MONZONES Y MILAGROS

El cocinero Kanj servía chawal al curri la noche en que abrazó la fe. Las pakoras fritas de espinacas y cebollas flotaban en un mar de color azafrán de harina de garbanzos, grumos de leche y ajwain tostado. Aunque normalmente ese plato —uno de los favoritos de la familia— despertaba una sombra de ligereza en el sombrío rostro del cocinero Kanj, ese día no fue así. Tenía el ceño más fruncido de lo habitual y arrugaba los labios como si se le hubieran abrasado accidentalmente. Miró dentro de la cacerola y murmuró una maldición. El curri se había aguado en exceso y, a pesar del calor al que lo había sometido, había sido imposible espesarlo. Tampoco había servido añadir harina adicional. Era la hora de cenar y al cocinero Kanj se le habían agotado las opciones. A pesar de que no era demasiado religioso, rezó en ese momento para que ocurriera un milagro.

«Azúcar adicional en el halva del puja de mañana —prometió a los dioses mientras servía el aguado curri en los platos de acero inoxidable—. De acuerdo, de acuerdo. No espeséis mi curri si deseáis jugarme esta clase de bromas, pero, por favor, que ellos no lo noten, nah?», suplicó en silencio mientras colocaba despacio el plato bajo la nariz de Jaginder.

Las cejas de Jaginder colisionaron entre sí durante un breve instante de sorprendido desagrado.

Y en ese momento una nube del monzón reventó encima del bungaló de Maji.

Tufan y Dheer salieron corriendo al camino privado de acceso a la casa y se quedaron allí con los brazos extendidos hasta que el pijama kurta se les volvió traslúcido, acentuando la rechoncha tripa de los gemelos y poniendo de manifiesto el ejército de lunares que recorría la espalda de Tufan.

Jantar Mantar, kaam karantar, chhoo, chhoo, chhoo! —cantaron a todo pulmón como dos magos que hubieran hecho desaparecer admirablemente el calor, el sudor y el sol.

Jaginder se acercó apresuradamente a la galería y sacó uno de sus rechonchos dedos, dejando que lo bañara el diluvio.

—¡Como entréis con el cuerpo empapado, recibiréis cada uno un buen par de chantas! —les amenazó en un intento por disimular los celos que el despreocupado júbilo de sus hijos despertaba en él. En su día, también había podido extender los brazos al cielo y creer que el mundo le pertenecía.

El cielo y la tierra se fundieron con la ferocidad de dos amantes. El viento ululaba y hacía restallar su látigo, zarandeando las contraventanas, colándose por la puerta abierta y haciendo bailar las hojas y la suciedad acumulada en el camino de acceso a la casa en un vals de enloquecidos pasos. Savita alzó los ojos para mirar a Jaginder y, sonrojándose levemente, sintió al verle un extraño cosquilleo en los senos. ¿Era acaso posible que de nuevo deseara a ese hombre, el mismo que en aquel preciso instante cabrioleaba en la galería, dando órdenes y lanzando amenazas con idéntica severidad? Turbada por esa posibilidad más que por la repentina excitación de la que era presa, se levantó a hurtadillas de la silla y voló a su habitación.

También Nimish era presa de una excitación semejante: el valor que hasta entonces le había eludido insultantemente estalló con fuerza en su interior. Las lluvias, naturalmente, conferían a la ciudad una ineludible carga romántica. La ventana de Lovely Lawate, oculta por la persiana tras la que Nimish a veces llegaba a percibir un leve atisbo de luz, le reclamaba con la intensidad de la mirada de una amante. Se ajustó las gafas al tiempo que mascullaba un fugaz «buenas noches» a la mesa vacía antes de huir a su habitación.

—Gulu, el Ambassador. —La voz de Jaginder se abrió paso entre el atronador rugido del cielo y el metálico tamborileo del agua contra el tejado.

—¿Señor?

Gulu apareció bajo un aterrado paraguas que se encogió sobre su eje, tiritando alrededor de su fino esqueleto.

—El Ambassador —repitió Jaginder, pasando rápidamente a la acción—. No te preocupes. Yo mismo conduciré.

—¿Adónde vas, papá? —chilló Tufan cuando los faros del Ambassador le iluminaron.

—A rezar —se limitó a responder Jaginder antes de acomodarse en el asiento delantero y encender el motor. Gulu abrió las puertas verdes de la entrada y las empujó sin ocultar su reticencia, viendo cómo el Ambassador se abría paso no sin dificultad hasta la calle inundada preso de toda la aprensión del padre que manda a su hija a su noche de bodas.

Kanj y Parvati habían desaparecido. Habían abandonado todas sus tareas domésticas y se habían ocultado al amparo de las seductoras sombras del monzón. Kuntal era la única que seguía a la vista con las manos llenas de toallas mojadas. Nimish había salido por la puerta de atrás, apremiado por el diluvio y oculto bajo el oscuro manto del cielo. Vacilante primero y con el corazón latiéndole enloquecido en el pecho después, se deslizó hasta el muro que separaba el bungaló de Maji del de los Lawate. La lluvia le golpeaba los oídos, sentía la sangre recorriéndole las piernas y la desesperación exprimiéndole el corazón.

Pocos días antes había estado hojeando en secreto la traducción que sir Richard Burton había hecho del Ananga Ranga, un texto antiguo sobre la sexualidad entre marido y mujer. El texto proclamaba que comer tamarindo magnificaba el goce sexual femenino, una revelación que le llevó a cerrar las gastadas páginas del libro con dedos temblorosos. ¿Su madre habría consumido tamarindo alguna vez? Buscó en su memoria un incidente así, pero al instante se acordó de que Savita siempre se mantenía alejada de cualquier alimento amargo, incluida la salsa de tamarindo, pues según decía eran perjudiciales para el útero. ¿Y Maji? El cuerpo obeso y masculino de su abuela envuelto en los blancos saris de viuda estaba tan alejado de cualquier sombra de sexualidad que a Nimish le recorrió un escalofrío al pensar en cómo habría sido concebido su padre. Pero Lovely, Lovely se sentaba bajo el tamarindo y comía deliberadamente sus bayas, una tras otra, en octubre y en noviembre, cuando estaban maduras. Casi pudo saborear la dulce amargura que transpiraban los labios de la joven, tiñéndolos de una descarada capa rojiza.

Mientras Jaginder se alejaba envuelto en el rugido del Ambassador en busca de su salvación, Savita se quedó de pie delante de su espejo, buscando respuestas en él. Enseguida se dio cuenta de dos cosas.

Tenía los ojos brillantes y el kohl que los perfilaba se le había emborronado como una herida.

Y vio también que la blusa del sari le comprimía ostensiblemente el pecho.

Se secó los ojos, culpando del primer cambio a la humedad que impregnaba el aire. No lograba entender a qué se debía el repentino brillo que le iluminaba los ojos. Era como si las lluvias se hubieran llevado consigo las capas de dureza de su rostro y las diminutas arrugas de resentimiento que brotaban de sus párpados. Se quitó el palloo del sari que le cubría el hombro y lo arrojó al suelo. La blusa, cosida a la perfección por el sastre apenas unos días antes, le oprimía las costillas. Las mangas le apretaban los brazos por debajo de los codos, donde se ensanchaban de pronto, decoradas con hilo de plata. Seis ojales metálicos cerraban la blusa sobre el pecho. Savita desabrochó con cuidado las hebillas entre sorprendidos jadeos. En cuanto los sujetadores cayeron al suelo, se cogió los senos con las manos.

Le sobresalían los pezones, que apuntaban directamente al espejo. Bajo la piel vio dibujado un mapa de venas azuladas. Durante un instante fue plenamente consciente del ruido ensordecedor que procedía de las nubes al abrirse y verter toda su carga sobre la ciudad, los frenéticos movimientos del bungaló forcejeando contra el diluvio y los gritos de júbilo de sus hijos. De pronto se acordó de su marido y sus ojos se desviaron durante un segundo hacia la puerta con la breve esperanza de haberla cerrado con pestillo.

Y entonces, antes de que la electricidad dejara la casa a oscuras, el espejo reveló algo más.

Jaginder era un hombre de palabra. Calado hasta los huesos, estaba sentado en una silla de madera con los ojos clavados en una pared. Allí, en una repisa sobre la chimenea, cubierta por una tela de punto blanco, la virgen María y Jesús miraban desde cuadros enmarcados y rodeados del etéreo halo que proyectaban los candelabros de bronce. Sobre las imágenes colgaba de un clavo un tosco crucifijo de madera ligeramente inclinado.

¿Channa y cacahuetes también, hombre?

Jaginder alzó la mirada. Vio de pie ante él a una rechoncha mujer con un vestido floreado que le cubría hasta las rodillas. Llevaba el pelo recogido en un moño y el rostro desprovisto de maquillaje. El lunar que alcanzó a ver en su mejilla hizo oscilar sus tres largos pelos ante sus ojos. Sin tan siquiera esperar una respuesta, la mujer puso sin miramientos sobre la mesa una botella de daru con un vaso sucio lleno de hielo y una botella de soda Duke's.

—Sí —gruñó Jaginder, dándole el dinero.

La mujer, que no era otra que la avezada dueña de esa auntie-ka-adda, chasqueó sus dedos carnosos. Casi al instante, una joven, su hermosa hija adolescente, apareció con un plato de lentejas y cacahuetes tostados channa. Jaginder le dedicó una mirada y puso otro billete encima de la mesa. En cuestión de segundos apareció una cesta de pescado frito y cigarrillos.

Sentado con el vaso en la mano, Jaginder intentó recordar cómo había llevado el Ambassador por las calles inundadas hasta tomar la destrozada carretera de la costa y llegar al suburbio de Bandra.

Apenas había podido distinguir los puñados de casas de estuco con sus largos tejados inclinados tapizados de tejas de barro en aquel diluvio. Las palmeras apiñadas entre las casas se agitaban y chasqueaban como feroces perros guardianes. Había pasado con el coche por delante de un cementerio abigarrado de lápidas y de cruces. Una de las cruces se alzaba entre las demás, obviamente señalando la tumba de quien en su día debía de haber sido un prominente lugareño cristiano. Lo que quedaba de su inscripción eran solo las iniciales INRI —la inscripción dedicada a Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos, que los romanos habían labrado en la cruz de Jesús—, que se cernirían eternamente sobre el espíritu del difunto.

Jaginder no recordaba cómo había llegado a esa adda en particular. Era como si el Ambassador le hubiera llevado hasta allí por decisión propia. No podía hacer nada por resistirse a la tentación de ir allí; la fascinación que sentía por las clases bajas que poblaban las acidas y el refrescante caldo que allí servían parecían liberarle de todos sus problemas. Aun así, se culpaba por caer tan bajo, por mancillar su honor y su respetabilidad, huyendo en mitad de la noche o bajo las torrenciales alas del monzón, pues se avergonzaba demasiado de ser incapaz de renunciar a su hábito.

Había ido a dar con sus huesos a una de las addas de Bandra propiedad de una intrépida cristiana de mediana edad, famosa y conocida entre los locales como tía Rosie. Además de servir un licor totalmente puro del que dependía el honor de la mujer, el adda de Rosie ofrecía un ambiente alegre y familiar con ciertos tintes religiosos que de algún modo hacían que uno tuviera la sensación de que el propio Dios participaba de la diversión.

—Brindo por la llegada de los monzones. —Jaginder exhortó a Jesús y tomó un buen trago. Rosie no tardó en aparecer con otra media pinta y con ánimos renovados. Luego se dirigió amenazadoramente a la mesa contigua.

—¡Si no tienes dinero ya puedes largarte! —gritó al aterrado cliente.

Se abrió entonces la puerta y la lluvia irrumpió en el interior del adda con febril intensidad. Una sorda ovación recorrió a los presentes cuando un cliente habitual entró tambaleándose, sacudiéndose el agua del sombrero y deslizándose teatralmente sobre el charco que formó en el suelo. Era un hombre delgado con un gran bigote densamente poblado y una mata de cabello que mantenía increíblemente aceitado y aparentemente intacto a pesar de la lluvia. Rosie le acompañó a la mesa más próxima, donde el recién llegado quedó de inmediato absorbido por una ronda de cartas como si sus compañeros de mesa simplemente hubieran estado esperando a que ocupara su sitio. Marie, la hija adolescente de la dueña, ataviada con una hermosa túnica de color rosa y un lazo a juego en sus densas y negras trenzas, apareció con una bandeja de cacahuetes recién tostados. Su rostro enmarcaba unos tranquilos ojos oscuros, acentuados por unas largas pestañas y los primeros atisbos de la pérdida de la inocencia.

—¿Cacahuetes? —flirteó con ella el cliente habitual—. ¿Qué más puedes ofrecerme?

La joven se marchó y regresó con un plato de pescado frito y con su madre.

El cliente habitual le dedicó una mirada ceñuda y pidió otra ronda.

El techo empezó a gotear sobre la mesa de Jaginder. Encima, las palmeras se agitaban. El agua de la calle brillaba en el suelo como una serpiente. La pequeña Marie correteaba entre las mesas con la bandeja delicadamente equilibrada sobre la cadera. El cliente habitual alzó la voz y de pronto tendió la mano hacia la espalda de la muchacha. Al grito de esta le siguió el afilado rechinar de las sillas al retirarse.

Jaginder observaba fascinado al tiempo que pensaba: «Qué afortunado es ese hombre de poder manifestar libremente sus emociones y permitirse perder el control de esta manera». Su vida en el bungaló era demasiado restringida, reservada y vana.

Rosie hizo su aparición en la escena, tumbando con las caderas los muebles que se interponían en su camino.

—¡Pequeña desvergonzada! —rugió, propinando una experta bofetada a su hija en la cara. La joven abandonó apresuradamente el salón con la diminuta cruz de oro que le colgaba del cuello brillando a la luz de las velas.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! —suplicó el cliente habitual cuya disculpa apenas resultó inteligible y agitando las manos sobre su cabeza como un par de banderas blancas.

—El señor Lo Siento otra vez, ¿eh, hombre? —rugió Rosie—. ¡Jonny! ¡Hijo mío, pedazo de idiota!

Jonny llegó poco después desde la habitación trasera, donde debía de haber estado levantando barriles metálicos de brandi para pasar el rato. Con su mueca más amenazadora, cruzó el salón con rápidas zancadas al tiempo que flexionaba el crucifijo de color violeta que llevaba tatuado en el brazo.

—No será necesario, papaíto Jonny —dijo el compañero de partida del cliente habitual, flexionando los brazos delante de él en un intento por poner freno al formidable progreso del muchacho.

—¡No será necesario! ¡No será necesario! —graznó el cliente habitual como una cotorra. Aunque no había duda de que el hombre debía de mostrar ese comportamiento a menudo, no parecía en absoluto atemorizado por el espectáculo del hijo culturista de Rosie. Hasta su espeso bigote parecía haberse encogido bajo su nariz como deseoso de encontrar allí refugio.

—¡Fuera! —gruñó el hijo con su mejor voz de James Dean. Llevaba una camiseta de tirantes y calzones cortos bajo los cuales asomaban dos piernas flacuchas como dos finas ramas que le conferían más el aspecto de un polo de chocolate que el de matón al que él aspiraba.

—¡No es necesario! ¡No es necesario! —volvió a suplicar el cliente habitual, llevándose la mano a la cabeza como si intentara protegerse de una lluvia de golpes invisibles.

—Mándale con Jigger, hombre —sentenció muy seria Rosie, asintiendo con la cabeza hacia la puerta. Jigger era el taxista residente del adda que llevaba amablemente a casa a los clientes cuando las noches se alargaban demasiado. El hijo levantó al cliente habitual por el cuello. El hombre se encogió y suplicó, aunque en todo el tiempo que había estado en el adda de Rosie, y a pesar de todas sus ofensas, nadie le había tocado un solo pelo de la cabeza. Y pese a lo borracho que estaba, sabía que Rosie siempre le readmitía porque era, simple y llanamente, bueno para el negocio. Los demás clientes, Jaginder incluido, disfrutaban del espectáculo, vitoreándole para que se defendiera al tiempo que animaban a Jonny para que le dejara hecho una masa sanguinolenta. Jonny semiarrastró al hombre hasta la puerta, donde lo arrojó al suelo mojado, y se sacudió las manos como si acabara de sacar la basura.

El cliente habitual dejó que Jigger le metiera en el taxi y, desde la seguridad que le proporcionaba el interior del vehículo, dedicó una luminosa y amplia sonrisa a los clientes que le observaban desde la puerta. Mientras tanto, dentro del adda, el júbilo se adueñó de los presentes.

Chalta hai —bromeaban los clientes entre sí al tiempo que pedían otra ronda—. Estas cosas pasan.

—Al muy bastardo se le ha subido el licor a la cabeza —dijo el amigo del cliente habitual, metiéndose las cartas en el bolsillo de la camisa—. Mañana regresará con sus largos dedos.

Hasta Rosie pareció esbozar una sombra de sonrisa. En cuestión de segundos, Marie había vuelto a aparecer y servía channa con una desafiante mueca en los labios. Jonny había vuelto a desaparecer en la habitación trasera, relatando sus hazañas a su hermano menor con toda suerte de innecesarios y ficticios detalles.

Jaginder suspiró con una satisfacción largamente olvidada. Metiéndose un puñado de sing-dana en la boca, se autoinvitó en un arrebato de valor a participar en la partida de cartas.

Los amigos del cliente habitual se miraron y gruñeron su aprobación. Jaginder pidió una ronda sin perder de vista a Marie por el rabillo del ojo. Había algo en ella, una vivacidad que contrastaba rotundamente con el glacial temperamento de Savita y con el abrumador autocontrol de Maji. «Sí», pensó, «mi hija habría traído a nuestra casa ese mismo espíritu. Calor. Vitalidad».

Deseó tocarla, sentir su despreocupada energía, su deslumbrante juventud.

Marie se acercó a la mesa y Jaginder vio cómo la mano de la joven se movía de nuevo desde la copa que acababa de servirle hacia ella, hacia su delgada cintura. Aunque tocar a otra mujer, a una joven soltera, era un sacrilegio, sabía que lo haría. Algo en su interior le impulsó a hacerlo, un deseo de castigarse por la muerte de su pequeña y por el consecuente deterioro sufrido por su familia.

Tendió la mano, buscando a la vez su salvación y su condena.

Rosie se la apartó de un manotazo.

—¡Pero es que no tiene usted vergüenza! —le escupió.

El adda quedó sumida en el silencio al tiempo que un puñado de ojos acusadores preguntaban: «¿Quién es esa voluminosa persona? ¿Por qué quiere importunarnos?».

Jaginder retrocedió como si hubiera recibido el manotazo en plena cara.

«Oh, Dios. ¿En qué estaría pensando?» Marie sonrió tímidamente, encantada al verse objeto de interés de un acaudalado sahib como aquel.

Jonny cogió a Jaginder por el pescuezo y le echó a la calle.

Salam, sahib! —dijo burlón antes de regresar pavoneándose al interior del local.

—¡Podría ser su hija! —gritó Rosie desde la puerta.

No había humor ni tampoco el espectáculo que había tenido lugar con el cliente habitual, sino tan solo una fría y afilada declaración de que no era bienvenido. De que aquel no era su sitio.

—No tengo ninguna hija. No tengo ninguna hija —sollozó Jaginder, desparramado sobre el asfalto mojado.

Por fin, por fin, pudo llorar la pérdida de la pequeña.

En la repentina oscuridad, Savita no estaba segura de lo que había visto en el espejo. Despacio, levantó un dedo y tocó la humedad que le envolvía el pezón. Se acercó el dedo a la nariz y olió en él un dulzor que le resultó familiar. Una espiral de dolor pareció empujar apremiante desde el interior de sus pechos. Volvió a tomarlos entre sus manos, perpleja al notarlos tan llenos. Se llevó entonces el dedo a la boca y dejó que el sabor de lo que percibió en él le impregnara la boca. Y entonces lo supo. Un grito sordo llenó la habitación mientras Savita se derrumbaba sobre el tocador. Increíblemente, más de trece años después del nacimiento de su último hijo, se le habían vuelto a llenar los pechos de leche.

Los monzones llevaron la vida a la tierra reseca pero también milagros a sus anhelantes habitantes. Ese año, mientras las lluvias caían sobre ellos, la promesa que traían con ellas resultó ser mejor aún. Dheer y Tufan siguieron bailando bajo la ofrenda caída del cielo hasta que por fin se acostaron con el correspondiente alijo de chocolate. Nimish siguió fuera, junto al muro, esperando a que Lovely apareciera.

Jaginder condujo el Ambassador entre la lluvia y el agua que anegaba las calles mientras los limpiaparabrisas apenas lograban sacudir el diluvio que azotaba la luna delantera del vehículo. El agua se colaba en el interior del coche por debajo y por la ventanilla bajada, empapándole los pantalones y la camisa. Las negras nubes se abrieron de pronto en el cielo, revelando una luna venosa y rojiza que no fue sino el reflejo de sus propios ojos cansados. Anticipándose a la inminente llegada de su amado Ambassador, Gulu despertó de una inquieta siesta y se acercó a mirar a la calle desde la verja de entrada en busca de los conocidos faros del coche.

La intensa humedad había vuelto el fósforo de las cerillas blando e inerte, dejando las velas apagadas y el bungaló sumido en la oscuridad. En el garaje posterior, el cocinero Kanj y Parvati seguían en la cama con sus cuerpos entrelazados y moviéndose con urgencia al tiempo que los relámpagos quebraban el cielo sobre sus cabezas. El cocinero pensó entonces que al día siguiente se acordaría de cumplir su promesa y añadiría unas cucharadas adicionales de azúcar al halva del puja. A fin de cuentas, el diluvio había llegado en el preciso instante en que él había empezado a servir la cena. Los platos intactos y el arroz frío seguían sobre la mesa. El curri aguado del cocinero Kanj había pasado milagrosamente desapercibido.

Lo mismo ocurrió con otro milagro de muy distinta suerte.

Bajo los numerosos truenos que retumbaban en el cielo barrido por la lluvia, un pestillo siguió cerrado hasta el anochecer. Entonces, una puerta prohibida se abrió con un gruñido, franqueando una frontera hasta entonces intacta.

El bebé fantasma salió del cuarto de baño por vez primera y su plateada melena dejó a su paso una reluciente estela de rocío tan delicada y luminiscente como la luz de la luna.