MUERTE Y DESHEREDAMIENTO
A alba, un rayo de sol asomó entre las nubes. Jaginder tomó un taxi de un hotel cerca de la Asiática para que le llevara a Darukhana, la arenosa zona industrial donde tenía su oficina. Normalmente no llegaba nunca antes de media mañana. Para entonces, el parque del desguace estaba ya salpicado de obreros que clasificaban los restos de barcos desguazados en el patio y sus ayudantes zumbaban por la oficina, negociando acuerdos y llevando las cuentas en sus libros mayores. Un espeluznante silencio reinaba en el godown, donde se almacenaba la mercancía. Dos refrigeradores se oxidaban en el fango y un puñado de enormes tuberías de acero brillaban a la luz del día gracias a la lluvia caída durante la noche.
Subió los escalones que conducían a la plataforma elevada y descubierta desde donde accedió a su oficina. Un almacén cerrado bajo llave ocupaba uno de los extremos de la habitación, lleno de redondos cojines en los que recostarse y gruesas alfombrillas que el criado de la empresa desenrollaba en el suelo al comenzar el día. Jaginder abrió la puerta del almacén y puso una de las pesadas alfombrillas en el suelo cubierto de vinilo, cubriéndola con una sábana blanca.
Sudando, retiró el pequeño escritorio de madera y lo colocó en su lugar de costumbre: junto a la entrada, al lado del teléfono negro que solo necesitaba que alguien lo enchufara. Encontró sus libros mayores de color rojo rubí pulcramente ordenados en un montón dentro de un armario. Tras tomar asiento y cruzarse de piernas en el suelo delante de su escritorio, cogió el libro mayor que estaba encima del montón. Abrió la tapa del libro, que dejó al descubierto las finas páginas como un acordeón, y se dispuso a estudiar las cuentas con la mirada vacía. Estaban todas registradas empleando la críptica caligrafía Lunday utilizada desde siempre por la familia para anotar las transacciones financieras.
Perezosamente, destapó el tintero que encontró en la tabla llana que flanqueaba la inclinada cubierta del escritorio y sumergió la punta de la pluma en sus oscuras profundidades. Normalmente utilizaba una Schaeffer importada que guardaba en el bolsillo de la camisa, pero no la llevaba encima y estaba demasiado cansado para intentar encontrar otra en los armarios. Miró su reloj, deseoso de tomar una taza de té caliente. El criado se retrasaba ya quince minutos. «Así que esto es lo que pasa cuando yo no estoy.»
Abrió el libro por una página en blanco. Sostuvo sobre el papel la punta de la pluma y con trazo vacilante empezó a dibujar un Ganesha, el símbolo que incluía al comienzo de todas y cada una de las transacciones o cuentas para asegurarse así un principio bien auspiciado. A pesar de que no había nada favorable en lo que estaba a punto de hacer, por una simple cuestión de costumbre completó el símbolo y dejó la pluma encima de la mesa. Oyó corretear unos pies en el exterior. El criado de la empresa subía las escaleras vestido con una camiseta blanca, el lungi de algodón y un chal de lana, silbando la melodía de Prem Jogan ke Sundari Pio Chali y moviendo las caderas como un príncipe mogol con hordas de cortesanas a sus pies.
—Sahib! —gritó, casi soltando la taza de té que llevaba en la mano, apresurándose a pegar las palmas de las manos en señal de saludo.
—Llegas tarde —dijo Jaginder, con el fastidio dibujado en el rostro.
—Hahn-ji, sahib-ji —tartamudeó el criado con la calva salpicada de perlas de sudor—. El autobús se ha retrasado. La carretera estaba en mal estado por culpa del monzón.
—Tráeme una taza de té.
El criado desapareció a la carrera en busca del chaiwallah residente, olvidando su té y su melodía con las prisas por ejecutar las órdenes de Jaginder.
Jaginder miró fuera. Más abajo, los obreros habían empezado a llegar al godown y movían fragmentos de hierro al tiempo que el rítmico sonido de sus martillazos llenaba el aire de una triste y hueca melodía. Cuando era niño a menudo había acompañado a su padre, Omanandlal, a ese mismo lugar. Tomaban el tren desde el bungaló a la cercana estación de Reay Road. Sus momentos favoritos para visitar el desguace eran el Diwali y el Año Nuevo, cuando los empresarios gujaratíes de la zona gritaban alegremente «Sal Mubarak!» y Omanandlal guardaba bandejas de acero inoxidable llenas de pistachos, almendras, anacardos, semillas de cardamomo y uvas doradas que ofrecía a todo aquel que visitaba la empresa.
Durante horas, Jaginder se sentaba junto a su padre, viéndole cotejar sus libros de cuentas, aprendiendo a manejar transacciones empresariales, a gestionar a sus subalternos y a interactuar con los clientes. Se imaginaba sentado en su lugar. Todas las acciones que asumía se llevaban a cabo con plena conciencia de que —algún día— así sería. A veces se quedaba allí hasta el final de la jornada, llegando a casa con Omanandlal, que se quitaba el bathuee de los hombros antes incluso de lavarse las manos, entregando a Jaginder el pesado chaleco de algodón con los grandes bolsillos en la parte delantera llenos de rupias para que lo guardara en uno de los armarios metálicos cerrados con llave de Maji.
Omanandlal había sido un hombre sencillo, elegantemente vestido y perfectamente afeitado salvo por el pequeño y pulcro bigote que representaba para los hombres de su clase el honor y la virilidad: jamás perdía el temple, nunca andaba demasiado deprisa, nunca maltrataba a sus obreros y nunca permitía que un hombre pobre abandonara su puerta con las manos vacías. Había aprendido con gran esfuerzo a leer y a escribir en inglés, siempre con su diccionario hindi-inglés a su lado, y a firmar sus cheques con una laboriosa letra cursiva con la tripa de su Parker de punta ancha llena de tinta china. Jaginder había anhelado desde siempre ser como él, pero los años en los que primaba el honor y la caballerosidad indias habían dejado pronto paso al nuevo imperio reinante de la burocracia, la coacción y la corrupción. ¿Qué otra elección tenía salvo la de evolucionar con los tiempos?
Dando muestras de un acto muy poco propio de él, había conservado la oficina de su padre tras la muerte de Omanandlal en vez de modernizarla como habían hecho muchos de sus colegas, instalando paredes permanentes, mesas con sus sillas y cosas de semejante suerte. Sentado con las piernas cruzadas sobre la gruesa alfombrilla y con el viejo escritorio de su padre delante, sintió el reconfortante peso del legado de Omanandlal. Aunque, irritantemente, Nimish no había mostrado el menor interés por el negocio del desguace, Jaginder siempre había dado por hecho que su hijo se encargaría de la empresa cuando terminara la universidad. Se imaginaba sentado con él, enseñando a Nimish los pormenores de los asuntos diarios hasta que le llegara el momento de jubilarse. Y se imaginó después visitando la oficina todas las mañanas para continuar con sus relaciones sociales, aunque disfrutando de la libertad de poder dedicar las tardes a pasear por las exclusivas orillas de Juhu Beach. Lo que Maji intentaba hacer era un desafuero al orden natural de las cosas. ¿Cómo podía pasar por encima de él de ese modo? ¿Y a favor de un simple muchacho?
El criado de la empresa regresó por fin con una taza de té hirviendo en las manos. La dejó al lado de Jaginder en una mesita y le acercó una bandeja con galletas Parle-G con las que acompañar el té. A continuación se alejó apresuradamente hacia el almacén, donde empezó a sacar alfombrillas, sábanas y cojines, organizando la oficina para la jornada tan discretamente como le fue posible. Jaginder no se podía concentrar en su labor. Escribió: «Doy fe de este testamento ejecutado el decimocuarto día de junio de 1960 por el señor Jaginder Omanandlal Mittal...», y dejó la pluma sobre el escritorio. De pronto, se acordó de la primera y única vez que había tenido al pequeño Nimish en brazos. Su hijo había sido increíblemente pequeño y el calor brotaba de su cabeza cubierta de pelusa como un horno. «¡No lo sueltes! ¡Vas a romperle el cuello, aiiee!», había chillado Savita. Jaginder se había asustado tanto y se había sentido tan torpe que jamás había vuelto a coger en brazos a su hijo hasta que el bebé había empezado a dar sus primeros pasos, convertido así en un irrompible pequeño. Sin embargo, para entonces Nimish se deslizaba incómodo de los grandes brazos de su padre y corría al encuentro de los suaves brazos de su madre. «No», pensó Jaginder, «Nimish jamás me ha querido». Cogió la pluma y la sumergió en la tinta.
Justo en ese momento, Laloo, su ayudante, apareció con el periódico de la mañana bajo el brazo.
—¿Estás aquí, Jaginder-ji? —Laloo llevaba alisado el poblado bigote y su espesa mata de cabello. La gomina le manchaba el cuello de la camisa de poliéster. Hablaba mostrando una reserva poco habitual en él.
—Sí. Tengo cosas importantes que hacer.
—¿Importantes?
Laloo se acuclilló junto al escritorio de Jaginder, intentando descifrar a hurtadillas la curva caligrafía Lunday del libro mayor mientras se acariciaba el bigote. Jaginder cerró el libro sin demasiadas contemplaciones.
—Kya hai? —chilló Laloo—. ¿Ha ocurrido algo más?
—¿Algo más?
—Desde anoche —tartamudeó Laloo, clavándose los dientes de conejo en el labio inferior.
Jaginder se inclinó hacia atrás con el pecho atenazado por la vergüenza y la rabia. ¿Qué podía saber Laloo sobre lo ocurrido la noche anterior? Era tanto lo que había pasado durante las últimas horas que Jaginder apenas era capaz de recordarlo. Todo había empezado con los pechos de Savita, y él se había marchado al adda de Rosie y después había regresado al bungaló, donde se había peleado con Nimish y con su madre. Después había vuelto a marcharse. El Ambassador se había averiado y él había terminado en la Asiática.
«¿Será que Laloo me ha visto en alguna parte?» A pesar de que su ayudante despertaba en él cierta antipatía, el padre de Laloo había trabajado durante toda su vida para Omanandlal como babu —secretario—, pues sus únicas aptitudes eran que hablaba inglés y que sabía manejar la máquina de escribir. Durante una época la empresa entera había dependido de la capacidad del padre de Laloo a la hora de rellenar los formularios escritos en inglés de los bancos y de las oficinas del gobierno. Debido a eso, y a pesar de que Laloo era un perfecto idiota, Jaginder se sentía en la obligación de mantenerle en la oficina.
—¿Qué insinúas? —gritó Jaginder.
Justo en ese momento, el criado de la empresa, que había estado escuchando la conversación mientras preparaba la oficina, conectó discretamente el teléfono que estaba situado junto al escritorio de Jaginder. El teléfono sonó de inmediato.
—Jaginder Mittal —respondió Jaginder sin esperar un segundo.
—Ah. Su madre dijo que estaba en la oficina, aunque llevo horas intentando localizarle.
—¿Quién es usted? —Jaginder sintió que el calor le subía en el pecho. «¿Acaso Maji se había puesto ya en contacto con un abogado?»
—Inspector Pascal de la policía...
—¿La policía? ¿Qué quiere de mí?
—¿Dónde ha estado esta noche?
—¡Y a usted qué demonios le importa! —chilló Jaginder, perfectamente consciente de que Laloo y el criado escuchaban atentamente.
—Creo que, habida cuenta de lo ocurrido, le conviene cooperar.
—Lo ocurrido es asunto mío —repitió Jaginder—. No tengo intención de seguir hablando de esto. Buenos días, inspector. —Estampó el auricular contra el aparato y arrancó el cable—. ¿Ye kya, maldita tamasha hai? —les gritó a Laloo y al criado, que le miraban boquiabiertos.
El criado se escabulló, buscando desesperadamente algo que le hiciera aparecer ocupado. Laloo sacó el periódico de la mañana de debajo de su sudado sobaco y lo dejó encima de la mesa de Jaginder.
—Supongo que ya habrá visto esto —dijo con tono lúgubre, encantado de haberse adelantado a su jefe.
—¿Qué es lo que tengo que haber visto? —Jaginder se levantó y desplegó el Free Press Journal.
Laloo señaló un titular con una uña afilada y sucia: «Desaparecidas hijas de prominentes familias de Bombay». El artículo decía así: «Pinky Mittal, de trece años, la hija menor de Jaginder y de Savita Mittal, desapareció de la casa familiar de Malabar Hill alrededor de la una de la mañana. Aproximadamente a la misma hora, su vecina, Lovely Lawate, de diecisiete años, la única hija de la señora Vimla Lawate, también desapareció. Los dos casos parecen estar relacionados». Más abajo aparecía un artículo en el que se detallaba la desaparición de una motocicleta, una Triumph de 500 cc de color rojo, la única de su modelo que existía en toda Bombay.
—Esto tiene que ser una condenada broma —dijo Jaginder, estampando el dorso de la mano contra el periódico y recordando la conversación de los universitarios en la Asiática.
Intentando desesperadamente ocultar su entusiasmo al verse implicado, aunque tangencialmente, en el drama que tenía lugar ante sus ojos, Laloo se balanceaba sobre sus piernas como un niño hiperexcitado.
—Pídeme un taxi —rugió Jaginder al criado de la empresa.
—Lo siento mucho —dijo muy serio Laloo, aunque no lo sentía en absoluto.
—No es hija mía —replicó Jaginder. Aun así, se metió el periódico bajo el brazo mientras salía a la calle sin asfaltar y esperaba impaciente la llegada del taxi que había de llevarle a casa.
Junto con los periódicos, entre los que se incluía el Free Press Journal, un reguero de parientes y amigos se acercaron a las puertas verdes de la casa de Maji con la esperanza de ser los primeros en llegar para expresar su preocupación por el rapto del que había sido víctima Pinky. Parientes de todos los rincones de la ciudad aparecieron vestidos con colores apagados, casi de luto, con los ojos abiertos y todas las alarmas activadas en cuanto Savita reveló que la que había sido la ayah de sus pequeños era la culpable de lo ocurrido.
Se congregaron en el bungaló como amontonados cuadrados de burfi en una caja de dulces, pegando sus sudorosos cuerpos y con las dupattas bordadas con hilo de plata empapadas por la humedad de la mañana. La única que parecía totalmente ajena a la conmoción era la pequeña fantasma, que, en su estado casi humano, requería períodos regulares de descanso. Agotada tras sus actividades nocturnas, la pequeña se había acurrucado entre las cañerías del cuarto de baño y se había quedado dormida con un diminuto pulgar metido en la boca. La puerta del baño estaba cerrada con pestillo y las cuerdas de tender de yute habían desaparecido.
Aunque las lluvias habían cesado por fin durante la noche, el cielo seguía oscuro. El salón posterior, empleado en raras ocasiones salvo por Kuntal, que lo utilizaba para dormir, abrió sus puertas a las visitas. Un contingente de hombres malhumorados, la mayoría de los cuales habían tenido que abandonar la cama mucho antes de lo que hubieran preferido un domingo por la mañana, se colaban en el aire rancio de la habitación buscando alivio del calor, de la congestión y de sus furtivos recuerdos de la ayab.
—Era demasiado hermosa —comentó un hombre de mediana edad, recordando las ajustadas blusas choli de la ayab y los bordados dorados, hipnóticamente brillantes, que adornaban el cuello de la mujer.
—El suyo era un cuerpo hecho para la prostitución y para nada más —dijo el tío Uddhav, el primo de Maji, sin ocultar su resentimiento. Se acordó de cuando se había apostado despreocupadamente contra el marco de una puerta como había visto hacerlo a Raj Kapoor en las películas, lanzando una sugerente mirada a las caderas de Avni envueltas en el sari. Ella simplemente había pasado por delante de él como si Uddhav no existiera.
—¿Y tú cómo sabes esas cosas, bhai? —preguntó otro en son de broma, dándole una fuerte palmada en la espalda—. Será mejor que te casemos cuanto antes con una buena esposa que satisfaga tus necesidades.
Otros hombres fumaban en la galería, mirando a hurtadillas a los desposeídos —los curiosos, los mendigos y una manada de perros tullidos— congregados al otro lado de la puerta cerrada de la calle. Parvati hacía guardia, blandiendo un gran paraguas que agitaba enérgicamente contra quien intentaba escalar la puerta para echar un vistazo dentro.
La vecina, Vimla Lawate, había llegado discretamente acompañada de su propio cocinero, que trabajaba con el cocinero Kanj hirviendo ollas de té y preparando el almuerzo para todo el mundo. Tras su aparición inicial, Savita se había refugiado en su habitación, intentando parar el flujo de leche que manaba de sus pechos mientras Kuntal trataba de consolarla. Buscando escapar de la presión de la multitud, Dheer y Tufan llamaron a la puerta de su madre y poco después se quedaron dormidos dentro. Nimish siguió al lado de su abuela en el salón, dirigiendo el trasiego de visitantes, respondiendo a todas las preguntas en nombre de la familia y asumiendo temporalmente la figura del cabeza de familia, una carga que aceptó con inteligencia y elegancia. Maji, derrengada sobre la tarima con una taza de té en la mano, le observaba orgullosa.
Durante toda la mañana no había tenido ocasión de reflexionar sobre las palabras de Panditji ni sobre las del gurú. Por primera vez desde la muerte de su marido, Maji había descuidado sus rondas matinales para convertirse en anfitriona muy a su pesar, aceptando los buenos deseos de sus parientes al tiempo que ignoraba sus acusaciones veladas y el brillo que delataban sus ojos. «¿Es este el fin de Maji, el ocaso de la familia Mittal?»
Se presionó las sienes en un intento de calmar el dolor de cabeza cada vez más intenso que la embargaba. El bungaló parecía estar a punto de estallar a causa de la intensidad de las personas congregadas entre sus húmedas paredes, cada una de las cuales intentaba hacerse con un poco de sitio al tiempo que se afanaban por demostrar quién había sido el más cercano a Pinky y, por ende, el más afectado por su desaparición. La algarabía —las toses incómodas, los pies que no dejaban de arrastrarse sobre el suelo, las conversaciones contenidas, el tintineo de las tazas de té contra los platos, una ocasional ventosidad— ganó en intensidad como si esperaran que algo ocurriera, como anticipando el alivio. Una legión de señoras se habían instalado a cuchichear en los largos sofás, con una taza de té contra el pecho como si un ladrón merodeara por el bungaló.
—Raptada, ¿no os parece increíble? —dijo una que llevaba unas gafas con montura de plástico tan grandes que el único rasgo de su rostro que quedaba al descubierto eran sus labios brillantemente coloreados.
—En mis tiempos, las ayahs cumplían órdenes, hai-hai. Ya nadie pega a los criados —reflexionó una señora mayor de lengua afilada, abandonándose a una reconfortante nostalgia.
—Supe que la ayah era una mala influencia desde el momento en que la vi. Hahn, acordaos de cómo intenté convencer a Maji. Pero ella no quiso escucharme. Y mirad ahora, menudo caos —dijo con tono práctico una tercera mujer que presentaba una gibosa protuberancia en la punta de la nariz.
—Tenía seis dedos en el pie izquierdo —intervino Parvati, apareciendo con una tetera—. ¿Un poco más de té?
Las señoras sentadas en el sofá se echaron hacia atrás con un contenido jadeo.
—Os digo y os repito que era una bruja —reflexionó la de las gafas grandes, aferrándose a ese pequeño fragmento de información como si hubiera estado al corriente de él desde un principio.
—En mis tiempos, esa clase de monstruos vivían solo en las aldeas —cloqueó la nostálgica—. Hoy en día, no dudan ni un segundo a la hora de instalarse en tu casa.
—Maji debería ir de peregrinación a Mehndipur y buscar allí el perdón del dios Balaji. De lo contrario, el caos más absoluto —dijo la tercera, cerrando su bolso como si estuviera dispuesta a marcharse, aunque esperaba en secreto que el drama continuara durante la mayor parte de la semana.
—Solo un gurú puede poner fin a semejante corrupción, creedme —advirtió Gafas Grandes, arrugando los labios y recorriendo la sala con la mirada como en un intento por avistar el mal de ojo.
—Un buen gurú, eso es —corroboró la señora nostálgica, mordisqueando delicadamente un diamante de besan burfi—. En mis tiempos, con una buena paliza habría bastado.
Jaginder entró en el bungaló llevando aún el kurta de la noche anterior, arrugado, manchado de salpicaduras de barro seco y oliendo ligeramente a humo y a licor rancio. Las conversaciones cesaron en cuanto los ojos que poblaban el bungaló se fijaron en él. «Mirad al pobre hombre. Debe de haber estado ahí fuera toda la noche buscando a Pinky.» Maji percibió el silencioso sobrecogimiento que rodeaba a Jaginder. Qué fácil había resultado encubrir su afición por el alcohol durante todos esos años, la desintegración de su relación con Savita y la pérdida de respeto por parte de sus hijos. Esos secretos, como otros, habían circulado a salvo tan solo entre los Mittal y el servicio, conectando a los miembros de la casa en una red de complicidad. Miró a Nimish, que intentaba por todos los medios contener la rabia, y le tocó con suavidad el brazo.
Jaginder se quedó helado, receloso ante la curiosa multitud y la estrecha alianza que unía a Nimish y a Maji. Sacó pecho, a punto de atacar a ciegas y hacer lo que hiciera falta por salvar su reputación y su buen nombre en el seno de la comunidad. Sin embargo, cuando miró a su madre, percibió en sus ojos la tristeza, las pequeñas calvas que salpicaban sus sienes y el temblor en sus manos. De pronto se dio cuenta de que Maji era una anciana y de que estaba agotada después de todos esos años mostrándose fuerte, manteniendo unida a la familia ella sola. Y entendió también que, en algún punto del camino, le había fallado. Tras la muerte de su hija, Jaginder se había permitido ahogarse él también..., aunque en un insondable río de indulgencia, irresponsabilidad y ebriedad. Y había creído estúpidamente que su familia no se daría cuenta de ello.
Sin embargo, la noche anterior había sido diferente. Finalmente, la frágil ternura que Savita y él compartían se había hecho añicos. Nimish había apartado el fino velo que ocultaba el secreto de su padre. Y Maji le había echado de casa, poniendo el peso del futuro de la familia sobre los hombros de su hijo. Jaginder pensó en sus abortados esfuerzos por desheredar a Nimish y la pena y la vergüenza le colmaron el pecho como ya lo habían hecho en el adda de Rosie. Deseó poder disfrutar de otra oportunidad para ganarse su amor y su respeto. No podía imaginarse viviendo lejos de su familia. De pronto se sintió débil, como si los músculos de su cuerpo lucharan por mantener una fachada. Allí, de pie delante de su madre y de su hijo, a punto estuvo de rendirse y asumir por fin la responsabilidad de sus fechorías, pero todos sus parientes estaban congregados en el bungaló como si de la sala de un tribunal se tratara, observantes y a la espera de emitir su veredicto. Para Jaginder era una humillación demasiado insoportable. Se mantuvo desafiante.
—¿No la has encontrado? —preguntó finalmente un pariente al tiempo que un murmullo recorría la multitud.
Jaginder negó con la cabeza.
Despacio, Maji tendió la mano hacia su hijo. Había percibido la vacilación de Jaginder y su leve encogimiento de hombros. De pie ante ella, él le estaba pidiendo clemencia. Jaginder sabía mejor que nadie que Maji jamás se arriesgaría a mancillar el nombre de la familia avergonzándole en público. Aun así, había vuelto en cuanto se había enterado de la noticia de la desaparición de Pinky. Había vuelto.
—Ven, beta —dijo Maji—. Nos tenías preocupados.
Jaginder siguió rígido donde estaba, intentando asimilar la sorpresa que había provocado en él la dulzura en la voz de su madre. Maji no había vuelto a utilizar con él esa muestra de cariño —beta— desde que él se había casado. Si el bungaló no hubiera estado abarrotado de espectadores, se habría postrado llorando a sus pies.
Fuera, las nubes exhalaron de pronto un espantoso rugido. La lluvia repiqueteó contra el tejado y envolvió el interior en una triste oscuridad. Se encendieron las lámparas y se cerraron las ventanas. Las cañerías empezaron a repiquetear y a chirriar. Las señoras se aferraron con fuerza a sus bolsos y lanzaron furtivas miradas a su alrededor. Apareció una gotera en el techo, luego otra y después una tercera. El agua goteaba rítmica y ominosa sobre los invitados.
Nimish y Maji se miraron.
—Trae cubos, Parvati —ordenó Maji, intentando contener su creciente horror. Un hilo de voz se dejó oír desde el pasillo trasero.
—¿Eh? ¿Qué es ese timbre? —preguntó uno de los invitados.
—Iré a ver —dijo Nimish.
—No —intervino Maji—. Quédate aquí.
El bungaló crujía bajo el peso del monzón. El agua empezó a entrar en la casa desde el vestíbulo.
Se oyeron gritos y un ejército de pasos que se dirigían hacia la puerta.
—Probablemente se habrá reventado una cañería —dijo Maji, volviéndose a mirar a Jaginder.
—Maldita sea —fue todo lo que Jaginder alcanzó a decir mientras se quitaba los calcetines.
Nimish se asomó al pasillo en sombras, chapoteando entre charcos de agua helada.
—¡Las calles están a punto de inundarse! —gritó Parvati, señalando hacia fuera.
Se fue la luz, sumiendo en la oscuridad la habitación. Todos se quedaron helados.
Nimish permaneció inmóvil en el pasillo a oscuras con los dedos tendidos hacia la puerta del cuarto de baño. Despacio, buscó a tientas el pestillo.
Estaba descorrido.
La puerta se abrió de golpe, tirándole al suelo. Un gélido escalofrío pasó junto a él como el rayo mientras alguien gritaba en el salón. Las luces parpadearon, revelando y ocultando una escena del más absoluto caos. Las señoras se abalanzaron agresivamente sobre el montón de chappals, retirando sus zapatos. Los hombres buscaban en vano a sus esposas perdidas. Savita y Kuntal salieron corriendo del dormitorio en compañía de los gemelos. La gente se empujaba en la puerta. En algún momento de la confusión, una mano se cerró sobre un pecho.
Un trueno desgarró el cielo.
—¡Fuera! —gritó uno de los invitados, uniéndose a la estampida que se alejaba por el camino privado de acceso a la casa y que salía por los dos portones a la calle—. ¡El tejado está cediendo!
—¡Los niños! —gritó Maji.
—¡Oh, Dios mío! —chilló Savita.
—¡Aquí! ¡Por aquí! —gritó Jaginder, intentando avanzar contra corriente en dirección a su esposa.
Y entonces, cuando el último invitado hubo abandonado el bungaló, la luz volvió de pronto.
Maji estaba de pie en mitad de un gran charco de agua de lluvia con la mirada en el sólido tejado que tenía sobre su cabeza.
Jaginder se recolocó el kurta, lanzando miradas de reprobación a sus parientes, que seguían huyendo despavoridos.
—¡Malditos cobardes! ¡Asustados por un simple chubasco!
—No es más que una gotera —dijo Maji, respirando fatigosamente.
No había duda: bajo la luz adecuada, el agua parecía proceder de un hueco abierto en el techo.
—¡Nimi! —chilló Savita con voz estridente—. ¿Dónde está Nimish?
—Aquí, mamá. —Apareció cojeando ligeramente y miró el pálido rostro de su madre—. La puerta está cerrada con pestillo —mintió por primera vez en presencia de su madre—. Lo he comprobado y todo está en orden.
En la calma que envolvía la habitación del puja, Maji empezó a pensar. La espantosa noche del monzón había dejado su casa, sus creencias y su corazón maltrechos y heridos. No sabía cuánto tiempo más podría seguir controlándolo todo. Todos sus parientes debían de estar a esas alturas chismorreando sobre el espantoso estado en el que había quedado el bungaló, inventando historias y contando a todo aquel que quisiera escuchar que habían estado a punto de perecer aplastados bajo el tejado de la casa. Y, por si eso fuera poco, los refinados padres de Savita llegarían en cualquier momento de Goa, donde tenían una segunda residencia en Colva Beach.
Maji apartó esas cavilaciones de su mente y reflexionó brevemente sobre Jaginder. La terrible noche por fin le había hecho entrar en razón. Sopesó las crípticas palabras del gurú: «Recibiréis lo que habéis dado; perderéis lo que habéis quitado». Maji había implorado a los dioses que le devolvieran a Pinky. «Tomad lo que queráis», había suplicado. Al parecer, la noche había sido como una balanza vencida por el peso de la pérdida. Quizá, con la ayuda de las plegarias de Panditji y el puja del gurú, la balanza se inclinara hacia el lado contrario. Sin duda el arrepentido retorno de Jaginder era un signo de buen augurio. Con los ojos cerrados delante de los dioses, Maji se abandonó a un instante de gratitud.
Pero entonces se acordó: el fantasma seguía preso entre las paredes del bungaló. «Lo que en su día mató al fantasma ahora lo mantiene con vida.» Maji se movió dolorosamente delante del altar y abrió los ojos. El fantasma estaba a su merced. Por muy poderoso que hubiera logrado ser, ella lo era aún más. Era ella quien poseía el arma definitiva.
—Agua —dijo en voz alta.
El bebé se había ahogado en un cubo de agua. Maji entendió entonces que, negándole esa sustancia al fantasma, podía acabar con él.