LA COSTA HECHIZADA
La llamada telefónica del hospital llegó cuando terminaron de desayunar, cayendo sobre Maji como el trueno del dios Indra. —¿Cómo han podido llevársela? —gritó a la temblorosa enfermera Nalini, pegando la boca al auricular—. ¿Acaso no estaba usted de guardia? ¿No estaban las ventanas protegidas por rejas?
Como la respuesta a sus tres preguntas fue afirmativa, a Maji no le cupo duda de que Avni era la responsable de lo sucedido. Avni, la antigua ayah, a la que habían culpado por la muerte de una nieta, parecía decidida a terminar con la vida de la otra.
Abandonada a su suerte en la playa hechizada, envuelta en una nube de espíritus malévolos, Pinky dio un pesado paso adelante. Las húmedas algas se le enredaron a los pies, obligándola a avanzar más despacio.
Sobre la arena se descomponían cientos de cocos. Algunos, abiertos, eran pasto de las aves de afilados picos. Otros seguían aún enteros e hirsutos. Pinky se agachó a coger uno y le sorprendió encontrarlo templado, casi caliente, como si contuviera vida. Se lo llevó al pecho, dejando que el calor de la fruta le penetrara en el cuerpo.
El coco contenía el recuerdo de un día muy lejano, la mañana del nacimiento de Avni, cuando su padre la había visto por vez primera. Nada, ni las corrientes de agua ni la excitación que podía provocar en ella una red colmada de pescado o ver salir el sol sobre la superficie del océano, podía compararse a la visión de esa creación propia.
—Mira —habló la comadrona ciega, señalando el dedo adicional del pie de la pequeña—. Un signo de mal augurio.
El padre de Avni posó su mano callosa sobre la sedosa cabecita del bebé, decidido a contrarrestar la profecía de la comadrona con su determinación.
La madre de Avni, todavía temblorosa por los dolores del parto, le pidió:
—No salgas hoy —imploró, demasiado avergonzada para decirle que el mar que su cuerpo albergaba se había desbordado y que su hija recién nacida ya había desafiado a la diosa de los océanos—. La diosa no está satisfecha, pues mis plegarias han quedado inconclusas.
Pero el padre de Avni, empeñado en la ancestral convicción de que un pescador está a salvo en el mar siempre que su mujer se mantenga casta, sonrió y dijo:
—Hoy los dioses nos han bendecido con una hija. También los mares prometen ser generosos con nosotros.
Entonces se llevó con él un coco como ofrenda para Varuna, el poderoso dios del mar.
El cielo de la mañana se tornó gris y los vientos arreciaron.
—¡Tormenta! ¡Tormenta! —gritó la partera desde el oti delantero, señalando al cielo.
Las horas transcurrieron en un mar de agonía hasta que llegó la hora del regreso de las canoas al muelle de piedra y madera. Las mujeres corrieron bajo la lluvia para salir a su encuentro, aplaudiendo aliviadas al ver los botes acercándose a la orilla entre las formidables olas. Cuando por fin llegaron, las mujeres reclamaron para sí entusiasmadas la primera pesca de la temporada: palometas, langostas, sarangas, surumayíes, kolambis y bhangis de los botes más grandes; y almejas, gambas, jhingas, manderis y bombiles de las canoas. Seleccionaron las piezas allí mismo, en el muelle, parloteando excitadas a pesar de la lluvia que les azotaba el rostro.
La madre de Avni se quedó sola hasta que cayó la noche, con los ojos en el horizonte, buscando a su marido en la distancia. Cuando regresó a casa, encontró a la partera en el oti delantero con la boca manchada de tabaco abierta como si fuera incapaz de reprimir la revelación que contenía.
—La pequeña está maldita —dijo, entregándosela a Avni—. No podrá seguir aquí a partir del día en que empiece a sangrar.
—Por favor...
—¡Deberá marcharse cuando empiece a sangrar! —la partera lanzó un espeso salivazo a la arena—. De lo contrario, nos traerá el desastre.
La madre de Avni siguió donde estaba con la cabeza gacha, aceptando la condena contra su hija y creyendo en un oscuro rincón de su corazón que hasta cierto punto era cierta.
Pinky se acuclilló y depositó con delicadeza el coco semidescompuesto sobre la arena, donde se fundió con los otros cientos de cocos. Su mirada reparó entonces en un destello verde procedente de un punto más alejado de la orilla sobre el mar de cocos verdes que tapizaban la playa desolada, y se sintió inexplicablemente atraída hacia él. Cuando lo cogió y se lo acercó al pecho, en su cabeza apareció el recuerdo de un día reciente, contemplado como si lo viera desde una rama del tamarindo.
Se abrió una ventana y Lovely saltó por ella al jardín con la dupatta revoloteando a su alrededor como un halo dorado y los labios pintados de rojo.
Nimish apareció bajo el diluvio desde la pared contigua situada más al fondo, con el kurta blanco empapado como una fantasmagórica visión en plena noche.
Se reunieron bajo el tamarindo, cuyas ramas se agitaban apesadumbradas por el diluvio.
Allí se quedaron con las cabezas pegadas.
Y luego llegó el beso.
El trueno sacudió la tierra como si el dios Indra cruzara el cielo con su regio carruaje, al tiempo que su poderoso rayo caía sobre la tierra con un golpe devastador.
Una de las ramas del tamarindo se agitó a merced de una ráfaga de viento, sus mohosas hojas ovaladas acariciaron la mejilla encendida de Lovely y su borde afilado le rasgó la piel luminosa.
Un espíritu oscuro se precipitó desde el ominoso árbol como la lluvia, mojándole la cara, deslizándose sobre su delicada mandíbula, cruzándole los lóbulos de las orejas, cubiertos de oro esmaltado, y bajando desde allí más y más, intentando abrirse camino hasta su corazón.
Lovely se envolvió de pronto los hombros con la dupatta y se alejó corriendo del árbol, huyendo de Nimish y de la nebulosa negrura que sentía deslizarse por su garganta.
Dentro del bungaló, oculta detrás de una ventana, una tercera figura —Harshal— esperaba con su feo rostro retorcido de rabia.
Lovely subió a su habitación, dispuesta a reunir el valor para llevar a cabo su plan y huir, dejando tras de sí a Nimish.
Unos dedos inesperados la agarraron del cuello, arrojándola sobre la cama.
Las manos se cerraron sobre sus pechos.
Una lengua le invadió la boca.
Lovely se resistió.
Poseído por la lujuria, y furioso al ver que Lovely entregaba a otro hombre su afecto, Harshal le arrancó los pantalones del salvar.
El espíritu oscuro se preparó, a punto para entrar en acción.
Con una prominente erección, Harshal se introdujo en su hermana.
Un himen quedó desgarrado.
En cuanto la sangre —la sangre impura— empezó a manar, el espíritu oscuro obtuvo el poder necesario para completar su cometido.
Lovely dejó de resistirse.
Con un grito ahogado, rindió por fin su cuerpo voluptuoso, deseado y hermoso.
No a su hermano sino a la hija de un pescador. A una descastada. A Avni.
Pinky soltó el coco y el recuerdo contenido en él y se derrumbó sobre la arena, ahogando un sollozo y comprendiendo por fin las palabras de Lovely, la mirada extraviada que había visto en sus ojos, la pierna ensangrentada y sus poderes sobrenaturales. Fue presa de la náusea y sintió un extraño calambre en el vientre y un fuerte dolor en la espalda.
Delante de ella alcanzó a vislumbrar una pequeña luz que parpadeaba en un maltrecho barco de arrastre. Echó a correr hacia ella, tambaleándose sobre la arena.
—«Creo —se oyó decir de pronto, recitando un pequeño fragmento de La leyenda del llanero solitario—, que antes o después..., en algún lugar..., de algún modo..., debemos hacer las paces con el mundo y devolver lo que hemos tomado».
Sí, sin duda había algo que había sido arrebatado. La vida de la pequeña. Probablemente también la de Lovely.
Y entonces, mientras corría hacia el espeluznante resplandor del farol con el agua del océano escupiéndole en la cara, supo que había llegado el momento de saldar cuentas.
El bungaló se había convertido en un crisol, una olla calentada por encima del punto de ebullición por los temores de sus habitantes, por la obligada proximidad a la que estaban sometidos y por la batalla que libraban a fin de eliminar los elementos contaminantes percibidos en su sagrado caldo.
Tras haber comprendido por fin el plan que buscaba disecarlo, el pequeño fantasma merodeaba por el bungaló en busca de agua, absorbiéndola en su cuerpo con las palmas de sus diminutas manos o simplemente agitando su reluciente melena. El monzón volvió a precipitarse sobre la casa, enfadado y con toda su furia, como si la Madre Naturaleza intentara rescatar a uno de los suyos. La lluvia azotó las ventanas, goteando desde los techos y encharcando el suelo.
La cantina improvisada en la parte trasera del bungaló se volvió peligrosa. Todos los miembros de la familia tuvieron que salir, uno a uno, y consumir los vegetales aguados y tomar el té tibio preparado por Kanj. Nadie, salvo Dheer, tenía energías para comer. La letrina empezó a inundarse. Los cuerpos emitían olores rancios y sudorosos. Grasientas ventosidades, hediondas y tóxicas, colmaban el aire. Tufan siguió siendo víctima de los caprichos de su vejiga, mojando los pantalones en los momentos menos apropiados. Cada uno de esos episodios recibía como pago una buena sarta de bofetadas por parte de Jaginder, que estaba convencido de que la incontinencia de Tufan era deliberada y también un método para no tener que hacer uso del fétido retrete.
Savita apenas salía de su cuarto, ni siquiera para comer, beber u orinar. Kuntal le llevaba en secreto agua y un poco de roti, y había vaciado un recipiente con sus necesidades en la letrina de la parte posterior del bungaló. Mientras tanto, afinaba su estrategia para menoscabar la autoridad de Maji, recuperar la lealtad de Jaginder y casar a Nimish.
Esa tarde sacó las joyas que había llevado el día de su boda, apartando algunas piezas que pensaba regalar a la futura esposa de Nimish. «Qué mejor modo de pasar una tarde», pensó, disfrutando sobremanera mientras elegía entre su relumbrante colección y calculaba el valor de las piezas..., y con las piezas también el suyo propio. Durante un fugaz instante pensó en la hija que había perdido, en cómo habrían elegido juntas las gemas, sentada una al lado de la otra mientras su pequeña Chakori suplicaba: «Mami, quiero esta. Resérvala para mi dote, por favor». Y Savita se habría reído. «Por supuesto, mi pequeño gorrión, para mí tú eres más preciosa de lo que jamás podrá serlo cualquier nuera.»
—Oh —exclamó Kuntal, conteniendo el aliento y apartando la mirada de las joyas cuando entró en la habitación.
—Ven a ver —la invitó Savita, riéndose despreocupadamente—. No tienes de qué avergonzarte.
Kuntal se acercó vacilante y dejó que sus ojos se fijaran en un exquisito collar de diamantes sin pulir y rubíes birmanos.
—Nada de esto tiene sentido si el plan de Maji no funciona —dijo Savita, eligiendo alegremente sus palabras—. Últimamente parece no encontrarse bien.
—¿Que Maji no se encuentra bien?
Savita chasqueó la lengua.
—Está sometida a demasiada tensión, nah? ¿Cómo no iba eso a afectar incluso al ser más íntegro? Ahora dime qué collar te gusta. Te lo regalaré cuando te cases.
—No, no —respondió Kuntal, retrocediendo, perpleja. Savita ya le había hecho extravagantes promesas antes, todas ellas supeditadas a que se casara, un hecho cuyas posibilidades menguaban cada día que pasaba.
—No quiero que le digas a Maji que estamos preocupados por ella —añadió Savita—. Si lo sabe, se enfadará.
Kuntal asintió con la cabeza. Había estado siempre tan convencida de la infalibilidad de Maji que la posibilidad de su incapacidad jamás se le había pasado por la cabeza.
—Y ahora acércate, vamos —bromeó Savita—. Deja que te pruebe este collar. —Rodeó el oscuro cuello de Kuntal con las joyas y un rubí colgó sobre la curva entrada que dividía sus senos. Kuntal se cubrió el rostro con el palloo de su sari en un gesto de visible timidez. Ninguna de las dos mujeres habló durante un instante. Luego, Savita aplaudió.
—Wah! Pareces una novia.
Kuntal se miró fugazmente en el espejo. «¿De verdad me regalaría este collar?» Pensó entonces en Avni. «¿Habrá venido a buscarme?» —Ahora márchate —dijo Savita, recuperando su collar—. Pídele al sahib Jaginder que venga y ve después a ver si Maji necesita algo.
Kuntal se retiró a regañadientes. Disfrutaba cuidando de Savita, envolviendo su fragante y delgado cuerpo en saris de seda, ordenando embelesada los pintalabios destapados y las latas volcadas de kohl del tocador cuando Savita salía. Por contra, atender a Maji era como intentar cuidar de una ballena varada en la arena. Sus obesas carnes dificultaban hasta la más sencilla labor, desde enjabonar las zonas rechonchas de su cuerpo a las que Maji ya no tenía acceso a envolver sus enormes caderas con su triste sari blanco. Y durante todo ese proceso, sobre todo cuando Kuntal le daba masajes, Maji apenas hablaba salvo para dar una orden.
«Oh pho!», pensó Kuntal. Si Maji está enfermando, ella tendría aún menos tiempo para ocuparse de cualquier otra cosa. No era solo el parloteo de Savita lo que aliviaba su soledad, sino algo más, algo intangible, algo inconfesable. En los últimos días, cuando cambiaba la dupatta manchada que envolvía los pechos de Savita, había posado la mirada en su húmeda plenitud. No había compartido con nadie sus pensamientos, ni siquiera con Parvati, cuyas oleadas cada vez más frecuentes de náuseas la llevaban a vomitar sobre el fangoso camino de acceso privado de la parte trasera del bungaló.
Jaginder llamó sin demasiado convencimiento a la puerta de su dormitorio, pues desconocía por completo en qué estado encontraría a su esposa. Durante la última semana Savita se había metamorfoseado en más avatares que el propio Vishnú durante toda la existencia del universo. Jaginder podría transigir viéndola encarnar al pájaro herido, con las lágrimas asomándole a los ojos mientras se estremecía ante sus duras palabras. Y estaba más que encantado cuando se encontraba con la Savita que le había seducido en la cama durante varias noches. Sin embargo, sus manifestaciones más recientes le tenían del todo desconcertado: la amarga mujer que le había mandado al infierno la noche anterior y la complaciente esposa que le había servido el té esa misma mañana.
Jaginder no estaba de humor para los juegos de su mujer. Ya tenía bastante con luchar contra su propia adicción. Una sed espantosa se había adueñado de su cuerpo, provocándole un insoportable dolor de cabeza y temblor en los dedos. Una espesa niebla se le había instalado en la cabeza, impidiéndole pensar con claridad. Tras pellizcarse la palpitante tensión que tenía instalada en la base del cuello, abrió tímidamente la puerta.
—¿Savita?
—Pasa, cariño.
Vio a su mujer en la cama, rodeada de joyas. El efecto de todo ese color cegador en la austera habitación resultaba asombroso.
—¿Qué significa esto?
Savita le indicó con un gesto que se acercara.
—¿Qué tal primero un «hola, cómo estás»?
Jaginder hizo crujir su cuello, la espalda y todos los nudillos de las manos antes de sentarse en el borde de la cama y tocar la argéntea lámina que cubría el cabezal. Hubo una época en que esos muebles le encantaban. Su falta absoluta de color le había llevado a volver su mirada hacia Savita. Sin embargo, se había dado cuenta de que últimamente ejercía sobre él el efecto contrario. Con sus kurtas y trajes monocromos, él simplemente desaparecía.
Savita apoyó el hombro y la cabeza contra la ancha espalda de su marido.
—Estoy preocupada por nuestro Nimi —dijo, empezando a sacudirle el polvo de la camisa con la mano.
—¿Y a qué demonios viene esa preocupación? —dijo Jaginder gruñón—. Es un chico normal con necesidades normales.
—Pero ¿qué son todas esas tonterías sobre Lovely?
—Nimish quiere ser un héroe, eso es todo.
—¿Solo eso?
Jaginder chasqueó la lengua.
—Más me preocuparía que no se volviera pagal por una chica tan guapa.
Savita se tensó.
—Sí. Por eso debemos casarle cuanto antes con una buena punjabí.
—¿Casarle? Pero si eres tú la que siempre está diciendo que tiene que estudiar.
—Estudiar, si —respondió Savita, empezando a masajear los hombros de Jaginder—. Y podrá seguir estudiando, pero una esposa le ayudaría a poner los pies en el suelo, nah?
—Pero..., pero...
—Pero nada —le interrumpió Savita—. Con Maji prácticamente incapacitada para dirigir la casa y todos los terribles acontecimientos de estos últimos días, ¿no crees que una nuera nos daría felicidad?
Jaginder se acordó entonces del primer momento tras sus propias nupcias en que habían llevado a Savita desde el coche engalanado con guirnaldas de caléndulas a la casa. El camino de acceso y el interior del bungaló estaban cubiertos de pétalos de rosa. Savita había entrado muy hermosa, tímida y perfecta, esparciendo auspiciosamente un puñado de arroz colocado en el umbral con su pie enjoyado, prediciendo la prosperidad que supondría su presencia. El deseo que ella había despertado en él en ese momento había sido indescriptible. Savita había sido la respuesta a todos sus sueños de adolescencia. «Dejemos que Nimish se pudra un poco», pensó Jaginder, celoso al caer en la cuenta de que su hijo pronto experimentaría ese mismo arrebato.
—Es demasiado joven —protestó, consciente de los dedos calientes de Savita masajeándole los hombros—. Mejor que sea varios años mayor que su esposa para que así pueda moldearla a su antojo.
—Pero ya tengo en mente a la muchacha perfecta y no nos conviene que otro nos la quite —dijo Savita—. Juhi Khandelwal.
—¿La hija de Falgun?
—Sí —respondió ella visiblemente entusiasmada—. También tiene diecisiete años y es de tez muy blanca. Y muy tímida. Ni siquiera quiso ir a la universidad. Y, por lo que me han dicho, es un tipo de chica muy adaptable.
Jaginder se acordó de haber ido a cenar a casa de Falgun una vez, cuando Savita se había llevado a los niños de vacaciones a la casa que sus padres tenían en Goa. Aunque Juhi era entonces una chiquilla de no más de doce años, su rostro era de una belleza arrebatadora. En una ciudad que registraba una abrumadora mayoría de habitantes con los ojos marrones, los ojos de color esmeralda de Juhi quedaron para siempre grabados en su memoria. «Y ahora..., ahora podría ser mi nuera», pensó.
—Volvamos a hablar de ello cuando las cosas se hayan tranquilizado.
—¿Tranquilizado? —preguntó Savita—. ¿Y si el plan de Maji fracasa?
—No fracasará —respondió Jaginder, poniéndose tenso—. El gurú dijo cuatro días.
—También dijo que ahora debíamos estar todos aquí, todos los que estábamos cuando murió el bebé.
—¿Y?
—Pues que Gulu no está. Y tampoco esa maldita ayah.
Jaginder volvió a hacer crujir los nudillos.
—¿Y si nuestro bebé viviera? —sugirió Savita, deseándolo con toda el alma—. ¿Qué pasaría entonces? Quizá se desharía de todos los que quisisteis deshaceros de ella.
—¡Usa la cabeza! ¿Acaso crees que podríamos controlar al condenado fantasma si se quedara? ¡No! Simplemente se volvería cada vez más terrible, hasta que terminara matándonos a todos, tú incluida.
—Oh, Jaggi —dijo Savita, cambiando de táctica—, ¿no estás cansado de tener que vivir sin agua? ¿De verte humillado delante de los criados?
—Tenemos que pasar por ello hasta el final —dijo Jaginder con menos certeza sintiendo que el dolor de cabeza empeoraba—. Dure lo que dure. De otro modo, estaremos dando una muestra de debilidad.
—Por favor, Jaggi —suplicó Savita, presionándole el cuello con los dedos—. Por favor, deja que haga averiguaciones sobre Juhi.
—De acuerdo, de acuerdo —concedió él, agitando la mano en un afán por dar por zanjado el asunto.
Savita propinó a Jaginder un último apretón en señal de gratitud.
—Será perfecta para Nimish. ¡Lo sé!
—Pero no te vuelvas loca. Primero tenemos que consultarlo con Maji.
—Últimamente tiene demasiadas cosas en la cabeza —dijo Savita—. ¿No te has fijado en lo agotada que está?
Jaginder se quedó inmóvil, resistiéndose a admitir el comentario de su mujer y resistiéndose también a traicionar a su madre. Sus dedos empezaron a temblar una vez más. Sentía el cuerpo fatigado. Se cogió de las manos, intentando obligar a sus músculos a obedecerle. «¡Un buen trago de whisky!» Conjuró la imagen en su cabeza sin saber que una solitaria botella de Royal Salut se ocultaba tras el fino metal del armario de Savita. «Solo un trago.» —Deberías convencerla para que se calme un poco y descanse más —continuó Savita—. Nosotros podemos hacernos cargo de las cosas.
—Aun así, tenemos que consultarlo con ella —insistió Jaginder, agotado.
—Hai! Hai! —se lamentó Savita—. Siempre te lo tomas todo a risa. Ahora dime: ¿qué diamante regalaremos a nuestra nuera para el compromiso?
Jaginder miró sin el menor interés los que estaban encima de la cama. Señaló el que tenía más cerca.
—¡Oh, Dios mío! —chilló Savita—. ¿Cómo se te ocurre regalar un juego tan sencillo? ¡Nos tomarán por mendigos!
Jaginder logró esbozar una sonrisa y Savita le dio un nuevo apretón.
—Oh, Jaggi —arrulló ella—. Nimi será muy feliz.
Jaginder sacó pecho, rascándoselo con aire ausente mientras pensaba en la ira que Nimish había expresado recientemente hacia él. Admitió a regañadientes que Savita tenía razón: lo que el chico necesitaba era una esposa. Jaginder había sido un muchacho vergonzosamente tenso a esa edad y pasaba la mayor parte de sus momentos de intimidad poniendo remedio a ese desequilibrio. «Sí, Nimish necesita una esposa que le ayude a aliviar sus tensiones.» Y, en cuanto Juhi llegara al bungaló, Nimish no tardaría en renunciar a sus sueños peregrinos de estudiar en el extranjero y a sus fantasías románticas sobre Lovely y formaría por fin una familia como se esperaba de él. «Quizá hasta sea papaíto pasado un año», pensó olvidando por un instante la sed que le secaba la garganta. «¡Imagínate! ¡Yo, abuelo!» Y entonces, de mala gana, su mente se centró en la advertencia de Savita: «¿Y si el plan de Maji fracasa?». Jaginder había estado dispuesto a pasar por esos cuatro días de calvario, convencido de que la salvación estaba a la vuelta de la esquina. De pronto, y por primera vez, se planteó la posibilidad de que se quedaran atrapados en ese indefinido infierno por el despechado fantasma. «Si Ma nos falla», juró, «venderé este maldito bungaló».
Savita se abandonó a un letargo satisfecho, rodeada de sus joyas. En sueños volvió a recibir la visita de su hija, que mamó de sus pechos como si estuviera muerta de hambre. «Bebe, bebe», susurraba suavemente a su niña al tiempo que la piel que rodeaba los delicados rasgos de la pequeña se teñía de un color rosa traslúcido y unas minúsculas gotas de sudor perlaban el arco que se perfilaba bajo sus ojos, tímidamente ocultos bajo un velo de espesas pestañas. Pero entonces, y sin previo aviso, el sueño se convirtió en pesadilla. El bebé alzó la mirada, jadeante, desde unos ojos huecos. Horrorizada, Savita vio que volvía a tener los pechos secos.
Su pequeña moriría.
Nimish pasó la tarde deambulando por su habitación, llamando a comisaría y abriendo la puerta lateral cuando dejaba de llover para echar un vistazo al tamarindo de los Lawate, al que veía titilar por encima del muro del jardín.
—Lovely, Lovely, Lovely —canturreaba entonces como si rezara una plegaria—, vuelve a mí. —Luego, con idéntico fervor, llamaba a Pinky, más preocupado aún por su estado y salvaguarda. «¿Realmente habían vuelto a raptarla?» Ideas aún más espantosas no tardaron en acudir a su cabeza. «¿Y si Lovely había pretendido huir? ¿Y si realmente había huido con otro chico? ¿Y si la promesa que le había hecho bajo el tamarindo no había sido más que una mentira?»
Cerró la puerta dando un violento portazo. Al oírla chirriar en señal de protesta, un recuerdo largamente reprimido le asaltó la conciencia, colmándole de una oleada de dolor intenso. Tenía cuatro años y dormía en la cama hasta que el crujido de esa misma puerta le había desvelado. Recordó haber oído pasos en el pasillo y supuso que pertenecían a Maji, cuyas rondas matinales a menudo le acunaban hasta sumirle de nuevo en el sueño. Pero esa mañana había seguido despierto, inesperadamente despierto. Había oído retazos de una melodía en el aire interrumpidos de pronto por la atronadora voz de su padre. Y luego más pasos, rápidos esta vez, junto con otros sonidos más indefinidos.
Asustado, aunque sin saber a ciencia cierta por qué, había puesto los pies en el suelo y había estado a punto de llamar a Avni o a Kuntal. Después de lo que se le antojó una eternidad, se deslizó desde el colchón y, atisbando desde detrás de su puerta, vio cómo su abuela llevaba a la ayah desde el cuarto de baño hacia la parte delantera del bungaló. «¿Qué había ocurrido?» Nimish se dirigió sigilosamente al baño. Cuando se aproximó al cubo de bronce vio a su hermana con la cara azul y el cuerpo envuelto en una toalla, acostada inmóvil como una piedra sobre el taburete de madera.
«¡Despierta!», la había intentado persuadir mientras sentía que el miedo le erizaba el vello del cuerpo. «¡Despierta! ¡Por favor, despierta!» Pero su hermana seguía inmóvil. Oyó cerrarse la puerta de la calle y corrió de vuelta a la cama, tapándose la cabeza con las sábanas mientras el corazón le latía violentamente, temiendo que le vieran. Allí se quedó, conteniendo las lágrimas incluso cuando sus hermanos, que entonces tenían un año, se habían despertado y habían empezado a llorar, con la esperanza de que, si no se movía, lo que había visto se borraría de su mente.
Nimish sintió que emergía un sollozo desde las profundidades de su garganta. «Era mucho lo que se había perdido.» Estaba despierto cuando su hermana había muerto, a tan solo unos metros de ella, en la habitación contigua. «Ojalá», se dijo, «ojalá hubiera saltado antes de la cama. Podría haber impedido que se ahogara y nada de todo esto estaría ocurriendo».
Se derrumbó contra la pared, admitiendo por fin la pesada culpa que había cargado sobre sus espaldas durante todos esos años. «Por eso siempre he cuidado de mamá. Pero le fallé entonces.» También la ira que sentía hacia su padre se remontaba a ese mismo día. Era su padre quien había encargado el cereal de leche y quien había puesto en marcha al hacerlo las fuerzas destructoras. Y era Jaginder quien se había dado a la bebida después, abandonándose a la autocompasión en lugar de ocuparse del estado emocional de su familia, como era de rigor. Todo se había desmoronado tras la muerte del bebé. Aunque ni siquiera eso había sido suficiente. El bebé había regresado convertido en fantasma, buscando cobrarse una venganza aún mayor. ¿Y qué mejor forma de vengarse de Nimish que arrebatarle a Lovely para siempre?
Nimish se deslizó sobre la pared hasta que quedó acurrucado en el suelo.
—Por favor —le pidió al fantasma de su hermana, intentando acceder al más allá, un recurso que se le habría antojado totalmente inimaginable apenas unos días antes—. Yo solo tenía cuatro años. Por favor, no te lleves a Lovely.
Justo al otro lado de la pared, refugiado en el cuarto de baño, el fantasma abrió los ojos.
—Agua —susurró al oído de su hermano mayor mientras su diáfano cabello se inflamaba como una nube pura y yerma.
«Agua.»