EL BRUMOSO OCÉANO

Un insoportable silencio se adueñó del salón. —Vosotras quedaos aquí —dijo Harshal, metiendo los pies en sus mojadas chappals—. Yo volveré a casa.

—Volvemos todos —dijo Vimla, soltando la mano de Maji y saliendo sin despedirse.

Sintiendo sobre ella las impotentes miradas de la familia, Maji contuvo las lágrimas que se acumularon como nubes del monzón tras sus inflamados párpados. Nadie quería dormir. Cualquier clase de actividad, cualquier cosa que ocupara sus mentes, era el único modo de provocar una sombra de alivio.

—Kanj, prepara el halva para el puja —dijo por fin—, y unas tortitas. Va a ser una noche muy larga.

El cocinero Kanj se alejó rápidamente hacia la cocina.

—Parvati y Kuntal, hay que limpiar la habitación de los niños.

—¿Y si el fantasma está ahí todavía? —preguntó Kuntal.

—Que se atreva a molestarnos —dijo Parvati amenazadora al tiempo que tomaba a Kuntal de la mano y se alejaba pavoneándose por el pasillo.

—Voy con vosotras —les dijo Savita.

—¿A limpiar? —preguntó Parvati, arqueando una ceja.

—A verla —resopló furiosa Savita.

—No, Savita —dijo Maji.

—Voy a encontrar a mi pequeño gorrión —dijo Savita—, y nadie me lo impedirá.

Nimish se puso en pie, dispuesto a acompañarla.

—¡Nimish! —gritó Maji—. Déjala que vaya. Tus hermanos y tú id a buscar las gaddhas al salón para que podamos desenrollarlas en el suelo. Podemos dormir aquí todos esta noche.

Inspirando hondo, Maji se pellizcó el pliegue de piel que le separaba las cejas.

—Gulu, utho.

Gulu se incorporó atontado del colchón donde, a pesar del revoloteo de actividad, había empezado a dormitar. Recobró de pronto la lucidez, mareado aún por la pérdida de sangre.

—Perdóneme, Maji, por todo esto...

—Dime —empezó Maji, esperanzada—: ¿Había algo más? ¿Algo que no le hayamos dicho al inspector?

—No. Yo... resbalé mientras cerraba la puerta.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Hay algo que no me estás diciendo.

—Es todo lo que recuerdo.

—¿Viste a alguien al otro lado de la puerta? —Maji se inclinó hacia delante—. Pinky ha desaparecido. ¿Eres consciente de lo serio que es eso?

El rostro de Gulu se contrajo y una fila de dientes desiguales se clavaron en su labio inferior. «Oh, Dios», pensó al tiempo que recordaba la espeluznante risa, los labios enrojecidos, «¿será capaz de hacer daño a Pinky?».

—¿Lo entiendes?

Gulu sintió el calor de la mirada de Maji y también sintió cómo su cuerpo se recolocaba como si estuvieran tirando de él con una cuerda invisible. Maji era su benefactora, la persona que le había dado un techo y una segunda vida. Por mucho que se empeñara, no podría mentirle.

—Vi... algo.

—¡Cuéntamelo! —gritó Maji, agitando su bastón delante de él.

Encogiéndose de nuevo contra el suelo, Gulu contó entonces los detalles: el gemido en la puerta, la figura envuelta en el velo en la calle.

—¿Era Lovely?

—Creo que no, aunque no pude verle la cara.

—Entonces, ¿cómo sabes que era una mujer?

—Oí su voz.

—¿Qué es lo que dijo?

—Me llamaba —Gulu recordó los finos brazos de la mujer, el destello de su pañuelo—, pero entonces me caí.

—Nada de jueguecitos conmigo —tronó Maji—. ¿Quién era?

Gulu levantó el rostro hasta que sus ojos y los de Maji se encontraron. «Ojalá pudiera verla a solas, encontrarla antes de que lo haga alguien y arreglarlo todo.» Sintió que le palpitaba el dedo y la sangre empujaba contra el frágil vendaje de tela, saturándolo con cada latido.

—Por favor —suplicó.

—¿QUIÉN ERA?

Las lágrimas surcaron el rostro de Gulu. Cayó de rodillas y se cubrió la cara, pronunciando el nombre que no había vuelto a oírse entre las paredes del bungaló desde hacía trece años.

—¿A la libertad? —gritó Pinky sintiendo que la ropa empapada estaba erizándole la piel bajo los brazos y allí donde el elástico de la ropa interior se le ajustaba al trasero. El fino pijama de algodón había quedado totalmente empapado bajo el diluvio. Aun así, no se dio cuenta de que estaba tiritando hasta que llegaron a la reluciente curva de Marine Drive, con su majestuoso collar de farolas iluminando el sinuoso cuello de la bahía. El mar de Arabia rompía contra la orilla, lanzando nubes de agua de diez metros de altura en el aire—. ¿A qué te refieres?

Lovely guardó silencio sin apartar los ojos vacíos del frente y con los nudillos sobre el manillar.

—¡Da la vuelta! —gritó Pinky. En silencio recordó que conocía a Lovely desde que tenía uso de razón. Sin duda tenía que haber un motivo que justificara su locura, un motivo que impidiera a Lovely contarle más. «¿Se estará escapando de casa?» Pinky no lograba sacudirse de encima la sensación de que algo realmente destructivo se había apoderado de Lovely. Se agarró fuertemente a su cintura, aguzando la mirada en un intento por recordar las vistas que dejaban atrás y con la esperanza de hacer uso de ellas para, llegado el caso, volver a casa.

Giraron por Churchgate Street, un bulevar principal bordeado de mugrientos rascacielos comerciales en tonos ocres y grises coronados por apartamentos igualmente desolados. Montones de basura empapada se apilaban en las esquinas de la acera, cubierta de pequeños cuadrados de ladrillo de color azafrán que resplandecían bajo el incesante tamborileo de las lluvias. Una pared visiblemente deteriorada estaba cubierta de carteles cinematográficos que iban cediendo al embate de la lluvia y sobre los que alguien había pegoteado de cualquier manera un anuncio de un enterrador cercano que proclamaba: «PODEMOS ENVIAR CADÁVERES A CUALQUIER PARTE, EN CUALQUIER MOMENTO Y SEA CUAL SEA EL MODO QUE USTED PREFIERA». Otro cartel advertía: «Los cementerios están llenos. Un conductor que vivía deprisa murió víctima de la velocidad». Y un tercero decía Hindi-Chini Bhai-Bhai, promoviendo así las relaciones fraternales entre la India y China en conmemoración de la primera visita del primer ministro Chou Enlai a Delhi varios meses antes.

Las lluvias salían a borbotones junto a una cloaca sobresaturada, salpicando el aire de agua sucia. Al otro lado de una mampara, con sus separadores negros y curvos, Pinky divisó una figura solitaria: un hombre que caminaba apresuradamente en dirección contraria con la cabeza oculta bajo un paraguas negro. Durante un instante estuvo a punto de llamarle. «¿Pero qué conseguiría con eso?» Lovely pisó el acelerador y llegaron a Flora Fountain, el eje central de Bombay, llamado así en honor de la diosa romana de la abundancia. Desde allí, siguieron hacia el sur, rodeando una estatua de piedra negra del rey Jorge apodado Kala Ghoda, la biblioteca Sir David Sasson, en la que Nimish pasaba gran parte de su tiempo, y la Rhythm House, que, debido a las restrictivas leyes del copyright, no contenía ninguna obra de Tony Bennet ni de Elvis.

La Triumph aminoró la marcha al entrar en Wellington Circle y aproximarse al Regal Cinema, dotado de aire acondicionado y cuyo nombre aparecía toscamente garabateado a lo largo del borde de cemento del edificio. La película en cartelera era Mughal-e-Azam, la trágica historia de amor del príncipe Salim y la hermosa Anarkali, que había sido enterrada viva por el emperador mogol. El papel de Anarkali corría a cargo de la famosa actriz Madhubala, cuya foto Pinky había encontrado en una revista y la había guardado en su cómoda de teca para recordar así a su madre. De pronto, en aquella inmensa valla publicitaria, el rostro angustiado de Madhubala emergía de un decorado que representaba una escena de una batalla del siglo XVI: los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás y la boca abierta en una mueca de horror inexpresable.

—¡Mamá! —gritó Pinky al verla.

Cuando Savita había visto Mughal-e-Azam con sus amigas, se pasó varios días llorando. «El pasado puede llegar a ser muy cruel», se había lamentado, abrazada a los hombros de Nimish. «¿Cómo puede alguien interponerse entre un amor así?» La película había tenido tanto éxito que Filmfare había relatado una historia sobre un taxista que había pagado para verla más de cien veces. «¿Cómo puede alguien trabajar tan duro para gastarse así el dinero?», había comentado tío Jaginder. Toda la familia se había reído disimuladamente ante semejante estupidez.

—¡Para! ¡Por favor, para! —gritó Pinky, pegándose a la espalda de Lovely e intentando llegar con las manos al manillar.

—No me detengas —le advirtió Lovely, saliendo a Colaba Causeway y dirigiéndose directamente hacia la punta de Bombay, pasando por delante del Empress a la derecha, el café en el que no hacía mucho Pinky había estado sentada con sus primos viendo a los hidras. La acera izquierda de la calle estaba abarrotada de tiendas que vendían productos de contrabando como crema de afeitar Gillette y otros artículos de lujo. Las tiendas estaban cerradas, tapiadas para prevenirse de los salteadores y de las lluvias torrenciales. Más allá, elevándose desde el gélido puerto de Bombay, apareció la Puerta de la India, construida en basalto amarillo en 1911 para dar testimonio de la resistente naturaleza del gobierno inglés. Lovely enfiló hacia el otro lado de la Esplanade, una fila de edificios de tres plantas donde residían acaudaladas familias parsis, dejando atrás las cocheras de los autobuses BEST en dirección a Cusrow Baug.

Pinky intentaba frenéticamente idear un plan. «Está huyendo y me lleva con ella. En cuanto detenga la moto, saltaré.» Pasaron a toda velocidad por delante de una pequeña estación de servicio, saliendo por fin de la calzada para tomar un tranquilo callejón bordeado de un puñado de viejos edificios coronados por altos techos de vigas de madera. Pinky recordó de pronto con un destello de esperanza que tío Uddhav, el primo mayor de Maji, vivía en el último edificio, llamado Dar-ul-Khalil. Era un viudo que de vez en cuando alquilaba el pequeño cubículo de dos metros por tres de su apartamento a marineros que atracaban en el puerto. Pinky vislumbró al feroz pashto afgano que vigilaba el edificio por la noche y cuyas largas piernas le asomaban del kholi debajo de la escalera de madera donde dormía, ajeno a las lluvias.

«El bhenchod tiburón solitario», así había llamado el tío Uddhav con una mueca de asco al afgano originario de Kabul. «Cuando no cobra el veinticinco por ciento de interés mensual a los obreros pobres, trafica con los marineros con latas de Dunhill o de State Express 555 o con esos bhenchod artilugios Yashica.» —Esa clase de hombres son impredecibles —había dicho Maji.

—Y también sedientos de sangre —había añadido el tío Uddhav—. El muy bastardo lleva encima un cuchillo de quince centímetros.

A Pinky se le encogió el corazón cuando atajaron por Wodehouse Road y fueron a desembocar en la comunidad de pescadores de Koli, situada en una bahía rectangular en diagonal a Nariman Point. Al instante las engulló el hedor de pescado podrido. Pinky sintió arcadas y se tapó la nariz con el pijama como si el frágil algodón, totalmente empapado, pudiera filtrar aquel olor insoportable.

Más allá, junto a la arena, puñados de pequeñas casas se arracimaban para protegerse de los gélidos vientos oceánicos. Un solitario cocotero se elevaba en la oscuridad.

Lovely detuvo la moto y, agarrando con fuerza la mano de Pinky, la llevó hasta la orilla.

—Vamos —ordenó de nuevo con esa voz extraña y valiente tan distinta de la suya.

—¡No! —gritó Pinky, fijando la mirada en el brumoso océano que se perdía en el infinito, intentando deshacerse de la mano de Lovely—. ¡No pienso ir a ninguna parte! ¡Al menos hasta que me digas lo que ocurre!

—Estás temblando —fue la respuesta de Lovely—. Toma, ponte mi dupatta.

—Pero está mojada —dijo Pinky a pesar de que tendió la mano para aceptar la exquisita seda. En cuanto la tocó, sintió que entre Lovely y ella pasaba una corriente energética, un misterioso calor, una radiación que acalló toda su resistencia. Lovely echó a andar con la dupatta atada a la cintura y con Pinky tras sus pasos, asida a ella como si en ello le fuera la vida. A pesar del terror que la embargaba, no deseaba quedarse sola en aquella extraña oscuridad. Pasaron por delante de una chabola a oscuras situada a las afueras de la aldea, rodearon la pequeña aglomeración de casas y por fin se detuvieron junto al embarcadero donde un maltrecho pesquero se balanceaba a merced de la corriente y un puñado de pequeñas canoas de madera yacían boca abajo sobre la arena.

Lovely empujó una de las canoas hasta las espumosas aguas del mar de Arabia y Pinky subió a bordo, instalándose delante de ella, agarrada a la dupatta y dejando que el espeluznante y saciador calor abrumaran su sensatez y su determinación. «Lovely es como una hermana para mí», se dijo. «No me hará ningún daño. Luego me llevará a casa.» La lluvia arreció y una densa niebla empezó a elevarse de las tormentosas aguas del mar. Solo las cabezas de Pinky y de Lovely se bamboleaban sobre la superficie como un par de delfines intentando tomar aire. Aunque las tempestuosas olas rompían a su alrededor, el pequeño retazo de agua que rodeaba la canoa se mantenía extrañamente en calma, dando la bienvenida a Lovely entre sus brazos como lo haría una madre con su hijo querido. Una leve pincelada de color rosa coloreaba el horizonte.

Desde la canoa, Pinky vio salir a un pescador de su casa. Apenas pudo distinguir su tikkona blanco, una especie de pañuelo de cuadros enrollado como una cuerda y tensamente recogido por detrás, y su camiseta de rayas negras. Un trapo blanco le cubría la cabeza. El hombre se volvió como para mirarlas con la mano pegada perpendicularmente a la frente y despareció en el interior de su chabola.

Una repentina ráfaga de viento sacudió la dupatta de seda, arrancándola de la cintura de Lovely y de los dedos de Pinky y quedando prendida en la parte posterior de la barca, flotando en el agua tras ellas como la cola de una bestia mitológica, dorada y brillante. Pinky sintió un espasmo como si hubiera despertado violentamente. Le sorprendió de pronto la frialdad de su ropa mojada, la dentellada del agua salpicada del océano, el absoluto horror de su situación. «Oh, Dios mío, ¿cómo es posible que estemos aquí, en mitad del océano?» Volvió a oír las palabras aparentemente inocentes que Lovely había pronunciado en Hanging Gardens. «Se ahogó, sí», había dicho refiriéndose al bebé muerto. «Pero al menos ella es libre.»

¡Didi! —gritó Pinky—. ¡Volvamos!

Pero Lovely siguió remando, dejando atrás la cuadrada ensenada hasta salir a la bahía, donde la calma que la embargaba fue ganando en intensidad, alimentada por el insondable océano y por el agua que las rodeaba en todas direcciones.

—¡Todavía podemos regresar! —gritó Pinky al tiempo que pensaba: «¡Nos va a ahogar a las dos! ¡Vamos a morir!». «¿Estaría Yama, el dios de la Muerte, remando hacia ellas en ese preciso instante a la espera de arrancarles el alma?»—. ¡Qué ha pasado! ¡Por qué haces esto! ¡Dímelo!

Lovely remaba cada vez más deprisa. Pinky reparó en una brillante estela de humedad que le bajaba por la pierna.

—¿Qué es eso? —gritó, señalándole la pierna—. ¿De dónde viene?

Lovely paró de remar con los ojos hundidos. Entonces, muy despacio, con los dedos extendidos, se llevó la mano a la fuente de aquel reguero de sangre.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Pinky, viendo la sangre que le manchaba la mano—. ¡Hay que llevarte a un hospital!

Intentó arrebatarle los remos, pero Lovely tenía las manos letalmente cerradas alrededor de ellos. Cualquiera que fuese el terrible accidente que había sufrido, Pinky tenía que lograr que tomara conciencia de las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer.

—¡Todo puede arreglarse!

Lovely siguió impertérrita, remando metódicamente sin responder.

—¡No me hagas esto, didi! —chilló Pinky, recurriendo a lo único que le quedaba para poder dar algo de esperanza a Lovely y salvarse así las dos—. ¡Nimish te ama! No me ama a mí ni a ninguna otra. ¡Solo a ti! ¿Es que no lo ves? ¡Se casará contigo a pesar de lo que haya podido ocurrir esta noche! ¡Te ama!

Y, como una de las afiladas flechas de la pasión lanzadas por Rama, las palabras de Pinky alcanzaron su objetivo. Era la confesión de amor de Nimish lo que primero había logrado abrir el acorazado corazón de Lovely, presa de pronto del asombro y de un sinfín de posibilidades. Una vez más, su nombre y la promesa de su amor viajaron hasta lo más profundo de sus entrañas, allí donde el espíritu estaba inmóvil, víctima de algo aterrador, poderoso y oscuro. Era ya demasiado tarde para que Lovely pudiera salvarse de lo que había ocurrido después de huir del tamarindo, pero el amor que Nimish había prendido en su corazón bastó para liberarla de la dura, implacable e inánime presencia que la habitaba. Durante un fugaz instante, los remos vacilaron en sus manos, su rostro se suavizó y se le iluminaron los ojos.

—Dile que venga a buscarme —logró decir con una voz sofocada y apenas audible—. Esperaré cuanto pueda, pero no voy a regresar.

Y entonces, de pronto, su cuerpo se tornó extrañamente traslúcido. Un espeluznante aullido se elevó de las entrañas del bote y el océano rompió contra él. Pinky se sujetó con fuerza a la borda. En cualquier momento podía verse arrojada a las agitadas aguas. Dejó escapar un grito, pues no deseaba encontrar la muerte en el despiadado océano ni verse así separada de Maji y de Nimish. Invocó a Matsya, el pez colosal que encarna a Vishnú y que salvó a Manu, el progenitor de la humanidad, del primer gran diluvio que había devastado la tierra. «¡Mándame también a mí tu barca de conchas!» Luego, oteando las infinitas aguas que la rodeaban, se acordó de pronto de la sequía que había dejado huérfanas a Parvati y a Kuntal. Recordó la fotografía de sus demacrados padres que había salido en la prensa, el periódico tiernamente envuelto en un paño bandhani amarillo y rojo que lo protegía. «Para que no olvide nunca que debo sobrevivir a toda costa», había dicho Parvati aquel lejano día en el cuarto de baño.

Los ojos de Pinky se posaron en un remo medio roto que descansaba dentro del bote.

—¡Lovely, didi, volvamos, por favor! —le gritó en el estruendo ensordecedor.

—¿Quieres saber quién ahogó al bebé? —gritó Lovely. Su ropa mojada se ajustaba contra su delgado cuerpo, revelando unos músculos tensos y jóvenes.

—¡No! —gritó Pinky—. ¡No, no, no!

—He estado esperando todo este tiempo, vigilándote —dijo Lovely—. No temas. Te liberaré.

Se inclinó entonces hacia Pinky y la agarró con firmeza de la mano al tiempo que se llevaba la otra al corazón.

—¡No! —gritó Pinky.

El océano burbujeó, colándose en el pequeño bote y balanceándolo como un juguete. Pinky sintió que algo empezaba a penetrar en su cuerpo y que una tensión letal le asía del pecho. Con toda la fuerza que aún le quedaba, se lanzó a un lado sobre el remo y lo agitó en el aire. Un espantoso chillido brotó de la boca de Lovely cuando cayó al agua por la borda y el pesado contenido de su bolso la arrastró hacia el fondo. Un torrente de agua rompió contra el bote, arrojando a Pinky contra un lateral de la pequeña embarcación.

La mano de Lovely emergió de pronto de las oscuras aguas, cerrándose en el aire.

Pinky se inclinó sobre la borda precaria y peligrosamente para agarrarla.