UN SACRIFICIO ABRASADOR
En cuanto abrió los ojos, Pinky se dio cuenta de que estaba sentada en un tren con el bolso firmemente agarrado entre los brazos. Lo había sabido desde el principio: «Saboreé esta verdad y la llevé desde siempre conmigo. Y luché por conservarla allí».
En algún recóndito rincón de la impenetrable confusión y perplejidad que la embargaba hacia su abuela por lo que había hecho, sentía también compasión. Se levantó.
—No. No me marcharé.
—Pero... pero... pero ellos no te quieren —respondió nervioso Gulu desde el otro lado de la ventanilla.
Las ruedas del tren empezaron a rechinar. El tren emprendía la marcha.
—¡Esta es mi casa! —gritó Pinky. Siempre había confiado en que Maji defendería su lugar en el bungaló. Supo de pronto que había llegado el momento de reclamarlo.
El tren había empezado a moverse. Pinky asomó la cabeza por la ventanilla y corrió hasta la portezuela abierta del vagón, desde donde arrojó las maletas al andén.
—¡Se enfadarán conmigo! —gritó Gulu, cogiendo al vuelo el equipaje de la pequeña—. ¡Tienes que marcharte!
—¡Tengo que quedarme!
Y entonces, justo cuando las ruedas oxidadas se deslizaban ya sobre las vías de hierro, saltó.
El tren se disolvió en un febril halo de bamboleante metal.
Cuando se hizo el silencio, Pinky pudo oír los acelerados latidos de su corazón. «Oh, Dios, ¿qué es lo que he hecho? ¿Cómo podré volver a subir los escalones que llevan a la galería? ¿Qué dirán Nimish y Dheer cuando me vean? ¿Y Maji? ¡Maji!»
Gulu recogió las maletas esparcidas por el andén sin dejar de mirar a Pinky con unos ojos abiertos como platos que no ocultaban su perplejidad.
Pinky intentó dar un paso, pero fue incapaz de moverse. El suspiro final del fantasma le llenó de pronto los oídos: «Escúchame».
Se le llenaron los ojos de lágrimas y lloró entonces por el bebé que había nacido hijra. Había visto a hijras antes, las mismas figuras sombrías que habían descendido hasta el Empress Café, ofensas para el orden natural de las cosas. Independientemente de su casta, compartían el destino de los descastados, condenados de por vida a ver negada su humanidad.
Un profundo y tembloroso suspiro le colmó el pecho cuando aceptó su parte en la desgraciada crónica del ahogamiento de la pequeña.
Y es que también ella se había negado a ver la verdad, volviendo la espalda a la posibilidad. Había sucumbido al seductor señuelo de la aceptación.
Con cuidado, cogió la foto de su madre que había sacado de una revista y que llevaba sujeta al extremo de la dupatta.
Y entonces, secándose las lágrimas, alzó la barbilla. —A casa, Gulu. Llévame a casa.