ESCRITURAS Y SEXO
Gulu se dirigía a Falkland Road, la calle de los barrios bajos de Kamathipura situada al norte de la estación de ferrocarril de Victoria Terminus, dispuesto a encontrar a Chinni. Sabía que ella era la única que podía consolarle y ayudarle a salir de la turbación que le embargaba. La triste calle estaba bordeada de deteriorados edificios de madera pintados en verdes y azules y cubiertos de gruesas capas de mugre, óxido y orina. Las puertas que daban a la calle estaban firmemente cerradas con candados. Las zonas inferiores de las estructuras constaban de ventanas abiertas protegidas por barrotes, simples jaulas tras las que prostitutas baratas intentaban llamar la atención de los transeúntes levantándose los estridentes saris rosas para dejar las piernas a la vista. Las plantas superiores disponían de ventanas abiertas y protegidas por persianas, en cada una de las cuales colgaba un farolillo chino sobre el que estaba pegado el número de la licencia del burdel en cuestión. Las chicas se asomaban tentadoramente mientras se trenzaban unas a otras flores de jazmín en el pelo. La calle albergaba también hoteles igualmente desvencijados cuyos dueños vendían refrescos en los escalones principales y alcohol ilegal de producción nacional en habitaciones especiales situadas en la parte trasera de los edificios.
La calle estaba abarrotada de taxis, cabras callejeras, porteadores de agua, chaiwallahs, prostitutas sin techo obligadas a alquilar un catre y achispados vendedores. Uno de ellos ofrecía una grisácea solución en un frasco que prometía un arrebato adicional de vitalidad a los hombres que entraban en los hoteles. Sentados en sus coches, los paanwallahs ofrecían chara-ki-goliyaan, bolas de hachís y de opio, algunas con un pellizco de cocaína, junto con ofertas menos alucinógenas y paans, el sugerente afrodisíaco «rompecamas», todos ellos envueltos en una hoja gruesa y húmeda. Los hombres se acuclillaban sobre las partidas de cartas delante mismo de los burdeles, apostando el poco dinero que habían ganado durante el día. Otros hacían cola en el cine, el Pila House —que había sido cien años antes la sede del teatro Parsee antes de su declive—, atraídos hasta allí por un cartel que mostraba a una rubia de Hollywood de largas piernas reclinada en un diván, aunque la multitud que abandonaba el recinto había quedado visiblemente decepcionada por los extensos cortes infligidos a la cinta por el Comité de Censura Indio. La música filmi invadía las calles junto con los hijras, bamboleando sus cuerpos al tiempo que intentaban devolver entre bromas y chanzas a los clientes homosexuales al burdel especial que ocupaban.
La puerta del número 24 de Falkland Road donde vivía Chinni apestaba a detritos: la basura se pudría en los rincones bajo nubes de moscas que se elevaban para volver a descender al unísono sobre los montones, los vómitos nadaban en las alcantarillas y las colillas sembraban la entrada. Preservativos usados y desechados flotaban en el fango como pequeños navíos opacos, transportando simientes humanas al olvido. Hacía ya tiempo que la pintura se había desprendido de las paredes y los fluidos corporales —semen, orina y saliva— habían podrido la madera que había debajo. Las ratas correteaban por la cloaca abierta como bandas de delincuentes, dejando la zigzagueante estela de su grafiti sobre un hombre derrengado contra unas escaleras. Una prostituta endurecida por la ley de la calle, de no más de quince años, fumaba de pie un bidi apoyada en el portal con el brazo estirado hacia atrás para acentuar sus pechos, que dibujaba sin disimulo su blusa ajustada. Gulu asintió con la cabeza al ver su rostro conocido al tiempo que subía por la estrecha escalera que llevaba al tercer piso, donde Chinni pasaba la mayor parte de su vida, en activo desde las seis de la tarde hasta la una de la mañana, dedicando el resto de su tiempo a un tortuoso proceso que incluía la depilación con pinzas, a la cera, el tinte de pelo y la aplicación de apestosas cremas, todo ello en un denodado esfuerzo por liberar su cuerpo de cualquier rastro de vello, sobre todo en las regiones inferiores. Solo cuando se creía por fin libre de él y, por ende, limpia, podía empezar a prestar sus servicios a su clientela: hombres excepcionalmente híspidos cuyo aliento apestaba a cordero rancio.
El último tramo de las escaleras del tercer piso llevaba a un pasillo imposiblemente estrecho conectado a una habitación pequeña y pobremente iluminada, impregnada del olor a sexo desenfrenado.
—Ay bai —gritó Gulu a la obesa madama que masticaba paan reclinada en un sofá bajo y cubierto de estridentes telas—. Darwaza khol.
La madama estudió brevemente a Gulu en la penumbra mientras decidía si abría o no la doble verja de hierro.
—Soy yo, Gulu —dijo él, exasperado ante el inusual escrutinio. Normalmente, durante sus visitas regulares a Chinni, que tenían lugar cada dos martes, la verja estaba abierta de par en par y era recibido como si fuera parte de la familia.
—Oh ho —bromeó la madama—. ¿Por qué no lo has dicho antes? No había reconocido tu cara de kalia alborotador. Pero hoy no es martes, ¿verdad?
La pared que la madama tenía detrás estaba pintada de un reluciente color amarillo mostaza y una lámpara pendía del centro de la habitación. Unas aterciopeladas y pesadas cortinas colgaban del techo hasta el suelo de linóleo. Una estatua de bronce de Lakshmi, la diosa de la abundancia y de la prosperidad, adornaba un pequeño armario situado al fondo de la habitación. Sobre una mesilla había un pequeño jarrón puja con una vela encendida y un recipiente de acero lleno de polvo de color carmesí. La madama acababa de bendecir a sus chicas como todas las noches antes del trabajo. Dos de sus seis muchachas, ambas con blusas escotadas, estaban sentadas con ella en el maltrecho sofá verde de plástico, una masajeándole la espalda y la otra los pies, mientras esperaban la llegada de algún cliente. Otra más se había acuclillado para limpiar el suelo con un trapo inmundo. El resto, incluida Chinni, trabajaba ya en los cubículos situados en la parte posterior, separados por tabiques de madera de apenas dos metros de altura.
—Chaiwallah bulao —ordenó la madama a una de las chicas que estaba asomada al balcón y que pidió un té mientras flirteaba de forma experta con un potencial cliente.
Gulu tomó asiento en una silla desvencijada mientras prestaba atención a los sordos gemidos y las risas estridentes, convertidos en apenas un murmullo contra el estruendo que llegaba de la calle. Se llevó la mano al ejemplar del Bhagavad Gita que llevaba en el bolsillo del chaleco. Aunque Gulu era analfabeto, Chinni había terminado la primaria. Era ella la que, después del coito, le leía versos en voz alta de las sagradas escrituras.
Llegó el chiquillo con el té y desapareció al instante. Gulu sorbió despacio su té mientras las otras chicas bromeaban con él.
—¿Por qué siempre quieres a Chinni? —preguntó desanimada una de ellas—. Aquí todas somos tan dulces como el azúcar.
Gulu sonrió y negó con la cabeza sin dejar de mirar a las dos chicas de tez morena, ambas devadasis, procedentes de las aldeas de Karnataka. Habían sido dedicadas primero a los templos locales por sus padres como muestra de su devoción hacia la diosa Yeilamma o simplemente porque necesitaban dinero, y después vendidas al burdel de Bombay.
Justo en ese instante apareció un joven vestido con una almidonada camisa blanca lavada en el dhobi, pantalones perfectamente planchados de lana y polietileno, cinturón de cuero Zodiac (todavía desabrochado) y unos relucientes zapatos negros Bata, el atuendo habitual de los chicos de buena familia o de los estudiantes de Medicina procedentes del cercano hospital Sir J. J.
Avergonzado, Gulu se alisó la camisa, una prenda de color oscuro que le permitía llevarla durante varios días sin tener que lavarla.
Los aquilinos ojos de la madama se posaron durante una fracción de segundo en una joven prostituta, estudiándola con atención.
—Ve a lavarte —le ordenó antes de pulsar un botón que zumbó insistentemente junto al catre de Chinni—. El gordo que está con Chinni tarda demasiado —dijo agriamente. Las comisuras de sus labios se curvaban permanentemente hacia abajo.
Muy poco después, el cliente de Chinni entró contoneándose en la habitación, atándose apresuradamente el dhoti sobre su rechoncha tripa, saliendo a toda prisa por la puerta antes de que la madama pudiera cobrarle de más. Chinni le siguió, secándose la saliva del hombre impregnada en el rostro con la punta del palloo.
—¿Tú? —dijo, sorprendida al ver a Gulu. Gulu no la había visitado nunca fuera de sus días libres.
Él asintió con la cabeza.
—Oh pho! —exclamó ella, reparando en la mano que ocultaba el chófer—. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Solo un pequeño accidente.
Chinni se encogió de hombros y regresó a su cubículo seguida de Gulu. Normalmente, cuando iba a verla pagaba treinta rupias para tenerla solo para él durante toda la noche. Sin embargo, en cuanto olió en ella el sudor de otro hombre, sintió una oleada de asco y contuvo la náusea. Las sucias paredes verdes se cerraron sobre él y encontró caliente y húmedo el mugriento edredón de flores.
—Ve a lavarte —le ordenó Gulu, señalando hacia la parte trasera donde un sucio retrete de pie, una bañera de agua fría y una cañería de cemento hacían las veces de cuarto de baño comunitario. Tres cristales violetas de permanganato de potasio se diluían en agua todas las noches como medida antiséptica poscoital o, en dosis más concentradas, como método abortivo. Los niños, aunque abundantes en los burdeles, no causaban más que problemas a las prostitutas. Una mujer de Falkland Road no necesitaba ser hermosa, ni siquiera conservar todos sus miembros. Pero la juventud, la juventud extrema y la tersura virginal, eran sus bienes más codiciados.
—¿Para qué? —respondió Chinni burlona—. ¿Para que puedas fingir así que no soy una furcia?
Aun así se lavó y se puso un sari limpio, volviendo a aparecer con un pequeño ramillete de jazmín en el pelo. Gulu se relajó y deslizó la mano en el interior de su blusa para saborear sus jugosos contenidos.
Chinni había sido la esposa de un simple empleado de banca con el que vivía en un chawl de una sola habitación en Byculla. La habían vendido para hacer de ella una prostituta tras la desafortunada muerte de su esposo, quitándole a su hijo. En cuanto eso ocurrió, el primer impulso de Chinni fue suicidarse, pero la madama, que era ya experta en el arte de domesticar a las chicas, la encadenó al jergón por los tobillos y se aseguró de que estuviera siempre vigilada. «Echas de menos a tu hijo, nah?», le había preguntado varias semanas después de su llegada al burdel mientras depilaba sus pobladas cejas en un intento por mostrarse compasiva. «Sunno, sé buena chica y yo conseguiré que puedas verle en cuanto hayas pagado la mitad de tus deudas.»
En una clara muestra de inocencia, Chinni la había creído y había enviado a sus padres una misiva de una anna pidiéndoles dinero, cuya escritura encargó a un escritor de cartas que se instalaba a diario bajo un toldo salpicado de excrementos de paloma junto a la Oficina General de Correos, provisto de una ennegrecida caja de latón de cera de sellar, queroseno, una lamparilla de mecha y cerillas. Cierto es que Chinni podría haber escrito ella misma la carta, pero necesitaba utilizar la dirección de remite anónima como propia. «Namaste Amma y Baba», había dictado al hombre de gorra de fieltro que tecleaba sin prisa en la esquelética Remington, ajustándose los lentes de media luna después de cada punto para estudiar detenidamente el papel buscando un trabajo perfecto. «Mi marido ha muerto. Por favor, enviadme dinero. Os visitaré pronto con mi pequeño.» La había firmado con «vuestra hija querida, Chinta», utilizando el nombre que había recibido al nacer y no el que utilizaba en el burdel: Chinni significaba «azúcar». Sus padres jamás contestaron.
Gulu solía frecuentar a las furcias nepalíes, la mayoría de las cuales habían sido secuestradas de sus casas, cuando era un pequeño limpiabotas en VT porque eran las únicas que podía permitirse. Sin embargo, en cuanto afianzó su lugar como chófer en casa de Maji, renunció a ellas sin el menor reparo y decidió subir de clase y disfrutar de los servicios de las prostitutas de clase media baja. Aunque se había imaginado probando algún día a las furcias euroasiáticas que trabajaban en los burdeles más caros, establecimientos cerrados y apartados de la calle principal, regentados por madamas francohablantes, jamás había tenido ni el dinero ni el valor para ello. Había empezado a visitar a Chinni la primera vez que había ido al número 24 de Falkland Road, tras espiarla en la ventana mientras otra muchacha le trenzaba el cabello, aunque no era la mujer más atractiva del burdel. De hecho, cuando pasó por delante de este mirando arriba para escudriñar a las distintas furcias, ella le había lanzado un escupitajo de saliva roja.
La primera vez que Gulu entró en su cubículo, Chinni no se había quitado la ropa como lo hacían las prostitutas que él frecuentaba, mostrando de inmediato sus pechos e invitándole a que los manoseara como si fueran un par de guayabas del mercado. Gulu se había limitado a tumbarla de espaldas y a ocuparse de lo que realmente le importaba. El sexo con Chinni era lento, predecible y casi aburrido. Sin embargo, tras una infancia transcurrida en la pobreza, viviendo en las calles primero y después en la estación de tren, sin saber nunca de dónde sacaría para su siguiente comida, empezó a disfrutar de la familiaridad que encontró en ella e incluso de la reticencia con la que ella le entregaba su cuerpo.
Con el paso de los años, Chinni había iniciado su declive, un proceso que ocurría con alarmante velocidad en Falkland Road. Tenía veintiocho años y sufría a menudo ataques de fiebre alta. Gulu sabía que la mayoría de las prostitutas morían antes de llegar a los treinta: víctimas de la mugre, de las violaciones, de las enfermedades y de la malnutrición. Siguió sin embargo visitando a Chinni, en realidad menos por el placer que encontraba en la joven que por una intensa necesidad de descargar en ella la tensión acumulada en su cuerpo. Mientras tanto, Chinni seguía siendo blanco de las burlas del resto de las chicas por sus implacables arrebatos de ira. «Oi, Chinni, aunque te llames "azúcar" los hombres pueden aún saborear tu amargura.» Aun así, ella templaba su ira cuando estaba con Gulu. Él era su cliente más antiguo y más leal y la relación que existía entre ambos era prácticamente la de marido y mujer. Cuando terminaban de hacer el amor, a menudo bajaban a una casa de comidas del barrio y compartían un cuenco de manitas de cerdo guisadas en sopa de pimentón.
—Sueles venir los martes —dijo Chinni corriendo la sábana sucia que cubría la entrada para encerrarles en su cubículo, un pequeño espacio en el que apenas había lugar para la cama en la que estaban sentados.
Gulu entrelazó las manos sobre las piernas sin mirarla y sin tocarla.
—Dime lo que te ha pasado en la mano, nah?
—Soy responsable de una muerte —dijo por fin Gulu.
La clientela del burdel incluía a gánsteres, asesinos y criminales de toda suerte, de modo que Chinni no se alarmó. Sin embargo, sí le sorprendió que Gulu estuviera implicado en una actividad como esa. Sabía que normalmente él se guiaba por unas normas, pues creía que evitaba así meterse en líos, ya que quebrantarlas le había obligado a vivir como un fugitivo durante sus años de limpiabotas. Por lo que Chinni sabía, ella era su único vicio.
—¿Ya no eres chófer?
—No —dijo Gulu al tiempo que sentía una abrumadora tensión en el pecho al pensar en su pequeña habitación situada en la parte trasera del bungaló de Maji, con su otro dhoti colgado de la cuerda de tender, su cartel de Flor de Cerezo en la pared y la caléndula seca oculta bajo el colchón—. Desde hoy, no. —Le habló a su furcia de la joven de la que había estado enamorado—. He ido a Colaba a ver a Janibai, la madre de Avni. Tenía que saber si Avni había regresado a Bombay. Lo he hecho desobedeciendo las órdenes de Maji.
—¿Y?
—Y me ha contado lo que ocurrió una mañana, hace ahora trece años, justo después de que terminara la estación del monzón. El Día de Nariyal Poornima. Janibai había ido a VT a vender su mercancía y llegó más tarde que de costumbre. Vio a Avni plantada junto a las vías y se acercó a ella. Fue entonces cuando Avni se arrojó a la vía.
—¿Delante del tren?
Gulu bajó la cabeza.
—Durante todos estos años he esperado que volviera. No sabía que había muerto. De haber sabido lo que iba a hacer, no habría dejado que se marchara. —Durante un grotesco instante visionó el espectáculo en una gran pantalla, cambiando el final para sofocar la culpa que le abrumaba. En su versión filmi, se vio llegando al andén en el último momento y arrancando a Avni de las garras metálicas de la muerte mientras la música alcanzaba un emotivo crescendo.
—¿La amabas?
—Sí.
—¿Y ella? ¿Te amaba?
Gulu no respondió enseguida. Eso era algo que no se había planteado hasta entonces. Puesto que Avni vivía en el bungaló y él vivía fuera, el contacto entre ambos había sido escaso. De hecho, aparte de las pocas palabras que se habían cruzado mientras él la llevaba a la estación, Gulu nunca había hablado con ella.
—Ella no te amaba —declaró Chinni, agitando la mano—. De lo contrario no se habría quitado la vida. Te habría pedido que la llevaras lejos, que huyeras con ella.
Gulu se quedó perplejo. Sus fantasías jamás habían contemplado esa posibilidad.
—Eligió la muerte porque no tenía esperanza —dijo Chinni, sabiendo como sabía que la esperanza era lo que estúpidamente le había impedido suicidarse, manteniéndola encadenada al burdel durante todos esos años. Había visto cómo otras chicas más jóvenes compraban su libertad después de haberse acostado con quince hombres todas las noches incluso cuando tenían el período, mezclando su sangre menstrual con la comida que servían a sus clientes más lucrativos para hechizarlos. Pero Chinni se ocupaba como máximo de tres o cuatro hombres por noche, pues su descarnada hostilidad asustaba a casi todos. Durante todos esos años no había logrado ahorrar lo suficiente para comprar su libertad. Y hacía apenas unas semanas su propio hijo había visitado el burdel: le había visto llegar con una reluciente camisa bien ajustada a su delicada cintura y su rostro adolescente salpicado de granos. La esperanza ya no bastaba para mantenerla tras esa última y lacerante humillación. Chinni se llevó la mano al cuchillo rampurí que ocultaba en un lateral del jergón. Quería venganza.
—No —insistió casi jubilosa—. Ella no te amaba.
—Chup kar! —ordenó Gulu. Y, dándole un violento empujón, la inmovilizó contra la cama y vertió toda su ira, su culpa y su tristeza entre sus piernas.
Después, como de costumbre, le arrojó su maltrecho ejemplar del Bhagavad Gita.
Sin mirarle, Chinni se cubrió las piernas con el viso y abrió una página al azar.
—«La felicidad perfecta crece solamente en el pecho tranquilo, en el espíritu libre de pasiones, purgado de cualquier sombra de ofensa» —empezó, antes de arrojar el libro a la cabeza de Gulu.
—Kya?
—Lárgate —dijo Chinni con los ojos como brasas.
—Escucha...
—¡Lárgate! No quiero volver a verte.
—Pero cómo te las arreglarás sin...
—¿Sin ti? —replicó burlona—. ¿Crees acaso que me has mantenido durante todos estos años? La mitad de lo que gano se lo doy a madama Ganga Bai. Otro porcentaje va al alquiler y a la comida, y luego está el hafta para sobornar a la maldita policía. Lo que tú me das me llega apenas para sobrevivir, pero jamás ha bastado para que pudiera comprar mi libertad.
Gulu apartó la mirada.
—Prometiste que un día me llevarías contigo —le recordó Chinni—. Pero todo este tiempo has estado enamorado de Avni. Ella está muerta pero soy yo la que es para ti un fantasma.
—No, no —insistió Gulu—. Esta vez es distinto. No puedo volver a Malabar Hill. Te sacaré de aquí, lo prometo.
Chinni no le creyó, pero dejó que él la estrechara entre sus brazos, envolviéndola en una ilusión temporal. Gulu apoyó la cara en su pelo, aspirando la corona de jazmín que se le había enmarañado entre los cabellos durante el encuentro. No le sería fácil separarse del cocinero Kanj, de Parvati y de Kuntal, ni siquiera de la familia Mittal. Malabar Hill era su hogar, más que la abarrotada barriada donde había transcurrido su infancia, más que VT, donde había pasado sus años de adolescencia. Sintió de pronto la llamada de la casa mientras Chinni empezaba a hablar del piso que alquilarían en los suburbios del noreste de Bombay.
—Útiles de cocina Devidayal nuevos y un cuarto de baño como corresponde —recitó—. Y tranquilidad durante la noche, ni siquiera un perro pasando por delante de casa hasta el amanecer.
Gulu asintió con la cabeza.
—Sí, sí, todo.
Sin embargo, su mente seguía centrada en algo que había hecho aquel maldito día muchos años antes, cuando el sol había dejado lugar a la noche y el cielo se había teñido de negro salvo por una fina estela de luz de luna. Una vergüenza intensa e implacable le había obligado a reprimir el recuerdo y olvidar que el deseo podía llevarle a un lugar tan oscuro como aquel. Desde entonces se había aferrado a la estúpida esperanza de que Avni volvería algún día. Pero ahora que sabía que había muerto la vergüenza dio pie a la ira. Y a un terror paralizante. El recuerdo que moraba en su memoria desde hacía trece años se cernió sobre él como una daga venenosa.
—Kya? —se exasperó Chinni—. Ni siquiera me estás escuchando.
Gulu no pudo contener un escalofrío.
—Cuéntame.
—Se trata de algo que vi hace ya mucho tiempo, el día de la muerte de Avni —dijo Gulu—. Un secreto que he guardado durante todos estos años.
—¿Qué? —dijo Chinni, cuyos ojos brillaron ante aquel anuncio—. ¿Tienes acaso algún secreto sucio sobre tu jefe-sahib? ¿O algo sobre los demás criados?
Gulu bajó la cabeza para ocultar la repentina humedad que le veló los ojos.
—¿Lágrimas? —preguntó Chinni, sorprendida—. En ese caso no reveles tu precioso secreto, nah, y pídeles dinero por mantener tu silencio.
—¿Chantaje?
—Esta es nuestra oportunidad —insistió Chinni, volviéndose a mirarle—. Un dinerillo adicional de manos de tu jefe-sahib o de los demás criados es lodo lo que necesitamos para crear nuestro nuevo hogar. Y mejor si el secreto implica al señor jefe. Así puedes ir y pedir un lakh.
—No, no, no —exclamó Gulu, saboreando la sal que le cubría los labios—. Tú no lo entiendes. —En su mente flotaban recuerdos indeseados: el espeluznante silencio de una carga abandonada en VT, un crepitante fuego que olía a muerte, una brisa húmeda y malsana que se pegaba al sudor que le bañaba la piel.
—¿Qué es lo que debo entender? —preguntó Chinni, soltándole un manotazo en la cara—. Tú estás convencido de que eres una gran estrella de cine, pero eres tan cobarde que ni siquiera serías capaz de matar una mosca.
Gulu empujó a Chinni con las dos manos y su expresión se endureció.
—¿No decías que tu madama te había echado a la calle? —se rio ella con crueldad—. Ahora no tienes a nadie salvo a mí.
Gulu sintió que se echaba a temblar.
—Vete —ordenó Chinni, sacando el cuchillo de veinte centímetros de su escondite—. No me importa cuál sea ese secreto. Ve y vuelve con el dinero. Si no lo haces, me mataré.
—¿Qué?
—Me mataré —repitió Chinni, esta vez más despacio, apuntándose con la afilada punta del cuchillo al corazón—. Y te juro que mi fantasma te atormentará hasta el día de tu muerte.
Viendo que una fina línea de color carmesí aparecía de pronto sobre el pecho de Chinni, Gulu cogió apresuradamente su ejemplar del Bhagavad Gita y salió corriendo del cubículo sin dejar de preguntarse qué desafortunada conjunción estelar había caído sobre él ese día. No había logrado impedir que Avni se quitara la vida. ¿Volvería a defraudar a Chinni? ¿Cómo iba a poder vivir con una muerte más sobre sus espaldas? De pie entre la mugre de Falkland Road, viendo cómo una de las muchachas enjauladas se desabrochaba el primer botón de su ajustada blusa, los lamentos de los inconsolables fantasmas de Kamathipura se elevaron a su alrededor. Su vergonzoso secreto, si alguna vez llegaba a saberse, no solo le llevaría a él a la cárcel sino que sin duda destrozaría a la familia Mittal, llevando la ruina al magnífico bungaló de Maji.