BARRIADAS Y CLOACAS
Parvati y Kanj avanzaban en el coche por la temida Mahim-Sion Road, que hacía más o menos las veces de frontera con la parte superior de la zona triangular conocida como Dharavi, la barriada más grande de Bombay. Salpicada de basura por doquier, era una calle muy concurrida por viajeros que se trasladaban en autobuses abarrotados, gente dispuesta a esperar una hora entera para encontrar un sitio, algunos llegando incluso a evitar la peligrosa carretera utilizando el tren y no tener así que hacerlo a pie, en moto, en bicicleta o en coche.
Antes de cruzar hasta la línea del ferrocarril del Western Railway que bordeaba la costa de Dharavi, Kanj se detuvo y aparcó el Ambassador junto a la estación Mahim.
—Voy a dar media vuelta —dijo, aferrándose al volante como dispuesto a girar en redondo allí mismo—. Nos van a matar.
—Lakhs de personas viven aquí y no mueren asesinadas.
—Nosotros no somos de este barrio. Esta no es nuestra casa.
—Tenemos que encontrar al gurú.
—¿Por qué? ¿Por qué arriesgar la vida por ellos?
—Porque Maji me acogió cuando nadie más quiso hacerlo.
—¿Y qué? —siseó Kanj—. Sigues siendo una criada. Un solo error y se deshará de ti como le pasó a Avni.
Justo delante de ellos estaba Mahim Crossing, que llevaba al otro lado de las vías del tren para desembocar en la calle principal de Dharavi, una tosca senda que los residentes de la barriada habían empedrado colocando rocas en el cenagoso suelo. Con el tiempo, la calle se había convertido en una vía de barro viscoso que olía a orines y a heces. Aun así, el olor en nada podía compararse con el de las curtidurías arracimadas al otro lado de la estación de Mahim, que impregnaba el aire de un acre hedor a sulfuro y a carne en descomposición. Fantasmagóricas bolas de pelo de lana sembraban la vía, visibles solo a la luz de la linterna de Parvati.
La barriada se extendía ante ellos en una colección densamente abigarrada de techos de calamina con alfombrillas chatai de tiras de bambú a modo de paredes, cada una de ellas cubiertas con toldos de plástico para protegerlas de los monzones. El asentamiento que tenían justo delante carecía por completo de electricidad, bañando a Parvati y a Kanj en una oscuridad total salvo por la tenue luz que procedía del interior de las viviendas. Las barracas se repartían al azar, flanqueadas por cuerdas de tender de yute desnudas. Delante de un chamizo, junto a un cubo volcado y a un anuncio descolorido de aceite de motor British Petroleum, había un atiborrado saco de yute con el logo de 53 Grade. Una escalera de madera con los escalones torcidos se apoyaba contra un segundo piso sostenido precariamente sobre pilares de acero y con un extremo asentado sobre un improvisado muro de ladrillo del que colgaban cables enrollados. Uno de los cables había sido reconvertido en cuerda de tender. De ella colgaban unos pantalones cortos amarillos, evidentemente olvidados a su suerte. Habían colocado una llanta de coche reciclada encima del segundo piso, sobre una loneta de plástico rota, a la espera de que sirviera de algo.
—Tenemos una buena vida, comemos lo que queremos, tenemos una cama donde dormir y nuestro propio cuarto de baño en el mejor barrio de la ciudad —dijo Parvati—. ¿Quieres arriesgar todo eso negándote a cumplir la orden de Maji?
—¿Quieres morir ensartada como una brocheta por estos goondas?
—Allí —dijo Parvati, señalando a una verja baja que rodeaba una cruz aparentemente antigua—. Vayamos hacia allí.
—Hatao!
Un grupo de hombres envueltos en chales de lana y bolsas de plástico se acercaron a ellos fumando bidis Shivaji. Llevaban camisas y calzones holgados. Uno de ellos estaba visiblemente afectado por elefantiasis. Tenía una pierna acusadamente inflamada, gruesa y apergaminada. La piel mostraba un aspecto grumoso y el pie era totalmente irreconocible.
—¿Buscan algo?
—A Hari Bhai —respondió Parvati sin más mientras Kanj no le quitaba ojo a la daga que lucía el líder del grupo. «Absolutamente inadecuada para rebanar», concluyó al borde del desmayo, «aunque perfecta para destripar».
El líder, un hombre bajo y corpulento de ojos crueles y con el rostro salpicado por las blancas manchas de un avanzado vitíligo, dio un paso atrás. Un escalofrío le recorrió la espalda al oír pronunciar el nombre de Hari Bhai.
—¿Y qué asunto tenéis que tratar con él?
—Dile que Gulu de VT nos envía.
El hombre afectado por el vitíligo se sacó un trozo de cebolla frita de los dientes y lo escupió en el suelo como deseando asustar a los visitantes con su espantosa higiene.
—Ahora volvemos.
Dejaron a Parvati y a Kanj temblando junto a un charpoy roto, supervisados desde la distancia por el hombre con elefantiasis, que depositó sobre un ladrillo los inflamados pliegues de carne que componían su pie.
—¿Era este tu maravilloso plan? —siseó Kanj, poniéndose en cuclillas para estar más cómodo—. Durante todo el camino no has parado de decirme «confía en mí, confía en mí», y ahora estamos rodeados de criminales. ¿Esto es todo lo que se te ha ocurrido?
—Hari Bhai y Gulu son amigos de la infancia —susurró Parvati mientras se secaba disimuladamente la frente con la punta del palloo del sari—. Lustraban zapatos juntos en Victoria Terminus. Él ayudó a Gulu a encontrar al gurú hace años. ¿No te acuerdas?
—No me acuerdo de nada, con excepción de ese espantoso líquido que preparó y que te obligó a tomarte, chee!
Era cierto. Hari Bhai y Gulu tenían una larga historia a sus espaldas, pero la de Hari Bhai quizá se remontaba aún más atrás. Descendía de los habitantes originales koli de Dharavi, cuando la localidad no era una extensa barriada sino una comunidad de pescadores asentada a lo largo del río Mithi y de su pequeño afluente, el Mahim Creek, cuyos cursos morían en el mar de Arabia. Siendo como era el menor de siete hermanos, a Hari no le necesitaban para que trabajara en la construcción del dique que se había levantado en el arroyo, donde los peces, y sobre todo cangrejos y mariscos, quedaban atrapados durante la marea alta y eran pescados por las redes de los hombres de la aldea al bajar la marea. Con el tiempo, tanto el río como el arroyo habían terminado densamente contaminados por las curtidurías y otras industrias que habían florecido en el interior de los límites de Dharavi y el pescado empezó a apestar a queroseno. Las continuas reclamaciones de tierras por parte de las autoridades y la transformación en espacio habitable de los terrenos cenagosos que bordeaban la franja de Mahim-Bandra habían provocado que el mar se retirara, dejando así a una comunidad entera privada de su ancestral medio de subsistencia.
Hari Bhai, a quien en aquella época se le conocía simplemente como Hari, había deambulado por las vías del tren, solo y sin que nadie cuidara de él la mayor parte del día, hasta que por fin encontró un buen trabajo en la estación de ferrocarril de VT. Había formado una banda con otros niños abandonados entre los que estaba Gulu y habían empezado a limpiar zapatos bajo la tutoría del Gran Tío. Cuando el Gran Tío murió asesinado por su rival Diente Rojo, Gulu huyó, deshecho, pero Hari no dudó en modificar su lealtad y llegó incluso a convertirse en la mano derecha de Diente Rojo. Con el tiempo, Hari asesinó a Diente Rojo por una disputa económica y se había convertido en fugitivo, no de la ley sino de los hombres de Diente Rojo, deseosos de vengar la muerte de su mentor con otra muerte. Dharavi, con su denso laberinto de chabolas y con sus más de treinta mil personas por hectárea, se le antojó como el escondrijo ideal. Y así fue como Hari regresó a su zopadpatti, al distrito Koliwada de Dharavi, con su templo dedicado a Ganesha Mandir y el santuario de Khamba Deo, erigido doscientos años antes, para recuperar allí su destino.
—Venid.
Los hombres de Hari Bhai habían regresado y mostraban una actitud más hospitalaria.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Parvati.
—Nada de preguntas —les advirtió el líder, tocándose una mancha de piel descolorida que tenía sobre la barbilla como si fuera a darle buena suerte—. A bhaiya no le gustan las preguntas.
Les llevaron entre las chabolas por una senda anegada de agua sucia y de agua de lluvia. Una mujer despeinada y provista de un gran aro en la nariz se acuclilló en el suelo, mascullando entre dientes mientras frotaba ceniza sobre una cacerola en mitad de la noche. Un pecho gomoso emergió del oscuro sari desprovisto de blusa cuando la mujer se inclinó. A medida que Parvati y Kanj avanzaban el sendero parecía ensancharse un poco y las casas mejoraban progresivamente al tiempo que el hedor procedente de las letrinas comunitarias menguaba en intensidad. Pasaron por una zona poblada de estructuras bajas y estrechas que constaban de once habitaciones que daban a la calle. Los edificios tenían techos de tejas, porches delanteros de cemento y pequeñas cañerías a la vista. En uno de ellos, un letrero pintado a mano anunciaba a un tal Lijjat Papad, cuyo nombre aparecía acompañado de una mano femenina y de piel blanca que, con la muñeca adornada por dos pulseras verdes, sostenía en alto una flor de loto.
—¡Papads de Lijjat! —exclamó Kanj sorprendido a pesar del miedo que le embargaba—. ¿Aquí, en Dharavi?
Los hombres se rieron.
—No vivís aquí, pero coméis de lo que aquí preparamos.
Kanj se indignó.
—Hahn, hahn —dijo uno de los hombres que ostentaba un enorme bigote al tiempo que asentía orgulloso con la cabeza—. Mi esposa es una sanchalika, la jefa de la sede local que trabaja en nuestra casa, allí..., donde está el cartel. Sigue siendo un negocio muy pequeño y se dedica a preparar papads que luego os coméis vosotros. Aunque empezó el año pasado, es ya una empresa muy provechosa.
—¡Pero si gana más ella que él! —se burló uno de los hombres que llevaba una camiseta banain sin mangas que acentuaba los prominentes músculos de su brazo.
—Por eso pudimos por fin alquilar una casa decente, yaar —respondió el del bigote, desestimando el comentario con un gesto de la mano.
—Pero entonces ya no puedes pegarle, bahn bhai? —se mofó el del brazo musculoso, alzando la palma de su mano en el aire en un gesto claramente amenazador.
—Yo y nadie más que yo controla a mi esposa —respondió el del bigote empleando para ello un tono calmado y abrasador, temeroso de que su virilidad quedara en entredicho ante los dos desconocidos a los que escoltaban.
—Sí, sí —intervino con ánimo apaciguador el líder afectado por el vitíligo a fin de evitar disputas—. Hari Bhai dice que amasar papads es un buen trabajo para nuestras esposas y hermanas.
—Mi esposa —prosiguió el bigotudo, inflándose orgulloso al oír mencionar la aprobación de Hari Bhai—, amasa tres kilos de papads todas las mañanas. Antes del alba va a buscar la levadura húmeda a Bandra.
—Mientras que nosotros, los hombres, vamos a Bandra todas las noches con nuestros propios artículos húmedos —añadió el tipo de la camiseta con una risa insinuante.
El resto del grupo soltó una carcajada.
A esas alturas ya habían llegado a una casa de dos plantas relativamente impresionante situada delante de la cruz protegida por la alambrada y propiedad de una familia cristiana que de forma no oficial gobernaba la comunidad koli de Koliwada, enclavada en el área noroeste de Dharavi. Hari Bhai utilizaba su residencia para celebrar allí sus audiencias públicas.
El grupo condujo a Parvati y a Kanj al salón principal de la casa, donde encontraron a Hari Bhai sentado y tomando una taza de té.
Era apuesto, con una mandíbula fuerte, el pelo peinado hacia atrás y pegado con fijador a la cabeza y los ojos ocultos tras unas gafas de sol a pesar de la oscuridad que reinaba en la estancia.
—Pasad, pasad —dijo a modo de bienvenida, chasqueando los dedos para indicar al criado que sirviera más té—. ¿Así que sois amigos de Gulu?
—Sí —respondieron Parvati y Kanj, que se quedaron de pie donde estaban.
—Es como un hermano para mí —dijo Hari con tono tranquilizador—. Sentaos, sentaos.
Tomaron asiento.
—¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Necesitamos encontrar a Baba gurú.
Hari Bhai sonrió y se inclinó hacia delante con determinación, quitándose las gafas para ver mejor a sus invitados. Una fea cicatriz le subía desde la parte superior del párpado, atravesándole la poblada ceja.
Durante un instante aterrador, Kanj pensó que Parvati y él iban a morir allí asesinados. «Prometeré cocinarles aloo tikkis de primera clase a cambio de nuestras vidas», decidió.
Pero entonces Hari se echó hacia atrás lánguidamente y chasqueó los dedos en dirección al tipo del bigote:
—Jao, usko bulao.
Parvati asintió con la cabeza, mostrando así su agradecimiento. Kanj intentó evitar que le temblaran las rodillas.
Hari Bhai posó la mirada en el cuerpo de Parvati, ajustadamente envuelto en un sari de color mango.
—Así que necesitas al gurú, hermana —dijo, hablando despacio y deliberadamente.
Había sido su relación con el gurú la que había impulsado su mítico ascenso hasta el poder. Con su ayuda, Hari se había hecho con el control de Koliwada sin apenas encontrar resistencia, ni siquiera por parte de los extremadamente violentos amos de la barriada como Vardraja Mudaliar, cuya implacable influencia podía percibirse en todos los rincones de Dharavi, incluyendo la Zona III del departamento de policía de Bombay. El creciente volumen de negocios de Hari respondía a una tradición ancestral característica de los kolis, la única que aún perduraba desde que el Mahim Creek se había secado y había desprovisto a su comunidad de sus formas de pesca ancestrales. Hari acuñó entonces su famoso eslogan: «Mahasagar nahi? Navsagar chali! ¿Que no hay océano? ¡Utilizaremos alcohol!».
Según sus tradiciones más antiguas, las comunidades de los kolis repartidas por toda la ciudad de Bombay siempre habían destilado alcohol de varias frutas, incluido el jamun, la guayaba, la naranja, la manzana y el dulce chikoo marrón, de cuyos tallos se extraía además el lechoso látex empleado para la elaboración del chicle. El famoso Dharavi Koliwada Country, elaborado en el seno de Koliwada, era el más potente debido a su infusión especial de agua de mar. Cuando el primer ministro de Bombay, Morarji Desai, impuso la Prohibición en 1954, las destilerías de los kolis se vieron forzadas a operar en la clandestinidad. Hari unió a su comunidad acusando a Desai de country-bandi en vez de daru-bandi, prohibiendo su licor casero al tiempo que vendía su propia versión de alcohol legal en botellas cuyas etiquetas anunciaban que se trataba de un licor extranjero fabricado en la India.
Luego, con el ímpetu empresarial que le caracterizaba, Hari se aprovechó de los espacios abiertos que Dharavi ofrecía —las ciénagas abandonadas y los vertederos ilegales— para enterrar allí cientos de barriles del azucarado líquido para su fermentación. A veces los almacenaba en las cloacas de barrios vecinos como Sion, donde los colegiales se retaban a levantar las pesadas tapas de hierro forjado de las alcantarillas para poder ver mejor lo que se ocultaba debajo. En cuanto el alcohol estaba destilado, hasta quince litros se almacenaban en una llanta de coche que podía fácilmente ser transportada al cuello por un obrero, dejándole libres las manos para que así pudiera vadear por las ciénagas. Hari se había procurado una flota de inmensos coches norteamericanos —Plymouths, Chryslers, Dodges— para transportar su licor casero desde allí a la ciudad, mientras que lo mejor de la producción iba a las addas que salpicaban la costa, entre las que se incluía la de Rosie en Bandra.
Los kolis veían en Hari a un salvador, una especie de Robin Hood que desafiaba a la ley mientras mantenía cierto grado de integridad moral negándose a participar en prácticas más dudosas como la de añadir ácido de baterías a sus caldos. Sus colegas kolis empezaron a llamarle Bhai —Gran Hermano—, pues Hari proporcionaba a cada uno de los hombres de su comunidad un trabajo estable en su imperio y un salario de doscientas rupias mensuales. A cambio, su gente le era singularmente fiel y le obedecían a ciegas cuando él les pedía que votaran por un político en particular o, más adelante, cuando se convirtieron en soldados de a pie del Samyukta Maharashtra Samiti.
En la estancia sumida en penumbra, y con su taza de té en la mano, Parvati relató la historia de la muerte por ahogamiento del bebé y la repentina aparición del fantasma en el bungaló. Los hombres asentían solemnemente con la cabeza. Las callejuelas embrujadas de Dharavi estaban abarrotadas de ululantes fantasmas, espíritus vengadores y almas inquietas.
—Sí —dijo Hari Bhai por fin, sorprendentemente conmovido por la historia—. Baba gurú os ayudará.