AHOGADA
A la mañana siguiente Pinky se quedó totalmente inmóvil en el cuarto de baño, con la espalda contra la pared. El suelo estaba mojado tras el baño de los chicos, y el cubo, medio lleno de agua. «Una niña murió y yo he sido su sustituía», pensaba Pinky profundamente desolada. De hecho, las cosas no habían sido exactamente así. Savita no había querido a la pequeña, y Jaginder tampoco. Todo eso se le había mantenido oculto a pesar de que los acontecimientos que tenían lugar tras las puertas cerradas estaban estrictamente prohibidos en casa de los Mittal.
Cierto: una puerta cerrada durante el día, aunque fuera temporalmente, invitaba a la dispensa de reprimendas y a un detallado interrogatorio sobre actividades, motivos y moral en general. La única excusa legítima para cerrar las puertas incluía uno de los tres puntales básicos de la purificación diaria: la descarga de toxinas internas, la limpieza de toxinas externas y la purificación de toxinas invisibles. Así pues, cualquier asunto de naturaleza personal debía hacerse en el lavabo, en la zona de aguas o en la habitación del puja. O de noche.
Pinky recordó con aprensión el terror del que había sido presa el día anterior. Sin embargo, sus tres primos ya habían tomado su baño sin la menor incidencia y habían aparecido con el semblante fresco y una toalla alrededor de la cintura. Animada por ese hecho, rápidamente se sujetó las trenzas a la coronilla.
Enseguida se dio cuenta de que la pastilla cuadrada de jabón duro y marrón que normalmente estaba encima del taburete había desaparecido. Intentando no sucumbir al pánico, dejó escapar un profundo suspiro como aparentando irritación, razonando que Tufan se había olvidado de volver a dejar allí el jabón cuando había terminado de bañarse. Sin embargo, empezó a ponerse ansiosa mientras cruzaba el vestíbulo en dirección a la despensa. «¿Y si Tufan no se había olvidado?» La despensa estaba perpetuamente a oscuras, pues no la habían considerado merecedora de un punto de luz cuando habían dotado al bungaló de instalación eléctrica. La luz que se colaba por el pequeño pasillo que llevaba a la cocina bastó para que Pinky distinguiera los sacos de arroz basmati madurando silenciosamente a un lado y los frascos de tentempiés —arroz inflado con salpicones de cúrcuma y chevda salados— tentadoramente dispuestos en una estantería. Había una pequeña nevera adicional en la despensa, un desecho procedente de uno de los desguaces de Jaginder. Traqueteaba esporádicamente como si sufriera un brote de gripe. La habitación olía a viejo, como a papel, a polvo y a galletas secas. Aunque normalmente era un olor reconfortante, en ese momento inquietó a Pinky. Buscó a tientas en el rincón del estante superior con movimientos casi frenéticos, pues sabía que era allí donde se guardaba el jabón, y tiró de una mellada pastilla de Lux —«el jabón de las estrellas de cine»— que solo Savita utilizaba. Tras seguir buscando a tientas un poco más, localizó una pastilla marrón y corrió de regreso al cuarto de baño perseguida por el silencio de la casa.
—¿Aún no te has dado tu baño, Pinky-di? —preguntó Kuntal mientras barría el pasillo.
—¡No tenía jabón!
—¿Ah, no? Pero si justo ayer puse una pastilla nueva —dijo Kuntal asomando la cabeza por la puerta del baño—. ¡Ahí la tienes, encima del taburete!
Pinky se detuvo en seco, presa de un arrebato de terror, pero recordó entonces la risa de Tufan del día anterior.
—No la había visto.
—Una pastilla de jabón marrón encima de un taburete marrón..., a veces hasta a mí me cuesta verla —dijo amablemente Kuntal.
Pinky dejó la pastilla nueva y se metió en el cuarto de baño.
Abrió y cerró la puerta tres veces, asegurándose de que no se quedara atascada en el marco, y luego la aseguró con el pestillo. Después de desnudarse, se sentó en el taburete de madera y vertió una lota de agua por encima del hombro. Se mojó la cara, se la enjabonó y volvió a mojársela.
La habitación se enfrió de pronto.
No necesitó abrir los ojos para ver la súbita luz.
Una inmaculada luminosidad manaba del cubo de bronce.
Era tan intensa y cegadora que Pinky tuvo que taparse los ojos con las manos.
Tras llevarse la mano a la boca como en un intento por contener un grito, se tambaleó hacia la puerta, pegándose a ella.
—¡Socorro! —gritó, cerrando con fuerza los ojos frente al resplandor procedente del cubo. Empezaron a humedecérsele a causa del dolor que provocaba en ellos la luminosidad. Buscó a tientas la manilla de la puerta con dedos temblorosos. Inesperadamente, se acordó de algo que Maji le había dicho en la habitación del puja el día anterior: «Beti, Vishnú nunca duerme para así poder velar por ti». Después le había metido un puñado de uvas doradas en la boca. Seguía aún en ella, el prasad a uvas y almendras bendecidas por los dioses. Sintió que recuperaba las fuerzas. Vishnú, la encarnación de la misericordia y de la bondad, estaba con ella, y, debido al extraño brote de estreñimiento de esa mañana, seguía aún sin digerir en sus intestinos.
—¡No soy tu sustituta! —gritó a la luz mientras sus dedos encontraban por fin la manilla y descorrían el pestillo—. ¡Maji me quiere!
De pronto se hizo la oscuridad.
Pinky abrió los ojos y esperó unos instantes a que se adaptaran a la oscuridad.
La habitación parecía la misma: vulgar, vacía y desprovista de cualquier atractivo.
Pinky cogió la toalla y salió corriendo al pasillo.
Volvía a estar a salvo.
En la silenciosa protección que ofrecía el santuario del puja, Pinky se confesó entre lágrimas a Maji.
—¡Hay algo en el cuarto de baño!
—¿Qué es, beti?
—Había una luz, una luz brillante. Aunque he cerrado los ojos podía verla.
—Debes de haber cogido fiebre —dijo Maji, poniéndole la mano en la frente—. A veces este calor espantoso se te mete en la cabeza y te hace ver sombras blancas.
Pinky negó con la cabeza. Desde que era pequeña había oído contar historias sobre fantasmas amenazadores y espíritus malignos que lanzaban hechizos sobre sus inocentes víctimas. Hasta la hermana Pramila, su profesora favorita de la escuela católica que llevaba una pequeña figura del pequeño Krisna en el bolsillo del hábito, les había contado una vez el caso de una compañera de clase que había padecido terribles retortijones después de haber cogido flores del fragante campo que se extendía detrás de la escuela. «Por ser tan traviesa», había dicho la hermana Pramila con una tensa voz henchida de pesimismo, «los espíritus malignos se le metieron en la tripa y ahora sus pobres padres tienen que llevarla a Mehndipur y viajar hasta Rajastán para curarla. ¡Que Cristo se apiade de ella!».
—Pero no era calor —insistió Pinky—. Tenía frío y era espantoso, como un... un fantasma.
—Siéntate —la interrumpió Maji agitando la mano y arqueando una ceja. Guardó unos segundos de silencio, buscando la historia apropiada, y luego atrajo a su nieta hacia ella—. ¿Conoces la historia de la rani de Jhansi?
Pinky bajó la cabeza.
—Era una reina que luchó contra los británicos en la primera batalla por la independencia de la India. Cuando su provincia sufrió los primeros ataques —prosiguió Maji— se quitó el velo y se convirtió en la líder de su pueblo. No tenía miedo.
Pinky alzó los ojos.
—Se vistió como un soldado, aunque, como la auténtica reina que era, jamás olvidó ponerse las tobilleras de oro durante la batalla.
—¿Qué fue de ella?
—Cayó herida de muerte. Sus compatriotas la llevaron a morir debajo de un mango.
—¿Murió?
—Murió, aunque su nombre es reverenciado en toda la India —Maji empezó entonces a recitar el verso de una canción que solían cantar las mujeres del campo—: «Su nombre es tan sagrado que lo cantamos tan solo al alba».
Se produjo un largo silencio.
—Cuando las personas tienen miedo lo achacan a cosas oscuras y sobrenaturales. Si algo te asusta, debes enfrentarte a ello —dijo Maji—. Recuerda a la rani. Tienes esa misma fuerza dentro de ti.
—Pero...
—Ya no eres una niña —concluyó Maji—. Es hora de que salgas de una vez de tu mundo de sueños. No quiero oírte hablar nunca más de fantasmas. No eres una de esas pobres ignorantes que viven en las calles.
—Pero tía Savita cree en ellos.
Maji frunció el ceño.
—Me ha dicho que anoche entraste a su habitación. ¿Por qué?
—La vi llorar. Tenía una foto en la mano..., quise verla. Era un bebé. ¡Una niña!
Maji palideció como si no hubiera tenido noticia de la existencia de esa foto. Se apoyó la frente en las manos y se apretó los ojos con los dedos.
—Kyu? Kyu? ¿Qué sentido tiene desenterrar eso?
—Solo quiero saber lo que pasó —dijo Pinky con suavidad.
Maji apoyó pesadamente la parte superior de su cuerpo contra la pared. Los recuerdos la invadían apresuradamente.
—¡Márchate! —gritó de pronto, despidiendo a Pinky con un gesto de la mano—. ¡Márchate te digo!
Pinky se sobresaltó.
—¿Maji?
Pero Maji ya no la oía. Se había sumergido en una inmisericorde oscuridad.
Se hundía cada vez más en aquella oscuridad, regresando a una lejana mañana en que había dado sus rondas de primera hora alrededor del bungaló. «Del mismo modo que al sol, que es el ojo del mundo, no pueden mancillarlo los defectos de nuestros ojos, el Yo Superior que habita en todos no puede dejarse mancillar por los males que pueblan el mundo», había estado recitando Maji para sus adentros los Upanishads, el gran texto sagrado que tenía cuatro mil años de antigüedad.
Al pasar por delante de la biblioteca oyó a Jaginder pedir a voz en grito el cereal que ayudaba a aumentar la producción de leche, una dulce y humeante pócima que prometía llenar los infértiles pechos de Savita. La joven ayah, con el borde del sari de color rojo fuego anudado a la cintura para evitar que se mojara, salió corriendo del cuarto de baño de los niños hacia la cocina. Casi de inmediato reapareció con una bandeja lacada en las manos y entró en el pasillo, dirigiéndose a la habitación de Savita.
Maji había completado su recorrido alrededor de la casa y volvía a recorrer el pasillo cuando oyó un jadeo. Había un rastro de huellas húmedas que salían del cuarto de baño. Se asomó a ver y se encontró a la ayah, que sacudía al bebé como si intentara insuflar vida a sus diminutos pulmones. Sin apartar los ojos de la pequeña, en su cabeza hubo cabida para un único pensamiento.
«La sombra azulada que la cubrió al nacer no la ha abandonado ni siquiera en su muerte.» Cuando no hubo duda de que nada podía hacerse por la pequeña, la propia Maji tomó en brazos el cuerpo carente de vida cuyo peso no superaba al de media docena de mangos bapus, y mandó a la ayah a la galería delantera en silencio.
—Oi, Gulu —llamó al chófer de la familia con su voz grave y arenosa.
Gulu apareció segundos más tarde, aunque estaba peinándose en sus dependencias privadas situadas en el garaje trasero. Llevaba parte del pelo cuidadosamente aceitado y peinado hacia atrás, dibujando una onda perfecta, pero la otra mitad seguía todavía de punta, como si ya se hubiera enterado de la noticia del despido de la ayah. Maji le susurró una orden al oído, sacó un montón de húmedas rupias de su blusa, donde la parte superior de sus pechos se debatían contra la tela, y se las dio. Gulu vaciló, reticente a cumplir sus órdenes, pero la ayah se deslizó sin mediar palabra en el interior del asiento trasero del Ambassador negro con el sari rojo mojado tras el baño del bebé y con los ojos ocultos tras sus grandes párpados.
Maji ni siquiera esperó a que el chófer partiera para cerrar de nuevo las oxidadas puertas verdes cubiertas de jazmín y encerrarse así en una fortaleza de dolor. Tras regresar apresuradamente al cuarto de baño, acunó a su querida pequeña por última vez, desnuda como estaba salvo por un amuleto de cuentas doradas y negras que le rodeaba el cuello, y le lavó todas las impurezas que pudiera haber acumulado durante su breve estancia en la tierra. Desgarró entonces el borde del sari de algodón khadi que le cubría el cuerpo y envolvió al bebé en la incolora sombra del duelo, anidándolo contra su pecho.
De algún modo encontró la fuerza para llamar a la puerta de su hijo. Dentro, Savita estaba acostada con los ojos cerrados y reclinada contra las gruesas almohadas bordadas, con su oscura melena sobre los hombros como las exuberantes trepadoras de la buganvilla. Jaginder estaba sentado en la cama junto a ella, metiéndole en la boca cucharadas de cereal con una actitud de inmensa ternura.
Maji se quedó en la puerta y observó durante unos instantes aquel despliegue de afecto. Durante una décima de segundo pensó en Yamuna, la hija que tenía en algún rincón de la otra punta del país y que en aquel momento estaba todavía con vida, convertida en refugiada.
—¿Ma? —dijo Jaginder, apoyando la cuchara en el cuenco de cereal con un tintineo—. ¿Ocurre algo?
El aire se volvió afilado y luminoso, salpicado de mil colores, como si Jaginder y Savita presintieran la gravedad del momento, ese efímero segundo en el que sus vidas colgaban sobre el vacío en precario equilibrio.
Maji apretó contra sí al agarrotado bebé al tiempo que negaba con la cabeza, solo una vez y solo unos centímetros.
Y eso bastó.
Savita chilló.
Maji clavó la mirada en los ojos abiertos como platos de su hijo. En esa décima de segundo comprendió que la muerte de la pequeña era una fuerza destructora que empezaba a formarse. La peor devastación estaba aún por llegar.
Jaginder intentó levantarse, pero vaciló. Apretó los dientes y por fin se puso en pie.
—La ayah —dijo. No era una pregunta. No era en absoluto una pregunta sino una certeza.
—Un accidente —susurró Maji.
Jaginder salió corriendo de la habitación, pisoteando el suelo y con la cabeza inclinada hacia delante y los puños cerrados, prestos al ataque.
En algún lugar de la parte más alejada del bungaló los gemelos empezaron a llorar.
—¡Dámela! —chilló Savita, acercando a la pequeña a su pecho al tiempo que sus gritos llenaban la habitación.
Maji se quedó de pie junto a ella, luchando contra la infinita negrura que la embargaba.
Era la cabeza de la casa.
No lloraría.
No se permitiría perderse.