajo; y si se escondía en lo más profundo del bosque, podría cruzarse con él cuando, hacha al hombro, Ingmar fuera al trabajo.

Y si lo viera, sería indeciblemente doloroso; no lo resistiría.

Cuando estaba en el jardín desbrozando los parterres alzaba la vista sin cesar para verlo de lejos si venía, y así disponer del tiempo suficiente para huir.

Pensaba con amargura que Ingmar era demasiado conocido en su casa; el perro no ladraría si él viniera y las palomas, que recorrían con pasitos menudos las veredas del jardín, no levantarían el vuelo para dar la alarma con el batido de sus alas.

El temor de Gertrud no se aplacaba, al contrario, cobraba fuerza diariamente; todo su dolor se había transformado en miedo. Y la energía de que disponía para combatirlo disminuía por momentos. «Pronto llegará el día en que no me atreva a salir de casa —pensaba—. Me convertiré en una mujer excéntrica y huraña, si es que no me vuelvo loca de atar.»

«¡Dios mío, por favor, quítame el terror que siento! —suplicaba—. En la cara de mis padres veo que ya piensan que no estoy en mi sano juicio. Veo que todos con los que me cruzo piensan lo mismo. ¡Ay, Señor, ayúdame!»

En la fase más aguda de su pánico, sucedió que Gertrud, una noche, tuvo un sueño muy extraño.

Soñó que a la hora de la siesta se iba con la colodra colgando del brazo para ordeñar. Las vacas pacían en una dehesa lejana, arriba en la linde del bosque, y ella caminaba hacia allí por las estrechas zanjas que bordean los caminos y los campos sembrados. Le costaba mucho andar, se sentía tan débil y exhausta que apenas podía levantar los pies. «¿Qué me pasa, por qué me cuesta tanto andar?», se preguntaba en el sueño. Y ella misma se respondía: «Estás tan cansada porque el dolor que llevas a cuestas es muy grande.»

Finalmente, creyó haber llegado a la dehesa; pero al entrar no vio las vacas. Eso la inquietó y se puso a buscarlas por todos los lugares a que solían ir; pero no las halló ni tras la maleza que crecía bajo los abetos, ni junto al arroyo ni entre los abedules.

Mientras buscaba descubrió un agujero en la cerca del lado que daba al bosque y supuso que las vacas se habían escapado por allí. Se sintió muy desgraciada y, llena de consternación, empezó a retorcerse las manos. «Y yo que estoy tan cansada —se dijo—, ¿voy a tener que atravesar todo el bosque para encontrar las vacas?»

No obstante, pronto se internó en el bosque por penosos vericuetos, abriéndose paso entre el áspero sotobosque y los pinchos de los enebros.

De repente, sin saber cómo había llegado hasta allí, se vio caminando en el bosque por una vereda lisa y pareja. La pinocha seca que la cubría hacía el suelo mullido y algo resbaladizo. A ambos lados de la vereda se elevaban grandes abetos y pinos perfectamente rectos, y unas luminosas manchas de sol se desplazaban por el liquen blanquecino que crecía a los pies de los árboles. La belleza y delicia de aquel bosque mitigó su ansiedad.

Mientras caminaba tranquilamente, distinguió a una anciana entre los árboles. Era la vieja Marit la Lapona, que sabía hacer sortilegios. «No hay derecho a que esa vieja malvada todavía viva y que yo tenga que encontrármela aquí en el bosque», pensó Gertrud, y avanzó sigilosamente a fin de que la vieja no descubriera su presencia.

Sin embargo, la vieja Marit alzó la vista justo en el momento en que Gertrud pasaba delante de ella.

—¡No te vayas, niña, que te enseñaré una cosa! —le gritó.

Y en un abrir y cerrar de ojos tuvo a la Lapona a sus pies, de rodillas en medio de la vereda. Con el dedo índice la mujer trazó una circunferencia en la pinocha y colocó un cuenco de bronce en el centro. «Va a hacer un sortilegio —pensó Gertrud—, ¡y pensar que es verdad que es una bruja!»

—Mira dentro del cuenco a ver qué ves —dijo la anciana.

Gertrud lo hizo y se estremeció: muy nítidamente, reflejado en el fondo del cuenco, vio el rostro de Ingmar. A continuación, la vieja le puso una aguja muy larga en la mano.

—Ten —le dijo—, toma esto y clávaselo en los ojos. Hazlo por su traición.

Gertrud vaciló, pero al mismo tiempo sintió muchas ganas de hacerlo.

—¿Por qué habría él de ser rico y feliz mientras tú padeces todos los males del infierno? —la azuzó la vieja. A Gertrud la invadió un deseo incontenible de obedecerla. Bajó la aguja—. Asegúrate de que le das en medio del ojo —dijo la vieja.

Dos veces, muy deprisa, pinchó Gertrud los ojos de Ingmar. Notó que la aguja se hundía muy hondo, como si no tocase el cuenco de bronce sino algo blando, y luego, al retirarla, comprobó que estaba manchada de sangre. Entonces creyó que realmente le había pinchado los ojos a Ingmar. El acto que creía haber cometido la llenó de una terrible angustia, y su horror escaló hasta que, al final, consiguió despertarla. Antes de convencerse de que no era más que un sueño, Gertrud pasó largo rato entre convulsiones y llanto. «¡Que Dios me ampare, que Dios me proteja de querer vengarme!», gemía.

Finalmente se calmó, pero nada más dormirse de nuevo, regresó al mismo sueño.

Otra vez caminaba por las veredas que conducían a la dehesa. Otra vez habían desaparecido las vacas y ella se adentraba en los vericuetos del bosque en su búsqueda. A continuación, enfiló el hermoso sendero y contempló el juego de luz de las manchas solares sobre el liquen. Se acordó entonces de lo que acababa de sucederle en el sueño. Caminaba temiendo encontrarse a la vieja lapona y alegrándose por cada segundo que pasaba sin que apareciera.

Entonces, entre dos matas que tema enfrente se abrió una grieta en la tierra. Primero vislumbró una cabeza saliendo de la hendidura y, a continuación, surgió del subsuelo el cuerpo de un hombre menudo. El hombre emitía un zumbido constante con los labios, lo cual la informó de la identidad del personaje: era Peter el Zumbao, que no estaba bien de la cabeza. A temporadas vivía cerca del pueblo; pero apenas llegaba el verano prefería instalarse en un escondrijo en el bosque.

Gertrud enseguida recordó los rumores: quien quería perjudicar a sus enemigos solapadamente podía servirse de él; era sospechoso de haber provocado incendios a cuenta de terceros en muchas ocasiones.

Ahora se acercó al hombre y, medio en broma, le preguntó si no quería prenderle fuego al predio de los Ingmarsson.

—Lo deseo —le explicó— porque Ingmar Ingmarsson quiere a esa finca más que a mí.

Para su horror, el orate pareció tomarse la propuesta al pie de la letra. Asintió entusiasmado con la cabeza y echó a correr en dirección al pueblo. Ella no dudó en seguirlo pero, por más que lo intentó, no pudo alcanzarlo. Las ramas bajas de los abetos la retuvieron, se hundió en ciénagas y resbaló en la superficie de las rocas. Por fin, llegó a la linde del bosque, pero sólo para encontrarse con el resplandor de las llamas entre los árboles. «Ya lo ha hecho, ya ha prendido fuego a la casa», pensó despertándose por segunda vez presa del pánico.

Se incorporó en la cama, las lágrimas fluían por sus mejillas, no se atrevía a acostarse por miedo a seguir soñando.

«Que Dios me ampare, que Dios me ampare —rogó para sus adentros—. No sé cuánto hay de malo en mí, pero Dios es testigo de que ni una sola vez durante todo este tiempo he pensado en vengarme de Ingmar. ¡Dios, no permitas que cometa ese pecado!»

—La pena es peligrosa —gimió entrelazando las manos—. La pena es peligrosa, la pena es peligrosa.

Sin duda, ni ella misma sabía exactamente qué significaban sus palabras, pero sí sentía que su pobre corazón era como un vergel arrasado. El dolor era su actual jardinero e iba plantando cardos y flores venenosas.

Durante toda la mañana tuvo la sensación de que seguía soñando, distaba de sentirse completamente despierta. El sueño había sido tan vívido e intenso que no podía olvidarlo.

Al recordar la alegría con que había pinchado los ojos de Ingmar pensó: «Es horrible lo mala y vengativa que me he vuelto. No sé qué hacer para escapar a todo esto; me estoy convirtiendo en una persona ruin y miserable.»

Al mediodía se colgó la colodra del brazo y tomó el camino de la dehesa para ir a ordeñar. Como siempre, se bajó el pañuelo hasta los ojos y no apartó la vista del suelo. Recorrió las veredas que había andado en sueños, reconociendo las flores que las bordeaban; y en ese extraño duermevela en que iba sumida, apenas distinguía lo que realmente veía de lo que sólo imaginaba.

Al llegar a la dehesa el sueño se hizo presente de nuevo debido a que no vio a las vacas. Entró a buscarlas como lo hiciera en su sueño, las buscó junto al arroyo, entre los abedules y tras la maleza de los abetos. No las halló en ninguna parte, pero presentía que no estaban lejos y que las vería en cuanto lograra despejarse por completo.

Pronto descubrió un gran agujero en el cercado y comprendió que el ganado se había escapado por allí.

Se dedicó entonces a perseguir a las fugitivas. Siguió las profundas huellas que habían marcado sus pezuñas en el poroso suelo del bosque y descubrió que habían tomado una senda que conducía hasta una lejana cabaña de pastores.

«Ya sé dónde están —pensó—, sé que los de la granja de Lyckgård iban a llevar sus rebaños hasta allá arriba esta mañana. Seguro que nuestras vacas, al oír el cencerro de las otras, han roto la valla y las han seguido por el bosque.»

Ahora, tras la inquietud por la suerte de sus vacas, se sentía completamente despierta. Decidió subir hasta la cabaña, de lo contrario a saber cuándo regresaría el ganado, y echó a andar deprisa por la pedregosa pendiente.

Después de subir casi en línea vertical durante un rato, la vereda se desviaba bruscamente a un lado, y ahora se extendía ante ella cubierta de pinocha y completamente lisa y pareja.

La reconoció del sueño, las mismas manchas de sol jugaban sobre el liquen blanquecino y los árboles eran igual de altos.

Al reconocer la vereda se sumió nuevamente en el estado de duermevela en que se había encontrado todo el día. Empezó a tener la certeza de que algo sobrenatural estaba a punto de ocurrirle. Se dedicó a mirar bajo los enormes abetos buscando indicios de alguno de los misteriosos seres que habitan las profundidades del bosque.

No vio a nadie pero en su alma despertaron ideas extrañas. «¿Y qué pasaría si me vengara de Ingmar? A lo mejor me libraría de mi pánico. Tal vez evitaría volverme loca. Quizá sería delicioso hacerle sufrir lo que yo sufro.»

La bonita vereda de pinocha se le antojó infinitamente larga. Anduvo por ella durante toda una hora, asombrada de que no le ocurriera nada extraordinario. La vereda terminaba en un claro. El precioso lugar era un pequeño prado de hierba jugosa y fresca, tapizado de flores diversas. A un lado se elevaba una escarpada pared rocosa; al otro, grandes árboles, principalmente serbales llenos de racimos de flores blancas; aunque también había abedules y alisos. Un manantial de chorro ancho y abundante manaba de la pared, atravesaba el prado y se precipitaba por una grieta que rebosaba de verdes helechos y plantas.

Gertrud se paró en seco. Enseguida reconoció el lugar, aquella fuente era conocida como Svartvattnet, el Agua Negra, y de ella se contaban cosas muy curiosas. Más de una vez se había dado el caso de que alguien adquiría una extraña clarividencia después de cruzar el arroyo. Un niño que lo atravesó había visto un cortejo nupcial que en aquel preciso instante se dirigía a la iglesia abajo en el pueblo, a gran distancia de allí; y un carbonero había visto a un rey, con cetro y corona, dirigiéndose a caballo hacia el lugar de su coronación.

Gertrud sintió el corazón en la garganta. «¡Que Dios me asista por lo que pueda ver!», suspiró. Estuvo tentada de dar media vuelta. «Pero he de continuar, pobre como soy —se dijo—. Tengo que pasar por ahí para recuperar mis vacas. Dios mío —pidió juntando las manos—. Que no se me aparezca nada malo. No dejes que caiga en la tentación.»

Estaba tan convencida de que iba a aparecérsele algo que a duras penas se atrevía a pisar las piedras del vado. Ya en mitad del arroyo percibió un movimiento en el fondo del bosque de la margen opuesta; sin embargo, no era un cortejo nupcial sino un caminante solitario que se aproximaba lentamente por el prado.

Era alto y joven y vestía un traje talar de color negro. Su rostro era ovalado y muy bello, y de la cabeza descubierta pendían largos mechones de cabello rizado hasta los hombros.

El desconocido venía hacia ella en línea recta. Sus ojos eran luminosos y claros, como si de ellos emanase una luz, y al posarse su mirada sobre ella, Gertrud comprendió que ese hombre entendía toda su tristeza. También vio que se compadecía de ella, una pobre infeliz atormentada por menudencias terrenas, y cuya alma, contaminada por los miasmas de la venganza, estaba sembrada de los cardos y ponzoñosas flores de la pena.

A medida que la distancia entre ellos disminuía, Gertrud sintió que una paz y bienestar crecientes inundaban su ser, una calma serena y llena de sol. Para cuando él hubo pasado de largo, ya no quedaba en ella ni rastro de pesadumbre ni amargura, todos los males se habían esfumado; como cuando una enfermedad curada da paso a la salud y el vigor.

Gertrud permaneció inmóvil largo rato. La visión se desvaneció a lo lejos; sin embargo, ella siguió ensimismada en un estado de dicha y ensueño. Cuando finalmente miró alrededor, de la aparición no quedaba rastro; mas la impresión de lo que había visto perduraba. Entrelazó sus manos y las elevó en éxtasis.

—¡He visto a Jesús! —clamó con un júbilo que le venía de muy hondo—. He visto a Jesús, se ha llevado mi pena y yo le amo. Ahora ya no podré amar a nadie más que a él.

Las preocupaciones de la existencia se redujeron a la nada; y los largos años de una vida le parecieron un período muy breve; y toda la felicidad terrenal se le antojó mezquina y superficial, del todo insignificante.

Al mismo tiempo, Gertrud supo cómo organizar su vida a partir de ahora.

A fin de no volver a hundirse en las marismas del pánico, y para evitar la tentación del mal y la venganza, se iría de allí. Seguiría a los hellgumianos a Jerusalén.

Esta idea se le ocurrió en el momento en que Jesús pasó por su lado; creyó, pues, que provenía de él, que lo había leído en sus ojos.

El hermoso día de junio en que Berger Sven Persson celebraba las nupcias de su hija con Ingmar Ingmarsson, una mujer joven fue temprano por la mañana a la casa de la boda y solicitó hablar con el novio. La joven era alta y esbelta, el pañuelo le tapaba el rostro de modo que lo único visible eran unas mejillas blancas como el plumón de las aves y unos labios encarnados. De su brazo colgaba un cesto del que sobresalían montoncitos de cintas tejidas a mano, además de trenzas y brazaletes hechos de pelo.

Le dio el recado a una criada muy vieja que encontró en el patio y ésta entró en la casa y se lo comunicó a la dueña. La dueña contestó al instante: «Ve y dile que Ingmar Ingmarsson está a punto de salir para la iglesia y que no tiene tiempo de hablar con ella.»

Tan pronto la desconocida recibió la respuesta se marchó. Nadie la vio durante toda la mañana; pero cuando la comitiva regresó de la iglesia, la joven apareció de nuevo y pidió por Ingmar Ingmarsson.

Esta vez le dio el recado a un mozo joven que se apoyaba contra el portalón de los establos, y éste fue a avisar al amo. «Dile —dijo el amo— que en estos momentos Ingmar Ingmarsson va a celebrar su banquete de bodas y que no tiene tiempo de hablar con ella.»

Al recibir la respuesta, la joven suspiró y se marchó; pero volvió al atardecer, cuando el sol se ponía.

En esta ocasión le dio el recado a una niña que se columpiaba sobre la puerta de la verja, y la niña se fue derecho a la casa y se lo comunicó a la novia. «Dile —contestó la novia— que Ingmar Ingmarsson está bailando con la novia y que no tiene tiempo de hablar con nadie.»

Cuando la niña regresó con el recado la desconocida sonrió y dijo: «Eso es mentira, la que está bailando no es la verdadera novia.»

La joven no se marchó esta vez, sino que se quedó de pie junto a la verja.

Poco después la novia se lamentaba para sus adentros: «¡He dicho una mentira en el día de mi boda!» Arrepentida, se acercó a Ingmar y le dijo que en el patio había una desconocida que quería hablar con él.

Ingmar salió y vio a Gertrud esperando junto a la verja.

Gertrud salió al camino e Ingmar la siguió. Caminaron en silencio hasta que se encontraron a un buen trecho de la casa, que estaba de fiesta.

De Ingmar podría decirse que había envejecido en un par de semanas. Al menos, su rostro tenía expresión más precavida y prudente. También caminaba más encorvado, y su actitud era más humilde ahora que era rico que cuando no poseía nada.

Evidentemente, no se alegró de ver a Gertrud. No pasaba un día sin que intentara convencerse de que estaba satisfecho con el cambio que había hecho. «Para nosotros los Ingmarsson lo primero es poder labrar y sembrar la tierra de nuestros abuelos», se decía. Lo que más le torturaba no era haber perdido a Gertrud, sino el hecho de que existiera una persona que pudiera decir de él que no era un hombre de palabra. Mientras caminaba tras ella iba pensando en todas las frases despectivas que ella tenía derecho a decirle.

Gertrud se sentó sobre una peña junto al camino y dejó el cesto en el suelo. El pañuelo le tapaba el rostro aún más que antes.

—¡Siéntate! —le dijo a Ingmar señalándole otra peña—. Tengo muchas cosas que decirte.

Él tomó asiento alegrándose de la tranquilidad que sentía. «Esto va mejor de lo que esperaba —pensó—. Creía que ver a Gertrud y oírla hablar me sentaría mucho peor. Creía que el amor podría conmigo.»

—No habría venido a importunarte en el día de tu boda —dijo Gertrud— si no fuera necesario. Me marcho de aquí y nunca volveré. Estaba lista para partir ya hace una semana, pero entonces ocurrió algo que me obligó a posponer el viaje y a hablar contigo justamente hoy.

Ingmar permanecía callado, encogido como alguien que levanta los hombros y agacha la cabeza previendo la tormenta que se avecina. Entretanto, pensaba: «No importa lo que piense Gertrud, la verdad es que hice bien en elegir la finca de mi familia, no habría podido vivir sin ella, me habría muerto de añoranza si hubiese ido a parar a otras manos.»

—Ingmar —dijo Gertrud, ruborizándose, de modo que lo poco que sobresalía del pañuelo se volvió rosado—, creo que recordarás que hace cinco años yo tenía la intención de convertirme a la fe de los hellgumianos. Ya entonces le había entregado mi corazón a Cristo, pero luego se lo quité para dártelo a ti. Ése fue mi error y por eso me ha caído todo esto. Del mismo modo en que yo traicioné a Cristo entonces, fui traicionada después por quien yo amaba.

Tan pronto Ingmar comprendió que Gertrud pensaba anunciarle que iba a unirse a los hellgumianos se le escapó un resoplido de aversión y sintió un profundo malestar. «No soportaré que se una a esos peregrinos de Jerusalén y se vaya con ellos al fin del mundo», pensó. La contradijo con el mismo tesón que hubiera puesto si todavía fuera su prometida.

—No debes pensar así, Gertrud, esto no lo ha ideado Dios como un castigo contra ti.

—Ya sé que no, Ingmar, no es para castigarme, claro que no, sino para demostrarme lo mal que elegí la otra vez. ¡De ningún modo es un castigo, cómo va a serlo si soy tan feliz! No añoro nada, he sido liberada de todo dolor. Tienes que entender esto que te digo, Ingmar: he sido elegida por Dios en persona, él me ha llamado.

Ingmar callaba, sus facciones aparecían endurecidas por la cautela y el cálculo. «Eres tonto de remate —despotricó contra sí mismo—, deja que Gertrud se vaya. Un mar y un continente entre vosotros, ¿qué más quieres? Un mar y un continente, un mar y un continente.» No obstante, lo que en su interior se rebelaba a que Gertrud partiese era más fuerte que él y por eso dijo:

—Nunca entenderé cómo es posible que tus padres te den permiso para abandonarles.

—No me lo dan —contestó Gertrud—, y estoy tan segura de ello que no voy a preguntárselo. Mi padre jamás lo aceptaría. Creo incluso que hasta usaría la violencia para impedírmelo. Eso es lo más duro, tener que marcharme a escondidas de ellos. En este momento creen que estoy por ahí vendiendo mis cintas y no sabrán nada hasta que me haya unido al grupo en Gotemburgo y el barco haya zarpado.

A Ingmar lo indignó que pretendiese causar tamaño disgusto a sus padres. «¿Es que no entiende lo mal que se porta con ellos? —se preguntó, e iba a decírselo, pero se contuvo—. ¿Con qué derecho voy, precisamente yo, a recriminarle nada de lo que haga?»

—Sé perfectamente que mis padres son dignos de lástima —dijo Gertrud—, pero se me ha concedido el don de seguir a Jesús. —Al pronunciar el nombre del Salvador sonrió—. Él me ha salvado del mal y la locura —añadió con fervor juntando las manos.

Y como si hasta entonces no hubiese tenido el valor de hacerlo, se apartó el pañuelo hacia atrás y miró a Ingmar a los ojos. Él notó que lo estaba comparando con la imagen de alguien e intuyó lo simple e insignificante que aparecía su propia imagen en la comparación.

—Para mis padres será muy duro —insistió Gertrud—. Padre es tan mayor que pronto se retirará de la escuela y entonces el sueldo les alcanzará aún menos que ahora. Además, cuando se quede sin nada que hacer, estará siempre de mal humor. Madre tendrá problemas con él, acabarán los dos lamentándose todo el día. De vivir yo con ellos esto no pasaría porque les daría ánimos. —Hizo una pausa, como si dudase.

Entretanto, en su interior, Ingmar sintió que algo se rajaba y daba paso a las lágrimas. Era obvio que Gertrud iba a pedirle que se hiciera cargo de sus ancianos padres. «Y yo que creía que había venido aquí para insultarme y escarnecerme —pensó—, y en cambio me demuestra que me tiene gran confianza.»

—No es preciso que me lo pidas, Gertrud —dijo—. Tu confianza me honra, a mí, que tanto te he fallado. Pero te aseguro que con tus padres me portaré mucho mejor de lo que me he portado contigo.

La voz de Ingmar se quebraba al hablar y el cálculo y la cautela desaparecieron casi por completo de sus facciones. «Qué buena es Gertrud conmigo —pensó—. No sólo me pide esto para ayudar a sus padres, sino también por mí; me está diciendo que me perdona.»

—Ya sabía yo que no ibas a negarte —dijo ella—. Y ahora te voy a contar otra cosa. —Su voz se hizo más ligera y risueña—. Tengo un gran regalo para ti.

«Qué bonito es oírla hablar —pensó Ingmar de repente—. Creo que nunca he oído a nadie hablar con una voz tan dulcemente alegre y melodiosa.»

—Hace ocho días me fui de casa —dijo Gertrud— con intención de dirigirme a Gotemburgo para esperar allí a los hellgumianos. Pero la primera noche pernocté en la planta de Bergsåna, en casa de la viuda de un herrero, una mujer pobre que se llama Maria Bouving. Ese nombre debes recordarlo, Ingmar, y si un día se encuentra en apuros ayúdala.

«¡Qué guapa es Gertrud! —pensó Ingmar al tiempo que asentía con la cabeza y prometía recordar el nombre de Maria Bouving—. ¡Qué guapa es! ¿Qué será de mí cuando no pueda verla? Que Dios me ampare si he hecho mal en renunciar a ella por un viejo predio. Cómo podrían los campos y los bosques equipararse a una persona, ellos no ríen conmigo si estoy contento, ni me consuelan si estoy triste. No hay nada en el mundo que compense la pérdida de alguien que nos ama.»

—En la cocina de Maria Bouving —prosiguió Gertrud— hay una pequeña alcoba donde me alojó. «Ya verás lo bien que dormirás aquí», me dijo, «las sábanas las compré en la subasta de los Ingmarsson». En cuanto me acosté sentí un extraño bulto muy duro en la almohada. «Vaya, esta ropa de cama no es tan buena», pensé. Pero como estaba muy cansada después de la larga caminata de todo un día, al final me dormí. Luego me desperté en mitad de la noche y le di la vuelta a la almohada para no tener aquel bulto hincado en la nuca. Entonces descubrí que el almohadón había sido rajado de extremo a extremo, y luego cosido con puntadas muy bastas. Ahí dentro había algo duro que crujía como el papel. No tengo por qué dormir sobre una piedra, me dije y tiré de aquello tan duro. Lo que saqué fue un paquete celosamente envuelto y anudado.

Gertrud hizo una pausa para comprobar si Ingmar mostraba alguna curiosidad; pero él no había prestado demasiada atención. «Qué bonito es verla mover la mano cuando habla —pensaba él—. Creo que nunca he conocido a nadie de gestos tan elegantes como los de Gertrud, ni que ande de una manera tan ágil como ella. Sí, de siempre es sabido que el amor de una persona vale más que nada. De todos modos, creo que hice lo correcto porque no sólo la finca me necesitaba, sino toda la parroquia.» Pero comprobaba con creciente angustia que ya no le resultaba tan fácil como hace un rato convencerse de que su amor a la finca era mayor que el que sentía por Gertrud.

—Dejé el paquete junto a la cama —prosiguió ella—, para mostrárselo a la viuda por la mañana. Pero al clarear vi que tu nombre estaba escrito en el envoltorio y entonces me fijé más atentamente. Luego decidí traértelo a ti sin decírselo ni a Maria Bouving ni a nadie. Aquí lo tienes, Ingmar. Es enteramente tuyo.

Gertrud sacó un paquete no muy grande del fondo de su cesto y se lo entregó a Ingmar mientras lo miraba expectante, como esperando alegres muestras de sorpresa.

Ingmar lo tomó sin dedicarle demasiada atención. Su mente trabajaba a marchas forzadas para mantener a raya el amargo arrepentimiento que se cernía sobre él. «Si Gertrud supiera lo peligrosas que son para mí su dulzura y su bondad... ¡Ojalá hubiese venido para reñir conmigo!»

«Debería alegrarme de todo esto —pensó—, pero no me alegro. Es como si Gertrud me agradeciera que yo la haya traicionado. Y eso no quiero ni pensarlo.»

—Ingmar —dijo ella en un tono que por fin le hizo ver que tenía algo de suma importancia que decirle—, he estado pensando en que cuando Eljas estaba en cama enfermo en Ingmarsgården, probablemente utilizara ese almohadón para su almohada.

Acto seguido, cogió el paquete de manos de él y lo desenvolvió. Ingmar oyó el sonido de billetes nuevos sin usar. A continuación vio que Gertrud sacaba veinte billetes de mil coronas cada uno y los sostenía a la altura de los ojos de él.

—Ves, Ingmar, es tu herencia. Como comprenderás, debió ser Eljas quien metió ese paquete en la almohada.

Ingmar oyó lo que le decía y vio los billetes; pero tenía la impresión que todo lo veía y oía a través de una neblina. Gertrud le tendió el dinero pero los dedos de Ingmar, faltos de fuerza, eran incapaces de retener nada y el fajo de billetes cayó al suelo. Gertrud los recogió y los metió en el bolsillo de Ingmar, quien había empezado a notar que su cuerpo se tambaleaba como si estuviera borracho.

De pronto Ingmar estiró un brazo y apretó el puño sacudiéndolo en el aire igual que lo haría un beodo.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gritó. Le habría gustado intercambiar unas palabras con Nuestro Señor, preguntarle por qué ese dinero no había aparecido antes, por qué salía a la luz ahora que no lo necesitaba, ahora que ya había perdido a Gertrud. Luego dejó caer las manos pesadamente sobre los hombros de ella—. Te has desquitado a gusto, ¿eh, Gertrud?

—¿Llamas a esto un desquite, Ingmar? —repuso ella consternada.

—¿Cómo quieres que lo llame? ¿Por qué no me trajiste el dinero enseguida?

—Quería esperar al día de la boda.

—Si hubieses venido antes de la boda seguro que podría haberle comprado la finca a Sven Person y entonces tú ahora serías mía.

—Sí, lo sé.

—En vez de eso te presentas el día en que me caso, cuando es ya demasiado tarde.

—Era demasiado tarde de todos modos, Ingmar. Era demasiado tarde hace una semana y es demasiado tarde ahora y será demasiado tarde siempre.

Ingmar había vuelto a sentarse, con las manos se tapaba los ojos y gemía.

—Ah, yo creía que no había otra solución. Ah, creía que no estaba en poder de los hombres cambiar las cosas. ¡Y ahora resulta que sí había remedio! ¡Ahora descubro que todos podríamos haber sido felices!

—Tienes que entender una cosa, Ingmar —dijo Gertrud—. Cuando encontré el dinero enseguida vi que, como dices ahora, podía ayudarnos; pero en ningún momento supuso una tentación para mí, ¿entiendes? ¿Y sabes por qué? Porque pertenezco a otro.

—Deberías haberte quedado con el dinero —le espetó Ingmar—. Esto me devora, es como un lobo que hurga en mis entrañas. ¡Lo que sentía antes, cuando sabía que lo nuestro era imposible, no es nada; pero ahora que sé que podrías haber sido mía!

—Si he venido es para darte una alegría, Ingmar.

Entretanto, en la casa del banquete nupcial la gente se estaba impacientando y algunos salían a la escalinata y llamaban: «¡Ingmar, Ingmar!»

—Ahí abajo me espera la novia —dijo él angustiado—. ¡Y que seas tú quien ha provocado todo esto, Gertrud! Cuando yo te traicioné lo hice por pura necesidad, pero tú lo has estropeado todo sólo para hacerme daño. Ahora sé qué sintió mi padre cuando mi madre mató al niño —le espetó. Ingmar rompió a llorar convulsivamente—. Nunca te he querido tanto como esta noche —gimió—. Hasta esta noche no te he querido ni la mitad de lo que te quiero ahora. No sabía que el amor fuera algo tan amargo y terrible.

Gertrud puso su mano con mucha dulzura en la cabeza de él.

—Nunca, nunca he tenido la intención de vengarme de ti, Ingmar. Pero mientras tu corazón esté ligado a las cosas de este mundo, sufrirás.

Ingmar estuvo sollozando largamente, y cuando al final levantó la cabeza Gertrud se había ido. Desde la casa llegó gente que le buscaba.

Ingmar descargó un último golpe contra la peña sobre la que estaba sentado, y su expresión se fue haciendo más y más recalcitrante.

—Gertrud y yo nos volveremos a encontrar —juró en voz alta—, y apuesto a que las cosas irán de otro modo. A un Ingmar se le conoce porque cuando quiere algo siempre lo consigue.