UNA TORMENTOSA RETRIBUCIÓN
Pinky despertó a la mañana siguiente en el salón. El sol vertía sobre el rostro de la pequeña su parpadeante resplandor al tiempo que las ondulantes cortinas abrazaban y se despedían de la brisa matinal. Poco a poco fue recuperando el recuerdo de algunos retazos de la noche anterior que caían sobre su memoria como pétalos de jazmín. Avni había desaparecido. La tos también. Estaba en casa. Otros pétalos de memoria, los más dolorosos, habían desaparecido como barridos por una inesperada ráfaga de viento. Alcanzó a verlos, levemente rosas a lo lejos, arremolinándose lejos de su alcance. Y entonces se desvanecieron. No pudo ya recordar nada de su secuestro más allá del momento en que había saltado a la Triumph de Lovely. Las verdades que en su momento habían recorrido su cuerpo se habían disipado por completo.
Se sentó en el colchón, sorprendida por su propia fuerza, como si de nuevo hubiera cruzado el quiasma que separaba a los vivos de los muertos y hubiera regresado al lado de los vivos. De pronto fue presa del pánico. Corrió al cuarto de baño del pasillo y se encontró allí con el cubo volcado contra el taburete de madera. El recipiente de plata de la habitación del puja seguía en un rincón junto a la pared del fondo, hasta donde había rodado la noche anterior.
—¿Bebé? —le llamó Pinky—. ¿Dónde estás?
Abrió el grifo y un chorro de agua amarillenta borboteó hacia el suelo. Se quedó allí, viendo cómo el chorro inicial iba transformándose en un charco que le cubría los dedos de los pies. El alivio que sentía en el pecho empezó a oscurecerse. Algo no iba bien.
—Hai, hai —dijo Kuntal con suavidad—. ¡Vas a inundar el bungaló, tontuela!
Pinky alzó la mirada y vio a Kuntal levantar el borde de su sari y cruzar el agua de puntillas para cerrar el grifo.
—Tienes prohibido bañarte hasta que se te haya pasado la fiebre —parloteó Kuntal, cuya voz, normalmente alegre, llegó teñida de cierta sombra de tensión.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pinky. «¿Se ha muerto el bebé?» —Tienes que volver a la cama —dijo Kuntal llevándosela del cuarto de baño—. Vas a necesitar toda tu fuerza.
Justo antes de que Kuntal cerrara la puerta del baño, su mirada reparó en el recipiente del puja. Un leve ceño le arrugó la frente.
—¿Dónde está el fantasma? —preguntó Pinky—. Estaba aquí anoche.
Kuntal volvió a entrar al baño y recogió el recipiente. Una solitaria hoja de tulsi se había secado sobre la tapa, eliminando cualquier suerte de duda sobre el origen del recipiente o sobre su contenido anterior.
—Así que fuiste tú —dijo, bajando la voz.
—No había agua. El fantasma se estaba muriendo.
Kuntal asintió con la cabeza.
Se oyeron pasos procedentes del pasillo. Kuntal escondió rápidamente el recipiente debajo del palloo de su sari y empujó a Pinky fuera del baño antes de desaparecer en dirección a la habitación del puja y devolver sin ser vista el contenido robado.
—¿Estás despierta? —preguntó Dheer con el kurta colgándole sobre la tripa y el pelo convertido en una aceitosa mata sobre la cabeza.
—Sí.
—El cocinero Kanj ha preparado unas puras de primera para el desayuno —dijo Dheer. Su anuncio, no obstante, carecía del entusiasmo habitual en él.
—¿Y el fantasma? ¿Dónde está?
Dheer negó con la cabeza, rascándosela con los dedos de las dos manos.
—Anoche te encontré y te traje al sofá.
—¿Anoche? —preguntó Pinky—. ¿Qué hacías despierto?
—Papá entró gritando en la habitación y nos despertó a todos. Quería que Nimish fuera con él —respondió Dheer, agitando su prominente pecho a causa de la emoción.
—¿Qué pasó? ¡Cuéntame!
—Maji...
—¿Maji? —Pinky regresó corriendo al salón. La tarima estaba vacía. Savita tomaba el té en uno de los sofás, al parecer sorprendentemente recuperada.
—¡Maji! —gritó Pinky—. ¿Dónde está Maji?
—Beti —dijo Savita, invitándola a que se acercara—. Creemos que puede haber sido un infarto.
—Eso no es lo que me habías dicho —dijo Tufan, entrando en la habitación dando brincos mientras se limpiaba una mancha de ghee de la mejilla.
Savita se tensó.
—Ve y termina de desayunar, Tufan. Pinky, beti, Maji nos llamó durante la noche. Estaba muy dolorida. Tu tío y yo corrimos a atenderla.
—¿Qué ha pasado?
—Tu tío y Nimish se la llevaron al hospital, pero... —Savita apartó la mirada—. Maji ya no es tan fuerte como antes.
—¡Es más fuerte que cualquiera de vosotros! —gritó Pinky.
—Pero está ya muy vieja —dijo Tufan.
Pinky le empujó con tanta fuerza que Tufan cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra una silla.
—¡Desvergonzada! —Savita saltó del sofá pero Pinky ya había echado a correr por el pasillo.
—¿Quieres saber lo que dijo mamá anoche? —le gritó Tufan en cuanto recobró el equilibrio—. ¡Dijo que el fantasma la había matado!
Pinky corrió a la habitación de Maji y cerró la puerta. Las lágrimas le surcaban las mejillas.
Dheer llamó suavemente a la puerta y entró.
—¡Márchate!
—Tufan tiene razón —dijo Dheer a regañadientes—. Anoche papá entró corriendo a nuestra habitación. Necesitaba la ayuda de Nimish. Todos corrimos a la habitación de Maji. Tiritaba y agitaba los brazos desde el pecho al aire como si tuviera algo pesado encima.
—¿El fantasma?
—Eso creo.
—¿Y cómo lo sabes? Nunca lo has visto.
—Maji hablaba con alguien —insistió Dheer—. Le oí pedir perdón.
—¿Y por qué iba a hacer Maji algo así?
—Quería deshacerse del fantasma. Por eso tuvimos que cerrar el paso del agua durante cuatro días.
Se hizo el silencio mientras Pinky asimilaba esa información. Dheer se dejó caer sobre la cama y empezó a balbucear.
—Todos creíamos que el fantasma se estaba muriendo. Yo puse bombones en el cuarto de baño. Fue culpa mía.
—Los fantasmas no comen bombones.
—Ya lo sé —respondió Dheer, hundiéndose un dedo rechoncho en el ombligo—. Pero esos estaban rellenos con el tónico de papá.
—El fantasma necesitaba agua.
—Solo intentaba ayudar.
Siguió un largo silencio.
—Yo también —dijo Pinky por fin con un hilo de voz, consciente de pronto de la enormidad de lo que había hecho.
—¿Tú también? Pero si estabas en el hospital.
—Anoche le di agua que cogí de la habitación del puja —confesó Pinky.
Pensó entonces en lo que había ocurrido después de que vaciara el recipiente en el cubo: un encuentro entre el más allá y lo divino, una unión tan poderosa que duró apenas un fugaz instante, aunque lo bastante como para devolverle la salud y quizá también para matar a Maji.
—Creía que el bebé era mi amigo —dijo.
—Y lo era —respondió Dheer. El fantasma había mantenido su parte de la promesa devolviéndole la vida a Pinky. Dheer se deslizó hasta ella sobre la cama y, con un torpe abrazo de su brazo regordete, la atrajo hacia él, sin importarle que la puerta estuviera cerrada y que fuera la primera vez que se daban un abrazo.
Savita llamó a Panditji, cuyos rechonchos pies recibían, en ese preciso instante, un experto masaje de manos de su ayudante. Había dormido mal la noche anterior, pues los acontecimientos que habían ocurrido en el bungaló habían empezado a asustarle en la oscuridad de sus habitaciones. En un intento por apaciguar sus temores se había acercado al santuario del templo, pero ante la visión de los acerados ídolos, burlándose de él con sus piernas y brazos de exageradas dimensiones, corrió de regreso a la cama tan rápido como sus regordetas piernas pudieron llevarle. «¿Y esta es la recompensa que recibo después de toda una vida de servidumbre? ¿Ser ninguneado por un gurú y por sus trucos de magia negra?», había pensado, enojado.
—¿Cuándo puede venir? —le preguntó Savita, explicándole la situación.
Tumbado en la cama, el sacerdote manoseó su reloj de pulsera Favre-Leuba, envalentonado de pronto por los reclamos grabados al dorso de la esfera: Antimagnético. Sumergible. A prueba de golpes. Se sentía traicionado y ridiculizado por Maji, cuyo calamitoso estado era una muestra más que evidente de que había sido víctima de las oscuras fuerzas del universo. No deseaba tener nada más que ver con la familia de Maji ni con una casa llena de demonios y de otras criaturas semejantes, por mucho que tuviera que renunciar a la nevera Electrolux.
—Estoy muy ocupado. Y lo estaré todo el día.
—Pero mi suegra le necesita —le explicó Savita—. Le recompensaré con una ofrenda más que generosa.
Panditji puso los ojos en blanco. Nada, ni siquiera la promesa de una buena suma de dinero, lograría que accediera a regresar a aquel bungaló hechizado y dejado de la mano de Dios.
—Partiré un coco aquí, en el templo, por ella —se ofreció mientras cogía un laddoo de una bandeja de plata y colgaba el teléfono.
—Idiota —resopló Savita, irritada al ver que no ejercía la misma influencia sobre el sacerdote que Maji, mientras el sonido del teléfono colgado tronaba en su oído. Con sumo cuidado colgó el auricular y llamó después a su madre a Goa. Muy pronto, la amplia extensión de amigos y parientes se enterarían del estado de Maji y volverían a ocupar su casa. Esta vez, sin embargo, sería ella la que, prominentemente sentada en el salón para recibir las condolencias de las visitas, se encargaría de orquestar al detalle el evento. Había mucho que planear, desde la comida hasta la elección del sari más apropiado que llevaría para la ocasión. Tenía que ser algo poco llamativo, quizá de un suave tono rosa, para sugerir con él un anhelo de esperanza. En ausencia de Maji todos estarían pendientes de ella, esperando que marcara la pauta a seguir. Sintió un jubiloso estremecimiento en la columna. Por fin, por fin, el bungaló iba a ser suyo.
Gulu esperaba delante de las puertas verdes fumando furioso mientras no dejaba de pasearse de un lado a otro bajo la intensa lluvia, maldiciéndose por haber sido tan débil. Se repetía una y otra vez que los dioses le estaban haciendo sufrir por culpa de su debilidad. ¿No era ese el motivo de que Avni estuviera muerta? ¿Y por qué seguía delante del bungaló de Maji como un perro callejero? Dio una patada en el suelo, maldiciendo entre dientes. Él, que en sus días de limpiabotas se había enfrentado a Diente Rojo, había sucumbido derribado por tres mujeres —una, vieja y gorda, otra, una prostituta, y la tercera, muerta—. Fue tal el arrebato de vergüenza que le embargó que escupió un viscoso salivazo a la puerta.
—¿Así que has vuelto? —le preguntó Parva ti soltando una risilla desaprobatoria al abrir la puerta, ofreciéndole un refrigerio a base de roti y de judías verdes.
Gulu clavó en ella los ojos durante un instante. La ira y la falta de sueño habían moldeado los rasgos de su rostro hasta formar con ellos un puñado de feos y duros pliegues. Había pasado la noche recorriendo las calles de Bombay, lanzando miradas desoladas a todos los Ambassador que pasaban por su lado. Aceptó el refrigerio agradecido.
—Mi cartel de Flor de Cerezo.
—¿Para eso has vuelto?
Gulu se acordó entonces de la caléndula que había escondido entre hojas de periódico debajo del jergón.
—No puedo creer que me haya echado —dijo con la esperanza de que quizá Parvati pudiera encontrar el modo de ayudarle a recuperar la confianza de la familia. De todos los criados que servían en el bungaló, Parvati era precisamente de la que Maji tenía mejor concepto.
—Fuiste tú quien se marchó —dijo Parvati llevándose la mano a la cadera—. Yo tampoco volvería a admitirte.
—¿De qué lado estás?
—Hablo según el dictado de mi cerebro, no del de mis caderas, idiota. Vosotros, los hombres, sois todos iguales: dos lingams cada uno, uno en la cabeza y el otro entre las piernas. Y los dos igual de aburridos. Dejaste que Avni se fuera, pedazo de idiota, y ahora, trece años más tarde, resulta que se te ocurre perseguir a su fantasma. Has arruinado tu futuro. ¿Y todo por qué? Por una muchacha koli muerta.
—Yo no sabía que había muerto —dijo Gulu—. Durante todos estos años he creído que volvería.
—¿Y por qué iba a volver?
—Por mí.
Parvati no pudo contener una carcajada.
—Créeme, yaar, si te digo que no eras su tipo.
Gulu sintió que una oleada de calor le subía a la cara.
—Será mejor que te vayas antes de que alguien se entere de que has vuelto —dijo Parvati, volviéndose de espaldas a mirar por encima del hombro.
Gulu tomó el refrigerio y se acuclilló contra la puerta, hundiendo con avidez los dedos en las judías sazonadas con polvo de curri. Comió con enormes bocados, apenas saboreando la comida a la que había estado acostumbrado durante muchos años. El roti le llenó la tripa, calentándole el cuerpo y apaciguando la desesperación que le embargaba. Tras dejar escapar un suspiro, soltó un eructo atronador y encendió un bidi, aspirando a conciencia el humo del cigarrillo y recordando la silenciosa mano del destino que le había llevado a trabajar al bungaló el mismo día de su llegada a la casa de Maji.
Desde que se había sentado al volante por vez primera a los quince años, Gulu maniobraba por las calles de la ciudad como si fuera Krisna entrando en la batalla sobre su relumbrante carro. Al tiempo que batallaba contra los demonios que se interponían en su camino, tocaba la bocina sin piedad a los lentos carros tirados por bueyes, cortaba el paso a las motocicletas que pasaban zumbando junto al coche con familias enteras precariamente instaladas encima, adelantaba a autobuses BEST y espantaba a los ciclistas como si fueran pájaros aterrorizados. Se creía un guerrero, burlándose de aquellos que confiaban en sus señales indicadoras de que tenían intención de girar o en sus frenos mientras el metal del Ambassador proporcionaba una sólida capa entre él y los pobres desafortunados que abarrotaban las calles.
Después de todos esos años, había vuelto a terminar en la calle. «¿Cómo ha podido pasarme esto?», se preguntó.
La respuesta quedó suspendida durante un buen rato en el aire, caracoleando en el humo del bidi antes de que Gulu se atreviera a admitirla.
Avni.
Todo le llevaba siempre hasta ella. Como el ciclo mismo del karma, Avni carecía por completo de principio o de final. Estaba en todas partes.
Gulu la había abandonado. Podía haber impedido que se quitara la vida, aunque eso formaba ya parte del pasado. Meditó sobre su verso favorito del Bhagavad Gita: «Haz de las gestas acertadas tu motor y no el fruto que brote de ellas». Aquel maldito día en que el bebé había muerto ahogado no había sabido ser fiel a esa orden sagrada.
Volvió a escupir. No pensaba permitir que le echaran después de todo lo que había hecho por la familia. Maldiciendo una vez más sus votos de lealtad a la familia Mittal, por fin tomó una decisión. Revelaría lo que había visto trece años atrás. Seguiría el consejo de Chinni. El chantaje.
Sopesó las distintas opciones y decidió que la mejor era abordar directamente a Jaginder. Sin duda era el tipo de hombre con el que podían ponerse en práctica esa suerte de juegos, siempre, claro está, que Gulu se atreviera a enfrentarse a él con la convicción necesaria.
«Diente Rojo», repitió una vez más como un mantra. Jaginder no era nada comparado con su viejo adversario limpiabotas. Se consoló pensando que, si todo salía como lo tenía planeado, podría empezar de nuevo según sus propias condiciones. Quizá podría comprarse un piso en los suburbios y hasta un taxi en propiedad. Nada le gustaría más.
Apretó los dientes, se levantó y siguió paseándose delante de la puerta, resistiéndose al impulso de entrar en la casa y enfrentarse a su jefe cara a cara. Golpeó la puerta con la palma de la mano hasta que apareció Parvati.
—¿Dónde está sahib Jaginder?
—Ha salido a primera hora de la mañana.
—Achha? —Gulu intentó como pudo reprimir su decepción. Raras eran las veces que Jaginder salía del bungaló antes de las diez.
—¿Qué quieres de él?
—Un asunto urgente.
—Bueno, pues tendrá que esperar.
—Muy urgente.
Parvati se encogió de hombros.
—Si tengo que hacerlo, entraré.
—Arré, héroe —dijo Parvati—. ¿Y después qué?
Gulu bajó el rostro.
—Los cuatro días ya han terminado, nah?
—Sí.
—¿El fantasma ha desaparecido?
—Sí.
—¿Ha ocurrido algo más? —preguntó Gulu, reparando en los ojos hinchados de Parvati y en el color de sus mejillas—. ¿Pinky está bien?
Parvati asintió con la cabeza.
—Baba gurú vino ayer. Fue Avni. Avni se había apoderado de su cuerpo.
Gulu estudió los ojos de Parvati, buscando en ellos cualquier signo de incredulidad.
—¿Y dónde está ahora?
—Se ha ido —respondió Parvati—. Por ahora.
—¿Crees que volverá?
—Creo que anoche atacó a Maji.
—¿A Maji?
—Está en el hospital —dijo Parvati, dejando escapar un suspiro—. Estamos esperando a que llame Jaginder.
—Deberías irte del bungaló.
—¿Y dónde podría ir para que no me encontrara?
—O a mí.
—A ti ya te encontró, ¿no? —dijo Parvati—. ¿No fue ella quien te amputó la mano con la que conduces?
—Tú eres más vulnerable.
—No le tengo miedo. —Los ojos de Parvati destellaron llenos de rabia—. No dejaré que le haga daño a mi bebé.
En el bungaló el teléfono sonó por fin. Savita corrió a contestar la llamada al tiempo que el resto de los moradores de la casa se arracimaban a su alrededor.
—Sí, sí —dijo jadeante.
Maji había sobrevivido.
—Una trombosis cerebral —anunció Savita muy seria en cuanto colgó.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Pinky.
—Es demasiado pronto para saberlo —respondió Savita como si tuviera los conocimientos de un médico—. No puede hablar.
—¿No puede hablar?
Savita arqueó una de sus delineadas cejas mientras acariciaba la cabeza de Pinky.
—No te preocupes. Nos encargaremos de que esté en las mejores manos. Tu tío ya ha contratado a una malishwallah que estará con ella en casa todo el día.
—A Maji no le gustará —gritó enfadada Pinky al ver que Maji había quedado a merced del cuidado de Savita—. ¡Solo le gusta que Kuntal le dé su masaje!
El rostro de Savita se tensó.
—Haz las maletas, querida Pinky —siseó al tiempo que su boca dibujaba una sonrisa—. ¿Sabes una cosa? He decidido enviarte a un internado.