Barbro Svensdotter

En los primeros tiempos de su matrimonio, Ingmar Ingmarsson no le concedió casi ninguna importancia al hecho de tener una esposa. Al renunciar a Gertrud a cambio de hacerse con la finca, en su mente sólo había sitio para campos y enseres, dependencias y ganado, todo lo que casándose pasaba a ser de su propiedad; pero era como si no hubiese contado con que en la transacción entraba también una esposa. Tras la boda y la mudanza a la casa en que iban a vivir juntos, seguía sin comprender que esa esposa tuviera algo que ver con él. Nunca le preocupaba saber cómo se encontraba, ni si estaba a gusto o si sentía añoranza. Tampoco se fijaba en cómo realizaba las tareas domésticas, si la casa iba bien o mal. Pensaba tanto en Gertrud que, simplemente, no se acordaba de la existencia de su esposa. Ella era como uno de los tantos bienes inmuebles sin valor que formaban parte de la finca. Que se espabilara como pudiera, él no tenía ninguna intención de acarrearse molestias por su causa.

Pero había, además, un detalle en particular que le impedía a Ingmar sentir estima por su esposa: la despreciaba porque lo había aceptado a pesar de saber que él quería a otra. «Ha de ser tarada de un modo u otro —pensaba—, de lo contrario su padre no habría tenido que comprarle un marido.»

Si Ingmar alguna vez se fijaba en su esposa era para compararla con la mujer a la que había renunciado. No se le escapaba que su esposa era agraciada; pero ni de lejos tan guapa como la que había perdido. Ni caminaba con la misma soltura, ni movía las manos con la misma elegancia, ni tenía tantas cosas bonitas y divertidas que decir. Realizaba sus quehaceres en silencio y con paciencia, eso era todo y para eso estaba.

De todos modos, si hemos de ser justos con Ingmar, habrá que reconocerle que, al menos, no mencionaba ante la esposa aquello que casi siempre ocupaba su mente. No le confiaba que a todas horas pensaba en que la mujer que más amaba había emigrado a una tierra lejana. Por descontado que no. Y tampoco le parecía que podía hablar con ella del castigo divino que creía merecer por haber roto su palabra, ni que temía pensar en su padre, que en paz descansara, ni que se figuraba que todo el mundo le reprochaba su conducta. Nadie le faltaba al respeto, desde luego; pero en el profundo estado de melancolía en que se encontraba, sospechaba que todos se burlaban de él a sus espaldas y murmuraban que no era digno del nombre que llevaba, o cualquier cosa similar.

Lo que sigue es el relato de cómo Ingmar reparó por primera vez en que tenía una esposa.

Sucedió que, cuando Ingmar y Barbro llevaban un par de meses casados, les invitaron a la boda de unos parientes afincados en la antigua parroquia de ella. El viaje era largo y tuvieron que pararse en una fonda durante una hora para apacentar al caballo. Hacía mal tiempo y la esposa subió al piso superior a esperar en una habitación. Ingmar le dio agua y avena al caballo y luego también subió a la habitación. No se lo comentó a su mujer, pero sólo pensaba en lo difícil que iba a resultarle el trato con toda esa gente de la boda, y se preguntaba si los anfitriones e invitados llegarían a insinuarle la mala opinión que él debía merecerles. Mientras estaba ahí sentado torturándose con estas cuestiones, le cruzó la idea de que todo aquello era, de hecho, culpa de su esposa. «Si ella hubiese rehusado casarse conmigo —pensó—, todavía sería un hombre irreprochable. Nadie habría tenido el poder de tentarme y ahora no me avergonzaría de mirar a los ojos de la gente honrada.»

Nunca hasta ese momento se le había ocurrido que podría llegar a odiar a su mujer; pero en ese instante lo sintió así. Sin embargo, pronto sus quebraderos de cabeza fueron otros. Un grupo de hombres acababa de entrar en la sala contigua al cuarto donde ellos descansaban. Debían de haber visto a Ingmar y su mujer cuando llegaron con en el coche, porque empezaron a hablar de ellos. Los tabiques de la posada eran tan finos que pudieron oír hasta la última sílaba.

—Me gustaría saber qué tal les va —dijo uno de los hombres.

—Nunca pensé que Barbro Svensdotter encontraría marido —terció otro.

—Yo recuerdo lo enamorada que estaba de Stig Börjesson, que fue mozo en la finca de Berger un verano de hace unos tres o cuatro años.

Cuando la esposa oyó que hablaban de ella se apresuró a decir:

—¿No va siendo hora de que sigamos el viaje?

Pero a Ingmar le molestaba que esos desconocidos supieran que ella y él estaban ahí escuchando y prefirió quedarse hasta que se hubieran marchado.

Los hombres siguieron hablando de Barbro.

—Ese Stig Börjesson era un pobre diablo y Berger Sven Persson lo echó a patadas de su casa a la primera noticia que tuvo de que su hija lo quería —dijo uno que parecía muy familiarizado con la historia—. Pero entonces Barbro se puso enferma de pena y el viejo tuvo que ceder y llevar a Stig ante el párroco para que éste leyera las amonestaciones. Lo más curioso es que tras las primeras amonestaciones Stig cambió de opinión y dijo que no le apetecía casarse. Y esta vez fue Sven Persson quien, por su hija, tuvo que rogar y suplicarle a Stig que no dejara a la muchacha en la estacada. Pero Stig fue implacable. Dijo que el odio que sentía por Barbro era tan grande que no quería ni verla. Hizo correr la voz de que él nunca la había querido, sino que era ella la que había ido tras él.

Los hombres siguieron hablando de esta guisa e Ingmar, sumamente avergonzado, no se atrevía a mirar a su mujer. Por otro lado, le parecía que tras oír todo aquello era imposible que cruzaran la sala.

—Stig se portó muy mal —dijo uno de los hombres—, pero no le han faltado razones para arrepentirse.

—Y que lo digas —asintió uno que aún no había intervenido—. Se fue a casar con la primera que pilló sólo para demostrarle a Barbro, según dicen, que nunca se casaría con ella. La mujer le salió rana y en su casa sólo hay llanto y miseria, y ahora él se da a la bebida. Si no fuera por Barbro que los ayuda, él y su familia estarían todos en el hospicio. Por lo visto, es Barbro quien le mantiene a él y a su mujer con ropa y comida.

Tras esto no hablaron más de Barbro y al cabo de un rato se fueron. Ingmar bajó a enganchar el caballo y cuando su esposa llegó al patio para montar en el coche él la tomó en brazos y la depositó en el pescante. Ella creyó que lo había hecho para evitar que se ensuciara el bordillo del vestido con la rueda; pero, en realidad, lo que Ingmar quería demostrar con ese gesto era que la compadecía. Barbro no le importaba tanto como para sentirse apenado por lo que había oído; simplemente le tenía lástima. Y tras enfilar la carretera, de vez en cuando se giraba hacia ella y la miraba. Conque había en ella tanta ternura que era capaz de mantener y ayudar a quien la había abandonado.

Tampoco dejaba de ser curioso que la traición que había sufrido no fuera menor que la que había sufrido Gertrud.

Cuando llevaban recorrido un trecho, Ingmar percibió que su esposa lloraba.

—No llores por eso —le dijo entonces—, qué tiene de extraño que quieras a alguien, a mí también me pasa. —Después Ingmar se enfureció consigo mismo por no haber sabido decirle una palabra amable.

Sería fácil creer que, tras aquel incidente, Ingmar a veces se preguntara si su esposa todavía amaba a ese Stig. Pero la idea ni le asomó a la cabeza, Ingmar no la veía lo suficiente como para intentar averiguar a quién quería o a quién dejaba de querer. Vivía inmerso en su propia tristeza y casi volvió a olvidarse de su existencia. Tampoco le daba vueltas al hecho de que ella siempre estuviera callada y tranquila, y nunca se dirigiese a él con aspereza, a pesar de que él nunca se comportaba con ella como era debido.

La invariable calma que ella insistía en demostrar hizo creer a Ingmar que no sabía nada de lo que él arrastraba. Entonces, una desapacible noche de otoño, cuando llevaban casados aproximadamente medio año, cayó una espantosa borrasca. Ingmar había salido al anochecer y volvió tarde a casa. La sala grande, donde dormían los empleados de la finca, estaba a oscuras; pero en la alcoba ardía un buen fuego. Su esposa estaba despierta y le esperaba con una cena algo más completa que de costumbre. Cuando Ingmar entró ella le dijo:

—Quítate la chaqueta, está empapada. —Y tiró de las mangas para ayudarle a quitársela y la colgó frente a la chimenea—. ¡Dios mío, qué mojada está! No sé cómo voy a tenerla seca para mañana.

Y al cabo de un rato dijo:

—Me gustaría saber adónde has ido con este tiempo. —Era la primera vez que hacía un comentario así.

Ingmar guardó silencio preguntándose adónde quería ir a parar.

—La gente dice que cada tarde remas hasta la escuela y te sientas en una roca de la orilla y no te mueves de ahí en varias horas.

—La gente dice muchas cosas —repuso él con calma, aunque le molestara aquel interrogatorio.

—Sí, pero no son cosas agradables de oír para una esposa.

—Pues quien se ve obligada a comprarse un marido no debería esperar mucho más.

Ella intentaba volver una manga de la chaqueta. La guata era muy compacta y rígida, de modo que no le resultaba fácil. Ingmar levantó la vista para comprobar cómo se tomaba lo que acababa de decir.

Descubrió que tenía una pequeña sonrisa en los labios. Cuando finalmente Barbro pudo con la manga, dijo:

—A mí tampoco me hacía ninguna ilusión casarme contigo, no te creas, fue mi padre quien lo arregló todo.

Ingmar volvió a mirarla y cuando su mirada se encontró con la de ella pensó: «Tiene todo el aspecto de saber lo que quiere.»

—No creo que seas de la clase de personas a las que se pueda obligar a nada —dijo.

—Obligar no —respondió la esposa—, pero mi padre es un hueso duro de roer. Al zorro que no atrapa con los perros le tiende una trampa.

Ingmar no respondió; ya había vuelto a pensar en sus cosas y apenas le prestaba atención. Por su parte, ella debió de pensar que, ya que había empezado a hablar, debía llegar hasta el final.

—Te diré una cosa —continuó—: mi padre siempre le ha tenido mucho cariño a esta finca porque aquí pasó su niñez. Siempre se jactaba de su relación con la finca y con los Ingmarsson. No hay otro lugar del mundo del que yo haya oído hablar tanto como de éste, y tengo la impresión de que sé más cosas de todos los que han vivido aquí que tú.

Llegados a este punto, Ingmar se levantó de la mesa donde había estado cenando y fue a sentarse en la laja del hogar, de espaldas al fuego para ver el rostro a su mujer.

—Después me pasó lo que ya sabes —añadió ella.

—No hace falta que me lo expliques —dijo Ingmar tajante. Le avergonzaba pensar en cómo había consentido la dolorosa humillación de Barbro aquel día en la posada.

—Bueno, pero debes saber que después de que Stig me abandonara, mi padre se angustiaba tanto pensando que nadie me querría que ofreció mi mano a todo el mundo. Pronto me cansé: tampoco era yo tan mala como para tener que suplicarle a nadie que se casara conmigo.

Al decir esto, Ingmar vio que ella se estiraba un poco. Barbro lanzó la chaqueta sobre una silla y le miró fijamente a los ojos.

—No sabía cómo ponerle final a esa situación —continuó—, hasta que un día se me ocurrió decirle a mi padre que sólo me casaría con Ingmar Ingmarsson. Al decir esto, yo, como todo el mundo, sabía que Tims Halvor era el propietario de Ingmarsgården y que tú ibas a casarte con la hija del maestro, con Gertrud. Dije eso justamente porque era algo imposible y yo quería que me dejara en paz. Al principio, padre también se espantó. «Entonces no te casarás nunca», dijo.

«En ese caso, al mal tiempo buena cara», dije yo. Pero luego me di cuenta de que a padre le gustaba la idea. «¿Me das tu palabra?», dijo al cabo de un rato. «Sí, padre», dije yo. Como comprenderás, nunca creí que fuera capaz de arreglar esa boda. Parecía tan improbable como que yo me casara con el rey.

»Después de eso, al menos me libré de toda propuesta matrimonial durante un par de años y yo, con tal que me dejaran tranquila, no pedía más. Estaba todo lo bien que podía estar, administraba la casa de mi padre y, mientras siguió viudo, tuve las manos libres para llevarla a mi modo. Pero en el mes de mayo mi padre llegó tarde a casa una noche y me mandó llamar. "Ingmar Ingmarsson, con finca y todo, puede ser tuyo", me dijo. Llevaba dos años sin mencionar el asunto. "Ahora espero que sepas atenerte a tu palabra", añadió. "He comprado la finca por cuarenta mil coronas." "Pero si Ingmar ya tiene una prometida", repuse yo. "Pues no debe importarle mucho, ya que ahora pide tu mano."

Aquello llenó a Ingmar de amargura. «¡Qué curioso es todo esto! —pensó—. Suena como un juego. ¡Imagínate que he tenido que renunciar a Gertrud sólo porque un día Barbro le hizo una broma a su padre a mi costa!»

—No sabía qué hacer —continuó la esposa—; entre otras cosas, me conmovió que mi padre hubiera ofrecido tanto dinero por mí, me pareció que no podía negarme de buenas a primeras. Y tampoco sabía qué sentías tú, si tal vez esta finca fuera más importante para ti que todo lo demás. Luego padre juró que si yo no accedía vendería la finca a la compañía maderera. Además, por aquella época yo no me encontraba tan bien en casa como antes. Padre se había casado por tercera vez y a mí no me gustaba estar supeditada a mi madrastra en una casa que antes había gobernado yo sola. Así que como no tuve claro desde un principio si iba a decir sí o no, las cosas acabaron como mi padre quiso. La cuestión es que no me lo tomé con la suficiente seriedad.

—No —dijo Ingmar—, ya veo que para ti todo ha sido un juego.

—No comprendí lo que había hecho hasta que supe que Gertrud había huido de casa de sus padres para ir a Jerusalén. Pero desde entonces no he tenido ni un minuto de sosiego. De ninguna manera era mi intención causarle a nadie tanta desgracia. Ahora también veo cómo sufres tú —continuó Barbro—, y siempre pienso que todo es por culpa mía.

—De eso nada —repuso Ingmar—, la culpa es mía, no estoy peor de lo que me merezco.

—No sé cómo voy a soportar la idea de que yo he provocado todo este sufrimiento, cada noche me imagino que no vuelves. «Se ha quedado para siempre en el río», pienso. Y hasta me parece que oigo voces en el patio y me figuro que es gente que te trae en brazos. Y luego pienso en cómo será mi vida después. ¡Si algún día podré olvidar que he sido la causante de tu muerte!

Mientras ella hablaba y aireaba sus inquietudes, las ideas de Ingmar iban por curiosos derroteros. «Ahora quiere que la ampare y la consuele», pensó. Que ella se angustiara por él sólo le fastidiaba. La prefería cuando se mostraba inalterable, ocupándose de sus cosas, así él no tenía que acordarse de su existencia. «Para problemas tengo suficiente con los míos», se dijo. Pero supo que tenía que responder algo.

—¡No sufras por mí! —dijo—. No añadiré un nuevo delito a la lista de los que ya he cometido. —Y tan sólo con esas palabras consiguió que todo el rostro de ella se iluminara.

Por más que su esposa le trajera sin cuidado, tras conocer que ella se angustiaba tanto, Ingmar se quedó en casa un par de noches. Ella fingió no entender que lo hacía por ella, y siguió callada y sumisa como siempre. Por otra parte, Barbro había sido muy bondadosa con todos los viejos sirvientes de la casa y ellos estaban muy encariñados con ella. Al quedarse Ingmar junto al calor del hogar en la sala grande, en compañía de los demás, la tía Lisa y Bengt el Cuervo disfrutaban de lo lindo. Así que se habló y se contaron historias animosamente toda la velada, y a Ingmar le pareció que el tiempo iba más deprisa de lo esperado.

Dos noches seguidas consiguió quedarse en casa sin salir; pero a la tercera, que era domingo, a la esposa se le ocurrió sacar la guitarra y empezar a cantar para matar el tiempo. La cosa fue bien un rato, pero luego ella eligió una balada que a Gertrud le había gustado mucho tararear. La situación se hizo insoportable para Ingmar, así que se puso la gorra y se marchó.

Fuera era noche cerrada y caía una fría llovizna. A él ese tiempo, precisamente, le gustaba. Se subió a la barca y remó hasta la escuela, tomó asiento en una piedra de la ribera y se puso a pensar en Gertrud y en la época en la que aún no había roto sus promesas, sino que era un hombre recto y de palabra. No regresó a casa hasta pasadas las once de la noche. Entonces se encontró con que su mujer le esperaba en la orilla.

Ingmar se disgustó pero no le comentó nada hasta que estuvieron en la alcoba.

—Soy libre de ir y venir cuando me plazca —dijo entonces, y ella oyó en su tono que estaba disgustado; pero no contestó sino que se dio prisa en rascar una cerilla y encender una bujía.

El marido vio entonces que estaba empapada, tenía la ropa pegada al cuerpo. Ella fue a buscarle la cena, encendió un fuego y preparó la cama, y en todo momento el roce de la tela mojada acompañó sus movimientos. Sin embargo, su actitud no dejaba traslucir el menor rastro de enfado o de tristeza. «Quizás es tan buena que nada es capaz de alterarla», pensó Ingmar.

De pronto él se giró hacia ella y le preguntó:

—Si yo te hubiera hecho lo mismo que a Gertrud, ¿me perdonarías?

Ella lo miró fijamente un momento.

—No —dijo por toda respuesta, y sus ojos destellaron.

Él se quedó callado. «¿Por qué no me perdonaría a mí cuando ha perdonado a ese Stig? —pensó—. Seguramente piensa que mi comportamiento con Gertrud fue peor porque lo hice por codicia.»

Un par de días más tarde, a Ingmar se le había perdido un destornillador. Se puso a buscarlo por todas partes y de ese modo llegó hasta el lavadero junto al río, donde yacía enferma la tía Lisa mientras Barbro, sentada a su lado, leía la Biblia en voz alta. Era una Biblia desmesuradamente grande con herrajes de bronce y gruesas tapas de cuero. Ingmar se quedó parado mirando el libro. «Tal vez provenga de la casa de Barbro», pensó, y se alejó de allí. Sin embargo, al cabo de un momento regresó, arrebató la Biblia a su esposa y la abrió por la primera página. Tal como sospechaba, era una de las antiguas Biblias que habían formado parte del inventario de Ingmarsgården y que Karin había puesto a la venta en la subasta.

—¿De dónde ha salido? —preguntó.

La esposa no respondió, pero en cambio la tía Lisa sí:

—¿Acaso Barbro no te ha contado que ella la recuperó?

—¿En serio? ¿Barbro la recuperó? —dijo Ingmar.

—Ha hecho más que eso —repuso la vieja criada con entusiasmo—, yo de ti miraría dentro de la alacena de la sala grande.

Ingmar salió rápidamente del lavadero y subió hasta la casa. Al abrir la alacena vio sobre la balda dos de las antiguas jarras de la familia. Las sacó y las giró para comprobar que las marcas en el fondo eran las auténticas. Barbro entró mientras él todavía estaba allí. Tenía todo el aspecto de haber sido cogida en falta.

—Como tenía un poco de dinero ahorrado... —dijo con voz animosa.

Ingmar estaba más alegre de lo que había estado en mucho tiempo. Se le acercó y le tendió la mano.

—Esto te lo agradezco de verdad —dijo.

Pero a los pocos minutos recuperó la compostura y se marchó. Tenía la sensación de que ser amable con su esposa no era correcto; se lo debía a Gertrud; con la que había usurpado su lugar no podía, de ningún modo, mostrarse afectuoso ni benevolente.

Más o menos una semana después de esto, Ingmar salía del granero en dirección a la casa cuando vio a un desconocido abrir la verja de la entrada y entrar en el patio. Cuando se encontraron, el desconocido saludó y preguntó si Barbro Svensdotter estaba en casa.

—Soy un antiguo conocido —aclaró.

Ingmar enseguida supo quién era el forastero.

—Eres Stig Börjesson —le dijo.

—No creía que nadie me conociera por estos pagos —respondió el otro—. Enseguida me iré, sólo quiero decirle una cosa a Barbro. ¡Pero no le digas a Ingmar Ingmarsson que he estado! A lo mejor no le gusta que venga por aquí.

—Pues yo creo que a Ingmar le gustaría conocerte —contestó Ingmar—, seguro que se ha preguntado muchas veces qué cara tiene un canalla como tú. —A Ingmar le había puesto furioso que aquel miserable fuese por ahí diciendo que Barbro Svensdotter le quería.

—Que yo sepa, nunca nadie me ha llamado canalla —replicó Stig.

—Pues siempre hay una primera vez —replicó Ingmar y sin más le abofeteó.

El forastero se echó atrás, lívido y crispado por la ira.

—¡Te lo dejo pasar —dijo— porque no sabes lo que haces! Quería pedirle dinero prestado a Barbro, sólo venía por eso.

Ingmar se avergonzó de su agresividad, no entendía por qué había reaccionado de ese modo. Pero tampoco quería mostrarse arrepentido ante aquel miserable, así que repuso en tono airado:

—No es que me dé miedo que Barbro te quiera, es que te merecías ese bofetón por traicionarla.

Stig Börjesson avanzó dos pasos hacia él.

—Ahora verás, me has abofeteado y a cambio yo te contaré una cosa —masculló con voz afilada y sorda—. Me parece que lo que vas a oír te dolerá más que cualquier latigazo que pudiera darte, porque te veo muy enamorado de Barbro, así que escucha esto: ella es de la gente del Despeñadero.

Y se quedó esperando la reacción de Ingmar, pero éste sólo puso cara de ligera sorpresa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—¿Así que no lo sabes? —respondió Stig, igual de furioso—. Pues ahora lo sabrás. Había una vez un tipo que se dedicaba a la compraventa de caballos —continuó—. Viajaba continuamente de mercado en mercado y trataba fatal a sus animales. El hombre era además un pícaro muy tramposo. A veces les pintaba manchas blancas a caballos que se sabía padecían la enfermedad de Borna para que no fuera posible reconocerlos; y a veces, a un pobre penco viejo que estaba para el arrastre lo engordaba de modo que le brillaba el pelaje el tiempo justo para canjearlo. Pero cuando más mal se portaba con sus caballos era cuando tenía que probarlos. Entonces se volvía loco de veras y los fustigaba hasta desollarles el lomo con el látigo, cada latigazo les abría marcas en carne viva.

»Una vez el hombre se pasó todo un día en un mercado sin sacar ningún provecho, lo cual se debía, por una parte, a que había engañado a tanta gente que nadie quería hacer tratos con él, y por la otra, a que el caballo que quería canjear ese día estaba tan viejo y cascado que a nadie le interesaba. Hizo correr al pobre penco a galope tendido arriba y abajo delante de la muchedumbre, azotándolo hasta que los varales del carro chorreaban sangre; pero cuanto más hostigaba al animal, menos ganas tenía la gente de hacer negocios con él.

»Al atardecer comprendió que no iba a cerrar ningún trato ese día. Antes de irse a casa lo intentó por última vez y condujo al caballo a una velocidad tan espeluznante por el campo donde se celebraba el mercado que la gente creyó que se estrellaría. En plena carrera, sus ojos descubrieron a un hombre que iba en un precioso potro negro a la misma velocidad que él, sin que pareciera costarle al potro el menor esfuerzo. Nada más detenerse, se le acercó el hombre que conducía el potro. Era un tipo pequeño y enérgico, de rostro alargado y barba de chivo. Iba completamente vestido de negro y el tratante, ni por la tela ni por el corte, pudo adivinar de qué comarca procedía. Lo que sí descubrió enseguida fue que el dueño de aquel potro era tonto. Le explicaba que en su casa tenía un caballo pardo y que le gustaría cambiar el negro que traía por otro marrón para tener dos del mismo color. "Ese caballo que conducías me iría bien por el color", le dijo, "me gustaría quedármelo, siempre y cuando esté en buenas condiciones. Por favor, ten la decencia de no endosarme un mal caballo porque la verdad es que si hay una cosa de la que no entiendo nada, es de comprar caballos»

»Naturalmente, la cosa acabó con que el tratante le dejó su penco inútil a cambio del potro joven. Nunca en su vida le había puesto los arreos a un ejemplar tan magnífico. "Este día empezó como el peor de mi vida y ha acabado como el mejor", dijo al montar en el carro para volver a su casa. El trayecto hasta su casa no era largo. Cuando llegó, el sol aún no se había puesto del todo. Al cruzar el portal vio que un grupo de sus viejos amigos, tratantes de caballos de varios pueblos, le esperaban delante de la puerta. Se les veía de muy buen humor, y cuando apareció él sentado al pescante del carro empezaron a aclamarlo a viva voz, alternando carcajadas y gritos de hurra. "¿Qué demonios os divierte tanto?", preguntó el tratante mientras refrenaba su nuevo caballo. "Es que", dijeron, "te hemos estado esperando para ver si aquel tipo te endosaba su potro ciego. Nos topamos con él cuando iba al mercado y entonces apostó con nosotros a que te engañaría". El tratante bajó del carro de un salto, se puso delante del caballo y con el mango del látigo le soltó un golpe terrible entre los ojos. El animal no hizo el mínimo ademán de esquivarlo. Sus colegas tenían razón, el potro estaba completamente ciego.

»La rabia furiosa que le vino le hizo perder la razón. Mientras sus colegas seguían riéndose y burlándose de él, desenganchó el caballo del carro, tiró de las riendas y lo obligó a subir una cuesta muy escarpada que había tras la cabaña. A base de chasquidos y latigazos consiguió que el animal avanzara a paso ligero, pero cuando llegaron a la cima, el potro se paró en seco y no quiso seguir. Allá arriba el terreno daba a una sima profunda y ancha donde la comarca entera había ido extrayendo arena durante muchos años. Por fuerza, el caballo tuvo que notar el precipicio, porque se negaba a seguir. El tratante lo arreaba y lo azotaba como un poseso, y el caballo se asustó y terminó por encabritarse, pero aun así no se movió. Al final, sin ver otra salida, el potro dio un salto largo con la esperanza de alcanzar el otro lado, como si creyera que lo que tenía que saltar sólo era una zanja. Pero no había tal otro lado que alcanzar, y al no encontrar sus cascos un punto de apoyo, relinchó de un modo atroz y espeluznante, y un segundo más tarde yacía con la crisma partida en el fondo del despeñadero. El tratante ni se dignó echarle una mirada, sino que volvió directamente a donde estaban sus amigos. "Qué, ¿ya no os reís?", dijo. "¡Marchaos y contadle al tipo con que hicisteis la apuesta cómo le ha ido a su potro!"

»Pero la historia no se acaba aquí —continuó Stig—. Poco después, la mujer del tratante tuvo un hijo y el niño salió débil mental y encima ciego. Como si no bastara, todos los hijos varones que parió la mujer después de ése salieron ciegos e idiotas. En cambio, las hembras eran hermosas y listas y pudieron casarlas bien.

Ingmar, que había estado escuchando como hechizado, hizo ademán de marcharse; pero Stig continuó con su relato y él siguió allí.

—Pero eso no es todo, pues resulta que cuando las hijas casadas parían varones, éstos salían ciegos e idiotas, mientras que las niñas eran hermosas y sanas y muy bien dotadas. Y así ha sucedido hasta el día de hoy —añadió Stig—, todos los que se han casado con hijas de esa familia han tenido hijos varones idiotas. De ahí que la cabaña de donde procede la familia de tu mujer se conozca por el Despeñadero, y sin duda ese nombre le quedará para siempre.

Ingmar creyó recordar que de niño había escuchado esa historia sobre la familia del Despeñadero, pero sólo como un cuento, nunca pensó que hubiera nada de verdad en ella. Se echó a reír.

—Por lo visto no te lo crees, ¿eh? —dijo Stig acercándose aún más a Ingmar—. Pues tienes que saber que la segunda esposa de Sven Persson era de esa familia, ¿entiendes? Todos los del Despeñadero se han mudado a otras comarcas y por eso aquí la gente ha olvidado cómo son; pero mi madre estaba al corriente de todo. Se calló y no le contó a nadie quién era la esposa de Sven Persson, hasta que surgió la cuestión de si yo me casaría con su hija. Yo, al enterarme de la historia, no pude tomarla por esposa; pero me callé por mi honor, ¿entiendes? Si yo hubiese sido un canalla habría hablado. Pero no lo hice, he cargado con toda la vergüenza de este asunto con la boca cerrada, hasta que has venido tú y me has abofeteado. Al parecer, ni el mismo Sven Persson ha sabido nunca quién era la mujer que lo pescó; porque ella murió después de darle su única hija. Y las hijas del Despeñadero son buenas y cariñosas, ¿entiendes?, sólo los varones salen ciegos e idiotas. Así que ahora ya lo sabes, el que siembra recoge. Si supieras lo que me he reído de ti al pensar cómo traicionaste a tu prometida, y al imaginarme a ese futuro Ingmar Ingmarsson que llevará la finca después de ti y será idiota. A partir de hoy, espero que disfrutes de muchos días felices en compañía de tu esposa.

Pero mientras Stig, arrimado a Ingmar, le espetaba todo esto a la cara, Ingmar había subido la vista hasta la casa y avistado el borde de una falda tras la puerta del zaguán. Imaginó que Barbro había salido al ver que él y Stig se cruzaban en el patio y ahora estaba ahí escuchándolo todo. Al principio se inquietó y pensó: «Es una desgracia que Barbro haya oído esto. ¿Acaso acaba de suceder lo que tanto he temido? ¿Es éste el castigo de Dios que he estado esperando?»

Al mismo tiempo ocurrió que, por primera vez, sintió de veras que tenía una esposa y que a él le correspondía cuidarla. Por eso se obligó a reír una vez más y fingió indiferencia.

—Gracias por contarme todo esto, así ya no tendré que guardarte rencor.

—Vaya —dijo Stig—, ¿así te lo tomas?

—Sí, no pensarás que soy tan tonto como tú para desperdiciar mi felicidad por culpa de una vieja superstición.

—Bueno, por esta vez no diré nada más —repuso Stig—. Ya veremos si estás igual de confiado dentro de un año.

—¿Por qué no entras y hablas con Barbro? —dijo Ingmar al ver que el otro se disponía a marchar.

—No, déjalo —rehusó Stig.

Tan pronto Stig se hubo ido, Ingmar entró en la casa para hablar con su mujer. Ella estaba en la sala grande esperándolo, y antes de que él tuviera tiempo de decir una palabra ella le dijo muy serena:

—Ingmar, no vamos a creer en esos cuentos de niños, ¿verdad? ¿Cómo voy a tener yo algo que ver con cosas que pasaron hace más de cien años, si es que alguna vez pasaron?

—¿Así que lo has oído? —dijo Ingmar, sin mencionar que la había visto espiando.

—He oído esa vieja historia antes, como todo el mundo. Pero es la primera vez que oigo que tiene algo que ver conmigo.

—Es una lástima que la oyeras —dijo el marido—, pero no tiene ninguna importancia, siempre y cuando tú misma no te la creas.

La esposa sonrió.

—Yo no siento que pese sobre mí ninguna maldición —dijo.

Ingmar pensó que apenas recordaba haber visto a alguien que tuviera mejor aspecto que ella.

—Yo diría que pareces estar sana de cuerpo y alma —dijo.

Hacia la primavera, la esposa dio a luz un niño. Fue valiente durante todo el embarazo y nunca mostró signos de inquietud. Ingmar creyó muchas veces que ella había olvidado la historia que contó Stig Börjesson. Por lo que a él respecta, tras aquella conversación nunca osó entregarse a su pena del mismo modo. Se esforzaba por mostrarse de un talante que le diera a entender que él no creía en la maldición que supuestamente pesaba sobre ella. En casa intentaba adoptar un aire satisfecho en vez de poner cara de quien espera un castigo divino. Empezó a esmerarse en el manejo de su propiedad y ayudaba a los lugareños al igual que lo hiciera su padre. «Ahora ya no puedo ir por ahí con la cara larga —pensaba—, porque entonces Barbro pensará que creo en la maldición y que mi pena proviene de ahí.»

Su esposa se sentía increíblemente feliz a causa del hijo. Era un niño bien formado y hermoso, con la frente alta y recta y los ojos grandes y claros. Barbro llamaba a Ingmar sin cesar para que fuese a contemplar al niño.

—Es completamente normal, no veo yo que tenga ningún defecto —decía ella.

Ingmar se quedaba azarado, con las manos a la espalda y sin atreverse a tocarlo.

—Completamente normal, sí —repetía él.

—Ahora te demostraré que ve bien —dijo ella en una ocasión y encendió una vela que movió de un lado a otro ante los ojos del bebé—. ¿Ves cómo la sigue? —dijo.

—Sí —respondió Ingmar, convencido de que la esposa veía moverse los ojos del niño; aunque él no lo viera.

Unos días más tarde, Barbro se había levantado y su padre y su madrastra fueron de visita para conocer a su nieto. La madrastra sacó al niño de la cuna y lo sopesó entre sus brazos.

—Qué niño más grande —dijo complacida. Pero acto seguido comenzó a observar la cabeza del bebé—. ¿No tiene la cabeza demasiado grande? —dijo.

—Nuestra familia da niños con la cabeza grande —dijo Ingmar.

—¿Está bien de salud este niño? —le preguntó la madrastra al cabo de un rato devolviéndolo a la cuna.

—Sí —dijo Barbro—, no hace más que crecer.

—¿Estás segura de que ve? —dijo la madrastra al cabo de un momento—, siempre gira los ojos hacia arriba.

Barbro empezó a temblar en la silla.

—Si queréis encender una vela —dijo Ingmar—, comprobaréis que ve perfectamente.

Su esposa, ansiosa, encendió una bujía y la sostuvo ante los ojos del bebé.

—Claro que ve —dijo procurando sonar alegre y confiada. El bebé yacía quieto en la cuna mostrando el blanco del ojo—. ¿Veis cómo sigue la luz con los ojos? —exclamó Barbro. Ninguno de los presentes dijo nada—. ¿No ves cómo mueve los ojos? —le dijo a la madrastra, quien no abrió la boca—. Tiene sueño —explicó entonces—. Los ojitos se le cierran.

—¿Cómo se llamará? —preguntó la madrastra al cabo de un rato.

—Es costumbre de esta casa ponerle Ingmar al primogénito si es varón —dijo Ingmar, pero su esposa terció:

—Había pensado pedirte que le pusiéramos Sven por mi padre.

Se hizo un silencio tenso que duró varios minutos. Ingmar se dio cuenta de que su esposa lo observaba aunque fingía mirar al suelo.

—No —respondió—, tu padre, Sven Persson, es un hombre intachable pero el mayor tiene que llamarse Ingmar.

Pero una noche, cuando el bebé tenía ocho días, sufrió unas súbitas convulsiones y hacia la madrugada murió. De este modo los padres nunca supieron con certeza el verdadero estado de su hijo. Intentaban convencerse de que había sido un bebé sano y normal, pero no estaban seguros.

Desde su encuentro con Stig, Ingmar siempre había sido bueno con Barbro, e incluso había llegado a comportarse con ella como suelen hacerlo los recién casados. Sin embargo, seguía convencido de que su corazón pertenecía a Gertrud, y solía decirse: «No es que quiera a Barbro, pero tengo que ser bueno con ella porque su destino es muy duro de sobrellevar. Es preciso que sienta que no está sola en el mundo, sino que tiene un marido con deseos de cuidarla.»

Barbro no lloró mucho al bebé muerto. Parecía más bien complacida de que ya no viviera. Transcurrido un par de semanas le sobrevino la calma. Nadie era capaz de discernir si se sentía desgraciada o si de nuevo había apartado de su mente los oscuros pensamientos.

A principios de verano Barbro condujo el hato de vacas a las pasturas de los bosques e Ingmar se quedó solo en la casa.

Sin embargo, le pasó algo muy curioso. Cuando entraba en la sala grande buscaba a Barbro. A veces, mientras realizaba alguna labor, levantaba la cabeza escuchando por si oía su voz. Tenía la sensación de que todo el bienestar se había esfumado de la finca. Parecía un sitio completamente distinto.

Al atardecer del sábado subió a los bosques para ver a Barbro. La encontró sentada sobre el escalón de entrada de la cabaña. Tenía las manos inertes sobre el regazo y aunque vio venir a Ingmar de lejos, no fue a su encuentro. Él se sentó a su lado.

—Me ha pasado una cosa muy curiosa, ¿sabes? —le dijo él.

—¿Ah sí? —repuso ella sin demasiado interés.

—Resulta que he empezado a quererte.

Ella lo miró y él se dio cuenta de que estaba tan cansada que a duras penas tenía fuerzas de levantar los párpados.

—Es demasiado tarde —contestó.

A Ingmar le entró miedo al comprender el estado en que se encontraba.

—No te conviene estar sola aquí arriba en el bosque —dijo.

—Aquí estoy bien, yo me quedaría toda la vida.

Ingmar intentó explicarle que ahora la amaba, que sólo pensaba en ella. Que no había comprendido sus propios sentimientos hasta que ella se hubo ido de la casa. Barbro seguía taciturna.

—Eso tendrías que habérmelo dicho el otoño pasado —respondió.

—¿El otoño pasado me querías? —preguntó él.

—Entonces le rogaba a Dios todas las noches para que llegara un día en que me quisieras —dijo Barbro—. Habría mordido el polvo por una palabra amable tuya.

—En cambio, yo no me portaba contigo de un modo que mereciera tus sentimientos —dijo Ingmar extrañado.

—Pero es como si estuviese decidido de antemano —respondió Barbro—. Había oído a padre hablar tanto de Ingmarsgården que al principio me agotaba y sólo quería encontrarle defectos a la finca y a ti; pero tan pronto puse los pies en el interior de la vieja casona sentí que era mi hogar y que en el fondo era el sitio donde siempre había anhelado vivir.

—Me parece muy raro —dijo Ingmar.

—Seguramente es a causa de mi padre. Después de pasar la primera semana en la finca y ver cómo era la vida allí, comprendí que todo lo mejor que hay en mi padre provenía de tu familia, y que cada uno de los anticuados usos y costumbres que seguíamos en mi casa los había aprendido él en la tuya. Creo que mi padre se ha pasado la vida esforzándose en ser como un Ingmarsson y a mí me ha educado para que yo fuera como una Ingmarsdotter.

—Es verdad, Sven Persson te educó solo —dijo Ingmar.

—Sí, mi madre murió cuando yo era muy pequeña.

—¿No te das cuenta de que es imposible que no acabaras gustándome? —dijo Ingmar. Pero Barbro lo puso a prueba:

—El otoño pasado pensaba que todo lo que había podido sentir hasta entonces había sido una mera obcecación. No me cabía en la cabeza que pudiera haber estado enamorada de alguien que no fuera como tú. Y pensé que tú, probablemente, te habrías dado cuenta de que había algo que me unía a ti y a lo tuyo de un modo muy especial, de no ser porque Gertrud se interponía entre nosotros.

Ingmar calló para ganar tiempo, pero al cabo de un rato levantó la vista y sonrió.

—Me has juzgado mejor de lo que soy.

—¿Qué quieres decir?

—Pensarías que soy un hombre cabal que nunca muda de sentimientos. Yo he llegado a verme como un veleta deplorable; pero luego caí en la cuenta de que no puede haber ningún mal en que quiera a mi propia esposa. Al fin y al cabo, es contigo con quien he de vivir y no con Gertrud.

—Sí, es verdad, es verdad —asintió Barbro—, pero aun así es como si hicieras algo malo.

—Gertrud me ha escrito y me ha pedido que no piense en ella —dijo Ingmar—. Es más feliz ahora de lo que nunca hubiera sido casándose conmigo. Halvor y Karin también me escriben que Gertrud es la más satisfecha de todos.

—¿De verdad? ¿Realmente crees que es cierto? —exclamó Barbro levantando la cabeza como liberada del peso de una losa.

—Tampoco cabía esperar que Gertrud sufriese por mí toda la vida —dijo Ingmar.

—Si estuviese segura de que Gertrud es feliz, entonces yo también me atrevería a serlo —dijo Barbro y al instante la cara se le iluminó.

Cuando Ingmar regresó al pueblo le esperaba una carta de Jerusalén. No abundaban las buenas noticias ni el regocijo, como en las cartas que había recibido de los emigrantes durante el invierno y la primavera. De golpe supo que Halvor y Gunhild habían muerto y que Gertrud se comportaba de un modo excéntrico. Era Hök Gabriel Mattson quien le escribía, prometiéndole que cuidaría de Gertrud lo mejor que pudiera; pero sus temores de que fuera a perder el juicio se traslucían claramente.

—Está visto que no me corresponde ser feliz —dijo Ingmar tras leer la carta—. Aún no he cumplido suficiente penitencia. Nuestro Señor no se contentará hasta que haya puesto remedio a todo el mal que he hecho.

Un día de agosto, volvió a subir a la cabaña de pastores para ver a Barbro.

—Ha ocurrido una gran desgracia que nos afecta mucho —dijo al encontrarse con ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Barbro.

—Tu padre ha muerto.

—Tienes razón, nos afecta mucho —dijo ella.

Barbro se sentó sobre una roca al pie del sendero y le pidió que se sentara a su lado.

—Ahora somos libres de hacer lo que queramos —dijo ella—, y lo que vamos a hacer es separarnos. —Él quiso interrumpirla pero ella no le dio oportunidad—. Mientras padre vivía era imposible, pero ahora tenemos que solicitar el divorcio de inmediato. Lo entiendes, ¿no?

—No —dijo Ingmar—. No entenderé nada de lo que me digas en ese sentido.

—¿Pero no viste qué clase de hijo te di?

—Era un bebé precioso —dijo él.

—Era ciego y retrasado —corrigió ella.

—No me importa. Yo te quiero de todos modos.

Ella juntó las manos e Ingmar vio que movía los labios.

—¿Le estás agradeciendo a Dios lo que ha pasado? —quiso saber él.

—Durante todo el verano he estado rogándole que me liberase —contestó ella.

—Dios santo, ¿tengo que perder mi felicidad por culpa de una vieja superstición? —se lamentó él.

—No es ninguna superstición —replicó Barbro—, el niño era ciego.

—Eso no lo sabe nadie —dijo él—. Si no hubiese muerto te habrías dado cuenta de que su vista era normal.

—No importa, si tuviera otro hijo saldría ciego e idiota —dijo ella—, porque ahora sí creo en la maldición.

Ingmar continuó discutiendo con ella.

—No es sólo por el bebé que quiero el divorcio —dijo Barbro. Él le preguntó si había algo más que se interpusiera entre ellos—. Quiero que vayas a Jerusalén a buscar a Gertrud.

—Eso no lo haré nunca —dijo él.

—Lo harás por mí —insistió ella—, para que recupere la paz de mi espíritu.

Él se resistió alegando que le pedía algo absurdo.

—Tienes que hacerlo igualmente porque es lo justo. ¿Acaso no te das cuenta de que si seguimos conviviendo como marido y mujer, Dios nunca dejará de castigarnos?

Ella sabía, desde el primer momento, que los remordimientos acabarían obligándolo a ceder.

—Alégrate de tener la oportunidad de remediar todo el mal que hiciste el año pasado —dijo ella—, de lo contrario te amargará la vida para siempre.

Y finalmente, como él seguía resistiéndose:

—No te preocupes por la finca, cuando vuelvas podrás comprármela. Pero mientras estés en Jerusalén, yo me ocuparé de cuidártela.

Juntos bajaron de regreso a Ingmarsgården dispuestos a tramitar el divorcio. Para Ingmar comenzó la peor época de su vida. Veía a Barbro radiante y feliz de librarse de él. Su mayor alegría era especular en cómo sería el futuro de él y de Gertrud a la vuelta. Lo que más ilusión le hacía era describir lo contenta que se pondría Gertrud cuando él fuera a buscarla a Jerusalén. En una ocasión, cuando Barbro llevaba parloteando así largo rato, Ingmar dedujo que Barbro no debía de quererle, de lo contrario no se pasaría los días hablando de su unión con Gertrud. Entonces se levantó y pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Iré —gritó—, pero que no se hable más del asunto!

—En ese caso todo se arreglará —repuso ella con gesto alegre—. Pero recuerda una cosa, Ingmar: ¡nunca tendré paz hasta que te hayas reconciliado con Gertrud!

Luego afrontaron todos los trámites necesarios: el párroco celebró la primera audiencia de conciliación, el concejo eclesiástico celebró la segunda audiencia de conciliación, y en el otoño el tribunal decretó la separación conyugal durante un año, luego de la cual se decretaría el divorcio definitivo.

El mismo día en que el tribunal hizo público el fallo, Ingmar partió para Jerusalén.