LA LÍQUIDA PRESENCIA

Al despertar, Maji volvió la mirada hacia la ventana y sus ojos aprehendieron el color exacto del cielo. Sí, era la hora del amanecer, ni un segundo antes ni un segundo después. Se sintió satisfecha, pues el día había empezado bajo buenos augurios. Vio a Pinky dormida en su cama y no en el colchón que ocupaba habitualmente y acarició suavemente la suave piel de su mejilla.

Maji sacó sigilosamente las piernas de la cama y las introdujo en unas viejas chappals convenientemente depositadas en el suelo de madera. Después buscó a tientas el bastón. Se levantó con gran dificultad al tiempo que sus artríticas rodillas crujían y restallaban bajo el repentino peso que se habían visto obligadas a soportar y se ajustó el sari blanco de viuda que llevaba siempre. Luego se volvió, arrastrando los pies, a mirar una vez más a Pinky, que dormía acurrucada bajo una fina manta de algodón. Sonrió, a pesar del dolor que embargaba a su obeso cuerpo.

La pequeña era la luz de su vida.

Yamuna, la madre de Pinky, había muerto siendo una refugiada mientras cruzaba desde Lahore a la India durante la Partición. Los militares habían dispuesto de su cadáver, diciendo que había muerto ahogada. El dolor había sido espantoso, como un vengativo golpe propinado desde los cielos. Nada había quedado de sus pertenencias, de su dote ni tampoco de su breve vida, excepto Pinky. La pequeña era el diminuto rescoldo de Yamuna que quedaba aún con vida sobre la tierra. Maji recordaba el día en que había ido a buscarla, el sol abrasador y crepitante en aquel lugar desolado y el viaje en el tren abarrotado durante toda la noche desde Bombay. El carro tonga se había detenido justo delante de un feo edificio de color verde oliva situado junto a una fábrica donde se apilaba un inmenso montón de desechos metálicos. Los trabajadores clasificaban el metal, llevándoselo pieza a pieza en cestas sobre la cabeza. Cerca de allí, una legión de niños de miembros ennegrecidos y estómagos hinchados sumergían sus escuálidos brazos en el fango y trinaban llamando a sus madres. Uno de ellos se acercó a Maji tendiéndole los brazos, desnudo de la cintura a los pies y con un talismán sujeto con un cordel negro por encima de su pequeño pene.

Maji recordaba haber oído un chasquido a su espalda y a continuación el movimiento del carro tonga alejándose sobre el improvisado camino, al tiempo que el caballo evacuaba ruidosamente y arrancaba al trote bajo los restallidos del látigo. Un vendedor de falsay pasó montado en su maltrecha bicicleta, gritando con su voz vacía y reverberante. Una ceiba languidecía delante de la escalera que conducía a la segunda planta del edificio.

La puerta ya estaba abierta cuando llegó al descansillo. A pesar de lo exhausta que se sentía, Maji no había perdido un ápice de su determinación y sus ojos no revelaron nada cuando se posaron en la otra abuela de Pinky, cuyos escasos cabellos grises se ondulaban tras ella como una tela de araña.

Maji susurró una pequeña plegaria de gratitud por su pequeña, maravillada todavía de que fuera suya. Miró por las ventanas y reparó en las brumosas nubes que apenas impedían el paso del sol. El monzón no tardaría en llegar, trayendo con él solaz a la reseca ciudad. Golpeó suavemente con el bastón el aparato del aire acondicionado y lo apagó. Luego se dirigió despacio al cuarto de baño, donde se inclinó sobre el relumbrante lavabo Parryware. Se concentró entonces en desatascarse los conductos nasales y faríngeos que se habían llenado de flemas durante la noche. Tras una serie de carraspeos y de sorbidos semejantes al trompeteo de un elefante, volvió al pasillo visiblemente refrescada.

Echó a andar a lo largo de él como todos los días, fiel a las rondas habituales que efectuaba por el interior de la única planta del espléndido bungaló. Había empezado esa rutina cuando lo habían comprado a un corpulento inglés aficionado a los cigarros que había abandonado la India dejando tras de sí sus posesiones y un puñado de corruptos negocios. Maji había dedicado entonces las tranquilas mañanas a descubrir su nuevo hogar, sus rincones, sus ruidos más íntimos y los muebles antiguos que lo poblaban, todo ello desde entonces propiedad suya. Cuando la fascinación inicial hubo desaparecido para transformarse en cómoda aceptación, Maji se dio cuenta de que disfrutaba de esa rutina, de aquel paseo matriarcal por el bungaló mientras el resto de su familia dormía. Creía además que cien vueltas todas las mañanas le permitían darse el lujo de disfrutar del helado del cocinero al caer la noche, aunque debían de ser ciento cincuenta si el postre se servía en un mar de salsa de sabor a rosas coronado de falada de fideos también de color rosa.

Las primeras puertas a las que llegó estaban a su izquierda. Se trataba de unas magníficas puertas dobles que daban al comedor. Las abrió y sus ojos se posaron de inmediato en la larga mesa de teca que ocupaba el centro de la oscura y pulida estancia. Empezó a pensar en el menú del día, decidiéndose por una combinación de platos refrescantes como el yogur con pepino, la coliflor preparada con cilantro, el arroz al azafrán y las lentejas verdes. Pasó por delante de la habitación de Savita y de Jaginder al tiempo que en su rostro se dibujaba una pequeña arruga al pensar en su nuera. Desde el día en que había entrado a la casa, Savita se había mostrado difícil y totalmente carente de lo que para Maji eran las virtudes indispensables de cualquier esposa: generosidad, respeto y abnegación. El día antes, sin ir más lejos, Savita había arrojado un thali de arroz poco cocinado contra el ventilador del techo después de gritar a las criadas. Los granos de basmati habían llovido sobre todos los que estaban en las inmediaciones, incluido el pobre sacerdote que por error había atribuido la lluvia a una bendición divina.

Maji suspiró, pasando por delante del santuario del puja a su derecha y, a la izquierda, las puertas de cristal grabadas al aguafuerte del recargado salón, que abrió de par en par para que circulara el aire de la mañana. Luego cruzó por debajo del arco del pasillo, inspeccionándolo todo a su paso en busca de cualquier signo de negligencia. Los suelos brillaban, las paredes estaban limpias y relucientes, y los handis de bronce libres de polvo. Maji se sintió aliviada.

Avanzó sin prisa por el pasillo del ala oeste al tiempo que la pesadez de sus pisadas y el siseo del sari de algodón blanco se desvelaban en perfecta sintonía con el rítmico golpeteo de la ropa que en ese momento lavaban las criadas. Y entonces, llegando por fin a la parte delantera del bungaló, abrió otra serie de puertas acristaladas y entró en el salón. Su mirada se posó de inmediato en la seria fotografía de su difunto marido que colgaba junto a la entrada, engalanada con un rosario de sándalo. A pesar de que habían transcurrido muchos años —casi quince— desde su muerte, Maji sintió todavía una punzada de pena en el corazón. La canción de una película flotó hasta su cabeza, la misma que su marido le había murmurado al oído mientras agonizaba: «Duerme, princesa. Duerme y los dulces sueños llegarán. En tus sueños verás a tu amado». El marido de Maji mantuvo su promesa final, apareciéndosele en sueños y llevándosela al pasado inmemorial en el que su vida no tenía que cargar con todas esas pérdidas.

El suelo del salón estaba cubierto por dos enormes alfombras persas de color vino. La pared más alejada que separaba la estancia del comedor constaba de una serie de pantallas de madera labrada tachonadas de paneles de cristal pulimentado con arena. La habitación estaba elegantemente amueblada con una gran variedad de delicadas piezas afelpadas y de curiosidades en general. Sobre una mesa había una pequeña bandeja de dulces de color azul y blanco de la marca Cantonese Export, y en otra un juego de cuencos de cerámica europea del siglo XVIII. Un aparador contenía una estantería llena de tinteros y cálices de plata lustrosamente pulimentados y colocados sobre un tapete de encaje. En un rincón había una vitrola importada de Candem, Nueva Jersey, aquella ciudad de tan exótico nombre. Disponía de una radio multibanda, un tocadiscos y pequeños y brillantes armarios para guardar los discos. Una de las criadas la había adornado concienzudamente con un jarrón de rosas amarillas recién cortadas.

Maji dio comienzo a su siguiente ronda, moviéndose al mismo ritmo y esperando deseosa la visita de su querida amiga y vecina Vimla Lawate para que pudieran sentarse a tomar el té y a mojar muttees saladas en salsa de mango. Sus charlas diarias suponían un respiro a las exigentes demandas que requería la regencia del bungaló. Maji anotó mentalmente pedir al cocinero que pusiera las existencias de Gold Spot y que sirviera una caja de jalebi fritos en jarabe y profusamente aliñados con plata comestible.

Así se sucedían sus pensamientos, una ronda tras otra, a veces confeccionando listas, a veces reflexionando más profundamente sobre las lecciones de moral que habría que extraer de las grandes épicas como el Mahabharata y el Ramayana, a veces sumiéndose en el recuerdo de su difunto marido o de su difunta hija. Maji concluía siempre sus rondas en el salón, acomodándose en una antigua tarima cubierta de cojines que podía haber sido propiedad en su día del rajá de un pequeño feudo antes de haber pasado a manos de los británicos. La tarima estaba profusamente ornamentada y un grueso colchón cubría su base de bronce, además de una tela de seda de color azafrán y cojines delicadamente bordados. Recostada contra su sólida rejilla, Maji ofrecía una digna y hasta regia presencia mientras presidía la zona de estar en la que no había asunto, doméstico o de cualquier otra índole, que pudiera pasarle desapercibido.

—Kuntal, tráeme mi tónico matinal —gritó Maji a la criada al tiempo que colocaba dolorosamente las piernas en la postura del loto.

Kuntal apareció con una pequeña bandeja de plata en la mano sobre la que traía un vaso alto de cristal lleno de agua hirviendo mezclada con zumo de lima y miel. A pesar de que hacía unos años que había cumplido la treintena, se mostraba aún como una jovencita rechoncha y tímida. Maji tendió la mano y agarró alegremente el borde del vaso con el pulgar y el dedo medio, estirando el resto de los dedos para protegerlos del vapor. Tomó un sorbo y suspiró al tiempo que su boca severa se sumergía en un mar de piel. Fue entonces cuando reparó en que Kuntal seguía allí.

—¿Ocurre algo?

Kuntal se mordió el labio pues no deseaba mostrarse deshonesta con Maji, por la que sentía un profundo respeto que rayaba en la reverencia.

—Nada, Maji. Es solo que no he dormido bien esta noche.

No era del todo falso. Lo que no dijo era que había encontrado abierta la puerta del cuarto de baño esa mañana, que había visto un vaso de acero volcado junto al taburete de la cocina y que a toda prisa había llamado a Parvati, su hermana mayor, y que Parvati había dicho:

—No, no se lo digas a Maji.

Habían golpeado la ropa en el cuarto de baño sin mayores incidencias y la habían colgado después en el jardín trasero. La colada colgaba ya, crucificada, en las cuerdas de yute, sangrando su humedad a merced del aire.

La colada de la familia Mittal a menudo se mandaba a limpiar al dhobiwallah, pero a medida que Maji iba volviéndose cada vez más obesa, empezó a preocuparle la indignidad de que un lavandero desconocido frotara jabón en la entrepierna de su gigantesca ropa interior. Así que cuando, en 1943, contrataron a Parvati y a Kuntal, se esperaba de ellas que, además de todas las tareas de mantenimiento de la casa, también se encargaran de la colada y de que la hicieran allí mismo.

Aliviadas por haber conseguido un empleo, las dos hermanas se habían encargado del trabajo sin una sola queja. Sin embargo, con el paso del tiempo, a medida que se convertían en parte indispensable de la casa, el sonido de la paleta de madera de Parvati golpeando la ropa reverberaba por el bungaló todas las mañanas, infiltrando en los sueños de sus habitantes sonoros chasquidos de resentimiento.

Maji estudió con atención el rostro de Kuntal. «No, sin duda algo iba mal.» Decidió olvidarlo por el momento porque el resto de la familia por fin empezaba a despertarse. El bungaló volvía a la vida, llenándose con el sonido del agua corriente, el chacoloteo de las ollas del cocinero Kanj en la cocina y el gradual crescendo de las voces de sus habitantes. Maji se balanceó adelante y atrás hasta que por fin pudo desperezar las piernas. Levantándose no sin esfuerzo, acudió arrastrando los pies a la puerta principal, donde el cocinero Kanj la saludó con un thali de arroz y de vegetales al curri en la mano. A pesar de que eran raras las ocasiones en las que salía de casa debido a la avanzada artritis que le martilleaba las rodillas, no había día en que Maji no diera una limosna al famoso sadhu saltarín que pasaba por la puerta del bungaló todas las mañanas.

El sadhu viajaba sobre un pie, llevando el otro doblado como un triángulo contra la rodilla, e iba totalmente desnudo salvo por un pequeño taparrabos que aleteaba descaradamente a cada salto. Había hecho la misma ruta durante veinte años hasta convertirse en objeto de veneración para los piadosos, objeto de debate local entre los hombres y provocando una interminable fascinación entre los niños del barrio. Su única posesión eran las tres franjas blancas de ceniza que llevaba pintadas en la frente y un pequeño grupo de devotos que le seguían allí adonde iba, uno de los cuales corría delante de él, apartando toda clase de excrementos y detritos de su camino. La pierna saltarina del sadhu era musculosa y distendida por el riego sanguíneo, mientras que la otra simplemente se había marchitado a causa del abandono y debía llevarla atada al hombro. Recibió las limosnas de Maji, le dio su bendición y se alejó saltando ceremoniosamente. Maji se sintió en paz.

Cuando Pinky salió del dormitorio, el primer turno del desayuno estaba ya servido en la mesa. Había empanadas de aloo tikkis amontonadas en una bandeja con menta especiada y mangos imli agridulces, y una botella de ketchup. También había finas tostadas con mantequilla reblandecida, trozos de fruta fresca y té. Jaginder se metía los aloo tikkis en la boca a una velocidad alarmante mientras estudiaba el NavBharat Times, el periódico en lengua hindi. Savita estaba sentada a su lado, sirviéndole más comida en el plato al tiempo que tomaba delicados bocados de guayaba salpicada con sal de roca. Nimish, el único hermano que tenía permiso para leer durante el desayuno, comía utilizando un codo para mantener un libro abierto, el Hindoo Holiday.

Nimish exponía a menudo temas complejos durante las comidas, provocando con ello miradas de irritación por parte de su padre, orgullosas sonrisas en su madre y los bruscos codazos de sus hermanos menores. Cuando entró en la adolescencia, Savita le había liberado de las bofetadas y de otras medidas disciplinarias que tuvieran que ver con su rostro, como los tirones de orejas y los pellizcos en la nariz.

—No debemos descolocarle las células del cerebro.

—Menuda bobada —había replicado Jaginder—. A juzgar por la cantidad de tonterías que salen de su boca, le iría bien un buen pescozón.

Sin embargo, Jaginder acató la prohibición de abofetear a su hijo mayor y, para desconsuelo de Dheer y Tufan, aumentó los esfuerzos disciplinarios con los gemelos.

Dheer charlaba en ese momento, detallando la composición de varios tentempiés callejeros.

—El bhelpuri debería servirse en un cono de hojas de malu con un chorro de lima y con el suficiente mango imli encima como para endulzarlo —dijo con la voz estrangulada por las ganas de degustar la amarga pasta de tamarindo bien mezclada con dátiles dulces, azúcar y chiles bedagi arrugados.

Pero nadie parecía prestarle atención.

Tufan comía enfurruñado junto a un montón de tebeos cerrados entre los que se incluía Palladin, Annie Oakley, Roy Rogers y El llanero solitario.

—Oh, wab, mirad quién se ha levantado por fin —apuntó Savita al ver aparecer a su sobrina en pijama.

Pinky se sonrojó. La noche anterior, después de haber descorrido el pestillo, se había echado en la cama con Maji, agarrándose de su mano e imaginando lo peor. El agotamiento y las lágrimas habían terminado por abrumarla y no había tardado en dormirse. Al llegar la mañana se sentía un poco mejor. La familia estaba sentada como siempre, desayunando. Dedicó una mirada fugaz a Nimish.

—Buenos días —la saludó él con un hilo de voz antes de volver a su libro.

Pinky no se atrevió a contestar y fingir que nada había sucedido simplemente para mantener las apariencias. ¿Acaso Nimish había olvidado todo lo que había ocurrido entre ambos la noche anterior? Se sintió extrañamente aliviada y quizá también un poco estúpida. Se sentó en una silla y empezó a sorber té de una taza.

—Nimi, cariño —dijo dulcemente Savita, metiendo una almendra fresca y esponjosa en la boca de su hijo para nutrirle el cerebro—. Lee algo de tu libro para que no tenga que seguir oyendo estos sorbidos.

Nimish masticó apresuradamente y tragó.

—El autor es un inglés llamado Ackerley, que escribió un testimonio sobre su estancia con un maharajá indio —dijo Nimish sonrojándose. Esa misma mañana había leído un pasaje en el que Ackerley apuntaba que, para los indios, un beso en la boca se consideraba un acto sexual completo.

—Léenos algo —le apremió Savita mientras Tufan prestaba atención y Dheer chupaba la semilla de un mango.

Obediente, Nimish abrió el libro.

—«El resto de invitados se han marchado esta mañana. Antes de marcharse, la señora Montgomery me ha dado su último consejo: "Jamás comprenderá las oscuras y tortuosas mentes de los nativos", dijo, "y si lo logra, dejaré de tenerle afecto..., estará usted enfermo".»

Savita lanzó a su hijo una colérica mirada de desaprobación y metió otra almendra en la boca de Nimish por si acaso.

—Ven, Pinky-di, Maji ya casi ha terminado de bañarse —dijo Kuntal, saliendo a su encuentro en el pasillo con un montón de ropa del día anterior que debía llevar a casa de los vecinos, donde el incombustible wallah-planchador colocaba su puesto en la sombra, dando servicio a toda la calle.

El planchador empezaba su trabajo al alba, encendiendo una hoguera para calentar las brasas antes de meterlas, todavía ardiendo, en la plancha propiamente dicha. Luego extendía la ropa sobre una mesa cubierta, la salpicaba con agua y comenzaba la faena con rápidos y metódicos movimientos al tiempo que aplacaba a la señora Garg, que, desde el final de la calle, culpaba a su mal hacer con la plancha de las misteriosas manchas de lápiz de labios que habían aparecido en los cuellos de las camisas de su marido.

Kuntal llevó a Pinky al cuarto de baño de los niños. Durante un instante, Pinky vaciló, recordando el terror del que había sido presa la noche anterior, pero esa mañana todo parecía tan normal y hasta anodino que a punto estuvo de echarse a reír. Habían estado cerrando con pestillo esa puerta durante todos esos años, y la noche anterior nada terrible había ocurrido cuando ella la había abierto. Nada.

Se sentó con los ojos cerrados en un taburete bajo de madera mientras pensaba en Nimish con su larga melena hecha un ovillo sobre la coronilla en una masa de burbujas. El dolor que le comprimía el pecho aumentó. Se acordó del modo en que Nimish le había ordenado que se marchara, con la voz vacía de cualquier sombra de afecto, incluso fría. Poco a poco, empezó a sentir frío y buscó el lota para enjuagarse el champú. Sumergió más la mano en las profundidades del cubo de bronce, pero en vez de sentir el contacto del agua tocó el fondo seco del cubo. Aunque el taburete bajo de madera en el que estaba sentada había empezado a hincharse debido al calor del día, Pinky se estremeció cuando buscó el grifo. A ciegas, puso el cubo debajo y oyó el susurro del agua al salir por la cañería y la vacuidad de los tonos cambiantes mientras se llenaba.

El cuarto de baño era fuente de constante irritación debido al precario estado de las cañerías y a su extraña puerta metálica. Eso, sumado al montón de ropa que fermentaba en un rincón, dotaba al espacio de cierta cualidad insalubre que los cuatro niños debían soportar todas las mañanas, sobre todo Pinky, que era la última en utilizarlo.

El frío ahora era más intenso.

Pinky se preguntó si habría olvidado cerrar la puerta con pestillo y Kuntal se habría deslizado dentro para llevarse la ropa sucia, dejando pasar una ráfaga de aire.

Con cuidado, volvió a sumergir la mano en el cubo, pero, a pesar de que podía oír con claridad el chorro de agua procedente del grifo, no encontró una sola gota de líquido en el fondo.

Volcó el cubo con el pie y abrió los ojos en un frenético intento por limpiarse el champú de la cara. Le ardieron los ojos y se le veló la visión.

Por lo que pudo ver, la puerta estaba perfectamente cerrada con pestillo. No había una sola ventana en las paredes. Entonces miró el cubo volcado y retrocedió conmocionada al ver agua saliendo de él, rebosando, inundándolo todo.

Pinky se abalanzó contra la puerta, se puso la camiseta y empezó a tirar de la manilla. Pero la puerta no se abría.

Sintió que algo húmedo se elevaba a su espalda.

—¡Kuntal! —gritó, golpeando la puerta con los puños—. ¡Kuntal! ¡Kuntal!

Su voz reverberó contra las paredes como si estuviera encerrada en una tumba submarina.

—¡Parvati! —gritó entonces, llamando a la atenta criada que siempre estaba a la espera de pillar a los niños en alguna indiscreción para poder quejarse a Maji y ganarse así el aprecio de ella.

Pinky golpeó la puerta con todas sus fuerzas pero nadie acudió.

—¡Maji! —gritó—. ¡Ayudadme!

De pronto, y como empujada por una brisa sobrenatural, la puerta se abrió por fin.

—¿A qué viene todo este griterío? No estoy sorda.

Era Parvati. Llegaba seguida de Dheer, con las mejillas llenas a reventar de chocolate Cadbury, y de Tufan, con su pistola de yute.

—¿Por qué no venías? —gritó Pinky con el corazón desbocado en el pecho.

—¡Oh, diantre! —gritó Parvati, entrando en el cuarto de baño—. ¿Por qué has dejado el grifo abierto? ¡El baño está completamente inundado!

—Yo... yo... yo... —sollozó Pinky.

—¡Pinky está llorando! —anunció encantado Tufan a la casa entera. Bang. Bang.

—¿Y por qué tienes aún champú en el pelo?

Oi —tronó la voz de Maji desde el salón al tiempo que intentaba levantarse de la silla—. Kya ho gaya? ¿Le ha ocurrido algo a Pinky? —Haciendo caso omiso del calambrazo de dolor que le recorrió las artríticas articulaciones, cogió su bastón y se dirigió lo más deprisa posible en busca de su nieta.

—La puerta se atranca con el calor, nah? —preguntó Parvati con un profundo suspiro—. Qué niña más tonta.

—Pero... pero... el cubo —sollozaba Pinky entre hipidos, enfadada consigo misma al verse abrumada por la emoción. «Emoción» siempre había sido una mala palabra en el bungaló de los Mittal. Se hablaba de ella empleando los mismos susurros de desaprobación que se reservaban a los enfermos mentales. Demasiada emoción llevaba a un montón de otras aflicciones como la insolencia, la desobediencia y la necesidad de intimidad, y todo ello resultaba desastroso para las niñas y para sus perspectivas de matrimonio en el futuro.

—¿Y ahora qué es lo que ocurre? —preguntó Savita hablando por un lado de la boca. Tenía el otro lado lleno de horquillas que clavaba, una a una, en el inmenso moño que se había hecho sobre el cuello.

—Se ha quedado encerrada —respondió Tufan.

Hai-hai —suspiró Savita, observando el desconsuelo de Pinky.

—Debes de tener fiebre —dijo Maji, decidiendo que esa era la única explicación plausible. Puso la palma de la mano en la frente de Pinky.

Dheer se alejó pesadamente y Tufan galopó tras él como un búfalo en plena estampida, fingiendo que lo abatía con dos limpios disparos de su pistola de yute. Savita se marchó en la dirección opuesta, chasqueando sonoramente la lengua mientras Maji y Pinky se dirigían lentamente al salón. Parvati cerró de golpe la puerta del cuarto de baño.

Quizá fueron las bisagras o la alabeada hinchazón de la puerta contra el marco, pero a Pinky le pareció oír un suave gemido cuando la puerta se cerró.