HAMBRUNA ENTRE LA ESPUMA

Parvati y Kuntal estaban de cuclillas, una delante de la otra, con las rodillas desplegadas como un par de alas y los saris recogidos entre las piernas, envolviendo oscuramente el tema de la conversación de la mañana.

—¡Agh! ¡Y cree que me satisface con ese huesecillo que tiene ahí! ¡Pero si es más pequeño que una okra!

Parvati juntó los índices, dejando entre ambos apenas unos siete centímetros.

Kuntal soltó una risilla.

—¡Y encima espera que me retuerza de placer!, ¡oh, Kanj! ¡Kanj! ¡Como una de esas sabzi que prepara en la freidora! —Parvati cogió la paleta para lavar y empezó a golpear enérgicamente una camisa que había visto días mejores.

—Pues no es eso lo que decías.

—Ya. Porque en aquel entonces la tenía más grande. ¡Todo se encoge con la edad, nah!

Parvati se había casado con el cocinero Kanj poco después de que Kuntal y ella entraran a trabajar en casa de Maji en el invierno de 1943, cuatro años antes de la llegada de Pinky. Parvati tenía catorce años en aquel entonces y Kuntal un año menos. Ambas habían llegado a la ciudad procedentes de los distritos rurales de Bengala, al norte de la India, huyendo de la hambruna que había acabado con las vidas de tres millones de personas. La mayoría de los que habían muerto eran campesinos como sus padres. Ni Parvati ni Kuntal entendían las decisiones tomadas por el gobierno colonial inglés que había provocado la hambruna cuando la cosecha de cereal de ese año había sido lo suficientemente generosa como para alimentar a toda la población de Bengala. Sin embargo, en aquellos días imperaba una economía de guerra y los británicos, que percibían ya su inminente desaparición de la India, se habían atrincherado firmemente confiscando el grano de las zonas rurales y destruyendo los excedentes para evitar que pudieran caer en manos de los japoneses. Las provisiones se trasladaron a Calcuta, capital de Bengala y puerto de vital importancia para el gobierno imperial, y desde allí a otras colonias británicas.

Mientras Calcuta recibía cereal a espuertas y los trabajadores de la ciudad estaban al amparo del impacto inflacionista de la Segunda Guerra Mundial, los indios que habitaban en las zonas remotas —que eran, además, los que habían cultivado el arroz— se morían poco a poco de hambre. Los padres de Parvati y de Kuntal habían oído rumores de que había comida y comedores de beneficencia en Calcuta y habían abandonado la aldea bajo un calor tan abrasador que el aire estaba impregnado del espantoso hedor a podredumbre que manaba de los cadáveres de los muertos recientes. Confiadas al cuidado de un vecino, a las muchachas no les quedó más remedio que esperar y morirse poco a poco de hambre. La poca comida que les fue asignada no tardó en menguar al tiempo que las provisiones se reservaban para los miembros de la familia. Parvati pasaba los días buscando cualquier cosa que llevarse a la boca, recolectando semillas y matando insectos con los que alimentarse. Todo lo que encontraba o lo que podía robar lo compartía con Kuntal, que estaba ya tan débil que ni siquiera podía tenerse en pie. Y fue así como Parvati las mantuvo a ambas con vida. Mientras Kuntal perdía la vida, el cuerpo de Parvati se aferraba testarudo a sus músculos y a los mínimos depósitos de grasa que conservaba aún en los pechos y en las caderas. Se negaba a contemplar la idea de la muerte. Si Kuntal hubiera tenido fuerzas, habría huido con ella a Calcuta siguiendo el rastro de sus padres.

Fue entonces cuando un contingente de ancianos de la aldea, tres de ellos ciegos y el resto analfabetos, aparecieron un día con un maltrecho ejemplar de The Statesman, un periódico de capital británico, en el que aparecía una granulosa fotografía de cuerpos escuálidos.

—¡Mirad! —gritaban con sus bocas desprovistas de dientes—. ¡Están muertos!

Y entonces lanzaron a las muchachas, convertidas oficialmente en huérfanas, miradas de soslayo, a la vista de las cuales Parvati decidió que tenían que huir de inmediato. «Si no es a Calcuta, que sea a Bombay», decidió, considerando el otro gran puerto colonial del país. La Ciudad de Oro.

Esa misma noche, después de estudiar atentamente el periódico mientras daba buena cuenta de una botella de vino de la tierra, el vecino de las muchachas se llevó a Parvati a su habitación.

—Ahora ya no tienes a nadie —fue su etílico razonamiento—, así que ahora eres mía.

Parvati se aferró durante lo que vivió a continuación a la idea de Bombay, viendo en ella su salvación, y no perdió la esperanza. Esperó a que el vecino se durmiera, cogió la pequeña daga que le había visto dejar encima de sus lungi al desnudarse y se la clavó en el corazón al tiempo que sus ojos se abrían desorbitadamente. Luego, para evitar sorpresas, le cortó el pene encogido y lo tiró por la ventana, donde no tardó en ser devorado por una jauría de perros hambrientos.

Cuando la noche quedó sumida en el silencio, Parvati salió sigilosamente del dormitorio de su vecino y le robó los bienes que le quedaban, que incluían dinero, un ridículo saco de arroz y una bicicleta oxidada. Apenas reparó en la herida que no dejaba de sangrarle mientras pedaleaba con Kuntal atada al manillar hacia la estación, donde cambió el arroz por dos billetes de tren a Bombay. A lo largo del viaje y durante las semanas que siguieron vagabundeando por las calles de Bombay, Parvati cuidó de Kuntal hasta devolverla poco a poco a un estado de salud razonable. Hizo averiguaciones. Empleó lo que le quedaba de dinero para comprar ropa nueva para las dos. Y luego llamó, una tras otra, a las puertas de los bungalós.

—¿Necesitan criadas? ¿Necesitan criadas?

Y vieron cerrarse una puerta tras otra.

El cocinero Kanj, que entonces rondaba ya los cuarenta años, había acudido a atender la insistente llamada de Parvati a la puerta de Maji, y, a pesar de que le había molestado que le despertaran de la siesta, quedó inmediatamente prendado de la mirada que vio en los ojos de la muchacha. Y es que, a pesar del hambre que durante meses le había torturado el cuerpo, los ojos de Parvati brillaban, preñados de convicción. Kanj hizo sentar a las dos jóvenes en la galería delantera y, en contra de lo que dictaba su naturaleza, les dio de comer. Cuando Maji se despertó y vio a Parvati barriendo enérgicamente el camino privado de acceso a la casa supo que había encontrado la ayuda por la que tanto había rezado durante las dos últimas semanas, desde que su anterior criada se había casado y había dejado la casa. Aunque no tenían referencias, Maji era lo suficientemente intuitiva como para saber que las dos muchachas venían de una buena casa y que, como ya había ocurrido con Gulu unos años antes, lo único que necesitaban era la posibilidad de una segunda vida.

—Dos semanas —les dijo antes de ponerse sucintamente a acondicionar las dependencias en las que las muchachas habían de instalarse.

Los dos garajes de una sola plaza del bungaló sobresalían como las orejas de un ratón de la parte trasera de la casa. El primero estaba habitado por Gulu y por el cocinero Kanj. Maji se planteó brevemente instalar a Parvati y a Kuntal en el segundo garaje, junto al Mercedes negro que ocupaba la mayor parte del espacio, antes de decidirse por el salón trasero que apenas se utilizaba salvo cuando se recibían visitas formales. A fin de cuentas, aunque confiaba en Gulu y en Kanj, no podía olvidar que eran hombres, y no deseaba que estallara ningún escándalo entre el servicio mientras ella dormía.

A pesar de estar a punto ya de convertirse en un cuarentón, el cocinero Kanj era un hombre muy apuesto con su pelo ondulado y sus almidonadas camisas blancas metidas en sus lungi o, en alguna que otra ocasión, en sus únicos pantalones. No les había quitado ojo a las hermanas desde el momento de su llegada, como si estuvieran bajo su custodia personal. Parvati era impetuosa e incisiva. Kuntal, tímida y de suaves formas. El cocinero Kanj dispensaba por igual sus atenciones a ambas, añadiendo un poco más de azúcar a una bandeja de burfi de anacardos, ofreciéndoles a hurtadillas lassis de mango y sorbetes de lima y engordándolas un poco. Fue entonces cuando, de pronto, el rostro de Parvati empezó a aparecérsele durante la noche, impidiéndole conciliar el sueño. Durante el día la miraba de soslayo, cada vez más enamorado. Muy pronto sus detalles fueron solo con ella. «¿Por qué no?», se preguntó por fin.

«¿Por qué no?», pensó Parvati cuando el cocinero Kanj le pidió matrimonio, aunque se tensó involuntariamente al recordar el crimen que había cometido con ella su vecino. Razonó que, aun así, Kanj la había aceptado cuando otros le habían cerrado la puerta en las narices y había cuidado de ella dando muestras de una ternura protectora que le recordaba a su padre desaparecido. Kanj era como el queso frito paneer, tosco y crujiente por fuera pero blando y esponjoso por dentro. En cuanto se enteró de las inminentes nupcias, Maji les dio su bendición y transformó generosamente el segundo garaje en las dependencias privadas de la pareja.

—Me alegro de que no te hayas casado. No da más que trabajo —dijo Parvati a Kuntal, apartándose un mechón de cabello con el dorso de una mano cubierta de jabón—. Al final del día, en vez de dejarme descansar, no hace más que agarrarme de donde puede. Apenas entro por la puerta ya le veo desabrochándose el lungi y deseando que le toque su pequeña okra. Como si no hubiera tenido las manos ocupadas durante todo el día. Tú espera y verás: un día apareceré con el remo de la ropa, ¡veremos entonces lo que hace!

—¡Pero él te quiere, nah di!

Kuntal tenía razón. Los años no habían menguado el afecto que Kanj profesaba a su esposa. Y Parvati, a pesar de sus quejas, seguía lanzándole miradas coquetas cada vez que pasaba por la cocina, aunque él había empezado a resecarse como una lima abandonada bajo el letárgico sol de Bombay. Parvati disfrutaba sobremanera seduciéndole y provocándole hasta la desesperación para luego tomarse su tiempo antes de regresar al garaje al final del día.

—¿Qué amor? —preguntó despectivamente Parvati—. Créeme cuando te digo que tienes suerte.

Aunque eran hermanas, Parvati era para Kuntal más una madre que otra cosa. Tras la pérdida de sus padres, Parvati jamás tuvo ninguna intención de permitir que su hermana desapareciera en el seno del matrimonio, sobre todo porque la consideraba un blanco fácil para cualquier hombre sin escrúpulos. El futuro de Parvati con el cocinero Kanj quedaba asegurado en el bungaló de Maji, pero Kuntal, si decidía casarse, tendría que abandonar la casa. A pesar de su feliz situación, Parvati no dejaba en ningún momento de hacer hincapié en los peligros que entrañaban los hombres y en la monotonía y en el arduo trabajo que suponía el matrimonio.

—El viejo idiota puede cocinar berenjena a la mogola, rasmalai y los platos más extravagantes, pero no es capaz de plantar adecuadamente una semilla en mi vientre —gruñó Parvati para impresionar a su hermana.

Pinky asomó la cabeza por la puerta.

Hai-hai, mira quién estaba escuchando —dijo Parvati, dejando de golpear la ropa al tiempo que asentía con la cabeza en dirección a Pinky.

—¿Necesitas algo, Pinky-di? —preguntó Kuntal, enjuagándose las manos.

Pinky negó con la cabeza mientras entraba al cuarto de baño y se sentaba en el taburete de madera.

—¿Puedo darme mi baño?

—¿Quieres que salgamos ahora, justo en mitad de la colada? —preguntó Parvati sin ocultar su irritación.

—¡No, no, no! —dijo Pinky—, así puedo lavarme mientras estáis aquí.

Parvati y Kuntal se miraron y se encogieron de hombros.

Pinky empezó a desnudarse.

—¿Amas al cocinero Kanj? —preguntó.

Hai-hai, pero ¿qué clase de pregunta es esa? —respondió Parvati, reajustándose el sari con el codo—. No tengo que amarle porque es mi marido.

—Por supuesto que le ama, Pinky-di —intervino Kuntal, chasqueando la lengua—. Lo dice por mí.

—¿Y qué haces tú levantada tan temprano? —preguntó Parvati.

—No podía dormir.

—¿Cómo que no podías dormir? —dijo Kuntal—. ¿Ocurre algo?

—¡Es que Maji no me cree! —soltó Pinky al tiempo que se le velaban los ojos de lágrimas.

—¿Que no te cree? ¿A qué te refieres?

—¡Al fantasma! ¡Hay un fantasma aquí dentro, en el cuarto de baño!

—¿Un fantasma? —Parvati dejó la paleta en el suelo y lanzó a su hermana una mirada alarmada—. Oh, vaya, eso quiere decir que ha llegado la hora.

—Sí —concedió Kuntal—. A fin de cuentas ya has cumplido trece años.

—Cualquier día de estos te empezará a sangrar el soo-soo —declaró prosaicamente Parvati—. Tendrás terribles dolores de vientre. Y olerás y te prohibirán entrar en la cocina. Y también a la habitación del puja.

—¿La menstruación? —preguntó Pinky. Lovely le había hablado ya de los períodos menstruales que se repetían todos los meses.

—No es tan terrible, Pinky-di. A todas las chicas les llega.

Es horrible —intervino Parvati, apuntando a Pinky con un dedo acusador.

—Solo significa que puedes tener hijos.

—Eso siempre que tu marido tenga para ti algo más sustancioso que el mío.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con los fantasmas? —preguntó Pinky.

—A mí me vino justo después de que llegáramos a Bombay —prosiguió Parvati—. Tenía unas pesadillas terribles. Creí ver a mi Baba, aunque fue solo un sueño. Oh ho! ¡Qué mal carácter el suyo! Estaba contrariado porque nos habíamos ido de Bengala. ¡Pero fueron ellos los que nos abandonaron! ¡No tenían ningún derecho a estar enfadados conmigo!

—De eso ha pasado mucho tiempo, Pinky-di —la interrumpió Kuntal, conciliadora.

—¿Qué fue de ellos? —preguntó Pinky.

Parvati golpeó el suelo con la paleta y, dejando escapar un suspiro, se marchó.

Kuntal continuó ocupándose de la colada en silencio.

De un modo casi indetectable, el aire se enfrió.

Pinky se enjuagó al tiempo que se le ponía la piel de gallina.

—¿Tú también tienes frío? —preguntó a Kuntal.

Kuntal negó con la cabeza y le puso la mano en la frente.

—Es normal que tengas un poco de frío durante el período porque tu cuerpo pierde mucho calor, nah? —dijo—. Vamos, date prisa y termina de bañarte.

Pinky se echó agua a la cara y abrió los ojos. Le pareció ver un destello en el interior del cubo, un brillante reflejo negro que pareció resplandecer de un modo extraño. Luego, cuando parpadeó, creyó ver durante dos milésimas de segundo un fugaz pálpito de rojo y plata.

—¿Has visto eso? —gritó.

Kuntal alzó los ojos.

—¿Si he visto qué?

—¡Los destellos dentro del cubo!

Kuntal entrecerró los ojos y miró dentro del cubo. Luego negó con la cabeza en un gesto de disculpa.

Pinky empezó a vestirse con la cabeza gacha.

—Me crees, ¿verdad?

—En cualquier momento te llegará el período —fue la amable respuesta de Kuntal—. La primera vez tienes una sensación muy extraña...

Parvati regresó con un pequeño bulto envuelto en un viejo sari. Se sentó en el taburete de madera y despacio, casi reverentemente, desenvolvió la tela bandhani roja y amarilla.

—Oh, di —gimió Kuntal en cuanto se dio cuenta de lo que era—. Pinky es aún muy joven. Por favor.

—Quiere saber lo que pasó, así que voy a enseñárselo.

El periódico, The Statesman, tenía fecha del 22 de agosto de 1943. En el interior de su portada amarillenta y salpicada de sangre había una página entera de fotografías, la mayoría de mujeres y niños demacrados agonizando en las calles de la ciudad.

—¿Ves esta foto? —preguntó Parvati, señalando una de las imágenes. En los toscos blancos y negros de la imagen se adivinaba una fila de mujeres estiradas con las costillas sobresaliendo de sus cuerpos famélicos y los rostros vueltos de espalda. Había un hombre en sombras acuclillado contra un carro en el rincón de la imagen—. Esos de ahí, los que ves al fondo, son nuestros padres. Hubo una hambruna tal en nuestra aldea que se marcharon a Calcuta en busca de comida.

Pinky no podía apartar los ojos de las borrosas imágenes, sobre todo de la madre de las muchachas envuelta en un desgarrado sari de lunares.

—¿La encontraron?

—¿A ti qué te parece? —preguntó Parvati, tocando la instantánea—. Era todo mentira. No había bastante comida en la ciudad. Murieron en la calle.

Kuntal empezó a llorar suavemente.

—Oh, di, ¿por qué guardas eso?

—Para no olvidar nunca que debemos sobrevivir a toda costa —respondió Parvati, envolviendo de nuevo con sumo cuidado el periódico en la tela del sari.