El niño
Cabe contar ahora lo que le ocurrió a Barbro Svendotter después de que Ingmar se hubiera marchado a Jerusalén.
Cuando Ingmar llevaba fuera más de un mes, Gammel Lisa, anciana sirvienta en la finca de los Ingmarsson, empezó a notar que Barbro era poseída por constantes ataques de angustia e inquietud. «Hay que ver lo extraviada que tiene la mirada —pensaba la vieja—. No me extrañaría si cualquier día de estos perdiera la razón.»
Un atardecer se decidió a interrogar a Barbro.
—Me gustaría saber qué te falta —le dijo—. Cuando yo era una chiquilla vi a la dueña de esta finca pasearse todo un invierno con la misma mirada que tienes tú ahora.
—¿Era la que mató al niño? —repuso Barbro muy rauda.
—Sí, y ahora empiezo a creer que tú tienes la misma idea en la cabeza.
Barbro no dio ninguna respuesta concreta.
—Cuando me cuentan esa historia —dijo—, sólo una cosa me extraña. —Gammel Lisa quiso saber qué cosa era—. Pues que no acabara consigo misma también.
La anciana, que estaba hilando, puso la mano en la rueca para detenerla y clavó los ojos en Barbro.
—Milagro será que no te hagas mala sangre si nace gente menuda en esta casa después de que tu marido te ha dejado —dijo despacio—. ¿Supongo que él no sabía nada cuando se fue?
—No sabíamos nada, ni él ni yo —repuso Barbro en voz baja, como si la pena la ahogara impidiéndole hablar.
—Pero ahora le escribirás pidiéndole que vuelva, ¿no?
—Eso nunca. Que él no esté aquí es mi único consuelo.
La vieja dejó caer las manos con aspaviento.
—¿Tu consuelo? —exclamó.
Barbro, de pie junto a la ventana, tenía la mirada perdida al frente.
—¿Acaso no sabes que una maldición pesa sobre mí? —dijo procurando que su voz sonara serena y firme.
—Pues claro, no va a estar una entrando y saliendo de la cocina sin enterarse de nada —respondió la vieja—. Ya he oído, ya, que eres de la triste cepa del Despeñadero.
Durante un rato no se dijeron nada más. Gammel Lisa hilaba en su rueca. De vez en cuando le echaba un vistazo a Barbro, que seguía junto a la ventana presa de estremecimientos. Cuando hubieron pasado aproximadamente cinco minutos, la vieja interrumpió su trabajo y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Barbro.
—Pues con mucho gusto te lo diré: voy a buscar a alguien que sepa escribirle una carta a Ingmar.
Barbro no tardó un segundo en interceptarle el paso.
—Mejor olvídate de eso —dijo—. Antes de que termines esa carta yo estaré en el fondo del río.
Las dos mujeres se encontraban frente a frente observándose. Barbro era alta y fuerte y la vieja Lisa creyó que pensaba retenerla por la fuerza. Sin embargo, de pronto, Barbro soltó una carcajada y se echó a un lado.
—Escribe lo que quieras —dijo—, me da igual. Lo único que cambiará será que acabaré con todo antes de lo previsto.
—Ni lo sueñes —dijo la vieja, sabiendo que tenía que ir con tiento puesto que la desesperación de Barbro era extrema—. No voy a escribir nada. No quiero empujarte a que hagas algo precipitado.
—¡Sí, venga, escribe! A mí no me afecta. Como comprenderás, tengo que acabar con mi vida de todos modos. Me niego a que esta desgracia se perpetúe por los siglos de los siglos.
La anciana volvió a su rueca y se puso a trabajar.
—¿No piensas ir a encargar la carta? —dijo Barbro yendo tras ella.
—Me gustaría saber si se te puede dar un buen consejo —respondió Gammel Lisa.
—Pues sí —dijo Barbro—, claro que puedes.
—Pensaba lo siguiente: yo te guardo el secreto a condición de que tú no te hagas ningún mal, ni a ti misma ni a la criatura, hasta que estemos seguras de que sale como tú crees.
Barbro recapacitó.
—¿Y me prometes que luego me darás carta blanca?
—Sí —dijo la vieja—, luego podrás hacer lo que quieras, te lo prometo.
—Ay, pienso que lo mejor es acabar cuanto antes —repuso Barbro mostrándose indiferente.
—Pensaba que lo que más querías era que Ingmar remediase el mal que ha hecho —dijo la vieja—, pero si le dan estas noticias supongo que de eso no habrá nada.
Barbro dio un respingo y se llevó la mano al corazón.
—Que sea como tú dices —cedió—, pero es una promesa muy dura de sobrellevar. Sobre todo ten cuidado de no traicionarme.
El pacto se cumplió. Gammel Lisa no delató a Barbro y a partir de entonces ésta tuvo tanto cuidado que nadie advirtió el estado en que se encontraba. La suerte la acompañó en el sentido de que la primavera llegó temprano. En abril la nieve ya se fundía en los bosques. Apenas despuntó la primera brizna de hierba que pudiera alimentar al ganado, Barbro hizo llevar parte de las reses a la cabaña de pastoreo que los Ingmarsson tenían en una zona de los bosques apartada y desierta. Ella y Gammel Lisa acompañaron al ganado allá arriba para pastorearlo durante todo el verano.
Y a finales de mayo se produjo el parto. Nació un varón y su aspecto era bastante peor que el niño que Barbro había dado a luz la primavera anterior. Era escuálido y débil y lloraba sin cesar. Al mostrarle Gammel Lisa el bebé, Barbro sonrió con amargura.
—Esta criatura no merecía tus esfuerzos para obligarme a vivir —dijo.
—Tan pequeñín es imposible saber cómo va a salir.
—Recuerda que me prometiste carta blanca —repuso Barbro con aspereza.
—Descuida, pero primero he de asegurarme de que es ciego.
—Finge, si quieres, que no sabes qué clase de niño es.
También Barbro se encontraba más débil que la vez anterior. Toda la primera semana le faltaron fuerzas para levantarse de la cama. El bebé no estaba con ella en la cabaña sino que la anciana sirvienta lo tenía escondido en uno de los pequeños graneros de la dehesa. La vieja lo cuidaba día y noche, le daba leche de cabra y se tomaba muchos trabajos para mantenerlo con vida. Un par de veces al día lo llevaba a la cabaña, y entonces Barbro se giraba de cara a la pared para no verlo.
Un día, Gammel Lisa se encontraba mirando por el ventanuco de la cabaña. En un brazo sostenía al niño, que tenía uno de sus berrinches de costumbre, y la anciana pensaba en lo enteco y flacucho que era.
—Vaya, vaya —dijo de repente inclinándose hacia delante para ver mejor—, ¡tenemos invitados en casa! —No tardó un segundo en plantarse con el niño en el rincón donde yacía Barbro—. Tómalo un rato, voy a salir para decirles a esos caminantes que estás enferma y que en la cabaña no pueden entrar. —Colocó al niño en la cama, pero Barbro no se arrimó ni lo tocó. El niño chillaba a pleno pulmón. Gammel Lisa volvió al cabo de unos instantes—. Esos lloros se oyen por todo el bosque —dijo—. Si no lo haces callar todo el mundo se va a enterar de su existencia. —Y volvió a salir.
Barbro no tuvo más remedio que darle el pecho a su hijo.
La anciana se quedó fuera un buen rato. Cuando regresó, el niño dormía y Barbro estaba echada observándolo.
—No te preocupes —dijo la vieja—. No han oído nada, tomaron otro camino.
Barbro le dirigió una mirada cansada.
—Estarás muy satisfecha de ti misma —dijo—. ¿Crees que no sé que no había nadie ahí fuera, sino que me asustaste para obligarme a tomar al niño?
—Si quieres vuelvo a llevármelo —respondió la vieja.
—Será mejor que se quede hasta que despierte.
Al anochecer la vieja quiso llevarse al niño, que, bueno y calladito, estaba tumbado boca arriba abriendo y cerrando sus manos diminutas.
—¿Qué haces con él por las noches? —preguntó Barbro.
—Lo meto entre la paja del granero.
—¿Lo dejas tirado en la paja como si fuera un gato?
—Creía que no tenía importancia cómo lo cuidáramos. Pero si quieres que se quede aquí dentro, por mí adelante.
Al sexto día de vida del niño, Barbro observaba desde la cama cómo la vieja lo envolvía en su mantilla.
—Lo sujetas muy mal —dijo—, no me extraña que llore tanto.
—No es el primer niño que cuido —repuso la anciana—. Creo que de niños sé tanto como tú.
Barbro se quedó callada, pensando que nunca había visto a nadie tratar tan mal a un bebé.
—Le estás dejando morado liándolo de ese modo —dijo sin poder contenerse.
—Así que ahora hay que tratar a este bicho como si fuera un príncipe —replicó la vieja—. Pues si lo hago tan mal prueba tú. —Y le entregó el bebé a la madre y se marchó.
Barbro lo tomó en sus brazos. Volvió a ponerle la mantilla y no tardó en tenerlo contento y callado.
—¿Ves como ahora no llora? —le dijo a Gammel Lisa, muy orgullosa, cuando ésta volvió.
—Siempre me han dicho que tenía buena mano para los niños —insistió la vieja sin ceder en su mal humor.
A partir de entonces, sin embargo, siempre era Barbro quien se cuidaba del bebé. Un día, cuando todavía guardaba cama, le pidió a la anciana sirvienta que le diera un pañal limpio. La vieja le respondió que no le quedaba ninguno. Los pocos que había se estaban lavando. Barbro se sonrojó y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Si fuera el hijo de una pordiosera este pobre niño no viviría peor —soltó sin pensar.
—¿Por qué no te ocupas tú un poco de estas cosas? —protestó la vieja—. Me gustaría saber cómo te las habrías arreglado si yo no llego a traer lo que buenamente logré reunir de ropa de niño.
Entonces Barbro recordó su cuita. La negra melancolía con que había vivido todo el invierno la embargó, endureciéndola de nuevo.
—Ojalá no hubiésemos cuidado nunca a este pobre niño —dijo.
Al día siguiente, Barbro se levantó de la cama. Sacó hilo y aguja y se puso a cortar una sábana para confeccionarle ropa a su hijo. Cuando llevaba un rato cosiendo, oscuros pensamientos la invadieron otra vez: «¿De qué sirve que le prepare estas cosas? Mejor sería que me metiese en el pantano con él, pues tarde o temprano acabaremos allí.»
Salió en busca de Gammel Lisa, que se hallaba ocupada en ordeñar las vacas antes de que salieran a pacer al bosque.
—Tía Lisa, ¿sabes cuánto tiempo pasará antes de que sepamos seguro que el niño es ciego?
—Para estar del todo seguras, ocho días por lo menos, y hasta un par de semanas.
Barbro volvió a la cabaña y retomó la costura. Los cortes con las tijeras le salían desiguales; la mano se le iba y temblaba. El temblor no tardó en propagarse por todo el cuerpo y por unos instantes tuvo que interrumpir su tarea. «Dios mío, ¿qué me pasa? ¿Es posible que la alegría de saber que puedo quedármelo otro par de semanas me haga temblar como una vara?»
La vieja sirvienta trajinaba penosamente arriba en los bosques. Se veía obligada tanto a apacentar las vacas como a ordeñarlas, puesto que Barbro ahora sólo pensaba en ocuparse del niño y nunca se le ocurría ayudarla en nada.
—Barbro, mujer, ¿no podrías hacer alguna cosa aparte de comerte al niño con los ojos? —le reprochó un día que se sentía exhausta.
Barbro se levantó y salió de la cabaña, pero en el umbral se volvió.
—Ya te ayudaré cuando llegue el verano —dijo—. Estos días que quedan no quiero dejarle.
A medida que Barbro se iba encariñando con su hijo, se decía que el gesto más compasivo que podría tener con él sería llevar a cabo su propósito inicial. No dejaba de ser un niño enclenque y enfermizo; apenas aumentaba de tamaño, era casi igual de canijo que como cuando vino al mundo. Pero lo que más la preocupaba era que sus párpados siempre estuvieran hinchados y enrojecidos en los bordes, y que ni siquiera intentara levantarlos.
Un día, Gammel Lisa mencionó el tiempo que tenía ya la criatura.
—Barbro, ya tiene tres semanas —dijo.
—No es verdad —repuso la madre con vehemencia—, no las cumple hasta mañana.
—¿Ah sí? Bueno, pues me habré equivocado; aunque si mal no recuerdo nació en miércoles.
—Bien podrías concederme un día más con él —dijo Barbro.
A la mañana siguiente, mientras se vestía, la anciana le dijo:
—No quedan pastos verdes por aquí cerca, me llevaré las vacas un trecho más lejos. No volveremos hasta que anochezca.
Barbro se giró bruscamente hacia ella con la intención de decir algo, pero se mordió los labios y calló.
—¿Decías algo? —le preguntó la vieja, creyendo que le pediría que se quedara en la cabaña. Pero no fue así.
Al anochecer, la vieja guiaba al rebaño de vuelta sin darse prisa. Iba llamando a las vacas, que no paraban de descarriarse a uno y otro lado y de detenerse en cada terrón verde. La vieja se impacientó y empezó a regañar a las testarudas bestias. «Pero bueno, qué más da —se resignó al final—. No vale la pena que te afanes tanto, Lisa. Para lo que te espera en casa, no hace falta que corras.»
Cuando abrió la puerta de la cabaña Barbro estaba sentada con el bebé en el regazo cantándole.
—¡Dios santo, Lisa, ya era hora! —exclamó la joven—. No sé qué hacer. ¡Mira, ahora le ha salido un sarpullido!
Y se le acercó para mostrarle un par de manchas rojas en el cuello del bebé. La abuela, todavía en el quicio, juntó las manos en gesto de sorpresa y se echó a reír. Barbro la miró consternada.
—Eso no es nada —dijo la vieja—. Mañana se le habrá pasado. —Y volvió a reír.
Barbro se extrañó, hasta que cayó en la cuenta de lo angustiada que debía de haberse sentido la pobre Lisa todo aquel día.
—Habría sido mejor para todos si lo hubiera hecho —dijo—. Supongo que por eso te marchaste.
—Esta noche pasada le estuve dando muchas vueltas sin saber qué hacer —repuso la vieja—, hasta que algo me dijo que ese crío sabría apañárselas mejor si lo dejaba solo contigo.
Una vez concluidas las tareas vespertinas, cuando se disponían a acostarse, la anciana le dijo:
—¿Es seguro que dejarás vivir al niño?
—Sí, si Dios le da salud y me permite conservarlo.
—¿Y si te sale idiota o ciego otra vez?
—Eso ya sé que lo es —repuso Barbro—, pero aun así no puedo hacerle daño. Sea como sea, sólo pido que se me permita cuidarlo.
La abuela se sentó en el borde del lecho y caviló.
—Ya que las cosas han ido de este modo —dijo—, tendrías que escribirle a Ingmar.
Barbro se horrorizó.
—Me figuro que tú también quieres que este niño viva —dijo—, pero si mandas venir a Ingmar no respondo de mis actos.
—¿Puedo preguntar qué vas a hacer si no? Cualquiera que se entere de que has tenido un hijo puede escribirle contándoselo.
—Había pensado mantener todo esto en secreto hasta que Ingmar se haya casado con Gertrud.
Gammel Lisa volvió a guardar silencio un buen rato, reflexionando sobre aquellas palabras. Veía con claridad que Barbro seguía muy propensa a consumar una desgracia y no se atrevió a contradecirla.
—Has sido muy buena con los viejos de Ingmarsgården —dijo entonces—. Es natural que intente conservarte como ama.
—Si he sido buena contigo alguna vez, me lo pagarás con creces obedeciéndome en esto.
Barbro logró imponer su voluntad y durante todo el verano nadie supo de la existencia del niño. Cuando subía gente a la cabaña lo escondían en el granero. La gran preocupación de Barbro era cómo seguir ocultando al niño cuando llegara el otoño y se vieran obligadas a bajar a la aldea de nuevo. No pasaba un día sin que cavilase sobre ello.
Sin embargo, hora tras hora aumentaba el cariño por su hijo y de ese modo recuperó parte de su antiguo sosiego. El niño fue haciéndose progresivamente más fuerte, aunque seguía retardado en cuanto a crecimiento y desarrollo. Durante todo el verano costó calmar su llantina y los párpados no dejaron de estar enrojecidos e hinchados, de manera que apenas podía abrirlos. Barbro no tenía la menor duda de que había nacido idiota y aunque ya no albergaba otra idea que la de dejarle vivir, pasó muchos ratos amargos por su causa. Éstos le sobrevenían a menudo de noche y entonces solía levantarse y observar al niño. Era muy feo, de piel amarillenta y pelo ralo y rojizo. La nariz era demasiado corta y el labio inferior sobresalía en exceso, y al dormir arrugaba el ceño haciendo que unos profundos surcos le cruzasen la frente. Cuando Barbro lo miraba, su cara le parecía verdaderamente la de un retrasado, y se pasaba la noche llorando por el infeliz futuro que le esperaba a su hijo. Sin embargo, de madrugada el niño se despertaba, yacía descansado y de buen humor en la canasta que le servía de cuna, y estiraba los brazos hacia su madre cuando ésta le hablaba. Entonces Barbro se calmaba y volvía a armarse de paciencia.
—Creo que las que tienen hijos sanos no sienten tanto cariño por ellos como yo por este niño enfermo —le dijo a la anciana Lisa.
Pasó el tiempo y el final del verano se aproximaba. Barbro todavía no había discurrido un modo de mantener oculto al niño tras el regreso a casa.
En ocasiones la asaltaba la idea de que su única salida era marcharse al extranjero.
Una tarde borrascosa de principios de septiembre, el cielo se ennegreció y soplaba un viento lluvioso. Barbro y Lisa habían encendido un fuego y estaban arrimadas al hogar calentándose. Barbro tenía al niño en sus rodillas y, como de costumbre, se entretenía pensando en cómo lograr que Ingmar no supiera nada. «De lo contrario volvería a mi lado —pensó—. No sé cómo hacerle comprender que esta cruz quiero llevarla sola.» Justo mientras pensaba esto, se abrió inopinadamente la puerta de la cabaña dando paso a un caminante.
—¡A la paz de Dios! —saludó el hombre—. Qué suerte he tenido de toparme con ustedes. El bosque está como boca de lobo y no encontraba el camino a la aldea; pero entonces me he acordado que la cabaña de pastoreo de los Ingmarsson tenía que estar por aquí cerca.
Era un pobre diablo que antaño recorría los caminos como viajante. En la actualidad no tenía mercancías que ofrecer sino que se dedicaba a mendigar. Por lo visto, su situación no era tan precaria como para depender de la caridad de sus semejantes; pero se había aferrado a la costumbre de ir de granja en granja recopilando noticias.
Naturalmente, lo primero que detectó en la cabaña fue al niño. Los ojos se le abrieron como platos.
—¿De quién es? —preguntó.
Ambas mujeres callaron unos instantes, y luego Gammel Lisa, firme y contundente, dijo:
—De Ingmar Ingmarsson.
El hombre quedó aún más atónito. Se sentía incómodo por haberse metido de pleno en una situación que probablemente no hubiera debido conocer. En su desconcierto, se inclinó sobre el niño.
—¿Y cuánto tiempo tiene un chiquitín como éste? —preguntó.
Esta vez fue Barbro la que se apresuró a contestar:
—Tiene un mes.
El hombre era soltero y no sabía nada de niños, así que no podía saber que Barbro le engañaba. Miró asombrado a la mujer que estaba sentada frente a él tan tranquila.
—Vaya, sólo un mes —dijo.
—Sí —confirmó Barbro con su seriedad característica.
El hombre se sonrojó desconcertado a pesar de ser ya un hombre maduro; en cambio, Barbro daba la impresión de que aquello no fuera con ella.
Por supuesto, él se dio cuenta de las señas de advertencia que la tía Lisa le dirigía a Barbro, pero ésta seguía altivamente sentada y sin hacerle caso. «A la vieja no le importa mentir —pensó el hombre—; en cambio, se nota que esta Barbro es demasiado orgullosa para hacer algo así.»
A la mañana siguiente, el hombre le dijo a Barbro significativamente:
—No comentaré nada a nadie.
—Cuento con ello —respondió ella.
—No te entiendo —dijo la anciana tan pronto el vagabundo se hubo ido—. ¿Por qué cuentas calumnias de ti misma?
—No tenía otra cosa que hacer.
—¿Y tú crees que Johannes el quincallero no va a irse de la boca?
—Lo que quiero, precisamente, es que se vaya de la boca.
—¿Quieres que la gente crea que este niño no es de Ingmar?
—Sí —dijo Barbro—, ahora ya no podemos seguir ocultando que existe. No hay más remedio que dejarles que crean eso.
—¿Y piensas que yo estaré conforme? —replicó la vieja.
—Si no lo estás, tendrás que aceptar que un idiota sea el heredero de Ingmarsgården.
Hacia mediados de septiembre, los que habían pasado el verano de pastoreo en las cabañas del monte, solían bajar de vuelta a sus casas. También Barbro y Lisa volvieron a Ingmarsgården. De inmediato se hizo evidente que los rumores acerca de Barbro se habían extendido por toda la comarca. Tampoco ella se esforzaba ya en mantener el secreto acerca del hijo; pero, en cambio, sentía un gran temor de que lo vieran. Siempre lo escondía en la alcoba del fondo del lavadero, donde habitaba Gammel Lisa. Parecía no soportar la idea de que descubrieran su enfermedad y el hecho de que nunca sería una persona normal.
Como es natural, ese otoño Barbro sufrió el desprecio y la condena generales. Los lugareños no se molestaban en ocultar la opinión que les merecía Barbro y ella no tardó en sentirse tan cohibida ante la gente que acabó por no salir de casa. Incluso los empleados de la finca cambiaron de actitud hacia ella. Los mozos y sirvientas se permitían maliciosas indirectas para que Barbro las oyera, y ella tenía dificultades en hacer cumplir sus órdenes.
No obstante, esta situación acabó muy pronto y de golpe. Durante la ausencia de Ingmar, el viejo aparcero se había instalado en la finca para gobernarla en calidad de amo. Un día, Stark Ingmar oyó a uno de los mozos responder descortésmente a Barbro y entonces le propinó un sopapo en la oreja que lo dejó tambaleándose.
—Recibirás más como me entere de que vuelves a comportarte así —gruñó el viejo.
Barbro lo miró sorprendida.
—Te lo agradezco mucho —dijo.
Él se giró hacia ella y la expresión con que la miró no tenía nada de dulce.
—No me lo agradezcas —dijo—. Mientras seas la ama de esta finca, me encargaré de que la gente te guarde respeto y te obedezca, eso es todo.
Un poco más entrado el otoño, llegaron noticias de Jerusalén de que Ingmar y Gertrud habían abandonado la colonia. «Cuando leáis estas líneas tal vez ya estén en casa», ponía en la carta. Al oírlo, Barbro sintió un gran alivio. Ahora estaba segura de que Ingmar llevaría a término el divorcio y, una vez libre, ella no tendría que soportar por más tiempo la pesada cruz del menosprecio que llevaba a cuestas.
Sin embargo, más tarde, mientras se ocupaba de las labores de la casa, las lágrimas no dejaban de aflorar a sus ojos. Que todo hubiera acabado entre ella e Ingmar le rompía el corazón. Si ellos ya no estaban juntos, qué vacío tan inmenso.