Ingmar Ingmarsson
Un domingo por la tarde, cuando los campesinos de Dalecarlia llevaban ya un año y medio en Jerusalén, todos los colonos se encontraban reunidos celebrando una misa. La Navidad se aproximaba y el invierno ya estaba en curso; pero el día era muy cálido y apacible, de modo que las ventanas de la gran sala de asambleas estaban abiertas de par en par.
Justo mientras entonaban uno de los himnos de Sankey,[53] se escuchó la campana del portal, fue un toque muy débil, una campanada humilde y solitaria; de no ser porque las ventanas estaban abiertas, nadie la habría oído. Uno de los hombres jóvenes, que ocupaba un asiento junto a la puerta, bajó a abrir y luego nadie pensó más en aquella llamada.
Un rato más tarde se escucharon unos pasos pesados y lentos que subían con parsimonia la escalinata de mármol. Alcanzado el último escalón, el visitante hizo una pausa larga. Se diría que recapacitaba antes de cruzar, aún con mayor vacilación, el suelo de mármol del gran vestíbulo que antecedía a la sala de asambleas. Por fin, puso su mano sobre el picaporte y lo accionó. La puerta se abrió la cuarta parte de una pulgada y eso parecía ser todo lo lejos que el visitante estaba dispuesto a llegar.
Al oír los pasos, los labriegos de Dalecarlia habían bajado las voces espontáneamente para oírlos mejor; ahora todos tenían los ojos puestos en la entrada. Esa forma tan delicada de abrir una puerta les era demasiado familiar. Se olvidaron por completo de dónde se hallaban, les parecía que estaban de vuelta en su terruño sentados cada uno junto a la chimenea de su casa. Un segundo más tarde, sin embargo, ya se habían recobrado y volvían a tener la vista puesta en sus cancioneros.
La hoja de la puerta se deslizó lenta y sigilosamente, y sin que el que estaba fuera se dejara ver todavía. En el caso de Karin Ingmarsdotter y un par más, el rubor, como una nube roja, veló sus rostros mientras procuraban concentrar sus ideas y seguir la letra del himno. Los hombres, en cambio, empezaron a cantar con más ahínco, dándole al bajo más potencia que antes y sin ningún miedo a desafinar.
Finalmente, cuando la puerta se hubo abierto más o menos un pie, apareció un hombre larguirucho y feo estrujando su tórax por el estrecho resquicio. Había mucha modestia en su forma de entrar, y tan ansioso estaba por no estorbar la celebración de la misa que se quedó junto al umbral, cabizbajo y con las manos entrelazadas.
Llevaba un traje negro de buena tela que formaba bolsas y pliegues por todas partes. Las manos, naciendo de los puños arrugados de su camisa, destacaban grandes y callosas, y las venas sobresalían bajo la piel. El rostro era ancho y pecoso, y las cejas completamente blancas; el prominente labio inferior confería severidad a la boca. En el mismo instante en que el recién llegado entraba por la puerta, Ljung Björn se levantó y siguió cantando de pie. Enseguida, el resto de los campesinos de Dalecarlia, ya fueran jóvenes o viejos, lo imitaron. Cantaban con los rostros pegados al cancionero y sin una sonrisa que les iluminara. Sólo de vez en cuando, una mirada furtiva se escapaba en dirección al recién llegado que aguardaba en el umbral.
Pero su canto cobró fuerza, como un fuego atizado por una ráfaga de viento. Las cuatro hermanas Ingmarsdotter, todas con muy buena voz, se pusieron a la cabeza del coro y a partir de ese momento el himno sonó con una energía y un júbilo inusitados.
Entretanto, los americanos miraban atónitos a los campesinos de Dalecarlia, ya que, probablemente sin que los suecos mismos lo supieran, de pronto se habían puesto a cantar en su lengua materna.