LOS COLIBRÍES AHOGADOS
Pinky se encerró en el cuarto de baño perpleja aún por la dureza del tono que Maji había utilizado con ella. «¡Márchate! ¡Márchate te digo!» Hasta entonces, Maji jamás la había alejado de sí de ese modo. «Si Maji deja de quererme, ya no me quedará nadie», pensó. La presencia que acechaba en el baño —y Pinky estaba convencida de que allí había algo— había empezado ya a alejarla de su abuela. Lo único que quería era cerrar el vacío y regresar junto a Maji para que las cosas volvieran a ser como hasta entonces habían sido entre las dos. Sin embargo, Maji había dejado muy claro que Pinky no debía volver a mencionar esas cuestiones.
—OÍ, ¿Pinky? —dijo una voz desde el otro lado de la puerta.
Pinky contuvo el aliento. Huelga decir que no solo estaban reguladas las puertas cerradas en el bungaló, sino también los períodos de tiempo que podían estarlo: veinte minutos para la actividad matinal de descarga de intestinos, doce para el baño y diez para otras necesidades relacionadas con el aseo personal. Un generoso total de cuarenta y dos minutos al día de intimidad. Y los de Pinky acababan de expirar.
—¿Qué haces ahí tanto rato? —gritó Maji. Su voz había recuperado su tono afectuoso. Y sonaba cansada.
—Tengo el estómago revuelto —dijo Pinky, que ya se encontraba mejor al ver que su abuela había ido a buscarla.
—Ya sabía yo que no estabas bien —dijo Maji en voz alta, añadiendo mentalmente treinta minutos adicionales al tiempo que podían pasar los habitantes de la casa tras una puerta cerrada. Cuarenta y cinco si la diarrea era especialmente virulenta—. No te acerques a los puris. Y hoy nada de fritos. Achha?
—Ni chile ni cebollas ni ajo ni garam masala —canturreó Savita desde el comedor, dando voz a la lista de alimentos que, según ella, atraían a los espíritus malignos. De hecho, daba órdenes al cocinero Kanj para que preparara dos tipos de comida distintos. Uno para ella y sus hijos, y el otro, una versión especiada, para el resto de la familia. Después de casada, había intentado también domesticar los hábitos alimentarios de Jaginder, que, a pesar de lo muy enamorado que estaba de su nueva esposa, se había negado en redondo.
—Comer ajo te llena la cabeza de malas ideas —había insistido Savita.
—No es el ajo —le había respondido él con un guiño.
Así pues, Savita había infligido su celo dietario sobre sus hijos, excepto durante los compromisos sociales, cuando estaba excesivamente ocupada para vigilarlos de cerca. Nimish estaba demasiado absorto en sus libros como para que esas cosas le importaran. Tufan simplemente convencía al cocinero Kanj para que le diera cebollas a escondidas, amenazándole con contarle a Maji los lapsos de su esposa en las tareas de la casa. Se comía las cebollas crudas con la boca ardiendo y las lágrimas surcándole el rostro cuando Savita dormía una de sus siestas. El pobre Dheer era el que más sufría a causa del restringido menú, aunque por mucho que lloriqueara, nada lograba que Savita levantara su prohibición. Sin embargo, impacientada por la mirada de desesperación que embargaba los ojos del pequeño, Savita había encargado un pedido semanal a la casa de chocolates importados.
Siempre que era posible, Pinky daba a Dheer parte de sus sabrosas comidas por debajo de la mesa. Sin embargo, dado que la noticia de su malestar estomacal había corrido por todo el bungaló, los vegetales, los mangos, la salsa de mango y los pepinillos quedaron eliminados de su plato para ser sustituidos por insípidos khichidis de arroz con lentejas y lassis de yogur rebajado con agua. Peor aún, el doctor M. M. Iyer, el médico de la familia, pasó a visitarla y le recetó un régimen de burbujeantes tabletas de color rosa, agua de lima salada y lentejas envueltas en asafétida.
Después, la mandaron sin mayor demora a la cama. Se acostó sobre el colchón presa de la inquietud. Había todavía muchas cosas que no sabía. ¿Quién era ese bebé, esa niña cuya inesperada muerte había propiciado la salvación de Pinky?
Esa misma mañana, horas más tarde, Vimla, la madre de Lovely, llegó para almorzar, utilizando el estrecho pasadizo labrado al fondo de la pared que conectaba ambas propiedades en el breve intervalo en que los dos bungalós habían pertenecido al mismo dueño. Durante al menos medio siglo desde entonces, la abertura había quedado sellada por enormes arbustos de hibiscos chinos, marañas de flox de color rosa pálido y tiernos brotes de vincapervinca azul. Sin embargo, desde que Vimla y Maji se habían quedado viudas y habían dejado de dedicar sus días a la atención de sus esposos, habían mandado cortar el follaje para permitir las visitas sin la molestia que suponía tener que abrir y cerrar las puertas principales de sus respectivos bungalós. Como Maji estaba demasiado gorda para poder colarse por el estrecho pasadizo, por tácito acuerdo era Vimla la que siempre la visitaba.
Vimla era una mujer de aspecto frágil, brazos delgados y unos ojos grandes de cierva. Siempre llevaba saris blancos, tal como dictaba la costumbre, aunque se permitía pequeñas indulgencias de color, como por ejemplo una flor de hibisco de color magenta en su negra y lustrosa melena. Antes de la muerte de su marido había disfrutado sobremanera de su caleidoscópica colección de saris, que incluían brillantes balucharis bengalíes de color violeta, gharcholas gujaratíes de cuadros, brocados de Benarés de influencia mogola y nayayanpets de Kerala con cenefas de oro. De hecho, en la intimidad de su habitación, a menudo fantaseaba con la idea de hacerse cargo de Sweetie Fashions o de cualquier otra de las exquisitas tiendas de saris de Colaba Causeway.
«Tráeme los crepés de Misore», se imaginaba que ordenaba a una de las empleadas que cruzaba a la carrera el salón de exposiciones profusamente iluminado, abriendo los saris finos como gasas con un simple gesto de la mano mientras las damas exageradamente enjoyadas se mecían en mareas de exclamaciones y admiraciones, con los bolsos llenos de dinero bien sujetos bajo los brazos y una burbujeante Coca-Cola en la mano.
Cuando su marido había muerto poco después de cumplidos los cuarenta años de un ataque al corazón, Vimla había guardado luto no por él sino por la pérdida de sus centelleantes saris. Confinada como estaba a aquel atuendo incoloro, lidiaba con su suerte negándose a deshacerse de la colección y guardando con tiernos cuidados los más caros en un armario cerrado con llave que tenía en su dormitorio. Solo cuando sus hijos salían del bungaló y tenía a las criadas durmiendo la siesta se atrevía a abrir el armario y desparramar el arco iris de ropa ante sus ojos, pegando el rostro a las sedosas telas, estrechando contra su pecho los rangs dorados y perdiéndose en los tiempos en que también ella era objeto de jadeantes miradas de admiración.
El marido de Vimla había sido un rico industrial amigo de los británicos y temido por los indios. Era un hombre brutal al que le traían sin cuidado las vidas que destrozaba a su paso en su inquebrantable avance hacia la prosperidad, y mucho menos la de su propia familia, a la que intentaba en todo momento condenar a la sumisión. En una ocasión, durante una cena que habían celebrado en el hotel Taj, mientras disfrutaban del panorama del puerto de Bombay, la conversación entre los asistentes maharastríes se centró en las décadas de batallas contra sus vecinos gujaratíes para anexionarse la ciudad de Bombay y convertirla en la influyente capital de su propio estado.
—Controlamos ya el consejo municipal de Bombay —declaró acalorado el marido de Vimla—, de modo que es solo una cuestión de tiempo el que la ciudad también nos pertenezca.
El grupo de hombres entrechocó sus vasos helados de Royal Salut.
—Lo mejor es comprar un arma a uno de esos bandookwallahs parsis —concluyó uno de los presentes.
Justo en ese instante sonó en la distancia una pequeña explosión. A pesar de que eran raras las veces que se oían disparos de armas de luego dentro de los límites de la ciudad, el disparo sonó lo bastante lejos como para que apenas se oyera sobre la estridente música filmi o sobre la ebria conversación. Desde las privilegiadas alturas del majestuoso hotel Taj los comensales estaban a salvo de la violencia callejera que tenía lugar más abajo y de los soldados samiti de a pie de la Samyukta Maharashtra que vivían en los arrabales de la ciudad y que proporcionaban el músculo con el que forzaban sus exigencias.
Pero Vimla, demasiado tímida para entablar conversación con las esposas más sofisticadas de los presentes, había oído el disparo y corrió sin pensarlo dos veces hacia su marido.
—¡Disparos! —dijo aterrada, derramando su Gold Spot de color mandarina sobre el traje blanco de su esposo—. ¡Alguien acaba de disparar ahí abajo!
El júbilo que había imperado durante la cena se vio así frustrado y los invitados regresaron de inmediato a sus cercadas propiedades en sus coches importados con sus puertas perfectamente cerradas. Vimla había percibido la furia de su esposo durante el trayecto de vuelta a casa mientras buscaba amparo temporal en el hecho de que él no perdería el control delante del chófer. En la intimidad del dormitorio, sin embargo, le había dado un puñetazo en plena cara, cortándole en la mejilla con el metal de su anillo de diamantes.
Después de la muerte de su esposo, Vimla se había refugiado en la seguridad de su fortuna y había centrado toda su atención en sus hijos. Su hijo, Harshal, intentaba desgraciadamente emular a su padre desarrollando hábitos igualmente crueles. Su pasatiempo favorito era ahogar a los colibríes violetas que anidaban en los arbustos del jardín, contemplando su aterrado aleteo hasta que sentía su último y delicioso estremecimiento de rendición. Después de haber hecho desaparecer la población de aves del jardín, había empezado a patrullar despreocupadamente las calles en busca de nuevas víctimas de mayor envergadura.
Una mañana, mientras Lovely jugaba en el camino de acceso a la casa, Harshal salió sigilosamente del jardín, red en mano. Apenas unos minutos más tarde entró corriendo con un cachorro de perro callejero y se encerró en el bungaló para eludir a la enfurecida madre del pequeño. Vimla había visto consternada lo que había ocurrido desde una ventana, incapaz de moverse, mientras Lovely huía de la perra hasta que dos sirvientas la espantaron con una escoba. Aunque ni Vimla ni Lovely dijeron jamás una sola palabra a Harshal sobre su crueldad, en sus ojos había brillado un horror sordo. Desde entonces, Lovely se negaba a llamar bhaiya a Harshal, el término afectuoso que se utilizaba con un hermano mayor, y boicoteaba las ceremonias del Rakshabandan que celebraban con devoción hermanos y hermanas.
Vimla decidió no interferir en la silenciosa disputa que libraban sus hijos y había optado por retirarse al capullo protector de su habitación o por pasar el tiempo en la casa vecina con Maji. Con el paso de los años, las dos mujeres habían forjado una férrea amistad que se había fortalecido aún más tras la muerte de Omanandlal, el marido de Maji. A pesar de que compartían destinos similares por su condición de viudas, Maji prevalecía sin lugar a dudas como la matriarca de su familia, mientras que Vimla se había retirado a un segundo plano en el seno de la suya, acosada por su hijo y por su nuera. Las preocupaciones que le quedaban en la vida eran encontrar un marido adecuado para Lovely y apremiar a Himani a que le diera un nieto.
—Ya hace dos años que se casaron y todavía no hay señal de la llegada de un bebé —volvió a lamentarse.
—¿La has llevado al templo de Mahalaxmi, nab? —preguntó Maji, convencida de que las sinceras plegarias a la divinidad serían recompensadas.
—¿Y qué puedo hacer si se niega a ir?
—¿Y no podríais recurrir a una médica?
—¡Hasta a eso se niega! —exclamó Vimla, retorciéndose nerviosa las muñecas para mostrar así su impotencia—. ¡Pero si ha llegado incluso a sugerir que es mi hijo el que tiene que hacerse la prueba!
—Besharam! ¿Quién se cree que es?
—¿Qué puedo hacer yo? Es como si no quisiera tener hijos. Todo el mundo ha empezado a hablar. Hay quien dice que es por culpa del tamarindo del jardín, que le ha secado el útero a Himani. Quiero que arranquen el árbol, pero mi hijo se niega a gastar dinero en eso.
—Querida Vimla —dijo Maji, inclinándose hacia delante—, solo Dios tiene el poder de dar y de quitar. El resto, los espíritus malignos que habitan en los árboles y esas cosas, no son más que bobadas.
Savita entró con paso firme justo en ese instante, chasqueando la lengua como muestra de su desacuerdo.
—Tía —dijo, dirigiéndose a Vimla—. ¿No conoces la historia de la mujer que, embarazada de siete meses, compró un lassi en una tienda junto al cementerio de Matunga?
—Sí, salió en el periódico de ayer —respondió Vimla al tiempo que el temor le teñía el rostro—. Tuvo un aborto inmediatamente después, ¿no es cierto?
—Qué mujer más estúpida —respondió Savita riéndose entre dientes y saliendo de la estancia—. Beber productos lácteos tan cerca de un lugar de muerte y abrir así su cuerpo a los caprichosos espíritus.
—Vimla —dijo Maji muy seria—. No debes rendirte al miedo. Confía en que Dios despliega nuestros destinos como deben ser.
Pinky escuchaba la conversación de las dos mujeres desde detrás de la puerta del vestíbulo, maravillada de la convicción de Maji. Maji no aceptaba tonterías de nadie, especialmente de irritantes espíritus que moraban en el más allá. Los fantasmas, los demonios, las rakshas y todo ese montón de entes malintencionados, si lograban traspasar las puertas del bungaló, se encontraban de inmediato con su imponente figura en la sala de estar.
Por otro lado, los dioses y diosas del panteón hindú eran otra suerte totalmente distinta de visitantes. Bienvenidos por Maji en calidad de vip, se habían instalado en el bungaló como exigentes huéspedes. Sus estatuas —Krisna tocando su flauta junto a la orilla del río; Ganesha, con su cabeza de elefante, bamboleando su gran trompa; Sarasvati dispensando sabiduría desde lo alto de una flor de loto— se repartían desde la habitación del puja a las mesillas colocadas en los rincones y al interior de los aparadores, desde donde supervisaban las actividades de los Mittal con extasiada atención.
Maji no se tomaba libertades innecesarias con los dioses y diosas, pues las divinidades tenían un temperamento inclemente cuando se las ignoraba. Llevaba cuentas de rosarios de sándalo con ella allí donde iba, y rezaba apresuradamente un lamento de doce cuentas mientras se dirigía despacio y dolorosamente al cuarto de baño, o una rápida oración de una sola cuenta cuando el desgarbado darjee aparecía en la puerta presto a rodear los rechonchos pechos de Savita con su cinta métrica. A veces, sus súplicas eran realmente amplias, tanto como tres vueltas enteras al rosario. De hecho, era así siempre que Kuntal le masajeaba los pies.
—No pares —decía, suspirando de placer mientras Kuntal le frotaba aceite de sésamo entre los dedos hinchados—. Estoy en mitad de mis plegarias.
Después de la muerte de Omanandlal, su marido, los dioses y las diosas eran la única autoridad que Maji respetaba. Sin embargo, su reverencia no le impedía bromear y negociar con ellos a diario.
—Oh, dios Krisna, mi hijo es un auténtico idiota por haberse metido en negocios con ese estafador de Chatwani. Dale un poco de sentido común, nah? Ordenaré a Panditji que te dedique un hawan durante todo un día con los mejores dulces de la tienda de Ghasitaram.
Del mismo modo que la diosa Durga mantenía la armonía del cosmos, Maji se veía como el poder que mantenía su pequeño universo en equilibrio.
Pinky vio a los gemelos reunidos en el dormitorio de sus padres y fue a investigar. Dheer estaba sentado en el edredón blanco y con los ojos tapados recitando el Credo del llanero solitario.
—Creo —dijo— que todas las cosas cambian salvo la verdad, y que solo la verdad vive para siempre.
—Llegas justo a tiempo para el espectáculo del kemosabe —dijo Tufan a Pinky al tiempo que abría una botella de colonia que su padre había comprado en una pequeña farmacia junto al hospital K. E. M. y la agitaba debajo de la nariz de su hermano.
Dheer poseía una increíble capacidad olfativa y podía detectar los olores más reticentes y los aromas más variados. Con un simple olisqueo podía reconocer los componentes de cada uno de los productos de belleza que poblaban el tocador de su madre, desde el inmenso surtido de attars indios en sus diminutas botellas de cristal hasta los jabones «Puro como el loto» de Pears y los perfumes de Max Factor.
—¡Old Spice! —gritó de pronto. Pinky aplaudió encantada.
—¿Importación auténtica o estafa local? —preguntó Tufan, mirando recelosamente la botella.
Dheer arrugó la nariz.
—Falsa —anunció con un tono de disculpa—. Probablemente embotellada en Kalyan o en Ulhasnagar.
—El dueño de la tienda de Sindhi le aseguró a papá que es un ejemplar auténtico, conseguido de contrabando. —Tufan frunció el ceño al recordar que el tipo había incluso ofrecido a Jaginder un palillo de orejas saturado en la colonia para que diera su aprobación.
—Si papá no se dio cuenta, seguro que no hay nadie que pueda hacerlo —dijo Dheer, intentando ser de alguna ayuda.
—¡Papá no se pondrá un mejunje de vete tú a saber qué marca hecho por algún maldito refugiado! —replicó Tufan, defendiendo el honor de su padre. Se ocultó discretamente el opaco vial blanco bajo el kurta, decidido a canjeárselo al raddiwallah del barrio, un emprendedor intermediario que transportaría la botella de Old Spice donde pudiera revenderla. Luego, y tras despedirse con un «hi-yo», se alejó caminando alegremente, ahuyentando a una invisible partida de forajidos asesinos.
Dheer se encogió de hombros en un gesto culpable y se volvió hacia Pinky.
—Vamos a buscar a Gulu. Acaba de volver de llevar a papá al trabajo. —Esperaba poder convencerle de que les llevara a la Casa de Bebidas de Badshah de Crawford Market y poder disfrutar allí de una refrescante poción de lima y zumo de naranja mezclados con sal, azúcar y pimienta.
—Tal como tengo hoy el estómago, seguro que Maji no me deja ir —respondió Pinky.
Dheer volvió a encogerse de hombros y salió contoneándose de la habitación.
Maji y Vimla estaban todavía en el salón hablando de la llegada anual de turistas de Arabia Saudí y del Golfo durante la inminente temporada del monzón.
—Viven en el desierto durante todo el año y vienen aquí a disfrutar de nuestras lluvias —decía Maji sin ocultar su resentimiento—. Se bañan solo los viernes e intentan disimular sus olores con sus perfumes árabes.
—El monzón renueva sin duda los colores de la India —comentó melancólica Vimla—. La tierra marrón y los verdes esmeraldas, el cielo blanco y los suaves azules.
—Y encima disfrutan también de nuestras muchachas —prosiguió Maji, agitando el bastón en el aire en un gesto claramente amenazador—. Ahora incluso algunas jóvenes parsis de Cusrow Baug recurren a los árabes para conseguir dinero para sus dotes.
—Hai Ram! —exclamó Vimla, emergiendo de golpe de sus ensoñaciones—. No puede ser. Sabiendo cómo es su comunidad, no creo que permitan que ningún parsi se muera de hambre. Aun así, nah, todos perdieron sus empleos cuando se marcharon los británicos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?
«¿Será por eso que vigila tan de cerca a Lovely didi?», se preguntó Pinky. A menudo Vimla se inquietaba sobre los cambios que tenían lugar en Bombay desde la Independencia, sobre todo cuando veía que las chicas modernas insistían en recibir una educación, llegando algunas a posponer el momento de contraer matrimonio. Había incluso unas pocas tan egoístas como para centrarse en sus propias carreras profesionales. Secuestrar a Lovely era el único modo que tenía Vimla de asegurarse de que su hija se mantenía incorrupta a semejante oleada de indeseables influencias.
También Maji controlaba de cerca a Pinky, aunque de un modo protector y reconfortante.
La diferencia, según la opinión de Pinky, radicaba en la fuerza de Maji y en el miedo que atenazaba a tía Vimla.