UNA SEÑAL OMINOSA
Pinky y Maji llegaron a Mahabaleshwar al amanecer. La niebla matinal se elevaba desde los desfiladeros, iluminando los frondosos valles colmados de verde espesura y las lustrosas cascadas que los salpicaban. El cielo era de un azul cristalino, envuelto en un mar de celestiales matices.
Se alojaron en un bungaló vegetariano cerca del mercado, compartiendo una habitación que olía ligeramente a insecticida Flit. El desayuno constaba de té, tostadas y mermelada de grosella. Después de los baños y de una visita al templo dedicado a Krisna, conocido entre los lugareños como Panchgana, Maji se instaló en su habitación y dio buena cuenta de un tentempié de channa jor garam, copos aplastados de harina de garbanzo sazonados con abundancia de pimientos rojos y una gota de lima.
—Ven —dijo, dando unas palmaditas en la cama—. Ven a descansar un poco.
—No estoy cansada —respondió Pinky, pensando en la misteriosa mujer que había visto en la estación. ¿Quién podía ser? ¿Y por qué se había ido tras Nimish y Gulu? El instinto le decía que no era ninguna mendiga, y aun así había en su rostro una inconfundible sombra de hambre. Un anhelo. «Ten cuidado con las señales ominosas cuando empieces un viaje», le había aconsejado siempre Maji, «pues son advertencias que nos da Ganesha para que nos quedemos en casa». Pero Pinky no se había bajado del tren. Había seguido sentada en silencio, abandonándose a un sueño inquieto mientras en el asiento contiguo Maji roncaba sonoramente.
Maji había vuelto a quedarse dormida en el cuarto. Pinky cogió el ejemplar de Apuntes de su bolso de viaje y se lo llevó al pecho como si quisiera recordar el momento en que Nimish le había tomado la mano en la estación y se lo había dado. Lo abrió por una de las páginas señaladas: «En una ocasión, al mirar las estrellas y contarlas una por una, Binda señaló una estrella especialmente brillante y dijo: "Es mi madre"..., y comprendí entonces que la madre a la que Dios llama a su lado se convierte en una estrella y sigue cuidando de sus hijos desde el cielo».
Pinky sintió que se le cerraba la garganta.
Nimish la comprendía.
Incluso aunque jamás llegara a amarla.
A última hora de la tarde, Maji y Pinky paseaban a la sombra de los jamunes. Las bayas ovaladas habían madurado, pasando del rosa al negro carmesí, a punto para la recolección. La lengua de Pinky no tardó en teñirse de un oscuro violeta.
—El jamun seco va muy bien para el aparato digestivo —dijo Maji, acariciando a Pinky en la cabeza.
Pinky alzó los ojos para mirar a su abuela. La boca habitualmente severa de la anciana se había relajado hasta esbozar una suerte de sonrisa.
—Las colinas son un buen sitio —dijo Maji con un suspiro.
—Maji —empezó Pinky vacilante—. He visto a una muchacha en la estación de Bombay. Me ha parecido reconocerla.
—¿Una amiga del colegio? Deberías pasar más tiempo con tus amigas.
—No, era mayor, quizá incluso estuviera casada, aunque no sé su nombre. Podría describírtela.
—Hum —masculló Maji, perdiendo la mirada entre los árboles—. ¿Te he contado el cuento del mono y el jamun?
Pinky suspiró. Como con todo lo que tenía relación con ella, la comunicación de Maji estaba estrictamente regulada y consistía en una serie de transmisiones unilaterales: plegarias dedicadas a los dioses, órdenes dirigidas al servicio, reprimendas a Savita, consejos a Jaginder, e historias —tanto extraídas de las épicas sánscritas como de las fábulas animales del Panchatantra— a Pinky y a sus primos. Y cada una de las historias diarias contenía una lección de enigmática relevancia para la vida presente de los niños.
—Había una vez un mono que vivía en un jamun —empezó Maji—. Era feliz pero no tenía amigos...
Miró a Pinky para ver si la pequeña la escuchaba con atención.
—Maji —la interrumpió Pinky—, ¿cómo me llevaste de regreso a Bombay? Nunca hablas de eso. Quiero saberlo.
Maji hizo una pausa e inspiró hondo.
—Te oí llorar en cuanto llegué al apartamento de tu padre —dijo por fin—. Estabas acostada sobre la cama con los ojos y los puños cerrados como dos pequeñas bolas y la boca abierta. —Lo que no dijo fue que el diminuto rostro de Pinky, los pliegues que le rodeaban el cuello, los codos, las muñecas y las rodillas estaban salpicados de pústulas rojas de las que no dejaba de brotar líquido. Era como si todo su cuerpo estuviera llorando.
Maji había puesto la mano sobre la cabeza del bebé y había sentido en ella la piadosa presencia de Dios. Aquella niña, aquella hermosa pequeña. Le habían asaltado unas irreprimibles ganas de llorar.
—¿Qué has hecho para curarle la piel? —había preguntado al padre de Pinky. Como había habido poco dinero para pagar a un médico, la habían metido en un cubo de agua con unas gotas de desinfectante.
—Se puso enferma justo después de la muerte de Yamuna —había sido la respuesta del padre de Pinky, que, al mencionar el nombre de su esposa, empezó a llorar de nuevo.
—Te di un masaje y te bañé en hojas hervidas de margosa —dijo Maji, avanzando por el sendero y aplastando a su paso el fruto maduro del jamun.
En la minúscula cocina había cogido agua del recipiente de barro y se había lavado con ella las manos en el fregadero. El hecho de que su hija jamás hubiera habitado aquel frío y oscuro apartamento le proporcionaba cierto consuelo. Cerca del fregadero, contra la pared, había visto un saco de tosco maíz rojo de América, más barato que el atta cultivado en la India. Sobre la encimera había un bote medio vacío de ghee vegetariano de Kotogem. Maji había abierto una lata circular fuertemente cerrada que estaba al lado de la cocina y había cogido después un tazón metálico de cúrcuma que había mezclado con los restos de harina de garbanzos que quedaban en la casa y con un poco de agua hasta formar con ello una densa pasta.
El padre de Pinky y la madre de este la observaban sin ocultar su perplejidad. ¿Quién era esa mujer que había entrado en su casa como si fuera suya? Tras la muerte de Yamuna, el vínculo que les unía a Maji era tenue e incierto. Aun así, la determinación que veían en ella les había dejado sin palabras.
El llanto de Pinky llenaba el apartamento de un halo de alarma.
Maji se había sentado en la cama, había desnudado a la pequeña y a continuación se había puesto al bebé desnudo contra el pecho. Pinky había dejado de llorar. Había abierto los ojos y había posado la mirada en el rostro de su abuela.
—Estoy aquí, pequeña —había susurrado Maji—. Ya no hay por qué llorar.
Había puesto a Pinky encima de la sábana y, hundiendo los dedos en la pasta, había empezado a frotarle suavemente la piel con la sustancia amarilla.
—Luego, te abracé y nos dormimos —dijo Maji.
—Pero ¿cómo me llevaste a Bombay? —preguntó Pinky—. ¿Es que mi padre no me quería?
Maji suspiró.
Se había quedado a pasar la noche en el apartamento tras anunciar que se marcharía al día siguiente y que se llevaría a Pinky con ella.
—¿Cómo se atreve? —había rugido la otra abuela de Pinky, reuniendo el valor para desafiarla—. Hemos sido respetuosos con usted a causa de la pérdida que ha sufrido, pero esto..., esto es un ultraje.
Maji no había perdido la calma.
—La pequeña necesita que cuiden de ella y es obvio que no es eso lo que tiene aquí. Yo puedo cuidarla como es debido.
—¡Ella no necesita nada de usted! —había gritado la anciana, cogiendo a la pequeña y estrechándola contra su pecho—. Jamás permitiremos que se la lleve.
Pinky se había echado a llorar.
—¡Basta, por favor! —había gritado su padre. Había perdido mucho en las últimas semanas: su casa, su empresa, su prosperidad y su esposa. ¿Cómo dejar que la vida le arrebatara también a la pequeña? Aun así, sabía que Maji cuidaría de ella, que le daría la mejor educación y que la casaría con un muchacho de una familia culta y acaudalada. Maji podía dar a la pequeña mucho más que él y asegurar así el futuro de Pinky. Por el bien de la niña, ¿cómo no iba a dejarla marchar?
—Yo te confié a mi hija —le había dicho Maji con voz firme—. Confíame ahora la tuya.
—¡No pienso dejar que me arrebaten a mi nieta!
—Jamás le faltará de nada —había sido la réplica de Maji, cuya poderosa presencia había expandido su luz por todo el apartamento. Y entonces, despacio, como mostrando una baza oculta, añadió—: También os ayudaré a vosotros. Puedo ayudaros a salir adelante. Os mandaré dinero.
El padre de Pinky había guardado silencio, sopesando el trato: su única hija a cambio de un dinero que necesitaba desesperadamente. Aunque, en cierto modo, no era suficiente. Había tocado a Pinky, que guardaba ese increíble parecido con Yamuna: sus párpados de largas pestañas, su fina nariz.
—De acuerdo —había dicho astutamente su madre, entregando a Pinky a su consuegra—. Páguenos ahora por la niña y asegúrenos diez mil rupias todos los años.
—No —había intervenido el padre de Pinky, avergonzado al ver cuan bajo había caído, él, el hijo de uno de los empresarios más estimados de Lahore—. ¡No! ¡Esto no está bien! ¡No se trata de una cuestión de dinero!
Había tendido entonces los brazos hacia su hija.
—Volverás a casarte y tendrás más hijos —había sido la prosaica intervención de su madre—. Sin embargo, este dinero no te lo ofrecerán dos veces.
Maji había apretado los dientes al tiempo que sentía la muerte de su hija con tal fuerza que durante un instante le faltó el aire. Con qué facilidad el recuerdo de Yamuna podía ser reemplazado en los corazones y en el hogar de madre e hijo.
—Os enviaré el dinero en cuanto regrese a casa.
Y entonces, sin apenas dedicarles una sola mirada, se había vuelto de espaldas y había salido a la luz de la mañana con Pinky en brazos, levantando con sus chappals una nube de polvo que pareció arremolinarse a su alrededor, uniendo a nieta y abuela y forjando entre ambas un inesperado vínculo alimentado por dos historias destrozadas.
—Tu papá te quería, beti —dijo Maji, rompiendo así su largo silencio—. Te quería muchísimo, pero sabía que yo podía darte una vida mejor. Y por eso, por tu bien, renunció a tenerte con él.
Esa noche Pinky soñó que se sumergía bajo la cascada de las exuberantes gargantas de Mahabaleshwar al tiempo que el agua helada rugía en sus oídos. Un instante después, navegaba en bote por el lago Venna, con Maji tensa a bordo mientras ella llevaba el bote más allá de donde estaban los turistas, a los confines más remotos del lago. El agua estaba turbia y las plantas verdes oscilaban amenazadoramente bajo el casco, tendiendo hacia ella sus espinosas hojas. El bote se balanceó violentamente y Pinky cayó al agua. Durante un instante no se oyó nada y una prolongada y solitaria sensación de vacío lo impregnó todo. Entonces Pinky emergió jadeante a la superficie, intentando tomar aire. Descubrió en ese momento que estaba nadando en un cubo de bronce en el baño del bungaló mientras el fantasma le arrojaba jamun podrido desde arriba.
Y entonces una mano la sumergió de nuevo, tan inesperadamente y tan rápido que Pinky no tuvo tiempo de gritar. Forcejeó, mirando desde abajo la superficie del agua, que casi podía tocar con los dedos. Sobre ella reconoció un rostro con un lunar en la mejilla: el rostro de la ayah del bebé.
Se despertó gritando.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmada Maji, estrechándola contra su pecho.
—Era ella —respondió Pinky dejando escapar un gemido.
—Despierta. ¡Estás soñando!
Pinky abrió los ojos. El sudor le bañaba la cara y el corazón le palpitaba con furia en el pecho. «Era la ayah», pensó de pronto. «¡La mujer de la estación!»
—Toma un poco de agua —dijo Maji con suavidad, acercándole un vaso a la boca.
Pinky se arrojó contra su abuela, abrazándose a ella con fuerza.
—¡No quiero volver! ¡No quiero volver nunca!
—Oh, vamos, beti. Ya sabía que venir te haría bien. Pero el monzón está al llegar. Las casas y los edificios ya están cubiertos de hierba kulum. Mañana, toda la zona estará cerrada.
—¡No me importa!
—Estás creciendo muy deprisa y casi eres toda una mujercita. Ya has despertado cierto interés matrimonial. Debes empezar a aprender a controlar tus emociones.
—¡No quiero casarme! —estalló Pinky—. ¡Yo no quiero separarme nunca de ti!
—Vaya, ¿así que es eso? —Maji se rio entre dientes como si de pronto hubiera visto la luz—. Yo me casé a los catorce años, justo cuando llegó el monzón. Tu abuelo me enguirnaldó cuando las primeras gotas auspiciosas caían sobre mi cabeza. Supe entonces que Ganesha había bendecido nuestra unión. Y la boda de tu madre... —guardó silencio de pronto—. Los tiempos han cambiado —dijo con la voz sofocada.
Pinky se echó a llorar.
—Bueno, ya es suficiente —intentó reconfortarla Maji, tomando una botella de aceite de mostaza—. Seguramente debes de haber cogido fiebre por culpa del aire helado de la noche. Acuéstate y te daré unas friegas con aceite.
Pinky se sonó la nariz. Tenía que encontrar el modo de revelar a su abuela lo que había visto en la estación y de lograr que la creyera.
—La pequeña, la que se ahogó. ¿Por qué no me hablas de ella?
El rostro de Maji se contrajo mientras seguía aplicándole el aceite en largas y vigorosas friegas al cuello y a los hombros.
—No hablamos de esas cosas.
—Pero, si hablamos de mi madre, ¿por qué no podemos hablar también de ella?
—¿Para qué recordar esa tristeza? —suspiró Maji—. No podemos cambiar el pasado aunque lo deseemos.
—Pero ¿qué fue de la ayah?
—¡BASTA! —gritó Maji, levantándose de la cama de modo que la botella se estrelló contra el suelo—. No la menciones en mi presencia ni en la de nadie de la familia, ¿entendido? Ya bastante he hecho tolerando todas esas tonterías sobre los fantasmas. Te he traído aquí pero no pienso permitir que la mención de su nombre contamine mis oídos ni mi casa.
—Pero yo vi...
—¿ENTENDIDO?
Maji se dirigió hacia la puerta tiritando levemente. Una vez allí, se detuvo y se volvió. Había lágrimas en sus ojos.
—No vuelvas a hablar de esto nunca —dijo—. Tú eres lo único que me importa. Tú. Tú. Tú. ¿Es que no lo ves?
Pinky bajó la cabeza.
—Lo siento —susurró—. Te lo prometo.
Maji se obligó a alejarse de Pinky y a sumergirse en la oscuridad de la noche al tiempo que la visión de su otra nieta invadía su cabeza. A pesar de los años que habían transcurrido desde entonces seguía sintiendo un peso en el pecho que jamás la había abandonado del todo, ese punto que no era fuerte sino débil, no valiente sino temeroso. Era una mancha de tinta china que le había emborronado el corazón hacía tiempo y que, en los últimos cuatro días, había empezado a extenderse amenazadoramente.
Recordó cómo había bajado hasta el océano en coche con Jaginder, el sacerdote Panditji y con Savita aferrada a la pequeña niña muerta.
—Según los antiguos Vedas —les había informado Panditji—, el alma del bebé no ha alcanzado aún a forjar los mundanales vínculos que requieren el fuego purificador de una pira funeraria.
De ahí que el destino del pequeño grupo no hubiera sido el crematorio del acantilado situado en la cima de Malabar Hill, donde el marido de Maji había sido reducido a cenizas, sino el cementerio hindú situado a la orilla del mar de Arabia.
Juntos de pie fuera del recinto formando un apretado círculo, habían recitado el antiguo shloka: Ram Nam Satya Hai, Satya Bol Gutya Hai, «el nombre del dios Rama es la verdad, y la verdad es la salvación».
Tras sostener a la pequeña en el triángulo entrelazado de sus brazos, le habían colocado afectuosamente aterciopeladas caléndulas en los ojos y se habían despedido de ella entre susurros.