EL CÁLIZ DEL DESEO
Maji escupió en el suelo del salón, cosa que no había hecho jamás. Sin embargo, el nombre de la ayah se le había enquistado en lo más profundo de la garganta, tensándola al instante y constriñéndola en un arrebato de furia. La sintió inflamada e hinchada por el horror. Recordó sin desearlo el día en que la pequeña había muerto ahogada, mientras ella hacía sus rondas alrededor del bungaló hasta detenerse delante de la puerta del cuarto de baño donde en aquel momento se hacía la colada. «¡Es una bruja!», oyó decir a Parvati. La acusación se le había clavado como una de las flechas de Rama. Maji había fruncido el ceño, tomándolo por un simple e irreverente chismorreo entre criadas. Sin embargo, de pronto las primeras sombras de duda habían empezado a florecer.
—¿La has visto? —agarró un cojín y se lo apoyó contra el abdomen.
—¡Sí! —gritó Gulu, todavía acurrucado en el suelo. Con un discurso entrecortado, volvió a relatar a Maji los detalles de lo ocurrido: el destello de la luz de los faros, la puerta al abrirse sola y su encuentro con ella—. ¡Era como un espíritu! ¡Un demonio como en el Rey Vikramaditya!
—Esas cosas no existen —dijo Maji, cuya afirmación sonó más a pregunta que a otra cosa, pues ni siquiera ella estaba ya segura después de haber visto cómo se habían hecho añicos los cimientos de su convicción. La muerte de la pequeña la había atormentado durante muchos años. Ahora la ayah había vuelto y al parecer con un claro propósito. Maji guardó silencio.
Gulu bajó la mirada.
El rostro de Maji se endureció de pronto.
—No permitiré que me quite a mi nieta.
Un estridente bocinazo procedente del exterior desbarató sus cavilaciones. Ambos miraron expectantes a la puerta.
—¿Jaginder?
Savita apareció de pronto con un vaso de agua caliente que iba tomando con gesto vacilante, despeinada y evidentemente confundida. A pesar de lo enfadada que estaba con su marido, la corpulenta presencia de Jaginder sería sin duda para ella un consuelo, sobre todo habida cuenta de los aterradores acontecimientos de la noche. A pesar de sus lacrimógenos ruegos, el fantasma no se había mostrado en la habitación de los niños mientras Parvati y Kuntal la limpiaban. «Por favor, acude a mí», había suplicado. «Por favor, deja que te vea, que te tenga entre mis brazos. Solo una vez.» Pero no había habido nada, ni siquiera el menor signo de reconocimiento. «Olvídese de ella», le había dicho por fin Parvati con el trapo mojado en la mano, «el fantasma se mostrará cuando lo decida».
—No, mamá —dijo Nimish, arrastrando un grueso colchón a la habitación con la ayuda de sus hermanos—. Debe de ser el taxi.
—Ve —le dijo Maji a Gulu, señalando con un gesto de la mano hacia la puerta. Lo había dispuesto todo con el hospital Bombay—. Allí te curarán el dedo.
—Maji —empezó Gulu, notando que el brazo entero había empezado a palpitarle—. Debo quedarme aquí por si... por si ella vuelve.
—¿Por si vuelve quién? —preguntó Savita.
Maji miró a su nuera y dejó escapar un profundo suspiro.
—Avni —dijo por fin con un hilo de voz.
El vaso de Savita se estrelló contra el suelo.
—¿Ha vuelto?
—Sí.
Kuntal soltó un jadeo al tiempo que reprimía el impulso de echar a correr hacia la puerta para ver si era cierto. Recordó la última vez que había hablado con Avni, ofreciéndose a bañar ella misma al bebé esa mañana. Habían discutido. Recordó la voz enfadada de Avni, una voz granulosa que parecía contener las arenosas playas de su juventud.
—¿Por qué ha vuelto? —chilló Savita.
El taxi tocó la bocina, impaciente.
—Vete —ordenó Maji a Gulu, despidiéndole con un gesto de la mano.
—¡Quiere matar a todos mis hijos! —empezó a sollozar Savita. De pronto se acordó de cómo Avni había cuidado de los tres chicos, dando muestras de una increíble habilidad y paciencia, sobre todo con el pequeño Tufan, cuyo espantoso cólico la volvía loca. Sin embargo, con el paso del tiempo, Savita colgaba cada mes amuletos nuevos de cobre de los brazos del niño para evitar que Avni pudiera separarla de ellos. «Si hubiera alguien que cuidara de los niños como lo hace ella», había confesado impotente a Kuntal en la intimidad de su habitación, «buscaría a otra ayah en menos que canta un gallo. Una muchacha sencilla como tú».
Dheer y Tufan se encogieron bajo un edredón. Nimish rodeó los hombros de su madre con el brazo y la llevó hasta una silla.
—Ya no puede hacernos nada, mamá.
—Es una bruja —sollozó Savita—, ¡una bruja! ¿Es que no sabéis que las brujas se llevan los cadáveres de los bebés, hahn? Porque los bebés no tienen noción de lo que está bien y de lo que está mal. ¡Ella mató a mi bebé y ahora la obliga a hacer maldades!
—¡Basta, mamá! —Nimish la abrazó con fuerza—. ¡Por favor!
—Todo encaja —aulló Savita—. El regreso de la ayah, y el de mi pequeña convertida en fantasma.
El bocinazo desgarró el silencio del salón.
—¡Márchate! —volvió a ordenar Maji a Gulu.
—No es ninguna bruja —dijo Gulu en voz baja, de pie en la puerta. Dicho esto, desapareció bajo la lluvia.
Durante un instante nadie dijo nada. La amarga noche se había llevado tras su estela a tres miembros de la casa y los restantes miembros de la familia se acercaron unos a otros como si desearan protegerse y evitar así desaparecer también.
—Maji —habló por fin Nimish, luchando por contener la emoción que le teñía la voz—. ¿Qué fue de la ayah?
Maji apretó los dientes, reticente a destapar el pasado y recordar el terrible día en que la pequeña había muerto ahogada.
—¡Dínoslo! —intervino Savita.
—La eché.
—¿La echaste? —preguntó incrédulo Nimish.
—¡Nos dijiste que la habían metido en la cárcel! —gritó Savita.
—Aunque lo que ocurrió ese día fue espantoso —respondió Maji con una voz cansada, derrengada—, no pude enviar a esa muchacha a la cárcel.
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo Savita, apuntándola con un dedo insolente antes de utilizarlo para marcar un número de teléfono—. De haber estado en la cárcel, jamás se habrían llevado a Pinky.
Fue un golpe bajo.
—¡Cuelga ese teléfono! —gritó Maji. Su voz vaciló en la última sílaba y esa fue la única señal que indicó que el comentario la había herido.
—Con el inspector Pascal, por favor —dijo Savita, desobedeciendo peligrosamente a Maji.
—¡Savita! —chilló furiosa Maji, intentando mover su gigantesco cuerpo hacia ella.
—Dele este mensaje cuando llegue —dijo Savita impertérrita y con una voz clara y precisa—. El nombre de la culpable es Avni Chachar, originaria de la aldea de pescadores de Colaba. Fue nuestra ayah durante trece...
Maji pulsó el botón de plástico blanco y le arrebató el teléfono, mirándola con tal intensidad que Savita por fin dio su brazo a torcer.
—No es un hombre de confianza —siseó Maji al tiempo que marcaba el teléfono de su sacerdote. Cuando estaba demasiado dolorida como para ir por su propio pie al templo, llamaba al sacerdote a su número privado. No era más que un pequeño detalle del templo para recompensar la generosa devoción mostrada por Maji a lo largo de los años.
El teléfono sonó una y otra vez. Maji contó en silencio en su cabeza «diecisiete, dieciocho, diecinueve...», decidida a dejarlo sonar hasta que alguien respondiera. Por fin oyó un clic seguido de un airado gruñido.
—Panditji.
A pesar de que acababa de despertarse de un sueño profundo, el sacerdote reconoció de inmediato la voz grave de Maji. El hombre atendía a la clientela de Malabar Hill, la zona más exclusiva de la ciudad. Su buena fortuna era más que evidente en los profusos pliegues de piel que se derramaban sobre el borde del dhoti que solo lograba sujetar el fino hilo sagrado que le cruzaba el pecho. Maldijo entre dientes y se frotó enérgicamente la calva con la mano que tenía libre para activar la circulación del cerebro y darle un poco de urbanidad a la lengua.
—Maji —dijo con su voz nauseabundamente edulcorada—. Subkuch theek hai?
—Sí, Panditji. Todo, ocurre todo. Ven, por favor.
—¿Ahora? —el sacerdote miró su Favre-Leuba suizo de acero inoxidable, regalo que otra de sus acaudaladas dientas le había hecho hacía unos años. «Las dos de la mañana. ¿Pero quién se cree que es? Esta loca siempre dando órdenes. Como si yo no tuviera clientes más estimados a los que atender. Mañana por la mañana, sin ir más lejos, tengo que dar el hawan a un Mercedes. Y necesito dormir mis horas si tengo que funcionar como es debido. Voy a decirles a estos Mittal que no. ¡No, no y no!», se dijo hinchando indignadamente su protuberante tripa.
—Panditji —insistió Maji—. Vendrás, ¿verdad? Recibirás por ello una ofrenda muy generosa.
—Por supuesto, por supuesto —se oyó decir Panditji—. Estoy siempre al servicio de mis más devotas familias.
Maji colgó el auricular y durante un instante examinó sus gruesos dedos, reparando en los hinchados nudillos y en las amarillentas uñas. Apenas podía dar crédito a lo que estaba a punto de hacer.
Vaciló cuando se volvió a mirar a Savita. La vio de brazos cruzados en la silla, presta a recibir su reprimenda. Aunque a lo largo de los años habían intercambiado muchas palabras odiosas, Savita jamás se había atrevido a desafiar tan abiertamente a su suegra. Le consolaba que Jaginder no estuviera presente para ponerse del lado de su madre.
—¿Te acuerdas...? —empezó Maji, interrumpiéndose de pronto.
Savita alzó los ojos. La desesperación y no la ira ensombrecía el rostro de Maji.
—¿Te acuerdas del gurú al que mandaste llamar después de la muerte de la pequeña?
—¿El gurú? —preguntó Savita, cubriéndose la boca con la mano como en un intento por reprimir una mala palabra—. Pero..., si estabas tan furiosa cuando llegó que ni siquiera le dejaste entrar en casa.
En aquel momento, Maji no había permitido que la magia negra entrara en el bungaló. Sin embargo, las cosas habían cambiado. Pinky estaba en manos de la ayah, que poseía cierta suerte de poderes sobrenaturales. «Pinky, Pinky, Pinky», entonó Maji en silencio. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por recuperar a su nieta. Incluso inclinarse ante el cenagoso inframundo de la superstición y de las artes demoníacas—. Eso fue entonces...
—¿Maji? ¿Un gurú? ¿Estás segura? —preguntó Nimish perplejo.
—Parvati sabe cómo dar con él —dijo Savita, sintiendo que el temor trepaba bajo su piel. A pesar de que deseaba más que nada en el mundo que Maji legitimara sus supersticiones, sentía que si por fin eso ocurría, la estructura sobre la que se sostenía el bungaló corría peligro.
—Oi! ¡Parvati! —tronó Maji, echando atrás la cabeza para que su voz llegara a todos los rincones de la casa.
Parvati y Kuntal regresaron corriendo de la habitación de los niños con los trapos mojados en la mano. El cocinero Kanj, que estaba solo en la cocina preparando el desayuno, corrió al salón como si algo espantoso acabara de ocurrir.
—Necesito que me encuentres a un gurú.
—¿A un gurú? —preguntó Parvati, asegurándose de que había oído bien.
—Sí.
Parvati guardó unos segundos de silencio. Había ido a ver a uno hacía tiempo. Gulu la había llevado cuando Kanj y ella se habían casado y ella no se quedaba embarazada. «Llegará un año en que habrás perdido toda esperanza, un año de lluvias tan profusas que por fin borrarán el pasado a su paso. Solo entonces te quedarás embarazada», había dicho el gurú antes de hacerle tomar un burbujeante líquido de color carmesí que la hizo sangrar durante varios días. Había pasado tanto tiempo desde entonces que Parvati había pensado que el hombre no era más que un farsante. Aun así, aun así..., Parvati se llevó la mano al vientre y recordó que el período se le había retrasado ya casi cinco días. «¿Podría ser?»
—Sí, puedo dar con él.
—Tráele ahora mismo.
—Iré en coche. Kanj puede conducir.
El cocinero Kanj casi se desmayó. No había vuelto a conducir desde que era niño y de pronto su esposa quería que la llevara a los callejones de los suburbios de Bombay para dar con esa aterradora criatura. Se acordó de cuando Gulu había llevado a Parvati a verle. Kanj le había suplicado que no se tomara el brebaje de sangre de cabra mezclado con otra sustancia igualmente repulsiva. Cuando, poco después, Parvati empezó a sangrar y se quedó tan débil que tuvo que guardar un mes de cama, Kanj cogió uno de los cuchillos de cocina de Maji y amenazó con destripar al gurú como a un pescado. Era el temor a regresar a aquellos callejones imposiblemente estrechos sembrados de basura y de desesperanza lo que le había mantenido encerrado en la lujosa seguridad de las puertas verdes del bungaló.
—Parvati —dijo deliberadamente Kanj en un intento por recordarle lo que el gurú le había hecho.
Sin prestarle atención, Parvati se apartó la trenza y fue a buscar un paraguas. De regreso, se llevó a Kuntal a un rincón.
—Prométeme —le susurró, sosteniéndola por los hombros—, prométeme que, pase lo que pase, lo que sea, no saldrás del bungaló.
—Está ahí fuera —dijo Kuntal, respirando pesadamente—. ¡Ha vuelto!
—¡No salgas!
—Maji —empezó el cocinero Kanj intentando hacerle cambiar de opinión en el salón—, ¿y no sería mejor acudir a Panditji?
—Él también vendrá. Ahora debo ir a rezar.
Kuntal ayudó a Maji a ponerse en pie y la acompañó a la habitación del puja. El cocinero Kanj le llevó el halva del puja, agua fresca y hojas de tulsi.
Y luego Parvati y él salieron en busca del gurú de la barriada de Dharavi.
Kuntal se disculpó momentáneamente y se retiró al salón en desuso situado justo detrás del comedor.
Cuando Parvati y ella habían llegado al bungaló siendo apenas unas niñas, el salón había sido el único lugar en el que a Maji se le había ocurrido instalarlas. La despensa y la cocina no eran adecuadas y los dos garajes anexos estaban ya ocupados, uno por un coche y el otro por Gulu y por Kanj. Así pues, la misma convención social que las subyugaba les abrió las puertas de la habitación más imponente del bungaló, un salón al que los niños tenían totalmente prohibido el acceso y que se utilizaba en tan raras ocasiones que las dos criadas domésticas terminaron por hacer suyo.
Cuando Parvati se casó con Kanj, se trasladó a uno de los garajes anexos que Maji había transformado en vivienda, a la que había añadido un retrete exterior. Aun así, para ella el cambio había sido para peor y no dejaba de quejarse constantemente por ello.
—Maharaní Kuntal —bromeaba—, espero que hayas descansado bien en tus lujosas habitaciones mientras tu pobre hermana se pasaba la noche en vela en un crujiente camastro con un marido que ronca tanto que ni siquiera los perros de la calle pueden dormir.
La exquisita habitación estaba decorada con muebles cubiertos de brocados profusamente bordados en verde y oro. Reclinados contra la pared más alejada descansaban una fila de gigantescos cojines forrados con telas a juego donde una limpia sábana blanca cubría el suelo a todo lo largo. Más atrás, tres escalones alfombrados llevaban a una alcoba amueblada con unas sillas de teca oscura y una mesita. La alcoba era impresionante y estaba cubierta del suelo al techo con intrincadas escenas de pavos reales de tonos zafiro y elefantes pintados de ámbar, salvias de color esmeralda y jazmín rojo como el rubí pintados sobre un lujoso fondo plateado. Cada uno de los paneles contenía una vidriera de mica de colores, cortada con milimétrica precisión con un estilete de punta de diamante, que despedía una luz teñida de escarlata.
De pie bajo el majestuoso techo en arco del salón, bañada en las difusas sombras de colores, Kuntal se sentía como si estuviera en un palacio. Era allí, junto a la mesita, donde todas las noches desenrollaba el colchón para dormir. Sus pocas pertenencias —varios saris de algodón que Savita había desechado, algunas joyas de plata y una cocina de juguete en miniatura— estaban guardadas en el cajón inferior del armario de madera labrada.
A veces, cuando Kuntal no estaba tan cansada que se derrumbaba sobre el colchón con los ojos ya cerrados, se sentaba en las sillas de teca o se recostaba contra uno de los mullidos cojines, dejando que la oscuridad del salón la envolviera en su manto. Entonces tendía el brazo colmado de pulseras e imaginaba que era una maharaní y que en ese momento escuchaba el concierto que daban para ella unos músicos cuyas cítaras, tambores y shennai redoblaban al fondo del salón mientras una hermosa vestal le ofrecía un sorbete de mango en un cáliz dorado y tachonado de gemas. «Que entren las bailarinas», ordenaba entonces con una mano en la que destellaban los anillos de diamantes. La recurrente fantasía era la única vía de escape a su limitada vida. Y, precisamente por eso, no deseaba nada que estuviera al otro lado de las verdes puertas del bungaló, un mundo que le resultaba aterrador y que le recordaba los días en que Parvati y ella habían estado vagando por las calles.
Esa noche, sin embargo, Kuntal no tenía ninguna fantasía en la que deleitarse. Mientras la familia seguía congregada en el salón delantero esperando la llegada de Panditji y del gurú, ella se había encerrado en el gran salón, dejándose mecer en los penosos recuerdos de Avni por primera vez en muchos años.
La mañana en que el bebé había muerto, Parvati se había despertado furiosa con Avni.
—¡Es una bruja! ¡Ha venido a interponerse entre nosotras! —le había soltado furiosa a Kuntal sin dejar de golpear la colada con excepcional violencia—. Antes me lo contabas todo. Y ahora me ocultas algo. ¿Qué es?
Kuntal no había podido evitar recordar la tosca caricia de las trenzas de Avni que por la mañana le cubrían el rostro como un chal.
Reparando de pronto en la recatada inclinación que observó en el rostro de su hermana, Parvati había empezado a balbucear:
—¿Acaso ella? ¿O tú...?
Kuntal había negado con la cabeza, absolutamente perpleja.
—¡No, no, no! Es solo que me encontraba muy sola. Ella me hace feliz. ¿No te basta con eso?
Parvati había clavado en ella unos ojos teñidos de odio. Tras un silencio interminable, había sostenido en el aire un minúsculo resto del jabón marrón que utilizaba para lavar la ropa y había mascullado:
—Tengo que ir a buscar una pastilla nueva a la despensa.
Tras la repentina marcha de la ayab, Kuntal se había quedado desconsolada, ocultando su dolor tras los intrincados diseños de las vidrieras del salón. En cuanto entraba, sacaba del armario el juego de cocina en miniatura —el único regalo que Avni le había hecho— y pegaba el diminuto horno tandoori a sus ojos hasta que los sentía arder a causa de la presión.
El dolor no la abandonó hasta que el innombrable sentimiento que Avni había despertado en ella quedó reducido a cenizas.
Aunque minúscula y desprovista de aire acondicionado, la habitación del puja estaba siempre fresca, como si tuviera una ventana abierta al cielo. Maji se sentó en el banco de madera delante del altar y hundió la cabeza en las manos en un gesto de absoluto agotamiento, deseando solamente acostarse y poder dormir. Solo en el espacio que le brindaba esa pequeña habitación se permitía borrar de su rostro la expresión de severidad y que la fuerza abandonara sus miembros.
Fuera, en el resto del bungaló, ella era el poder supremo. Allí dentro, sin embargo, era la suplicante, la desposeída. Aquella era una transición que Maji vivía a diario y fácilmente, pues la administración de la casa se había convertido en una fuerza destructiva que iba minando poco a poco la frágil salud que aún le quedaba. La habitación del puja era su santuario, el único lugar aparte de sus rondas matinales en el que nadie la molestaba. Y fue entonces cuando, oculta a los ojos de su familia, dejó que el peso de la desaparición de Pinky cayera sobre ella, distendiéndole el pecho con un dolor espantoso. Su nieta estaba ahí fuera, aterida y aterrada. Maji fijó la mirada en el altar que tenía ante ella y no quiso pensar que Pinky pudiera estar muerta.
Sobre un pequeño balancín de plata labrada había unas diminutas figuras también de plata de Krisna con la flauta en los labios y de su consorte Radha. Maji las cogió y las despojó de sus vestiduras de seda —un lungi dorado para Krisna y un sari dorado para Radha— y colocó a las deidades en una urna de plata llena de agua en cuya superficie flotaban tres fragantes hojas de tulsi. Despacio, las bañó y volvió a vestirlas, totalmente concentrada en el acto sagrado que tenía entre manos, hasta que volvió a dejarlas encima del cojín de seda del balancín. Metió luego el dedo anular en una pequeña copa de pasta roja y pegó la yema a la frente de Krisna y de Radha, dejando una marca en cada uno de ellos. Repitió ese paso, dejando un tilak en las imágenes a color enmarcadas del resto de dioses: Ganesha, Rama, Sita, Lakshman, Hanuman, Shiva y Durga, a lomos de su tigre, la diosa guerrera que, según se decía, se mostraba especialmente atenta con sus devotos.
En una de las esquinas del altar, sobre la tela bordada roja, había dos jarras de cristal. La primera contenía bolas de algodón. La segunda, ghee. En la mantequilla amarilla como la cera había sumergida una cuchara. Maji sacó una bola de algodón de la jarra e hizo girar un hilo de este entre el índice y el pulgar hasta que formó con él una mecha. Metió luego la mecha en el centro cóncavo de una diya de plata y presionó la melladura del borde. Después de añadir el ghee con la cuchara, cogió una cerilla y prendió la mecha. En el halo que parpadeó alrededor de la llama, los dioses empezaron a bailar. Había varias varas de incienso en un incensario, desplegadas como la cola de un pavo real y soltando minúsculos penachos de humo con olor a sándalo. Maji hizo sonar una campanilla de plata para captar la atención de los dioses y, tomando el largo mango de la diya con la mano derecha y poniendo la izquierda debajo, empezó a moverlo trazando un círculo, labrando la letra sánscrita Ora en el aire al tiempo que cantaba sus plegarias: «Ora Jaye Jagdish Haré...». «Que con vuestra gracia se disipen los males de quien viene a adoraros.» Era una plegaria que siempre le proporcionaba paz y consuelo.
Después, partió un coco como ofrenda. Vertió en la palma de su mano una cucharada de agua del baño de Krisna y de Radha y se la tomó, salpicándose la coronilla con algunas gotas sobrantes para invocar las bendiciones divinas. Una vez más, extendió la palma y puso en ella un puñado de prasad: uvas pasas doradas, avellanas y halva. Cuando terminó de masticar y se aplicó el calor del diya en los ojos, no quedó ya nada por hacer. Aun así, Maji siguió sentada en silencio delante del altar.
—Oh, Dios, tú que eres todo compasión —habló por fin—. Sé que el pasado no puede deshacerse. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué se me han llevado a Pinky? Si mis actos son de algún modo responsables de esto, te ruego que seas misericordioso con esta anciana que está sentada ante ti.
Las lágrimas empezaron a surcar su marchito rostro, cayendo sobre su sari blanco de algodón. Puso las palmas abiertas sobre el balancín de plata y miró a Krisna y a Radha. Ambos mantuvieron sus expresiones aceradas. Los tilaks escarlatas habían sangrado desde sus frentes, surcándoles el rostro como heridas abiertas.
—Tomad lo que deseéis. Tomad incluso mi vida —suplicó Maji—. Pero, por favor..., por favor, devolvedme a mi Pinky sana y salva.
Panditji llegó a bordo del coche privado del templo, un lujoso Chevy Impala con amplios alerones y pintado de color azafrán por un devoto que se ganaba la vida pintando carteles para el cine. El devoto había pintado también una reproducción de Ganesha en la parte trasera del vehículo, convencido de que la deidad mantendría a otros conductores —sobre todo a los hindúes— a una distancia respetuosa. Sin embargo, su talento excedía con mucho su vista y el retrato de Ganesha había resultado tan realista —una tripa enorme que se desparramaba sobre los aerodinámicos guardabarros traseros y una trompa inmensa que caracoleaba alrededor de la rueda de recambio bordeada de cromo y adosada a la parte posterior del coche— que al menos media docena de conductores chocaban cada día contra el Chevy para hacer sus improvisadas ofrendas.
El ayudante de Panditji, un atractivo muchacho con una densa mata de pelo, trasladó los enseres del sacerdote hasta el salón: un kund de hierro para el fuego sagrado, ramas lisas de madera, una urna de acero inoxidable llena de ghee, pequeños lunares de alcanfor y el samagri para el puja, un fragante popurrí a base de semillas de loto, miel, azúcar, cúrcuma, polvo de sindoor de color carmín y otras flores secas y especias. El muchacho colocó un grueso cojín de color cereza en el suelo. Panditji se instaló en él y luego, cruzándose de piernas en la postura del loto, se balanceó enérgicamente adelante y atrás hasta que sus posaderas se hubieron acomodado sobre la blanda superficie. Mientras su ayudante preparaba el kund con la madera y el alcanfor, el sacerdote cerró los ojos y meditó sobre varios asuntos que habían estado preocupándole durante el trayecto a Malabar Hill.
¿Por qué le pedían que hiciera aquel hawan en mitad de la noche?
¿Y cuánto podía esperar recibir por un servicio a domicilio como aquel?
Rápidamente dio cuenta de un vaso de leche de búfala hervida, endulzada con un buen pedazo de azúcar de caña de olor almizcleño.
—Oi! —gritó al muchacho dejando escapar un lechoso eructo—. ¿Todo a punto?
—Sí, Panditji.
El sacerdote abrió los ojos a regañadientes y vio a Maji y a su familia sentados en blancas sábanas alrededor del kund de hierro. Su entusiasmo aumentó al reparar en el thali de cocos, bananas y miel que había colocado a su lado. Del recipiente de hierro centelleó una pequeña llamarada.
—¿Cuál parece ser el problema? —preguntó con su voz aguda, alzando los ojos al cielo como si conociera ya la respuesta.
—Han raptado a Pinky —tartamudeó Maji.
—Y a Lovely también —añadió Nimish.
—Por obra de la que fue la ayah de los niños hace muchos años —añadió Savita—. ¡Es una bruja!
—Oh ho —dijo el sacerdote, que no parecía en absoluto preocupado—. Bombay se está yendo al garete con toda esa chusma creyendo que puede conseguir ascender a las castas superiores mediante el soborno.
—¿Soborno? —preguntó Nimish, sintiéndose extrañamente aliviado. Claro, eso debía de ser, razonó en silencio: «La ayah no podía ser capaz de nada peor».
—Hay algo más —añadió Maji a regañadientes.
—¿Sí?
—Un fantasma.
—¿Un fantasma? —preguntó el sacerdote con la voz quebrada. Se movió incómodo sobre el cojín, tocándose el hilo sagrado que le cruzaba el pecho como si pudiera protegerle.
—¡Mi hija ha vuelto a buscarme! —aulló Savita, cruzada de brazos mientras de sus pechos seguía goteando la leche.
—¡Haga que se vaya! —chilló Tufan, agarrándose desesperadamente a su pistola de cuerda de yute.
—¡Haga que se quede! —gritó Savita, dándole a Tufan un manotazo en la cabeza.
—Haré lo que corresponda. El resto dependerá de la voluntad de Dios —dijo Panditji, preguntándose si la familia Mittal se habría vuelto loca de pronto, loca de atar. Esas cosas sin duda ocurrían. Había visto estallar a familias cuidadosamente estructuradas tras años y generaciones de disfuncionalidad, recurriendo a él en busca de un bálsamo mágico. Él mantenía esos secretos de familia ocultos en su tripa de Buda. Cada uno de ellos era un delicioso dulce consumido, regurgitado y saboreado de nuevo. A fin de cuentas, esos secretos llegaban siempre acompañados de una eterna deuda adjunta, un aderezo de dinero y de regalos que silenciaban su lengua. Por fin, ajustándose el hilo sagrado alrededor de la rechoncha tripa, empezó a salmodiar mientras arrojaba ghee al fuego y arrancaba sin miramientos los pétalos de las flores, arrojándolos también al fuego indiscriminadamente.
—Swaha —cantó al final de una frase, elevando majestuosamente en el aire la palma extendida de la mano desde el fuego al cielo.
Al oírle, los miembros de la familia arrojaron un puñado de pétalos de flores secos y samagri de alcanfor al fuego, provocando que las llamas crepitaran y parpadearan con mayor intensidad. Panditji estuvo cantando mantras durante más de una hora, bostezando y rascándose los sobacos de vez en cuando. Su mente regresó de pronto a su infancia, cuando le conocían simplemente por Chotu Motu, el pequeño gordo, y solía ver a su padre llevando a cabo los mismos rituales, con tres hilos blancos atados al hombro izquierdo y líneas de ceniza blanca tiñéndole la frente, los brazos y el pecho, unas marcas que anunciaban su condición de doblemente nacido. Las cavilaciones de Panditji se centraron a continuación en una agradable comparación entre los pechos de Maji y los de Savita, concediendo a Maji algunos puntos por su enormidad, aunque decidiéndose al fin por la tersa plenitud que apreció en los de Savita. Se imaginó deslizando su mano entre los dos senos y frotando sindoor rojo y polvoriento sobre los pezones para propinar luego a cada pecho un pequeño y complaciente silbido al retirar la mano.
—Swaha —salmodió de nuevo.
Dheer y Tufan se habían quedado dormidos con la cabeza apoyada en uno de los sofás. Maji empezó a preocuparse ante la posibilidad de que el gurú llegara antes de que Panditji se marchara e indicó a Kuntal que sacara el desayuno que el cocinero Kanj había preparado. Panditji reparó en la inquietud de Maji y acortó las plegarias y agitó la mano sobre el thali de vermichelis preparados con almendras y leche a modo de bendición. Kuntal sirvió la comida. Ahorrándose los utensilios, el sacerdote se metió puñados de fideos en la boca, balanceándose de puro deleite. Maji indicó discretamente al ayudante de Panditji que empezara a recoger los útiles empleados en el puja.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Panditji. Prefería seguir sentado delante del kund con los aditamentos del hawan a su alrededor como fieles servidores. Cuando la comida tocó a su fin, Maji puso un grueso sobre rojo en la mano del sacerdote. Este lo alejó de sí como si estuviera contaminado, aunque no antes de comprobar su grosor. Maji había sido generosa. Satisfecho, soltó un fuerte eructo—. Los dioses han estado siempre complacidos con tu devoción.
—¿Y Pinky? —preguntó Maji con la esperanza de que la piedad fuera garantía del regreso y salvaguarda de su nieta.
—En las manos de Dios.
—¿Y el fantasma? —preguntó Savita.
—Bhoot-fhoot —respondió Panditji, agitando la mano en el aire como si le tuviera sin cuidado—. Ya os he dicho que esta ciudad se está yendo al garete.
Dicho esto, subió al Impala de color azafrán y se alejó a toda velocidad.