LA ALDEA DE PESCADORES
Pinky abrió los ojos. Estaba acostada en una especie de camastro y tapada con una tosca manta. Le dolía la cabeza y sentía que le ardía el cuerpo aunque tenía azules las yemas de los dedos.
—¿Maji? —llamó, asustada. Una fuerte punzada le atravesó el costado.
Una mujer apareció de inmediato y se agachó a su lado. Llevaba un tatuaje en el antebrazo y vestía un sari de algodón verde recogido detrás de las piernas con una descolorida blusa turquesa. Tenía el pelo peinado en un moño rodeado de una rama de jazmín. Un grueso collar de plata le caía sobre el pecho. Su rostro era oscuro como el chocolate y profusamente salpicado de arrugas como las que deja en la piel una vida sembrada de preocupaciones. Aunque no era vieja, tenía una expresión fatigada. Con extrema suavidad, dio agua a Pinky con una cuchara y sustituyó el paño que le cubría la frente con otro frío.
—¿Lovely?
La mujer negó con la cabeza.
—Puedes llamarme tía Janibai.
—¿Y Lovely didi? ¿También está aquí?
—Lo siento —dijo Janibai—. Solo tú. ¿Estaba ella contigo?
—No —mintió Pinky, reparando de pronto en el lugar desconocido en el que se encontraba.
—Ahora descansa —dijo Janibai, levantándose y mirando hacia la puerta.
Pinky oyó voces que provenían del exterior que hablaban en un dialecto que ella no entendía aunque reconoció como el konkani, el lenguaje de los pescadores, gracias a sus visitas al Crawford Market. Un hombre joven vestido con una camiseta a rayas y con una tikkona con una punta atada como una cuerda entre los muslos que dejaba a la vista unas piernas tersas y musculosas, entró en la pequeña cabaña y empezó a chillar. Janibai y él intercambiaron unas acaloradas palabras sin dejar de señalar a Pinky y a un objeto desconocido que se encontraba al otro lado de los muros de hojas de palmera de la cabaña. Pinky miró por la puerta abierta y vio un rectángulo de arena dorada que resplandecía bajo el sol de la mañana. Un puñado de rostros pequeños y oscuros se asomaron al interior de la cabaña, parloteando entusiasmados. Pinky sintió tensa la piel de la cara, tenía la garganta reseca y respiraba con dificultad. Cerró los ojos y dejó que por fin el sueño la venciera.
De pronto, los parloteantes niños guardaron silencio y un tipo corpulento irrumpió en el interior del habitáculo con una lustrosa gabardina negra de goma sobre el brazo y los pantalones metidos en un par de botas también negras.
—¿Janibai Chachar?
Janibai asintió con la cabeza.
—Soy el inspector Pascal de la policía y busco a su hija, Avni Chachar —dijo con una voz que exigía más que preguntaba. De la funda de loneta que llevaba al cinto colgaba una Smith & Wesson, calibre 38.
Janibai se echó bruscamente hacia atrás y negó con la cabeza.
—¿No? ¿Qué quiere decir eso exactamente?
El pescador dio un paso adelante.
—La mujer que busca no está aquí, señor.
—¿Dónde está? —preguntó Pascal, arrugando la frente.
—Murió hace trece años, señor.
—¿Y quién es usted?
—Su sobrino, señor —dijo, señalando a Janibai.
El inspector guardó silencio durante un minuto. Fuera, los niños empezaron a chillar de nuevo. Un hombre delgado y calvo con pantalones cortos de algodón y un topi a juego corría por la arena. Al llegar a la puerta abierta, llamó tímidamente antes de aparecer en el umbral. El triángulo de pequeños rostros reapareció, observando atentamente lo que ocurría.
—Ah —dijo Pascal con todo el desprecio que fue capaz de mostrar—. El ayudante de policía, subinspector Bambarkar, acude en mi ayuda, ya veo.
—Sí, señor, inspector Pascal, señor —dijo Bambarkar, agarrándose disimuladamente al marco de la puerta con una mano para evitar que el fuerte viento procedente del océano se lo llevara por delante.
Pascal volvió a centrar su atención en Janibai.
—Anoche vieron a su hija en Malabar Hill.
—¿Cómo es posible, señor? —preguntó incrédulo el sobrino.
El inspector le lanzó una mirada colérica, perfeccionada durante sus años en el cuerpo de policía, una mirada que recordaba de inmediato a su receptor que podía recibir un buen correctivo en cualquier momento. Justo en ese instante, el subinspector Bambarkar mostró una larga vara de bambú y, apoyándose contra la puerta, empezó a golpearse con ella la palma de la mano.
—No me he equivocado —dijo Pascal clavando en él una mirada intencionada.
Janibai se cruzó de brazos, sin inmutarse ante la implícita amenaza del inspector.
—Estoy segura de que usted no ha visto a mi hija.
—¿Tiene alguna prueba de lo que dice? —preguntó Pascal.
—La vi morir con mis propios ojos.
—¿Cómo?
—Se arrojó a un tren de cercanías en la estación de Masjid.
—¿Se suicidó? —dijo Pascal.
—Estaba consternada —dijo Janibai—. Había perdido la razón y no dejaba de hablar de la comadrona y de un sacrificio. Tenía el sari mojado y la boca llena de costras sanguinolentas.
—¿Y qué hacía usted allí? —preguntó Pascal—. Los mercados del pescado están en Khar-Danda, en Citylight, en Dadar y en Crawford.
—Siempre he vendido en VT —respondió Janibai. Convencida de que la estación de Victoria Terminus había sido construida sobre las ruinas del templo original de Ekuira, iba a VT no solo a vender pescado, sino a presentar sus respetos a su diosa.
—Muy sospechoso —gruñó Pascal. Luego empezó a recorrer la habitación y sus ojos se fijaron primero en un montón de cestos que necesitaban ser reparados, para detenerse después hambrientos en la sabrosa cacerola de pescado frito en aceite de cacahuete con tomate, cebolla y masala kala, el plato de arroz con curri y el pan bhakri caliente.
Echó un vistazo al jergón y se encontró con el pequeño cuerpo acurrucado bajo las mantas. Soltó la gabardina que llevaba en el brazo y retiró la manta al tiempo que gritaba, sorprendido:
—¡Es la niña desaparecida! —chilló, mirando acusadoramente a Janibai y a su sobrino—. ¡Es exacta a la de la foto!
Los ojos de Pinky parpadearon brevemente.
—No sabemos cómo se llama —dijo el sobrino—. La he encontrado al alba a bordo de un bote.
—¿Que la has encontrado en un bote en mitad del océano? —preguntó Pascal—. ¿Durante los monzones?
—No sé cómo llegó allí, señor —respondió el sobrino, que no reveló que estaba casi convencido de haber visto a dos personas en la canoa antes de ver cómo volcaba cuando se acercaba a ella—. Vi él bote balanceándose sobre las aguas al alba, cuando todavía estaba muy oscuro. Encontré dentro a la pequeña, inconsciente.
—Una gran historia. Deberías venderla a los estudios de cine —dijo Pascal magnánimamente al tiempo que acariciaba el mango de su Smith & Wesson—. Ahora deja que sea yo quien te diga lo que ocurrió en realidad. Tu prima Avni pagó a la vecina de Pinky para que la raptara. Avni planeaba ocultarla aquí hasta que la familia Mittal le pagara una gran suma de dinero. Sé muy bien cómo funciona la gente de vuestra calaña.
—¿Una gran suma de dinero? —añadió Janibai, perpleja—. ¿Y por qué iba alguien a hacer algo así?
—Ya se lo he dicho, señor: no sé quién es esta niña —insistió el sobrino—. No la había visto hasta esta mañana.
—Su nombre es Pinky Mittal y desapareció a última hora de anoche de la casa de Jaginder Mittal, dueño de Desguaces Mittal, de Malabar Hill —dijo el inspector, atacado por una mezcla de furia y alborozo.
Janibai contuvo el aliento, reconociendo el nombre de inmediato.
—¡La que fuera el ama de mi hija!
—¡Ajá! —exclamó Pascal, apuntándola con el dedo—. ¡Así que mentías! Dime, ¿había algo más en el bote o alrededor? —se produjo una larga pausa. Pascal frunció el ceño. Bambarkar le imitó y se oyó parlotear a los niños en el exterior—. O cooperas o yo mismo registraré este lugar.
—Muéstraselo, tía —dijo el sobrino a Janibai en el dialecto konkani que compartían.
Janibai cogió a regañadientes un pequeño bulto envuelto en papel de un rincón de la habitación. El bulto contenía una maltrecha dupatta dorada, bordada con un diseño en cascada de hojas esmeraldas. En una punta se veía una etiqueta con la marca Sweetie Fashions, una de las tiendas exclusivas de Colaba Causeway.
—¿Y encima pretendíais robar la dupatta de la niña? —tronó Pascal. Y, al tiempo que se recomponía y cogía su gabardina, le gritó a Bambarkar que llevara a la niña al jeep. El policía levantó del jergón a Pinky, cuyas escuálidas piernas temblaron a causa del esfuerzo—. La llevaré al hospital —anunció condescendientemente—. Su familia se quedará profundamente aliviada cuando sepa que la he rescatado. Volveré dentro de unas horas. Mientras tanto, el subinspector Bambarkar se quedará aquí por si regresa su hija, Avni. O se entrega o al alba ambos estaréis entre rejas.
—Haré lo necesario, señor —dijo Bambarkar, ansioso por convertirse en el único oficial al mando, soltando un golpe con su lathi de bambú para infundir respeto. Una expresión de deleite asomó a su rostro bañado en sudor.
Pinky despertó y empezó a toser.
Pascal empezó a interrogarla.
—Dime, pequeña: ¿cuál es tu nombre completo?
Pinky clavó en él una mirada vacía.
—No importa. Sé muy bien quién eres —hizo una breve pausa para tomar aliento y sacó pecho, henchido de satisfacción, antes de alzar el rostro de la pequeña, tomándola de la barbilla—. ¿Puedes contarme lo que ocurrió anoche?
A pesar de que Pinky ardía en fiebre y le tiritaba el cuerpo, se negó a hablar con el corpulento oficial de policía, del que desconfiaba instintivamente. De pronto reparó en la dupatta que Pascal llevaba bajo el brazo.
—¡Démela! —gritó.
—¿Es tuya? —preguntó Pascal, agitando la duppata delante de ella—. ¿O quizá de Lovely Lawate?
Pinky no pudo contener su sorpresa. «¿Qué es lo que saben?», se preguntó.
—Te raptó, ¿verdad? ¿Verdad? —Pascal lanzó una mirada a Bambarkar que parecía decir: «Mira, maldito idiota. Mira bien cómo resuelvo dos casos de un plumazo». El subinspector intentó parecer impresionado—. ¿Dónde está? —preguntó Pascal—. Tengo además la sensación de que Lovely y Avni estuvieron juntas anoche.
Pinky apretó los labios, intentando contener las emociones.
—Empieza por contarme qué fue de Lovely cuando llegasteis a Colaba.
«¿Por qué querría ahogarme Lovely didi?», se preguntó Pinky al tiempo que los confusos acontecimientos de la noche anterior se desgranaban en su cabeza. De pronto, y con claridad diamantina, se acordó de la aterradora voz de Lovely y de la sofocante oleada de calor que le había ardido en el pecho como si algo estuviera penetrando en su cuerpo. Y recordó también el débil palmetazo del remo.
—Escucha, pequeña, o me dices qué ha sido de Lovely o meteré a tu querida Maji entre rejas.
—¡No puede hacer eso!
Pascal se echó a reír.
—Oh, ya lo creo que sí. Puedo hacer lo que quiera. Imagínate a la gorda de tu abuela pudriéndose en una celda abarrotada, rodeada de chors y de dakus, criminales de mala vida.
«No dejaré que se lleve a Maji. Nunca-nunca-nunca.»
—¡CUÉNTAMELO!
Bambarkar le dio una pequeña y firme sacudida.
Pinky tosió, salpicándole la cara de una masa impregnada de flemas. «No pienso permitir que Maji vaya a la cárcel por mi culpa», pensó. «Fui yo quien lo hizo todo. Yo, quien se hizo amiga del fantasma y... y de Lovely.» Se ocultó el rostro entre las manos.
Aun así, sus palabras sonaron claras.
—Yo la maté.