EL GURÚ
El gurú estaba inmerso en plena meditación cuando uno de los hombres de Hari Bhai le llamó. Irritado por la interrupción, mandó a su espíritu favorito —un perverso fantasma llamado Frooty al que le encantaba deslizarse en un lungi desabrochado y propinar a los despistados órganos un buen apretón que constriñera la sangre que los irrigaba— a visitar al bigotudo esa noche.
El gurú y Hari mantenían una relación no exenta de tirantez, pues estaba basada en una inquebrantable promesa, aunque, a la postre, debilitada por filosofías distintas. Aun así, mantenían en vigor el solemne juramento que se habían hecho cuando eran apenas unos niños. El gurú seguía atando amuletos protectores a la muñeca de Hari, protegiéndole de potenciales rivales y también de la policía, y Hari cuidaba de la familia del gurú, incluso cuando pasados los años, los curtidores habían sido reubicados y él les había instalado en un ático de Diamond Apartments, el primer rascacielos de Dharavi desde el que se dominaba Mahim Station. Y, a pesar de que el gurú negaba cualquier asociación con el círculo de corrupción y de crimen de Hari, no se había podido resistir a aceptar el transistor que este le había regalado. Y es que, en su tiempo libre, el gurú se había vuelto tremendamente adicto a Akaashvani, la emisora propiedad del gobierno, y las continuas emisiones de la suerte más deprimente de música clásica indostaní.
El destino había unido al gurú y a Hari. La densa masa de humanidad que poblaba las calles de Dharavi hacía las veces de verdadero muro que separaba sus barrios, ubicados en los extremos opuestos de la comunidad triangular. El gurú se había criado cerca de la línea del ferrocarril de la Central Way Line que delimitaba la frontera este de la barriada, mientras que Hari estaba firmemente refugiado en el rincón noroeste de Dharavi. Y si los ancestros de Hari se remontaban a los habitantes kolis originales de Bombay, los del gurú descendían de la comunidad konchikori de magos y actores ambulantes oriundos de Sholapur, una ciudad conocida fundamentalmente por sus telas, situada en las afueras de lo que hasta hacía poco se conocía como el Estado de Bombay.
Los poderes especiales del gurú se manifestaron por vez primera cuando tenía cuatro años y curó a su hermana poniéndole la mano en su frente enfebrecida. Tras la milagrosa recuperación de la pequeña, las habladurías no tardaron en correr como la pólvora y el gurú se pasaba días enteros sentado en el charpoy atendiendo a cuanto enfermo o desesperado acudía a su puerta. Sin embargo, no tardó en lamentarse de que no tenía tiempo para jugar con sus amigos, de modo que, durante un tiempo, en vez de curarles, el gurú infligía a sus visitas males relativamente benignos como la diarrea, la impotencia y un incontrolable desorden capilar.
—Alejaos de él —empezaron a avisarse entre los vecinos—. De lo contrario empezaréis a correr a la letrina docenas de veces al día y expulsaréis vuestros excrementos con tal fuerza que hasta las ratas huirán buscando refugio.
—Hahn —decía otro—, ¿y qué esperanza le queda ahora al pobre Dhondya de encontrar una esposa? Ni siquiera las furcias de cinco rupias de Falkland Road son capaces de devolverle la virilidad.
—¿Y qué me decís de mí? —se quejaba otro al que la melena leonada que recientemente le había crecido en las orejas le había supuesto un lugar en el Libro Guinness de los récords—. Yo solo le pedí que me ayudara a conseguir una dote adecuada para mi hija.
Los miembros de la familia del gurú se convirtieron en auténticos proscritos y a pesar de los infinitos tirones de orejas, de las incontables bofetadas o de los tormentos físicos de suerte más general al que le sometieron sus padres, el niño no cambió de opinión. Solo cuando su padre amenazó con cerrar el domicilio familiar y volver a la itinerancia callejera el gurú intentó volver a curar.
Estuvo recluido durante un año entero, practicando obedientemente el sadhana en las oscuras horas nocturnas, quedándose despierto para recitar mantras o visitar el cementerio Matunga y aprender a domeñar a los espíritus más poderosos. Todas las noches, entre las doce y las dos, exhumaba un cadáver enterrado hacía menos de tres días, asegurándose así de que su espíritu siguiera aún cerca de él, y lo bañaba con trece litros de leche. Después de que la leche contaminada cuajara al fuego, el gurú amasaba los grumos de requesón bañados en azúcar, ghee y harina de trigo hasta formar con ellos bolitas que colocaba en la cabeza y en los pies del cadáver. Por fin, empleando un mantra especial, lograba atraer al espíritu de nuevo al cuerpo y una vez allí lo sometía por completo a su control.
Durante el día, el gurú se negaba a probar la comida y se limitaba a tomar un poco de nimbu-pani para sobrevivir. Sus vecinos empezaron a acercarse de nuevo a su chamizo, entusiasmados ante sus progresos e incluso apostando billetes de diez paisas a si sobreviviría o no a la agotadora rutina. Y sobrevivió, emergiendo de su autoimpuesto exilio más poderoso que nunca, y desde entonces se le conocía con el nombre de Baba gurú de Dharavi. Mientras Hari seguía expandiendo su imperio por los vastos contornos de la ciudad, atrapando a políticos, a la policía y a los privilegiados en su embriagadora red, el gurú siguió sirviendo a los habitantes del corazón de Bombay, la gente de la barriada de Dharavi.
Justo antes del amanecer, el gurú apareció en la galería delantera del bungaló de Maji, deteniéndose para arrancar una flor del jazmín y deleitarse en su divina fragancia, libre allí de los nauseabundos olores que normalmente asaltaban su nariz en Dharavi. Y entonces, como intentando conservar el aroma, se comió una rama entera.
Maji y Savita se encogieron. El gurú era un hombre de aspecto aterrador, cubierto de la cabeza a los pies de ceniza blanca y desnudo salvo por un pequeño taparrabos y las tobilleras repujadas de campanillas de bronce que repicaban a su paso. Llevaba el pelo enmarañado recogido en un inmenso moño ligeramente inclinado sobre la coronilla y una poblada barba le caía desde la cara hasta la mitad del pecho, donde repiqueteaban las ciento ocho conchas de un rosario. Tenía un cuerpo poderoso y los ojos como dos brasas encendidas. Llevaba en la mano un abanico de plumas de pavo real y un látigo.
Llegó acompañado de su hijo, que colocó los enseres necesarios para el puja, entre los que se incluía el arroz, las bolas de requesón, pasta de sándalo, ghee, incienso y agua para lavar los pies del gurú.
—El orden natural de esta casa ha sido quebrantado —anunció el gurú después de que se hubieran llevado a cabo los preparativos necesarios para el puja. Pronunció sus palabras con un gemido grave y reverberante, como si hablara desde una tumba. Sus ojos se posaron durante un instante en Maji—. Tu casa no volverá a encontrar la paz a menos que el camino señalado por la naturaleza sea desagraviado.
El gurú se levantó de pronto y entró despacio en el bungaló, acariciando las paredes y removiendo el aire con el abanico, preguntando:
—Tu kidar se aayi hai? ¿De dónde vienes?
El resto de los miembros de la casa le siguieron desde la distancia, pasando del salón al comedor y desde allí por el pasillo del ala este a las habitaciones de Jaginder y de Maji y de regreso por el pasillo del ala oeste, pasando por delante de la habitación de los niños. El gurú se detuvo justo delante del cuarto de baño y, durante un instante, se lamentó en silencio. Demasiado a menudo le llamaba gente desesperada o avariciosa para que ejecutara alguna suerte de venganza. En esos casos, deleitaba a sus clientes con un espectáculo, haciendo sonar el látigo, dejando escapar gritos desgarradores y por fin haciendo hablar a un espíritu por boca de alguno de los desprevenidos presentes que declaraba que había llegado hasta allí desde el cementerio para causar problemas. Ese espectáculo normalmente bastaba para aterrar al culpable charlatán, que terminaba confesando que había sido él el autor del robo o del crimen en cuestión. Sin embargo, a veces se requerían los servicios del gurú para que recosiera el cosmos y restaurara el orden natural que había sido diezmado por la ignorancia, el deseo, el apego o la codicia. Y era entonces cuando recurría a sus poderes cósmicos.
En cuanto entró al bungaló de Maji, el gurú sintió la presencia del fantasma. Su dolor, su rabia y las silenciosas acusaciones goteaban desde las grietas del techo y burbujeaban desde las pequeñas rendijas que salpicaban el suelo.
Entró en el baño del vestíbulo.
El fantasma se descolgó del techo, invisible a todos los ojos excepto a los del gurú y a los de Parvati. Casi tenía ya un aspecto humano y era más poderoso que nunca. Estaba decidido a hacer pagar a toda la familia sus crímenes y a darles su merecido por haber permitido su muerte.
—Tu kidar se aaya hai? —repitió esta vez el gurú con un tono más vehemente, mirándole a los ojos.
—¿Dónde está? —gritó Savita—. ¿Dónde está?
—¡Allí! —señaló Parvati.
El cocinero Kanj agitó amenazadoramente una sartén en el aire.
El fantasma abrió la boca y se expresó en un lenguaje secreto que, como las olas del océano, rompieron contra los oídos del gurú. El techo empezó a gotear como si lloviera dentro de él.
—Shiva Shakti, Shiva Shakti... —salmodió el gurú, invocando las voces masculinas y femeninas del universo. Rompió a sudar y la ceniza blanca le surcó el rostro. El fantasma se acercó a él con la diáfana melena plateada agitándose furiosa en su espalda. Las negras cañerías que rodeaban la pared del cuarto de baño empezaron a temblar, vomitando chorros de agua al azar.
Savita se abrazó a sus pequeños y Maji se apoyó pesadamente en los hombros de Kuntal. Se quedaron todos helados en el vestíbulo al tiempo que la colada empapada les sacudía la cara desde el aire como si estuviera a merced de un fuerte viento.
El hijo del gurú susurró crípticamente:
—Baba gurú busca la unificación de las polaridades del mundo: la conciencia y la energía. Solo entonces será posible la iluminación.
Nimish abrió la boca para responder pero Savita le pellizcó el brazo.
El fantasma giró alrededor de la cabeza del gurú, moviendo los brazos a cámara lenta como una sábana de seda aleteando debajo del agua. El gurú se mantuvo firme, enfrentándose a sus poderes con los suyos. La lluvia golpeteaba el suelo de la habitación y la bombilla desnuda que colgaba del techo se agitaba enloquecidamente. El frío trepó despacio, muy despacio, por el cuerpo desnudo del gurú, encerrándolo en una carcasa de hielo.
—Ye bahut zordar atama hai, es un espíritu muy fuerte —jadeó, cayendo de espaldas—. No hay forma de echarlo.
—¡Lo sabía! —estalló Savita—. ¡Ha venido a buscarme!
—Ha estado siempre aquí —dijo el gurú—. Una conjunción astral le ha devuelto a nosotros.
—¿Qué clase de conjunción? —preguntó Maji.
—La violación de una frontera o de una posesión obra de una niña...
—¡Pinky! —chilló Savita—. ¡Lo sabía!
—Las niñas poseen ciertos poderes inconscientes en algunos momentos transitorios de sus vidas, poderes que les permiten comunicarse con el más allá...
—¿Con lo divino o con lo diabólico? —preguntó Parvati.
—Con ambos —fue la respuesta del gurú al tiempo que sus fieros ojos se posaban en ella—. La pequeña murió antes de que llegara su hora. Está enfadada.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Nimish. Todos habían sufrido tras su muerte: el dolor de la pérdida, la oscura caída de Savita en la superstición y en el temor, la búsqueda de refugio en el alcoholismo por parte de Jaginder, la culpa de Nimish que nada parecía poder aliviar.
—Shiva Shakti —salmodió el gurú—. El universo debe recuperar su equilibrio. Recibiréis lo que habéis dado; perderéis lo que habéis quitado.
—Pero ¡mi pequeño gorrión! —intervino Savita, sintiendo una vez más el oscuro dolor en el pecho—. ¿No hay acaso ningún modo de poner fin a su sufrimiento?
—Hay dos formas. —El gurú alzó sus palmas extendidas al aire—. Podéis permitir que se quede y reemplazar su dolor con su equivalente cósmico. Y llegará el día en que él mismo se irá.
—Como los fantasmas de nuestro Baba y de nuestra Mama —susurró Parvati a Kuntal.
—¿Y la otra? —preguntó Nimish.
El gurú bajó una mano y mantuvo la otra firme en el aire con los cinco dedos extendidos para representar con ellos los elementos de la vida visible: tierra, agua, fuego, cielo y viento.
—Los invisibles están solo hechos de fuego, cielo y viento. Buscan el agua y la tierra para habitar el mundo como lo hacemos nosotros.
Agitó el pulgar.
—Lo que en su día mató al fantasma hoy lo mantiene con vida. Está encerrado entre las paredes de este bungaló. Su vida y su muerte están de nuevo en vuestras manos.
El gurú cayó en un trance contemplativo.
El espectáculo había terminado.