BEBIENDO RAYOS DE LUNA

Savita estaba sentada delante del tocador en la quietud de la noche sosteniendo la foto de su hija ante sus ojos y recordando que no había llegado a verla al nacer. No había visto si era un niño o una niña. No había sido testigo de cómo le cortaban el cordón umbilical. No había oído su primer llanto. No había estrechado su cuerpo ensangrentado y palpitante contra su pecho. Había perdido el conocimiento tras su última contracción y no había vuelto a despertarse hasta que Maji había entrado con la pequeña horas después, limpia y firmemente envuelta en pañales, lista para que le diera de mamar.

«No la vi llegar al mundo y tampoco la vi marcharse de él», pensó Savita, echándose a llorar.

Se interrumpió cuando la tormenta cercana tronó en el cielo. El trueno restallaba a intervalos cada vez más frecuentes y el rayo lo iluminaba todo con destellos fosforescentes. Aun así, las lluvias se resistían a llegar. El retraso la irritaba, sumiéndola en la impotencia. Se enjugó las lágrimas y volvió a guardar con extrema ternura la foto en la caja bindi de plata.

Jaginder se había mostrado muy afectuoso durante el embarazo de Savita, convencido como estaba de que por fin, tras haberle dado tres hijos, llevaba una niña en las entrañas.

—Mi raka —había bromeado con ella, llamándola «noche de luna llena», como prescribían las escrituras prenatales—. Nuestra hija tendrá la dote más opulenta de toda Bombay: muebles modernos, diamantes, neveras importadas..., sab kuch!

—¡Qué delicia! —había sonreído Savita, satisfecha e indulgentemente contenta con su vida.

—Y la llamaremos Chakori.

—¿Chakori? —a Savita le había sorprendido aquella elección tan singular—. ¿Te refieres al ave mitológica?

—Sí —había respondido Jaginder en un infrecuente momento de reflexión, posando en ella una mirada afectuosa—. La más celestial de las aves.

—La que bebe rayos de luna —había añadido Savita, recordando la leyenda. Fue en ese instante cuando por fin se enamoró de su marido.

Hasta entonces, el compromiso matrimonial que existía entre ambos había sido adecuado y satisfactorio para los dos. A fin de cuentas, Jaginder era un hombre apuesto, alto y de piel clara, y dotado de la suficiente cantidad de grasa como para tener un aspecto imponente. Era además cumplidor, un hombre que había asumido sin vacilaciones la gestión de la empresa de desguace familiar cuando Omanandlal, su padre, había fallecido, que daba a Savita el dinero suficiente para que pudiera darse pequeños lujos y comprarse las joyas que deseaba y que se aseguraba (tres veces por semana) de que un hijo siguiera al anterior. El peor temor que atenazaba a Savita era tener que vestir un sari blanco de viuda como Maji, su suegra. Mientras Jaginder estuviera vivo, Savita seguiría siendo una firme competidora entre sus amigas por el título de quién gozaba de la Vida de Primera Clase con más Números Uno.

O, al menos, eso era lo que ella creía. Cuando el dios Yama se llevó a su pequeña al nacer, Savita sucumbió a la conmoción. Y no solo por la irrefutabilidad de la muerte de su hija, sino por el simple hecho de que la tragedia le hubiera ocurrido a ella, en ese mundo protegido por el dinero y por los contactos. Pasó sola el período de duelo al tiempo que su cabeza se poblaba de antiguas supersticiones. Consultó con un gurú que confirmó sus sospechas y que, tras asegurarle que una influencia maligna había caído sobre su hogar, le proporcionó piedras de cúrcuma para que las colgara sobre las camas de sus hijos.

Savita decidió incluso ir en peregrinación a Mehndipur, convencida de que una bruja había matado a su pequeña con su mal de ojo.

—¿Te acuerdas de la mendiga que vino a nuestra puerta, hahn? —le gritó a Jaginder—. ¿Te acuerdas de que yo estaba embarazada de cinco meses y de que la mendiga se negó a que Gulu se la llevara a menos que tu madre le diera uno de mis viejos saris, hahn? ¿Te acuerdas de que Parvati barrió sus huellas y las quemó mientras tú no hacías más que reírte? Era una bruja, te lo digo y te lo repito. ¡Fue ella quien maldijo mi sari y mató a mi pequeña!

Jaginder había intentado en vano razonar con ella, insistiendo en que lo ocurrido con la pequeña no había sido más que un accidente fruto de la negligencia. Maji atribuyó al destino la tragedia. Sin embargo, Savita no se dejó convencer y repetía una y otra vez que la culpable había sido la ayah del bebé.

—¡Es una bruja! ¡Es una bruja! —arengaba, sumiéndose cada vez más en el mundo de hechizos secretos y potentes remedios hasta que sus amigas más íntimas empezaron a evitar educadamente su compañía. «Te daremos un tiempo, nah? Avísanos cuando estés mejor, ¿de acuerdo?»

Y entonces Jaginder sufrió su metamorfosis, dejando de ser mariposa para convertirse en polilla. Durante toda su vida había sido un estricto vegetariano y abstemio convencido, hasta el punto de que ni siquiera probaba los bombones rellenos de licor procedentes del extranjero que le traía algún amigo que llegaba de visita. Había sido un hombre refinado, un auténtico caballero, como su padre, de cuyos labios jamás había salido una sola palabra fuera de tono. Había sido un hombre atento, afable y satisfecho en todos los aspectos de su vida, salvo en su anhelo por tener una hija.

Cuando la pequeña por fin llegó no alcanzó a vivir el tiempo suficiente como para que celebraran una ceremonia de bautizo adecuada y evitar así que muriera sin haber recibido un nombre. Sin embargo, en lo más profundo del corazón de Jaginder y de Savita, la niña fue para siempre Chakori, su huidizo gorrión. Tras la repentina muerte del bebé, Savita no había visto dolor sino confusión en los ojos de Jaginder, como si la brevedad de la vida de la pequeña hubiera sido una afrenta a su autoridad, a su misterioso don para lograr que las cosas salieran siempre como él quería. Buscando refugio en una botella de Johnnie Walker Blue que guardaba en uno de los armarios metálicos cerrados con llave, Jaginder perdió sus alas y se replegó sobre sí mismo como una larva, envolviéndose en un capullo de culpa, remordimiento y autocompasión.

Jaginder dejó de querer hacer el amor con ella, como si temiera crear otro ser que pudiera desaparecer de forma tan repentina como lo había hecho su pequeña. Se dejó persuadir por los omnipresentes carteles en los que se leía «Usa el aro», y había insistido en que Savita se pusiera un DIU.

—¿Pero es que no sabes que provoca descargas eléctricas a los maridos? —le había cortado Savita, negándose en redondo a utilizar semejantes métodos.

Parvati había sugerido empapar sal de roca en aceite o comer semillas de sarshapa empapadas en agua de arroz blanco como medida contraceptiva. Maji había llevado a Savita a un médico ayurveda (después de que su hijo le hubiera suplicado desesperadamente que intercediera por él), que prescribió un preparado de flores de japa y de raíces de tanduliyaka para la esterilidad. Savita lo había rechazado todo.

—¿No quieres que me quede embarazada? —arremetió furiosa contra Jaginder—. Pues tómate tú el polvo de haridra mezclado con orines de cabra todas las mañanas. Supuestamente es un excelente anticonceptivo para los hombres.

Dándose por vencido, Jaginder empezó a alejarse definitivamente de ella, mirándola con horror, como si fuera ella la única culpable de lo que le había ocurrido a su hija. Se perdía en interminables cavilaciones en la intimidad del dormitorio, al tiempo que la rabia teñía de amargura su lenguaje. Los pequeños y ocasionales sorbos que le daba a la botella no tardaron en convertirse en largos tragos, y muy pronto empezó a beber sin pausa y a pasar noches enteras lejos de ella.

Lo que Savita deseaba más que nada en el mundo era destriparle.

Su madre, que llegó de visita desde Goa, poco hizo por aliviar el dolor que se cernía sobre la residencia de los Mittal como el calor de junio.

—Anímate, cariño —había aconsejado a su hija mientras sorbía delicadamente el té de su taza—. No te queda más remedio que seguir adelante con tu vida.

Pero Savita no poseía la veleidosa insensibilidad de su madre y decidió buscar refugio en su pequeño mundo de oscuridad, del que juró y perjuró no volver a salir jamás. Fue entonces cuando llegó la noticia de que su cuñada Yamuna había muerto cerca de la frontera indopaquistaní y la casa volvió a quedar sumida en el negro manto del duelo. Semanas más tarde, Maji regresó con la pequeña Pinky y la suma definitiva de la niña a la familia se convirtió en un burlón recordatorio de la pérdida sufrida por la propia Savita.

A esas alturas, Savita había tenido más que suficiente de su autoimpuesto retiro. Se enjugó las lágrimas, compró un impresionante juego de joyas de oro de veintidós quilates esmaltadas con presumidos pavos reales e invitó a sus amigas a almorzar. Era todo sonrisas. «Qué preciosidad de collar. Beso. Beso. Jaginder me lo ha comprado. Qué marido más dulce tienes, la verdad.» Como si nada hubiera ocurrido. Diez puntos para Savita.

Lo que mantuvo reprimido en todo momento fue su temor. No creía que la muerte de su hija hubiera sido un accidente.

Los espíritus malignos habían sido los responsables de lo ocurrido.

Entonces ordenó que la puerta del cuarto de baño se cerrara con pestillo al caer la noche, aterrada y convencida de que el mal que había matado a su pequeña podía seguir acechando dentro.

Gulu desembarcó delante de un tugurio que servía solo cholay masala, garbanzos al curri y pan frito y al que se conocía de forma no oficial con el nombre de Lucky Dhaba. «Yeh Raatein, Yeh Mausam», el popular dueto formado por Asha Bhosle y Kishore Kumar, tronaba intermitentemente desde el interior, pues su recepción dependía por entero de los precarios servicios eléctricos que a menudo sufrían cortes de suministro durante las agobiantes horas de las noches previas al monzón. Primero se dirigió al carro del paanwallah que estaba junto al restaurante flanqueado por un grupo de hombres, algunos de los cuales esperaban un paan y otros encendían sus cigarrillos con una cuerda candente que colgaba del carro, aunque en su mayoría simplemente estaban allí gupshupping, o lo que es lo mismo, enterándose de las noticias del día. Saludaron a Gulu asintiendo familiarmente con la cabeza.

Hahn-hahn —dijo uno de los hombres. El mechón de pelo que coronaba su cabeza afeitada era signo inequívoco de que pertenecía por nacimiento a una casta alta—. Han cortado la electricidad en toda la ciudad excepto en la boda de la hija del ministro.

—Esos malditos oficiales siempre están dispuestos a robar y a saquear.

—No pueden digerir el desayuno hasta haber robado algo.

—Y el resto de la ciudad estaba negra como boca de lobo. Ni un solo ventilador funcionaba —dijo uno de los hombres, dando una palmada en la espalda a Gulu.

—¡Mientras diez kilómetros de pétalos de rosa bordeaban el pasillo del novio! —añadió Gulu.

—Cabrón mentiroso —le acusaron entre risas los hombres, cuyas bocas refulgieron en la oscuridad incluso mientras gritaban ante semejante extravagancia.

El paanwallah, un hombre rechoncho de piel luminosa, ojos perfilados con kohl y un tilak vertical que le recorría el puente de la nariz hasta el pelo, acarició la suave cadena de botones de oro del kurta. Sus dedos se cernían sobre la tela roja y húmeda del plato de acero que contenía las hojas de paan. Procedió a mordisquear los bordes de la hora, rociándola de lima antes de llenarla de supari de nuez de areca molida, cardamomo y un poco de tabaco. Dobló entonces el paan hasta formar con él un pequeño paquete y lo atravesó con un clavo de olor.

Gulu se lo metió a un lado de la boca y dejó que sus dientes extrajeran de las hojas el primer intenso sabor agridulce. Satisfecho, asintió con la cabeza y se dirigió al Lucky Dhaba para encontrarse allí con Hari, su amigo de la infancia, que desde hacía un tiempo era infamemente conocido por toda la ciudad como Hari Bhai o Gran Hermano Hari. Se sentaron a una mesa fuera del local bajo el mar de nubes negras que iban extendiéndose densamente por el cielo.

—¿Qué tal van las cosas en el chawl, Bhai? —preguntó Gulu, refiriéndose a las barriadas donde Hari vivía y manejaba su imperio de contrabando de alcohol.

—Pues te diré que ese bhenchod de Renu ha seducido a la mujer de mi vecino. Tuvimos que llamar a un gurú, que hizo restallar su látigo, diciendo que iba a conjurar a un espíritu contra el lungi de Renu para que el órgano dejara de funcionarle. Ha! ¡Y el muy bhenchod cayó de rodillas al suelo suplicando perdón!

Gulu dejó escapar una risa incómoda y escupió al suelo.

—¿Qué? —preguntó Hari—. ¿Echas de menos a Chinni, esa furcia tuya?

Gulu chasqueó la lengua.

—No, a ella no.

—Ah, a la otra entonces —dijo Hari con una sonrisa—. A la pescadera.

—En aquel entonces yo era muy joven, Bhai, y muy guapo. La gente no paraba de decirme: «Deberías dedicarte al cine, Gulu». Ojalá lo hubiera intentado. Seguro que mi destino habría sido muy distinto.

—El destino es el destino —respondió Hari, sacando un paquete de bidis que llevaba envueltos en papel de periódico y encendiendo uno.

—¿Fue acaso su destino venir al bungaló y hacer que me enamorara de ella para desaparecer luego sin dejar rastro? —se preguntó Gulu en voz alta con el ceño fruncido. Aunque habían estado al servicio de Maji, los mundos de ambos en raras ocasiones habían coincidido. La ayah vivía y trabajaba en el interior del bungaló y Gulu fuera. Durante los años que habían coincidido en el bungaló nunca se habían comunicado salvo por la caléndula anaranjada que él le compraba todas las mañanas y que ella se ponía en el pelo. Mil flores. Mil gestos de su amor.

—Como una llama, yaar.

—Iba a casarme con ella, Bhai. Estaba ahorrando. Me repetía una y otra vez que solo faltaban seis meses, luego cinco, cuatro. Y entonces...

Gulu se acordó entonces de la voz grave de Maji y de la urgencia de su llamada: «Llévala a la estación y dale este dinero».

—Primero, cuando la llevaba a la estación, lo único que pensaba era: «¡Estamos solos!». Ni siquiera recordaba el tiempo que llevaba pidiendo esa oportunidad a Ganesha. ¡Solo sabía que quería que se casara conmigo! Sabía que algo no iba bien y sabía también que la habían echado, pero no quise preguntar. Si no decía nada, todo seguiría igual. Como en un intermedio del cine.

Hari soltó un gruñido y arrancó un trozo de grasiento pan frito y lo mojó en un plato de cholay picante.

—Luego, en la estación, ella solo me dijo que el bebé se había ahogado. No supe qué pensar ni qué decir. No sé cómo llegamos a la estación VT. Sentía que la muerte me oprimía el corazón. Deseé volver al día anterior, rebobinar las últimas veinticuatro horas. Como en una película.

Gulu se metió un poco de pan en la boca. Recordó los ojos de la ayab. Rojos, rojos como los de la diosa Kali.

—No veía más que rojo. Y de pronto tuve mucho miedo. Me sentí engullido por su boca, por su lengua roja, por las ensangrentadas palabras que había pronunciado. ¡Oh, Destructora del Universo! Le grité que había destruido la vida de la pequeña, la vida de la familia y también la mía.

—Fue un accidente, yaar —dijo Hari, dando otro mordisco. A pesar de que había oído muchas veces la historia de labios de Gulu, escuchó pacientemente como un buen amigo.

—El palloo se deslizó sobre su hombro al abrir la puerta del coche. El rojo desapareció y ella volvió entonces a ser mía. Mi amada. Me mareé. El coche empezó a dar vueltas en mi cabeza y de pronto dudé de todo. «¡No te vayas!», grité. Ella se arrancó la caléndula del pelo y echó a correr. Yo corrí tras ella, pero desapareció. Fue como si la diosa Bhoomdevi hubiera abierto la tierra y se la hubiera tragado.

Gulu tenía los ojos velados por las lágrimas. Se las enjugó con un pañuelo sucio y se sonó la nariz con fuerza.

—Me golpeé la cabeza contra el volante hasta que sangró. Luego seguí golpeándomela un buen rato.—Y cuando terminó, con la cabeza todavía palpitándole y la sangre bañándole la sien, se había vuelto y había visto la caléndula brillando como un estallido anaranjado sobre la negra oscuridad del asiento trasero.

—Ninguna mujer es merecedora de tanto sufrimiento —dijo Hari dejando escapar un sonoro eructo.

Gulu encendió un bidi y le dio una larga calada, asintiendo con la cabeza en señal de acuerdo.

Sin embargo, en silencio se acordó de esa caléndula que todavía conservaba tiernamente prensada entre páginas de periódico y que ocultaba bajo su jergón. La había amado. Había cometido un acto inimaginable e impronunciable con el que esperaba recuperarla la noche en que ella había desaparecido. Languidecía por ella con una intensidad que dejaba cicatrices en su corazón. De noche, antes de quedarse dormido, rezaba solo por una cosa: volver a verla, aunque fuera una sola vez.

—Entonces, entonces, oh, Dios misericordioso —concluía siempre su relato—, podré morir tranquilo.

Lo que Gulu no sabía, lo que jamás sabría, era que ella no le había amado.

No, no, no le había amado, ni tan siquiera un poco.

Pues había entregado ya su corazón a otro de los habitantes del bungaló.

Jaginder conducía el Ambassador por las oscuras calles esporádicamente iluminadas por los cegadores destellos que quebraban el cielo, sintiéndose cada vez más relajado a medida que se alejaba de su esposa, de su madre y del bungaló. Las pequeñas tabernas salpicaban la costa de Bombay en Mahim, Bandra, Pali Hill y Andheri hasta Versova. Al menos uno de esos pequeños tugurios se acurrucaba en cada una de las aldeas cristianas de pescadores. Jaginder había explorado esas addas durante la noche mientras Savita dormía, en cierto modo convencido de que la oscuridad ocultaba su vergüenza. Agradecía que su padre, ya fallecido, no pudiera ver lo bajo que había caído.

Tras la muerte de su hija, y durante los largos años de ley seca, se había procurado su propio alijo de Johnnie Walker y de Chivas Regal. Y aunque su afición a la bebida nunca llegó a comentarse abiertamente, Savita, siempre atenta a las apariencias que exigía su posición, se ocupó convenientemente de que las botellas de Royal Salut, la marca más cara, se rellenaran de agua, manteniendo intactas las etiquetas y conservándolas en la nevera. Otras se vendían a precios decentes a los raddiwallas, que, a su vez, las canjeaban a los traficantes de alcohol. Jaginder se había procurado una necesaria receta a través del médico de la familia, el doctor M. M. Iyer, después de que un buen fajo de rupias hubiera ido a parar al interior de su lustroso maletín.

—¿Prefieres que te declare alcohólico confirmado para que tengas acceso a la máxima asignación? —había preguntado el médico con una conspiradora sonrisa.

Con la receta del médico en mano Jaginder podía comprar botellas de Indian Made Foreign Liquor en cualquier bodega legal. Sin embargo, la marca del país no sabía mucho mejor que la que fabricaban en las cloacas los traficantes de alcohol con naranjas podridas, virutas de coco, oscuros terrones de azúcar moreno y grandes dosis de nausagar con las que acelerar la fermentación. Incluso a pesar de la adicción de Jaginder, aquella pócima resultaba imbebible.

En algún momento se le había pasado por la cabeza frecuentar los salones del Wellington Turf Club o los del Bombay Gymkhana, donde, entre la nostalgia y la reticencia, la época en la que el acceso estaba exclusivamente restringido a los blancos había dado paso a una atmósfera de pesarosa aceptación de los acaudalados lugareños. Pero Jaginder no tenía la menor intención de vérselas con los subinspectores de policía que vigilaban envaradamente el interior de esos clubes privados y que, mientras con una mano tomaban nota del nombre, la dirección y el número de pintas del comprador en cuestión, mantenían la otra oculta bajo la manga, dispuestos a dejarse convencer por el comprador de turno para que olvidaran anotar sus datos. Y, además, no se sentía cómodo bebiendo en ese ambiente porque, si bien era cierto que se esperaba —y se exhortaba— que los sahibs blancos bebieran para mantener con ello sus auras de autoridad, Jaginder no podía esgrimir semejante excusa para justificar su hábito.

De ahí que escapara a las addas en mitad de la noche. No pidió a Gulu que le llevara. En primer lugar, porque Gulu tenía la noche libre, y además porque Maji no dejaba de aconsejarle: «Hay que saber siempre hacer el mejor uso posible de los criados y jamás someterlos a nuestros repentinos caprichos».

Mientras avanzaba por las callejuelas en el Ambassador, Jaginder volvió a pensar en su hija. La noche anterior, a su regreso de las addas, había encontrado despierta a Savita. Su mujer le esperaba furiosa.

«Estoy perdido», había pensado derrumbándose sobre la cama, totalmente rendido. Estaba dispuesto a soportar los gritos y los golpes de su esposa, pues sabía que, llegara lo que llegara, se lo tenía bien merecido, como sabía también que, por mucho que culpara a Savita de la desgraciada relación que tenían, la culpa era solo suya.

Sin embargo, en vez de caer sobre él con todo el peso de su rabia, Savita escupió el nombre de Pinky.

—¡Es una ladrona! —le gritó al oído al tiempo que el alcohol le tamborileaba contra las sienes, cerrándole los párpados.

Lo único que Jaginder deseaba en ese momento era abandonarse a un sueño placentero y ebrio. Oh, lo que habría dado por poder simplemente cerrar los ojos y desvanecerse.

—¡Acabo de pillarla registrando mi caja bindi! Ha encontrado la foto...

Los ojos de Jaginder se abrieron de pronto. El temor le llenó el pecho como el humo de las brasas de una hoguera.

—¿Lo sabe entonces?

—¡Le he dicho que si ella está aquí es gracias a nuestra desgracia, a nuestra tragedia!

Jaginder dejó escapar un gemido. Habían acordado que jamás dirían nada a los niños, con excepción de Nimish, que, aunque en aquel entonces solo tenía cuatro años, había entendido que tenía prohibido hablar de su hermana muerta. Pero de pronto, después de todos esos años de cuidadoso secreto, de todo ese tiempo intentando olvidar, la verdad había salido de nuevo a la luz.

—¿Por qué le has dicho que era hija nuestra? —gritó Jaginder—. ¿Por qué no te has inventado algo?

—¡Porque ya no aguanto más! —replicó Savita, alzando también la voz—. Pinky tiene un padre. ¿Por qué no la cría él? ¿Por qué no has hecho nada por devolvérsela? ¿Por qué tengo yo que vivir con esta niña que no es mía?

—Tienes que calmarte —dijo Jaginder—. La rabia te está consumiendo.

—¿La rabia? —chilló Savita—. ¿Y qué me dices de ti? Desapareces todas las noches y no has vuelto a tocarme, como si fuera una leprosa.

Se echó a llorar.

Jaginder volvió a cerrar los ojos, se volvió de espaldas a Savita y se esforzó en conciliar el sueño.