El hombre de la cruz
Durante todos los años de existencia de la colonia gordonista en Jerusalén, a diario se pudo ver en las calles de la ciudad a un hombre que arrastraba una tosca cruz de madera. No hablaba con nadie y nadie le hablaba. Nadie sabía si se trataba de un enajenado que se creía Jesucristo o sólo de un humilde peregrino que cumplía una penitencia.
Aquel pobre hombre de la cruz pasaba las noches en una cueva alejada en lo alto del monte de los Olivos. Cada mañana, al salir el sol, oteaba desde la cima y observaba Jerusalén, situada en el monte de Sión, que tenía enfrente. Solía escudriñar la ciudad como si buscara algo, trasladando la mirada de casa en casa y de cúpula en cúpula, escrutando afanosamente como si esperara descubrir algún cambio sustancial ocurrido durante la noche. Finalmente, cuando se convencía de que todo estaba como antes, dejaba escapar un suspiro de alivio. Luego entraba en su cueva, se cargaba la gran cruz al hombro y se ceñía a la frente una corona hecha de espinos retorcidos.
A continuación iniciaba el descenso de la montaña, arrastrando su pesada carga entre viñas y campos de olivos, hasta que llegaba a la alta muralla que rodeaba el huerto de Getsemaní.[38] Ahí solía detenerse frente a un portal bajo, dejaba la cruz en el suelo y se apoyaba contra la puerta como disponiéndose a esperar. Se agachaba repetidas veces y miraba por el ojo de la cerradura para ver el pequeño huerto. Si entonces, entre los centenarios olivos y los setos de mirto, veía a alguno de los monjes franciscanos que cuidaban de Getsemaní, su expresión se tensaba y esbozaba una pequeña sonrisa esperanzada. Pero a los pocos segundos sacudía la cabeza, como si cayera en la cuenta de que aquel a quien buscaba no vendría. Volvía entonces a levantar su cruz y continuaba su camino.
Luego tenía por costumbre pasar por las terrazas más bajas de la montaña hasta el valle de Josafat,[39] donde se halla el gran cementerio judío. El largo palo de la cruz que llevaba a rastras iba chocando contra las numerosas lápidas, derribando los guijarros amontonados sobre ellas. Cada vez que los guijarros caían al suelo, él se detenía y se daba la vuelta creyendo que alguien iba tras él. Y cada vez que comprendía que se equivocaba, soltaba otro de sus hondos suspiros y continuaba su camino.
Al llegar al fondo del valle estos suspiros se transformaban en profundos lamentos ante la inminente escalada, siempre con la pesada cruz a cuestas, del monte en cuya cima se halla Jerusalén. En esta ladera se encuentran las tumbas de la población musulmana y era frecuente que el hombre, entre las estelas funerarias con forma de féretro, encontrara a alguna mujer vestida de blanco que lloraba la pérdida de un ser querido. El hombre de la cruz se tambaleaba entonces en dirección a ella, hasta que la mujer, sobresaltada por los ruidos que hacía la cruz al ser arrastrada entre los sepulcros, se giraba hacia él mostrándole su rostro cubierto por un velo negro que inducía a creer que detrás no había otra cosa que un tenebroso vacío. Con un estremecimiento, el hombre daba media vuelta y seguía su camino.
Mediante indecibles esfuerzos, subía hasta la cima donde se alza la muralla de la ciudad. A continuación, solía tomar un sendero estrecho por la parte exterior de la muralla hasta el monte Sión, en la cara sur del altiplano,[40] y llegaba a la pequeña iglesia armenia denominada casa de Caifás.[41]
Aquí volvía a dejar la cruz en el suelo y miraba por el ojo de la cerradura. Pero no se contentaba con eso, sino que tiraba del cordón de la campana. Cuando a los pocos minutos escuchaba el rumor de zapatillas en el suelo enlosado, el hombre sonreía llevándose ya las manos a la corona de espinas, dispuesto a sacársela.
Pero tan pronto el servidor de la iglesia que abría el portal lo miraba, el hombre de la cruz sacudía negativamente la cabeza.
El penitente se asomaba y miraba por la puerta entornada. Con la mirada recorría el reducido patio, donde según la leyenda Pedro negó al Salvador tres veces, a fin de comprobar que estuviera desierto. Entonces sus facciones se contraían por la amargura y, cerrando la puerta con gesto de impaciencia, seguía su camino.
La pesada cruz traqueteaba contra el suelo cubierto de piedras y restos de ruinas de Sión. Ahora la cruz era arrastrada con más vehemencia, como si unas grandes expectativas le hubiesen suministrado renovadas fuerzas a su portador. El hombre de la cruz avanzaba por la ciudad sin descargarla una sola vez hasta que llegaba a las puertas del compacto edificio de sillares grises que es venerado como la tumba del rey David, pero que también se supone contiene la sala donde Jesús instituyó el sacramento de la eucaristía.
El viejo penitente solía dejar la cruz fuera mientras entraba en el patio. Cuando el portero musulmán, que solía echar miradas airadas a todos los cristianos, lo veía llegar, se inclinaba ante aquel cuya razón se había reunido con Dios y le besaba la mano. Cada vez que el hombre recibía este gesto de respeto miraba expectante el rostro del portero. Pero un segundo más tarde retiraba la mano, se la restregaba contra su tosco sayal, se daba la vuelta y salía al aire libre para volver a cargarse la cruz al hombro.
Después, con suma lentitud, solía atravesar la ciudad hasta su extremo más septentrional, por donde discurre el lúgubre camino del calvario de Jesucristo. En las zonas muy concurridas cruzaba su mirada con la de todos los viandantes, parándose, escrutando y apartando la cara con su habitual gesto de desilusión. Benévolos portadores de agua, que se fijaban en cómo sudaba durante su penosa marcha, le ofrecían cazos de agua fresca, y los verduleros solían arrojarle un puñado de habichuelas o pistachos. En un primer momento recibía estos obsequios con amabilidad, pero luego se volvía descontento, como si hubiese esperado algo mejor.
Cuando se introducía en las estrechas callejuelas que conforman la Vía Dolorosa, su rostro aparecía más esperanzado que en la primera parte del recorrido. Sus gemidos bajo el peso de la cruz eran menos profundos, estiraba la espalda y miraba alrededor como un prisionero que tiene la certeza de que va a ser liberado.
Partía de la primera de las catorce estaciones de la pasión de Cristo, las cuales vienen señaladas por pequeñas inscripciones en piedra a lo largo de toda la calle; pero no se detenía hasta que llegaba al convento de las hermanas de Sión, en las proximidades del arco del Ecce Homo, donde Pilatos mostró a Jesús a las masas. Aquí tiraba la cruz al suelo, como si se tratara de una carga que nunca más tendría que llevar, y llamaba a las puertas del convento con tres fuertes golpes de aldaba. Antes de que nadie tuviera tiempo de abrir, ya se había arrancado la corona de espinas de la frente, y en ocasiones era tal su certeza que hasta se la arrojaba a los perros que merodeaban por allí.
En el convento su forma de llamar era bien conocida. Alguna de las piadosas hermanas solía abrir la mirilla y le tendía un panecillo redondo.
Esto solía desatar en el penitente un furibundo arranque de cólera y, en vez de tomar el panecillo, lo dejaba caer al suelo, pataleando y profiriendo alaridos de desesperación. Durante un buen rato permanecía a las puertas del convento. Cuando al final recuperaba su actitud de paciente sufrimiento, recogía el panecillo y se lo comía con voracidad. Luego buscaba su corona de espinas y volvía a cargar con la cruz.
A los pocos segundos se hallaba feliz y expectante a las puertas del santuario denominado Casa de Santa Verónica; pero no tardaba en irse de allí visiblemente decepcionado. Recorría toda la calle de estación en estación, con idéntico convencimiento, aguardaba el momento de su liberación junto al santuario que marca el sitio de la Puerta de la Justicia, a través de la cual Jesús abandonó la ciudad, y más adelante, también, en el lugar donde el Salvador habló a las mujeres de Jerusalén.
Tras completar de este modo el calvario de Cristo, a veces sucedía que el viejo penitente se metía en el angosto atrio de la iglesia del Santo Sepulcro. Sin embargo, aquí el pobre hombre no descargaba su cruz, ni se despojaba de su corona de espinas. Tan pronto divisaba la tétrica y cenicienta fachada de la iglesia, daba media vuelta y huía. El viejo penitente parecía convencido de que éste era el único lugar de la ciudad donde, de ningún modo, encontraría al que tanto buscaba.
Nos encontramos en la noche del día en que enterraron a Birger Larsson. Todos los miembros de la colonia, tanto los veteranos gordonistas que vivían en Jerusalén desde hacía catorce años como los sueco-americanos que habían seguido a Hellgum y los recién llegados campesinos de Dalecarlia, se habían reunido para oficiar una misa vespertina, pero debido al calor decidieron celebrarla fuera y sacaron sillas a la terraza del tejado a la que daba la sala de asambleas, donde habían orado y entonado cánticos al aire libre.
Al finalizar la misa, casi todos regresaron a sus quehaceres, menos los campesinos de Dalecarlia, que se habían quedado donde estaban porque no les parecía correcto ocuparse en algo el mismo día de las exequias. Permanecieron sentados rígidos y solemnes, sin intercambiar apenas frases entre ellos. Birger había dejado mujer y ocho hijos, quienes gimoteaban en sus asientos. Más de uno les dirigió algunas palabras para recordarles que no debían preocuparse por su futuro. «No correréis la misma suerte que las viudas y huérfanos de fuera —les decían—. Estaréis igual de bien que antes. Ahora tenéis a más de cien hermanos y hermanas que cuidarán de vosotros.»
Mientras estaban allí, el sol fue bajando, y después cayó la noche y aparecieron la luna y las estrellas. Pero ninguna brisa refrescante sopló de las montañas, y el bochornoso calor persistió. Durante el día el calor había sido insoportable y varios campesinos nórdicos sentían ya los escalofríos de la fiebre. Empezaron a temer que correrían la misma suerte que Birger Larsson, y sentados allí a oscuras y en silencio, se preguntaban cuál era la intención de Dios al enviarles a aquella tierra, si no iban a poder vivir en ella.
Sin embargo, todo lo otro superaba con creces sus expectativas. Habían imaginado que sólo encontrarían privaciones y penurias; pero, en cambio, tenían la impresión de que aquélla era una colonia próspera y acomodada. Aparte del gran caserón que la colonia poseía extramuros junto a la Puerta de Damasco, donde estaban la sala de asambleas y el comedor, la cocina y la lavandería, y donde además se alojaban los labriegos más notables con sus esposas e hijos, a quienes se les había otorgado una sala grande y luminosa por familia, los colonos alquilaban tres inmuebles dentro de la ciudad. Dos de ellos se utilizaban para viviendas, pero el tercero estaba destinado a escuela. No fue poca la alegría de los campesinos de Dalecarlia al descubrir que la colonia disponía de una magnífica escuela donde sus hijos recibirían mejor educación que la que habrían recibido quedándose en casa.
Apenas desempaquetadas sus cosas y guardadas en sus cuartos, los varones del grupo recién llegado, observando que hacían falta enseres y muebles, decidieron construir mesas de carpintero para confeccionar las piezas necesarias: mesas, sillas, camas, encimeras y alacenas para la cocina, entre otras. También habían oído a las mujeres comentar que era difícil hacer buen pan en el horno de estilo oriental que había en la casa y se discutía la posibilidad de remodelarlo. Asimismo, las mujeres ya habían empezado a estudiar la manera en que podrían ser útiles a la comunidad. Por descontado, a ellas tampoco les faltaría trabajo.
Los gordonistas veteranos se ocupaban, principalmente, de llevar la escuela y de visitar a enfermos y ayudar a los pobres, actividades que continuaron bajo su responsabilidad. Durante la época en que estuvieron solos, contrataban a gente de fuera para los servicios domésticos; pero desde que se les unieran los sueco-americanos, éstos se habían hecho cargo de esos quehaceres. Y trabajo no faltaba puesto que tenían que alimentar a ciento veinte personas diariamente; era como si se hubiesen olvidado de hacer todo lo que no fuera lavar y cocinar. Ahora las campesinas de Dalecarlia querían encargarse de abastecer a la colonia con las telas y la ropa que precisaba. Tenían la intención de montar sus telares cuanto antes y confeccionar trajes y vestidos, alfombras, toallas y mantelería fina, porque ¿adónde irían a parar si se veían obligados a comprar todo aquello siendo un grupo tan numeroso?
Más reconfortante que pensar en todo esto era revivir el inmenso cariño y la alegría con que los habían recibido en la colonia. Los recién llegados todavía no estaban en condiciones de entablar una conversación con los primeros gordonistas, pero aun así se daban cuenta de que éstos hacían cuanto estaba en sus manos para que se sintiesen cómodos y felices. Y los sueco-americanos dieron fe de que nunca antes habían conocido a gente más bondadosa y honrada. Siempre dispuestos a ayudar, siempre con una palabra amable en los labios, y nunca daban muestras de creerse superiores a los campesinos con que se habían juntado. Nadie quería acaparar nada para sí mismo, sino que lo que uno poseía pertenecía a todos. ¡Y era tanta la alegría que transmitían! Los adultos jugaban como niños y sus hijos eran como ellos: valientes, desenfadados y muy inclinados al juego.
No obstante, a los ojos de los campesinos de Dalecarlia, lo mejor era encontrarse en Jerusalén, la ciudad de Dios. Antes de su llegada no podían imaginarse que sería tan delicioso vivir y moverse por los lugares que había conocido Jesús. Sin embargo, era como tenerlo a la vista constantemente, todo les recordaba a él. Se sentían bienaventurados como debió sentirse la muchedumbre que acompañaba al Salvador en su paso por la tierra, gente que lo abandonó todo para vivir de sus palabras.
Todo habría salido bien de no ser porque parecían incapaces de sobrevivir en Tierra Santa. Les parecía que cada bocanada de aire que respiraban contenía un mortífero veneno. ¿Cuál era la intención de Dios? ¿Les había conducido hasta el alba de una nueva y maravillosa existencia con el único fin de dejarles perecer?
Mientras los labriegos se debatían con tales ideas y cuestiones, súbitamente Gertrud, la hija del maestro, se puso en pie.
—¿Le veis? —exclamó mirando hacia el sur, en dirección a Jerusalén. Conmocionada, tuvo que sujetarse al respaldo de la silla para no caer.
La ciudad en sí no era visible desde la colonia porque unas colinas obstaculizaban la perspectiva. Son muchos los que creen que una de esas colinas es el auténtico Gólgota[42] y que es un error considerar que estuvo en el lugar en que, hoy en día, se alza la iglesia del Santo Sepulcro.
En aquellos momentos, Gertrud veía una figura en lo alto de una de esas colinas. La veía delinearse nítidamente contra el cielo iluminado por el claro de luna. Era un hombre que vestía un largo sayal, que llevaba una corona de espinas y que aguantaba en posición vertical una gran cruz de madera.
Todos sus compatriotas siguieron su mirada y vieron la misma imagen. La mayoría se levantó y fue corriendo hasta la balaustrada para ver mejor, pero algunos se quedaron paralizados y como abrumados por la visión. Lo que veían no se disolvía como ocurre en los sueños. El hombre coronado de espinas y la cruz eran perfectamente distinguibles en la cima de la colina que se considera el lugar exacto de la crucifixión. El resplandor de la luna aumentaba su figura de un modo sobrenatural y no hubo un solo labriego de Dalecarlia que creyera que lo que estaban viendo no fuese algo palpable y real.
Pero Hellgum, también entre ellos, se apresuró a informarles de quién era la figura de la colina.
—Es un pobre loco —les contó—. Aunque no llevo mucho aquí, le he visto con frecuencia en Jerusalén. Cree que lleva la cruz de Cristo y que tiene que cargar con ella hasta que encuentre a alguien dispuesto a llevarla en su lugar.
Fue como si nadie oyese o quisiese oír lo que Hellgum decía. Todas las miradas continuaban aferradas a la imagen del hombre de la colina. El modo en que se había presentado ante sus ojos les hacía reticentes a abandonar la idea de que había algo milagroso en su aparición.
El ruido de sus pasos corriendo a la balaustrada debió propagarse hasta donde estaba él, porque el hombre de la cruz volvió su rostro hacia ellos y los observó. A continuación agarró su cruz, se la cargó al hombro e inició el descenso de la escarpada pendiente. Oyeron cómo gemía bajo el peso de su enorme carga y el sonido del palo rascando el suelo pedregoso.
Hellgum siguió hablándoles de aquel loco que recorría a diario las calles de Jerusalén y de cómo se abalanzaba sobre los transeúntes en su incesante búsqueda de la persona que un día habría de relevarle. Pero los labriegos no apartaban sus ojos del hombre de la cruz.
De pronto desapareció entre las laderas, pero al cabo de muy poco volvió a aparecer abajo, en el camino que conducía a su colonia.
—¡Viene hacia aquí, viene hacia aquí! —dijeron algunos, y la emoción embargaba sus voces, como si aún no acabaran de creerse que no era Jesucristo el que arrastraba la cruz.
—Sí, suele hacerlo —dijo Hellgum—. Cuando detecta a alguien, viene corriendo; pero apenas comprueba que no es quien espera, da media vuelta y se va.
—Me pregunto cómo sabe él a qué persona espera —dijo Gertrud.
—Eso nadie lo sabe —respondió Hellgum—, y supongo que él tampoco.
El hombre de la cruz se aproximaba y ellos apreciaron claramente el gran tamaño de la cruz y los ingentes esfuerzos que le exigía arrastrarla.
—¡Ay, pobre hombre! —gimieron las mujeres, compadeciéndolo. Alargaban sus brazos hacia él y en sus caras se leía que ansiaban bajar corriendo para ayudarle con su carga.
Pero llegado el hombre al pie mismo del edificio donde estaban, las mujeres se quedaron sin habla porque, tal como lo vieron, era la viva imagen de lo más sagrado de este mundo y la emoción las paralizó. No cabía otra cosa que aguardar su reacción. Y el hombre de la cruz se quedó inmóvil mirándoles durante, al menos, un par de minutos. La terraza del tejado no estaba a demasiada altura del camino, el plenilunio iluminaba nítidamente las facciones de los campesinos nórdicos, y seguramente el penitente distinguía bastante bien sus rostros graves y sinceros.
Por fin, el hombre se puso en marcha de nuevo.
—Ya nos ha visto —dijo Hellgum—. Ahora veréis la prisa que tiene por seguir su camino.
Pero el hombre no siguió su camino, al contrario, se acercó aún más a la casa. Luego descargó la cruz del hombro y la apoyó contra la pared, se despojó de la corona de espinas y la colgó de un extremo del travesaño. Un minuto más tarde, los dalecarlianos lo vieron alejarse por el camino, con la espalda recta y el paso ligero, felizmente liberado de su carga.
Cuando comprendieron que había dejado la cruz junto a la puerta de su casa no dijeron ni una palabra. A algunos les dio por apretar con fuerza las manos de los que tenían al lado, y a un par se les inundaron los ojos de lágrimas. Casi todos los rostros quedaron como iluminados con una claridad que les confería algo parecido a la belleza. Habían obtenido respuesta a sus preguntas. No era para morir ni para vivir la vida por lo que habían viajado hasta allí, sino única y exclusivamente para llevar la cruz de Cristo. Más no necesitaban saber.