RELÁMPAGOS SOBRE LAS PUERTAS VERDES

Durante un instante, Maji, Parvati, Kanj y Nimish entrecerraron los ojos. Acto seguido, Maji estalló en un arrebato de furia tal que el bungaló entero se vio sacudido por la fuerza de su ira.

—¡Ya estamos otra vez con esas estupideces sobre fantasmas! —tronó al tiempo que sus gigantescos carrillos temblequeaban y sus cabellos restallaban a su espalda.

—¿Un fantasma? —Nimish levantó las manos. Su cabeza era incapaz de imaginar lo que sus ojos no veían, incluso a pesar de los extraños acontecimientos de la noche.

El cocinero Kanj sacudió la cabeza.

—¿Una buena noche de descanso malbaratada por esto? —masculló, cortando el aire con una mano como si blandiera un cuchillo mientras cogía con la otra la bandeja con el té.

—¡Esta ahí! ¡Está ahí! —gritó Pinky. No pensaba dar su brazo a torcer, no cuando la seguridad de la familia estaba en peligro.

—Esto es lo que pasa cuando se consiente demasiado a los niños —masculló Kanj a su esposa.

—Nimish, llévate a Pinky a mi cuarto. ¡AHORA! —ordenó Maji—. Vamos, Parvati.

Pero Parvati no se movió.

—Yo la veo —dijo con firmeza sin apartar los ojos del ventilador del techo.

El cocinero Kanj soltó la bandeja con el té. Media docena de vasos de acero volaron por los aires, estampando el azucarado caldo contra la ropa colgada. Nimish soltó el brazo de Pinky y empezó a retirar la ropa de las cuerdas de yute. La respiración de Maji se hizo más pesada. El fantasma se había atrincherado en una oscura nube que tronaba sobre el ventilador del techo. Las aspas empezaron a girar a una velocidad cada vez mayor, rociando de agua fría la habitación y provocando un cortocircuito en la luz amarilla del centro.

—¡Fuera he dicho! —ordenó Maji.

Nimish no se paró a pensar si Maji le gritaba al fantasma o al resto de la familia mientras cogía a Pinky y echaba a correr con ella por el pasillo. El cocinero Kanj y Parvati les siguieron, llevándose con ellos a Maji casi a rastras. Sin ningún temor, Nimish volvió en busca de Dheer, que seguía sumido en un profundo sopor en su cama. Ni siquiera el inesperado diluvio le había despertado. Se reunieron todos en el salón, el único espacio del bungaló, con excepción de la habitación del puja, que estaba libre de las improvisadas cuerdas de tender. En el repentino silencio que siguió, esperaron, se preguntaron y desearon dar con una explicación a lo ocurrido.

—Trae una manta para Pinky, Parvati —dijo Maji tras entrar arrastrando los pies a la habitación con un sari seco—. Y un poco de té, Kanj.

El cocinero Kanj miró atemorizado al pasillo al fondo del cual vio resplandecer mortecina la luz de la cocina, proyectando un pálido rectángulo contra una pared oscura.

Hahn-ji —dijo vacilante. Y entonces, viendo que su mujer desaparecía por el pasillo en busca de una manta bamboleando las caderas como desafiando a cualquiera que intentara acercarse a ella, Kanj se levantó el lungi, hinchó su cóncavo pecho todo lo que pudo y salió a paso rápido en dirección a la cocina.

—¿Maji? —empezó Nimish, rodeando a Pinky con el brazo. Pinky sintió su reconfortante peso y deseó más que nada en el mundo que el instante se eternizara para siempre.

—Nimish —respondió Maji en voz baja—, existe una explicación lógica. Tenemos que tener cuidado en no preocupar a tu madre.

Nimish asintió con la cabeza, recordando la blusa empapada de su madre. Savita estaba en un estado muy delicado. Pero ¿por qué? Se debatió con la pregunta, preso de un arrebato de rabia contra su padre. «¿Y dónde estaba el maldito borracho?» Nimish era lo bastante mayor para recordar la época en que las cosas iban bien entre sus padres, cuando Jaginder inspiraba respeto y admiración y Savita era feliz, tanto como lo había sido durante los últimos días. Menudo idiota había sido al creer que, en cierto modo, la relación había cambiado milagrosamente. Cierto, algo había cambiado, aunque en ese momento se dio cuenta con creciente temor de que no lo había hecho en la dirección que él había esperado. Una nube de oscuridad había empezado a expandirse por el bungaló, algo que Nimish ni siquiera podía empezar a imaginar.

—¿Qué está pasando?

A Maji se le hundió la piel sobre los huesos de la cara y los pesados pliegues de piel colgaron flácidos de sus brazos. Tras una larga pausa, posó la mirada en Pinky y confesó:

—No lo sé, beta, no lo sé.

Parvati volvió con la manta para Pinky y ayudó a Maji a limpiarse.

—Es el fantasma —le dijo Pinky a Nimish, aliviada al ver que por fin todo había quedado al descubierto.

Nimish le dio un apretón en el hombro y se dedicó a pensar, intentando encontrar un sentido a lo ocurrido durante la noche y decidir cuál era la mejor solución. Aparte de la tos de Pinky y del amortiguado entrechocar de platos y ollas del cocinero Kanj procedente de la cocina, el bungaló había quedado sumido en un inquieto silencio.

Afortunadamente, Savita se había perdido el drama final que había tenido lugar en la habitación de los chicos. Poco antes, Kuntal le había atado una dupatta de algodón alrededor del pecho hasta que la presión de la prenda había logrado detener la acumulación de leche que le inflamaba los senos. Savita estaba en ese momento acostada boca arriba, entre lágrimas y medio dormida, mientras Kuntal, sentada junto a ella, le acariciaba afectuosamente la cabeza y el cuello.

—Tengo que irme de aquí —sollozó Savita—. ¡Antes de que sea demasiado tarde!

—No hable así —intentó consolarla Kuntal.

—Mis niños —Savita la tomó del brazo al tiempo que un nuevo cargamento de lágrimas surcaron su rostro—. ¡Tengo que salvarlos!

Una expresión de furia desatada asomó a su rostro.

—Esa mocosa, esa Pinky..., ¡todo es culpa suya! Fue ella quien abrió la puerta del baño, ¿o no es eso lo que dijo Parvati? ¡Está ahí dentro, lo sé!

—¿Qué es lo que hay ahí dentro?

—¡El espíritu maligno que mató a mi pequeña!

Kuntal contuvo un jadeo.

—Tenemos que marcharnos de aquí esta misma noche —gritó Savita.

—Esperemos a que regrese sahib Jaginder —sugirió Kuntal—. Él sabrá qué hacer.

En cuanto oyó mencionar el nombre de su marido, Savita se enfadó.

—¡A él solo le importa su Johnnie Walker!

—¡Pero Savita-di, todos los hombres son unos borrachos! —dijo Kuntal, recordando una de las graves advertencias de Parvati sobre los hombres, aunque el cocinero Kanj fuera abstemio.

Bas! —gritó Savita, quitándose la exquisita sortija de oro y diamantes del dedo—. ¡He terminado con él!

El fantasma se deslizó elegantemente por una de las cuerdas de yute de la habitación de los niños y quedó colgando boca abajo, con el pelo ondeando bajo su cabeza mientras hacía inventario de su obra. La habitación era un auténtico desastre. Las prendas mojadas arrancadas de la cuerda de tender se amontonaban a los lados del dormitorio, el suelo y los muebles brillaban a causa del reciente diluvio procedente del techo y la cama de Tufan impregnaba el espacio con un aroma nauseabundo. El fantasma no había pretendido llevar las cosas tan lejos esa noche ni revelarse tan pronto. No lo habría hecho de no haber sido por Pinky.

Pinky le había señalado acusadoramente, desvelando su presencia al resto de la familia antes de que él estuviera preparado para hacerlo. El fantasma se deslizó sobre la cuerda vacía hasta lo alto del armario, donde se había formado un pequeño charco de agua polvorienta, y se paró a reflexionar sobre la frágil alianza que había establecido con la pequeña. Todo había cambiado desde que Pinky había huido del cuarto de baño, negándose a ver lo que el fantasma llevaba una eternidad deseando mostrar: el final de la película, los últimos instantes de la vida del bebé, la verdad sobre su muerte. Abandonado en el cuarto de baño, el bebé había tomado una repentina decisión: seguir adelante por su cuenta. Y entonces, cuando Pinky había regresado de Mahabaleshwar cambiada como si hubiera vuelto a ponerse firmemente del lado de los vivos y había dicho: «No puedo creerte», el fantasma había sabido con certeza que había tomado la decisión correcta.

A pocos metros del bungaló, y perplejo ante la conmoción que se vivía en su interior, Gulu no quitaba ojo a las puertas verdes mientras chupeteaba un bidi como si el humo aspirado pudiera de algún modo mantenerle en calor mientras esperaba el regreso del Ambassador. Antes de lo esperado, sus oídos distinguieron el ronroneo del motor del coche sobre el atronador repiqueteo de la lluvia. Se apresuró a abrir las puertas. Los faros del coche le iluminaron durante un extraño instante antes de que el vehículo se deslizara hasta detenerse, lanzando al hacerlo un abanico de agua a su alrededor. Empapado, Gulu abrió la puerta, poniendo especial cuidado en proteger a Jaginder con el paraguas mientras le acompañaba hasta la galería.

Oi, Gulu —dijo Jaginder en tono jovial—, ya ves: mis responsabilidades me han traído hoy a casa temprano. —No era la obligación lo que había impulsado a Jaginder a dar media vuelta de camino al adda de Rosie a altas horas de la noche y saciarse con una botella que llevaba escondida en el maletero del Ambassador, sino la permanente sensación de temor de la que estaba preso. Había abandonado a su esposa esa noche tal como lo había hecho la noche en que la hija de ambos había muerto.

—Sí, sahib —respondió Gulu, sujetando al tambaleante Jaginder por el codo.

—Créeme si te digo que no es cosa fácil asumir semejantes responsabilidades.

—Debo ocuparme del coche, sahib —respondió Gulu, secándose la cara con un paño húmedo antes de regresar bajo el diluvio.

Jaginder gruñó, recordando con repentina excitación cómo le había seducido Savita el día anterior. Esperó que quizá su esposa se encontraría mejor y estaría dispuesta a repetirlo. «Y qué más da si se le escapa un poco de leche», pensó. Entró despacio por la puerta sintiéndose curiosamente agotado y se le heló la sangre en las venas.

—¿Qué ocurre?

Maji, Nimish, Parvati, Kanj y Pinky estaban sentados en silencio.

«¿Habrá muerto Savita?» La imaginó tendida sobre un gran charco de leche y el pánico empezó a erizarle el rizado vello que le cubría el pecho. Se desabrochó los dos botones superiores del kurta y empezó a frotarse el pecho enérgicamente.

—¿Dónde estabas, papá? —se enfrentó a él Nimish, dejando a un lado la cautela que era habitual en él.

—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? —rugió a su vez Jaginder, volviéndose a mirar a su nuevo adversario. «El hijo de mi sangre. Vaya, vaya... Por fin se ha convertido en un maldito hombre.» De no haber estado tan borracho, quizá incluso habría dado una palmada a Nimish en la espalda.

—Parvati, Kanj... —empezó Maji, agitando ligeramente la mano a un lado y al otro. En cuanto captó el mensaje, Kanj se levantó en el acto, dispuesto a marcharse. Parvati, sin embargo, se tomó su tiempo, observando el drama familiar como si hubiera pagado un buen dinero para verlo.

—¿Dónde está Savita? —preguntó Jaginder con el rostro encendido a causa del esfuerzo que le suponía reprimir las emociones.

—Dormida. Exhausta.

Jaginder dejó escapar un profundo suspiro.

—¿Qué más te da cómo esté? —gritó Nimish—. ¡Nunca estás aquí cuando te necesitamos!

—¡Cómo te atreves!... —tronó Jaginder. «Maldición.» Había bajado la guardia demasiado pronto y no tenía ninguna réplica adecuada a punto. Aun así, no tenía la menor intención de permitir que nadie le pusiera en evidencia, y menos aquel listillo hijo suyo. Dio un paso adelante y golpeó a Nimish.

Sin embargo, Nimish fue demasiado rápido, y el impulso de Jaginder le hizo aterrizar en el sofá. «Maldición, maldición, maldición.» —¡Basta! ¡Los dos! —ordenó Maji. Nimish se sentó de golpe, apretando y relajando las mandíbulas de su delgado rostro.

En el techo apareció una nueva gotera y un chorro de agua de lluvia salpicó el suelo. Pinky siguió sentada en el sofá, observando a Nimish sin salir de su asombro. Tufan estaba sentado a su lado, celoso del valor de su hermano.

—Jaginder, eres mi hijo mayor y mi único varón. Tu padre y yo te lo hemos dado todo —dijo Maji, engullida de pronto en un torrente de añoranza por su marido fallecido—. ¿Y así es como te portas?

—¡Ma!

—Has sido totalmente irresponsable con tu familia y has deshonrado el nombre de tu padre.

La boca de Jaginder se movía enfurecidamente en un intento por articular un discurso que se escapaba a su control. Lamentó entonces haber terminado la botella de Johnnie Walker y no haber dejado de beber cuando todavía tenía la cabeza inmersa en aquel agradable zumbido. Maji levantó la mano para impedirle que siguiera poniéndose aún más en evidencia. Miró entonces a Nimish, y se dio cuenta de que él, más que ningún otro heredero de la estirpe de los Mittal, representaba el inquebrantable sentido del deber hacia su familia.

—Nimish —dijo muy seria con su voz grave—. Ha llegado la hora de que asumas tus responsabilidades.

—¡Qué! —tanto Nimish como Jaginder se mostraron igualmente destrozados al oír la noticia.

—¡Silencio! —ordenó Maji. Se llevó las manos a la espalda y se recogió el pelo en un moño tirante—. Esta noche me he dado cuenta de que hay que hacer algunos cambios, cambios que deberían haberse hecho hace ya tiempo. —Suspiró—. He sido demasiado indulgente. He dejado que las cosas lleguen demasiado lejos.

—Pero..., pero —tartamudeó Nimish, viendo cómo su vida se desvanecía en el opaco infierno de la dirección de la empresa de desguace familiar.

—¡No pienso permitir esto! —gritó Jaginder. «Así que entre todos lo tenían planeado», pensó, sintiéndose como si le hubieran soltado en mitad de una partida de ajedrez. «Después de todo, Nimish es un astuto hijo de perra.» Hizo crujir el cuello al tiempo que un plan difuso y torpemente pergeñado empezó a tomar forma en su cabeza.

—¿No crees que para ese astuto Laloo tus ausencias son un inesperado golpe de suerte? ¿Eh? —intentó razonar Maji—. Has expandido demasiado la empresa y él se encargará de encontrar en ella los agujeros como una rata.

—¿Y crees que Nimish sabrá qué hacer? —Jaginder le enseñó los dientes y soltó una risotada.

Nimish sintió trepar en su interior el ácido caliente de la ira. No quería tener nada que ver con la empresa de su padre, y aun así las palabras le abrasaron.

—¿Yo? ¡Y qué me dices de ti! Largándote por ahí para beber como si los demás no supiéramos la asquerosa verdad. —Ahí estaba, alto y claro: lo que les estaba matando a todos. Había dejado por fin de fingir. Jaque mate.

Pinky contuvo el aliento. Tufan vitoreó a su hermano. Se le ocurrió que si su padre había caído en desgracia lo mejor que podía hacer era ponerse de parte de su hermano.

—¡Fuera de mi casa! —ordenó Jaginder soltando pequeños espumarajos de saliva por las comisuras de los labios al tiempo que le daba una sonora bofetada en la cara a Nimish.

Nimish se tambaleó y sus gafas volaron por la habitación. De inmediato un salpicón de manchas rojas tiñó su pálida mejilla.

—¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Te he visto marcharte en plena noche! —gritó Pinky, enfrentándose a su tío—. ¡Te he visto!

—¡Tú! —los dedos de Jaginder se cerraron en un puño en cuanto escuchó el estallido de Pinky—. Pequeña desagradecida...

—Márchate ahora mismo —tronó Maji, clavando en él una colérica mirada.

Reprimiendo el violento impulso de saltar contra su madre y de —maldición— retorcer también el pescuezo de Nimish y de Pinky, Jaginder salió dando un portazo.

—¡Gulu! —ladró a la lluvia—. ¡Tráeme el Ambassador de inmediato!

Gulu estaba en el garaje, atendiendo amorosamente al empapado Ambassador en un intento por devolverle la salud: secando los asientos con suaves paños, recogiendo pequeños trozos de hojas y de arena que se habían colado debajo del parabrisas y en las hendiduras del capó, comprobando el nivel del aceite y mascullando palabras de consuelo.

—¡Gulu! —gritó Jaginder irrumpiendo en el garaje—. ¿Es que te has vuelto sordo?

Sahib? —Gulu se adelantó un paso desde el coche, como deseando protegerlo de la ira de Jaginder.

—Me llevo el coche —gritó impaciente Jaginder—. Ve a abrir las puertas.

—Pero, sahib, todavía no he comprobado el motor.

Jaginder se acomodó en el asiento del conductor y encendió el motor amenazadoramente. Gulu salió corriendo del garaje justo delante del coche a tiempo para abrir las puertas de la calle.

El Ambassador se alejó envuelto en su propio rugido.

En el otro garaje acondicionado situado en la parte posterior del bungaló, el cocinero Kanj estrechaba con fuerza a Parvati entre sus brazos.

—¿De verdad había un fantasma?

—Siempre ha habido algo en el cuarto de baño.

—¿Y por qué nunca me lo habías dicho?

—Porque no nos permitían hablar de esas cosas. Savita empezó a tener miedo después de la muerte del bebé y mandaba cerrar la puerta con pestillo durante la noche. Maji lo prohibió al principio, pero Savita se negó a dormir en casa y se llevó a los niños al hotel Taj hasta que Maji dio su brazo a torcer. Y nos acostumbramos a vivir con los ruidos extraños que salían de las cañerías. Hasta ahora nunca había pasado nada.

—Hasta ahora —dijo Kanj.

—Sí, hasta ahora —respondió Parvati—. Trece años después. Porque se ha traspasado una frontera.

—Deberíamos marcharnos antes de que sea demasiado tarde.

—¿Eres un hombre o un niño?

—Pero es que están ocurriendo otras cosas extrañas. ¿No te has dado cuenta de que mis platos están siempre aguados?

—Por supuesto que me he dado cuenta.

—¿En serio? —los ojos de Kanj se abrieron como platos—. Maji me echará a la calle. Es mejor que me vaya yo antes.

Parvati chasqueó la lengua.

—Con fantasma o sin él, yo de aquí no me voy.

—¡No podemos vivir así!

—Yo no me voy —insistió Parvati, frunciendo el entrecejo—. Ya te he dicho que mis padres vinieron a visitarme convertidos en fantasmas, nah, provocando no pocos problemas. Me tiraban del colchón al suelo durante la noche. En aquel momento no tuve miedo, y no lo voy a tener ahora.

—Pero es que yo soy el que cocina.

—Con todo lo que está pasando nadie se va a dar cuenta.

Kanj pareció abatido.

—Vamos, vamos... —Parvati le tomó de la barbilla con un gesto burlón—. ¿No te has dado cuenta de que se me ha retrasado el período?

—¿Retrasado? —Kanj se esforzó por darle sentido a las palabras de Parvati—. Pero si nunca se te retrasa, ¿no?

—Hasta ahora, no.

Dicho esto, Parvati tiró de él hasta cubrirle con el rajai de algodón y apagó la luz.

En el salón, el pecho de Maji seguía resollando tras la marcha de Jaginder. «Oh, Omanandlal», invocó en silencio a su marido muerto, «ojalá estuvieras aquí para poder meter a tu hijo en cintura».

Chalo, Pinky, ven a dormir a mi cama —dijo por fin, alzando la voz—. Tufan, sal de detrás de la puerta y ayuda a tu hermano a traer el rajai adicional de mi habitación. Podéis dormir en el sofá esta noche.

—¡No puedo dormir! —declaró Nimish. Tenía las mejillas encendidas y los lentes doblados y empañados con tantas emociones.

—Debes intentarlo.

—Pero..., ¿y papá? —chilló Tufan desde la puerta. ¿De verdad Maji había echado a su padre de casa para siempre?

—No te atrevas a pronunciar el nombre de tu padre delante de mí —ordenó Maji, enfadándose una vez más—. Nimish se pondrá al frente de la empresa. Mañana mismo me encargaré de dar las órdenes necesarias.

Nimish se vio abrumado por un torrente de desesperación. «No puedo permitirlo. No, no lo permitiré.»

Tufan corría de un lado a otro, llevando con él almohadas y edredones, encantado con la distracción.

Pinky ayudó a Maji a acostarse y se sentó a su lado.

—¿Me crees ahora?

Maji puso una cálida mano sobre la mejilla de la pequeña, pero eran tantas las cosas que se arracimaban en su cabeza que ni siquiera tuvo fuerzas para responder.

Ya era pasada la medianoche cuando Jaginder llegó a Bandra. El tráfico era fluido, pero cuando pasó junto al templo Mahalakshmi situado junto a Breach Candy se encontró de pronto intentando avanzar con el Ambassador por un corredor anegado en el que los niveles de agua se elevaban peligrosamente sobre las ruedas del vehículo. El Ambassador se detuvo de pronto. Entre maldiciones, Jaginder bajó del coche, apoyando una mano en el volante y la otra y el hombro en el marco de la portezuela, empujando el coche hacia un lado de la carretera lo mejor que podía mientras vadeaba en el agua. Tres empapados pilluelos, cuyas edades oscilaban entre los seis y los diez años, aparecieron desde detrás de una barraca para ayudarle a empujar.

Jao..., ¡largaos! —les rugió Jaginder.

Pero, haciéndose los sordos, los pequeños empujaron aún con más ímpetu.

—¡Oye! ¿Te han regalado el coche tus suegros? —gritó un conductor que pasaba junto a ellos, lanzando un vulgar insulto tras bajar la ventanilla de su vehículo y sacar del todo la cabeza bajo la lluvia para dar mayor efecto a sus palabras. Los pilluelos se rieron encantados. Un coro entero de conductores que pasaban por allí se unieron a la fiesta, ofreciendo sus consejos y formulando comentarios similares para pasar el tiempo. Algunos incluso bajaron de sus coches, dejando el motor en marcha, para juntarse alrededor de un húmedo paquete de Wills Navy Cut, aspirando con fuerza para poder llenarse los pulmones de humo.

De pronto, aparentemente de la nada, apareció un avezado vendedor que sostenía en la mano un amplio paraguas negro y que llevaba una cesta de channa colgada al cuello. En un pequeño bote de arcilla colocado bajo la cesta quemaba madera, soltando humo blanco que envolvía en un suave resplandor el rostro del vendedor al tiempo que impregnaba la lluvia de un inconfundible olor a madera que despertaba los más latentes apetitos.

Channa jor garam! —gritó el vendedor, ofreciendo sus especiados garbanzos en largos y estrechos cartuchos de papel de periódico—. Son solo veinticinco paisas por cada cartucho. —Los hombres compraron un cartucho cada uno y algunos desaparecieron en el interior de sus vehículos durante un instante para hacerlos avanzar apenas un par de centímetros. Los pilluelos, que se habían dado cuenta de que quizá no se les pagaría el trabajo, se pusieron nerviosos. El de diez años se mostró amenazador. Jaginder les compró unos cartuchos y les ordenó que se marcharan.

—¡Oye, vechi nakh! ¡Véndelo! —gritó un conductor que pasó lentamente con su coche por delante de ellos al tiempo que señalaba con el dedo el Ambassador inmovilizado.

Sala tu tari ne vechi nakh! ¡Mejor vende tú a tu madre! —replicó Jaginder. Un coro de abucheos y vítores resonó entre los motoristas que pasaban en ese momento por allí, animando los ánimos de todos—. ¿Qué le voy a hacer? —preguntó a la multitud, gesticulando hacia el coche.

Los hombres le gritaron algunas sugerencias, varias gráficamente sexuales y en su mayoría inútiles. Luego, recordando sus obligaciones, despegaron en sus coches tras una última y larga calada a sus cigarrillos. Uno de ellos, vestido con una camisa ajustada de cuello grande y pantalones de poliéster, masticaba su cigarrillo de un lado a otro de la boca. Despacio, lo escupió al suelo.

Arre, abre el bhenchod capó.

Jaginder le lanzó una mirada cargada de odio antes de abrir obedientemente el jodido capó.

—Conozco a un buen mecánico —anunció el hombre mientras escupía un chorro de paan rojo en un charco—. Muy bueno. Está tan solo a un par de minutos de aquí.

—Ve a buscarle —dijo Jaginder, dando su reticente aprobación, pues sabía que no tenía otra opción.

El hombre apareció media hora más tarde. A esas alturas, una nueva multitud se había congregado alrededor del empapado motor del Ambassador, estudiándolo con la misma atención con la que habrían visto Kanoon o alguna otra película de éxito. El supuesto mecánico, un hombre de una delgadez increíble y pómulos prominentes, llegó con una llave inglesa oxidada y un palo, en cuyo extremo se quemaban un montón de trapos aceitosos. Colocándose a una peligrosa distancia del motor de petróleo con los trapos en llamas, secó con mano experta todas las conexiones eléctricas. Jaginder saltó al interior del coche para probar el motor. Los hombres se retiraron cuando el Ambassador salió violentamente despedido hacia delante y acto seguido siseó hasta quedar sumido en un mortecino silencio.

El mecánico se encogió de hombros y golpeó el motor con la llave inglesa por si acaso. Decepcionados al ver que el espectáculo había tocado a su fin tan pronto, los hombres regresaron a regañadientes a sus coches y a sus solitarias vidas. Los ánimos se ensombrecieron. Otro motorista gritó algo y el mecánico agitó amenazadoramente en el aire su antorcha. Temiendo que pudiera llegar a prenderle el coche, Jaginder sacó varios billetes de su cartera. El primer hombre escupió atronadoramente en el suelo. Jaginder sacó otro billete de diez y los dos hombres se marcharon.

Jaginder se había quedado varado.

Gulu despertó sobresaltado. Con el corazón en un puño, miró el póster del betún Flor de Cerezo que colgaba cerca de su jergón hasta que logró calmarse. Los dos gatitos le miraban desamparados con las patas embutidas en unas lustrosas botas negras.

Tum bhee..., ¿vosotros también? —preguntó Gulu con forzada alegría, acariciando con cariño sus hocicos de papel. Luego se sentó, frotándose enérgicamente la cara hasta que le dolió. Algo no iba bien. Pensó primero en Chinni, la prostituta de Falkland Road a la que visitaba los días que libraba, dos veces al mes, y con la que mantenía una tenue relación que a veces rayaba en el afecto.

Sin embargo, la última vez que Gulu había ido a visitarla, Chinni se había apartado de él.

—¡Le he visto! ¡Le he visto! —había exclamado ella, furiosa, tapándose los ojos con las manos.

—¿A quién? —había preguntado Gulu, sintiendo que el enfebrecido bulto que pugnaba en su dhoti estaba empezando a impacientarse.

—Al hijo que perdí —había gritado ella, ignorándole a él y a su bulto—. Ese bhenchod tío suyo le ha traído aquí aunque no es más que un niño. Mataré a ese bastardo la próxima vez que venga. —Y, como para probar que hablaba en serio, había sacado un cuchillo rampurí de veinte centímetros de debajo del catre.

«¿Habría cometido Chinni alguna locura?», se preguntó Gulu, sintiendo de pronto que las paredes del garaje se cerraban a su alrededor. Saltó del camastro al suelo, cogió el desvencijado paraguas y se acercó a la galería delantera. Tomó asiento en un taburete y entrecerró los ojos, forzando la vista en busca de los faros del Ambassador, decidido a espiar el regreso de Jaginder, e ir a ver a Chinni y asegurarse de que todo estaba en orden. En su próxima visita debería comprarle otra chuchería, quizá alguna pulsera de cuentas de colores.

Pasó una hora, quizá más, antes de que Gulu oyera por fin el ruido de un motor en la calle. Medio dormido, y todavía recostado contra la pared, se acercó a la puerta verde, descorrió el pestillo y abrió la cadena. La puerta se abrió de par en par con un reticente gemido, desgarrando el rítmico tamborileo de la lluvia como un perro herido. Gulu se secó los ojos y miró fuera. Le pareció distinguir una ligera luz al final de la calle. Empezó a sentirse aliviado, casi dichoso. Abrió la otra puerta de un empujón y ocupó su lugar en la entrada —de pie y erguido, a pesar de la escasa protección que le ofrecía el paraguas— para dar la bienvenida a su amado coche.

Esperó, y siguió esperando hasta que no pudo soportarlo más. Se asomó bajo la lluvia y miró expectante calle abajo. La luz llegaba desde allí, justo en el punto donde terminaba su campo de visión. Dio un vacilante paso adelante, volviendo a entrecerrar los ojos y aguzando el oído en un intento por oír más allá del repicar de la lluvia sobre el asfalto.

¿Sahib Jaginder? —gritó a la oscuridad de la noche.

Una oscura figura apareció delante de la luz y empezó a moverse hacia el bungaló.

A pesar de la oscuridad, Gulu percibió dos cosas:

El cuerpo era demasiado delgado para ser el de Jaginder.

Y se movía, extrañamente impasible, bajo el diluvio.

Asustado, Gulu cerró una de las dos puertas, clavando con firmeza el seguro en el suelo. La figura pareció detenerse como si hubiera percibido el sonido y empezó a moverse más deprisa, casi como si flotara, al tiempo que el vivo resplandor que la iluminaba desde atrás proyectaba espeluznantes sombras sobre las desiguales orillas de la calle. Gulu arrojó el paraguas al suelo e intentó cerrar la segunda puerta, pero se había atrancado. El agua le azotaba la cara con tanta fuerza que apenas podía ver sus manos temblando con febril intensidad delante mismo de sus ojos. Un trueno rugió sobre su cabeza seguido de un estruendo aún más espantoso. Un aullido grave recorrió la calle, golpeándole los oídos con un sonido sobrenatural.

Gulu apoyó todo su peso contra la puerta y sintió por fin que esta cedía y se cerraba con un violento portazo. El estruendo fue tan solo igualado por otro grito, el que salió de sus propios labios, cuando sintió que el metal de la puerta le aprisionaba el dedo y se lo seccionaba de cuajo. Oyó que la cadena tintineaba contra el suelo al tiempo que notaba que un líquido caliente le bañaba la mano desde el dedo. Palpó a ciegas el asfalto empapado con la mano sana mientras seguía empujando la puerta con el cuerpo. Un chorro de agua se llevó su dedo bajo la puerta metálica y desde allí a la calle, donde giró frenéticamente hasta colarse en la alcantarilla desbordada. Se metió la mano herida bajo el sobaco y se secó los ojos desesperadamente, viendo en ese momento la cadena que se alejaba ya con la corriente. Abandonó entonces la puerta durante una décima de segundo y se lanzó sobre la cadena como lo habría hecho sobre un bote salvavidas en una inundación.

En cuanto se volvió, entendió que ya era demasiado tarde. La puerta se había abierto de par en par y, en el escaso segundo que siguió, iluminado por el rayo, vio el destello del palloo de un sari rojo como el fuego, un destello metálico, el gesto de bienvenida de dos brazos delgados. Una risa fantasmal surgió de unos labios sumidos en sombras.

—¡Avni! —gritó al tiempo que la cadena volvía a deslizarse entre sus dedos y él caía boca abajo contra el suelo duro y mojado.

UNAS BOTAS DE GOMA DE COLOR ROSA EN UN CHARCO

Acostada junto a su abuela, Pinky no había pegado ojo, temerosa y atenta al siguiente movimiento del fantasma e intentando encontrar una explicación lógica a la muerte por ahogamiento del bebé. «¿Estaría loca la ayah? ¿Es eso lo que el fantasma estaba intentando decirme?» Decidida a dar con el fantasma en cuanto la respiración de Maji se tranquilizara, escuchó sin demasiado entusiasmo los movimientos de Gulu procedentes del exterior, el gemido de las puertas al abrirse, la voz de Gulu llamando en la noche. Y entonces llegó aquel espantoso alarido seguido inmediatamente de pasos a la carrera.

—¡Qué! ¡Qué! —Maji despertó sobresaltada al tiempo que Pinky la arrastraba fuera de la cama.

Contemplaron la escena desde la galería.

El cocinero Kanj corrió hacia la puerta principal.

—¡Se ha caído! —gritó Nimish, que había llegado antes que ellas.

—¿Quién anda ahí? —gritó Parvati en la oscuridad, cogiendo el maltrecho paraguas del camino de acceso a la casa. Una oxidada punta metálica brilló a la luz de la luna, llamando su atención. Apartó la caracoleante hiedra y las flores del jazmín y se encontró con una deteriorada placa metálica que tenía inscritas las siguientes leyendas: «La Jungla» y «Bautizada en 1825». Y, justo debajo, una senda de huellas perfectamente formadas relucían de manera visible en la calle a pesar de los torrentes de agua que la anegaban. Parvati se inclinó hacia delante para inspeccionarlas mejor y pudo ver seis dedos claramente distinguibles en la huella izquierda. Contuvo el aliento en cuanto supo sin la menor sombra de duda quién había sido la responsable del accidente de Gulu. Justo entonces, como si hubieran sido tan solo un espejismo, las huellas se desvanecieron.

—¡Parvati! —la llamó Kanj, viendo a su esposa agachada junto a la puerta con la mano sobre la boca—. Tum theek ho?

Parvati se levantó al instante y asintió con la cabeza, alejándose apresuradamente de la puerta sin dejar de mirar atrás y estudiar el denso follaje a su espalda, como si intentara percibir algo en las goteantes hojas y en las flores firmemente cerradas. Solo cuando por fin llegó a la galería, bajo la mortecina bombilla amarilla que parpadeaba vacilante, centró su atención en Gulu. Entonces dejó escapar un grito desgarrador.

—¡Su dedo! —chilló Nimish, reparando de pronto en la sangre.

—¡Llevadle dentro! —ordenó Maji al tiempo que gritaba a Parvati que fuera en busca de toallas limpias, unas gasas y su provisión personal de aspirinas. El cocinero Kanj corrió hacia la cocina, de donde regresó con un tazón de acero lleno de pasta de cúrcuma que aplicó generosamente en el muñón de Gulu como antiséptico, y con un tazón de nimbu-pani que vertió en la boca abierta del chófer. Gulu escupió, recuperando la conciencia.

—Fuera —gimió, intentando señalar con uno de sus dedos intacto.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó Savita entrando apresuradamente en la habitación y confundiendo el comentario de Gulu con una referencia a su marido ausente. Se volvió a mirar por la ventana y, tras maldecir a Jaginder, agitó enloquecidamente los brazos hasta que Kuntal la condujo a un asiento y empezó a darle un masaje en los hombros.

—La puerta —volvió a gemir Gulu.

—¡Tenemos que marcharnos! —aulló Savita mientras la leche empezaba de nuevo a empaparle la blusa, mareándola y debilitándola—. ¡Tenemos que irnos antes de que sea demasiado tarde! ¡Nimi, tráeme el bolso y el chal!

—¡Mamá!

—¡Vamos!

Nimish salió de la habitación. A Dheer, que no había tardado en quedarse dormido en el sofá, le despertaron las demandas de su estómago. Sin preocuparse tan siquiera de disimular un exagerado bostezo, se desperezó y se dejó caer al lado de Tufan, que estaba acurrucado debajo de una sábana.

—Debe de haber tropezado en la lluvia y se habrá pillado el dedo —declaró Maji.

—Gulu no resbaló —dijo Parvati, de pie y cruzada de brazos. Estaba harta de las mentiras y secretos de la familia, sobre todo teniendo en cuenta que el pasado por fin había regresado, dejando sus húmedas huellas al otro lado de la puerta como un mal augurio. Sin embargo, al volverse a mirar a Kuntal y ver el rostro ceniciento de su hermana, se mordió el labio y decidió no desvelar la verdad. «Kuntal no debe saber quién ha venido hasta la puerta, sobre todo después de lo que ocurrió entonces.» Recordó la ceremonia de purificación que habían celebrado tras la muerte del bebé, impidiendo con ella que el espíritu de la ayah —vivo o muerto— volviera a entrar al bungaló. «Estamos a salvo de ella mientras no nos movamos de aquí.»

—¿Y luego qué? —preguntó Nimish—. ¿Qué ocurrirá ahí fuera?

—Ha sido el fantasma —mintió Parvati.

—¿El fantasma? —preguntó Savita, incorporándose en la silla.

—¿El fantasma? —repitió Tufan, saltando del sofá como si un fantasma acabara de morderle y corriendo a refugiarse en los brazos de su madre.

—¿Fuera? —exclamó Pinky incrédula. «¿Por qué? ¿Por qué iba a abandonar el bungaló después de todos estos años?» Maji lanzó a Parvati una mirada furibunda.

—Trae un poco de leche para los niños.

Parvati descruzó los brazos a regañadientes antes de salir en dirección a la cocina.

—¿Un fantasma? —preguntó de nuevo Savita. De pronto tomó conciencia de que lo que había al otro lado de aquella puerta era aún más terrible de lo que había creído durante todos esos años—. ¡Dheer! ¡Nimish! —gritó—. ¡Venid aquí ahora mismo!

Dheer se acomodó junto a su madre. Nimish regresó con su chai y el bolso.

—¡Ve a ver si la puerta del cuarto de baño está cerrada! —le gritó a Parvati—. ¡Asegúrate de que lo está!

Pinky cogió sus botas de agua rosas y salió de la habitación sin ser vista, aprovechándose de la conmoción reinante.

—¿Ha sido el fantasma? —apremió a Gulu el cocinero Kanj, agachándose a su lado.

—¿Un fantasma? —Gulu parecía confundido. Estaba pálido. En el paño que le envolvía la mano habían aparecido ya pequeñas salpicaduras rojas de sangre.

—Está abierta —dijo Parvati, regresando con una bandeja de leche malteada Horlick.

—¿Galletas también? —logró preguntar Dheer a pesar del terror que le embargaba.

—Ella ya ha salido —declaró Parvati—. Lo sé.

—¿Ella? —jadeó Savita. ¿Era acaso posible que hubiera estado equivocada y que la presencia que moraba en el cuarto de baño no fuera el espíritu maligno que había matado a su bebé sino...?

—¡Parvati! —la advirtió Maji.

—¡No! ¡Dímelo!

—Pinky vio algo —dijo Maji desestimando la cuestión con un gesto de la mano—. No es más que una niña.

Savita se aferró al palloo del sari de Parvati.

—¿A quién?

—¡A su bebé!

Savita chilló con tal intensidad que a Dheer se le atragantó la leche. Densos chorros de líquido burbujeante salieron despedidos de sus fosas nasales.

—¡Basta de tonterías! —ordenó Maji.

—¿Dónde está? —gritó Savita poniéndose en pie con la mirada enloquecida—. ¿Dónde está? ¡Quiero ver a mi pequeña Chakori!

—¡Mamá! —chilló Tufan al tiempo que Nimish obligaba a su madre a sentarse en el sofá.

—Compórtate, Savita —ordenó Maji—. Tu pequeña está muerta.

—¡Ha venido a buscarme! ¡Sabía que vendría!

—Mamá, has perdido el juicio —gritó Nimish, envolviéndole los hombros con el chal.

—Nos quedamos —anunció Savita a Nimish, sacudiéndose de encima el chal—. Mi pequeña ha venido a buscarme.

El cocinero Kanj volvió a sacudir a Gulu, esta vez más enérgicamente.

—¿Ha sido el fantasma?

La mente de Gulu intentó dar sentido a la pregunta de Kanj y responder a lo que había ocurrido esa noche. En la confusión que reinaba en su cabeza, estaba seguro de dos cosas:

Avni, la ayah del bebé muerto, había regresado.

Y la segunda era que él no pensaba decírselo a nadie.

—No —dijo alzando la voz—. Simplemente... resbalé.

—¿Qué os había dicho yo? —tronó Maji, soltando un sonoro suspiro.

—¿Dónde está Pinky? —preguntó de pronto Dheer.

Todos callaron y miraron en derredor.

—¡Pinky! —gritó Maji, echándose hacia delante sobre la tarima—. ¡Pinky!

No hubo respuesta. Maji envió a Kuntal y a Nimish a registrar el pasillo del ala este pero regresaron negando con la cabeza. Parvati y Kanj registraron juntos el resto del bungaló, aunque con idéntico resultado. El gigantesco pecho de Maji empezó a inflamarse al tiempo que se levantaba de la tarima.

—¡Pinky! —volvió a gritar.

—Quizá haya salido —sugirió Nimish.

—¿Fuera? —preguntó Gulu, recordando de pronto su aterradora experiencia junto a las puertas.

—¡Oh, Dios, no! —gritó Parvati, corriendo hacia la puerta.

—¿Dónde está? —chilló Maji, lanzándose hacia la puerta principal con el bastón en la mano—. ¡Pinky! ¡Entra! ¡Kanj, encuéntrala!

Kanj dio un vacilante paso hacia la galería.

—¡Pinky! —Maji corrió frenética en dirección a la puerta, derribándole al pasar. Gulu, Parvati y Nimish estaban a su lado, los cuatro empujando la puerta en un intento por abrirla.

La cadena estaba hundida en un charco de agua.

Un poco más allá había dos botas de agua rosas caídas en un charco.

Pero Pinky había desaparecido.