EL REGRESO DE LA AYAH

Jaginder seguía acostado y extendió brazos y piernas en direcciones opuestas hasta que sintió crujir deliciosamente las vértebras de la espalda.

—Tenemos que conseguir más ayuda —dijo a Savita, que estaba sentada a su lado con el palloo del sari de color rosa bebé cubriéndole la mejilla.

—Sí —respondió ella—. La malishwallah empezará mañana, pero Maji necesita cuidados las veinticuatro horas del día.

—¿Y por qué no Kuntal?

—La necesito para mí —dijo Savita, acariciándole la mejilla—. Sabe exactamente dónde está todo y lo que necesito. No puedo empezar a llevar la casa con alguien nuevo, sobre todo con la responsabilidad que a partir de ahora voy a tener que asumir.

—Claro —dijo Jaginder, embriagado por el contacto de su esposa. A pesar del reciente estrés provocado por su renuncia al alcohol, de los días de encierro en el bungaló y del infarto de su madre, había logrado salir del trance bastante bien. De hecho, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien. Había recuperado a su familia, que había buscado en él a su líder y la seguridad que les confería, y, mejor aún, Maji ya no podría volver a amenazar su lugar al frente de Desguaces Mittal. En silencio, prometió que no volvería a defraudar a Savita, que dirigiría la empresa como lo había hecho su padre y que sería el orgullo de su familia. El brillo reciente que había captado en los ojos de su esposa había logrado incluso atemperar sus ganas de recurrir al alcohol, aunque, en las oscuras horas de la madrugada, las atormentadoras visiones del adda de Rosie seguían llamándole desde la distancia.

—¿Jaggi? —preguntó de pronto Savita, metiéndose la punta del sari en la comisura de los labios—. ¿Crees que nuestra pequeña Chakori por fin está libre?

—Ahora podrá volver a nacer, ¿o no es eso lo que dijo el gurú?

—Ha estado con nosotros durante todos estos años —dijo Savita, reprimiendo un escalofrío.

—Porque no podías renunciar a ella —respondió Jaginder, atrayéndola hacia él—. Como me pasa a mí contigo.

Sonriente, Savita dejó que los velludos brazos de Jaginder la encerraran en el paréntesis de su abrazo, deseando, rezando para que este último intervalo de ternura entre ambos se alargara en el tiempo. «He ganado», se dijo, apartando de su cabeza la espantosa posibilidad de que su suegra se recuperara inesperadamente. «¡He ganado!» La primera decisión que había tomado el día del infarto de Maji había sido volver a contratar a Gulu. Le había visto deambulando al otro lado de las puertas verdes de la calle esperando que Parvati le sacara un pequeño refrigerio. Savita estaba convencida de que Maji había sido una estúpida al permitir que se fuera, sembrando así el resentimiento entre el resto del servicio. «¡Y encontrar un buen chófer es muy difícil en los tiempos que corren!» Aunque lo más importante de haber readmitido a Gulu en el seno de la familia era que Savita sabía que se había ganado el silencioso aprecio de los demás criados, y no por el bien de Gulu, sino por el de ellos. «¿Qué mejor modo de empezar el nuevo régimen del bungaló?», había pensado.

De pronto, una idea terrible ensombreció su soleado ánimo. Se sentó en la cama y empujó a Jaginder a un lado.

—¿Qué ocurre?

—¿Crees que la ayah se ha marchado del todo?

—El gurú la echó, ¿no?

—Pero ¿y si volviera?

—No volverá —dijo Jaginder, atrayéndola de nuevo hacia sus brazos—. Ya no hay ningún motivo para eso, ¿no?

—No, no lo hay. —Savita intentó que las palabras de su esposo apaciguaran el aterrado revoloteo de su corazón—. Quizá los niños deberían dormir aquí, con nosotros, durante un tiempo. Por si acaso.

—Por supuesto que no —respondió Jaginder con determinación—. Quiero estar contigo. Solo contigo.

Maji llegó en ambulancia la semana siguiente. Jaginder estuvo casi una hora discutiendo con el equipo que acompañaba a la enferma sobre el mejor modo de transportarla al interior del bungaló. Por fin, y después de prometer una propina adicional de cinco rupias a cada uno, los empleados la ataron ingeniosamente a una silla y la llevaron a su habitación, sufriendo en los músculos el peso de la descomunal carga que habían aceptado trasladar.

Instalaron a Maji en la cama con su grueso cuerpo de lado sobre un montón de cojines. Le colocaron el brazo derecho junto al costado con el codo flexionado y la mitad derecha de la cara inmóvil. Un pequeño reguero de saliva se acumulaba alrededor de sus labios. Cuando todos se marcharon, Pinky cerró la puerta y se acurrucó contra ella, prácticamente pegando su rostro al de Maji.

Maji movió la mano y logró posarla torpemente en el rostro de la pequeña. Pinky apartó la mirada, incapaz de confesar lo que pensaba en realidad: que Savita había decidido enviarla a un internado. Con encomiable eficiencia, Savita había hecho las llamadas pertinentes, había prometido generosos sobornos y había encontrado una plaza a pesar de que el curso escolar ya había dado comienzo.

Pinky ni siquiera podía pedir a Nimish que intercediera por ella. Su primo apenas estaba en casa. Se saltaba las clases para salir a buscar a Lovely durante el día, recorriendo las callejuelas de Colaba mientras enseñaba a los transeúntes la foto en blanco y negro de la joven que en su día había guardado oculta debajo del gráfico de «El chico ideal». Cuando regresaba a casa ya entrada la noche, agotado y descorazonado, no eran ni Ackerley ni Arnold los autores que buscaba entre su vasta colección de libros, sino los olvidados ejemplares de Rabindranath Tagore y Mulk Raj Anand.

«No sabía qué hacer ni adónde ir», leía del Intocable de Anand a altas horas de la noche. «Parecía haber quedado sofocado por el dolor que veía en sus rostros, por la angustia que provocaban en él los recuerdos de la mañana. Siguió de pie durante un rato donde había caído desde el árbol con el corazón en un puño, como si estuviera cansado y desolado. Entonces, las últimas palabras del discurso del Mahatma parecieron resonar en sus oídos: "Que Dios os dé la fuerza para seguir ganándoos la salvación de vuestra alma hasta el final".»

Entonces, cerrando con suavidad el libro y abandonándose al sueño, Nimish no podía negar que una sola estantería de buena literatura india era para él más valiosa que toda la literatura inglesa.

Juntas y solas, Pinky aspiraba el olor de su abuela, familiar y reconfortante. Durante todos esos años había necesitado el amor de Maji, cobijarse en su fuerte y mágica presencia y recibir las atenciones del amor incondicional de su abuela.

A pesar de que Pinky había puesto todo de su parte por hacerse indispensable, ganándose así un lugar por derecho propio y deseosa de tener su sitio en la casa, el infarto de Maji había dejado al descubierto la verdad sobre su situación; a saber, que era un elemento prescindible, eliminable y en absoluto esencial para la casa, y que el bungaló no era más que un hogar temporal para ella y no un lugar que pudiera considerar como propio. Entre el aterrador abanico de posibilidades que podía provocar que la casaran o que la echaran de la casa, jamás había barajado la de la enfermedad o la muerte de su abuela. Maji era el ancla del bungaló, la higuera de Bengala que crecía sin freno y cuyas raíces se enterraban en el suelo desde sus ramas al tiempo que su denso follaje protegía con su sombra a toda la familia. Pero Pinky entendió que Jaginder y Savita habían esperado, ocultos en la gran sombra de la higuera durante todos esos años, aguardando su oportunidad.

Los ojos de Maji parpadearon, abriéndose y cerrándose, mientras su mano seguía pesadamente posada en la mejilla de Pinky.

Pinky se esforzó por contener la oleada de tristeza que la embargó al pensar en todo lo que había perdido. «De algún modo yo soy la responsable de todo», se dijo, aunque el recuerdo que conservaba del episodio del rapto se había borrado ya de su memoria. Había buscado la amistad del fantasma. Había montado en la motocicleta con Lovely antes de la desaparición de su amiga. Y había sido ella la que había dado agua al fantasma la noche en que Maji había terminado en el hospital.

—Todo es culpa mía —le susurró a su abuela.

Pero Maji no habló y tampoco se movió. Ni siquiera entreabrió un párpado. Exhausta tras el esfuerzo que había supuesto para ella el traslado desde el hospital, se había quedado dormida.

Pinky se levantó y cogió de la cómoda de teca esmaltada la foto de su madre, que no era más que la imagen publicitaria de la actriz Madhubala. Se la acercó al pecho. Sobre la cómoda de teca quedó tan solo una oscuridad de contornos rectangulares. Un vacío.

El bungaló se convirtió en un nubarrón de actividad la mañana siguiente. Cuando Maji despertó y, furiosa, echó a la huesuda malishwallah de su cuarto, Pinky estaba a punto de marcharse. Tras levantarse dolorosamente con la ayuda de Nimish, Maji se dirigió cojeando al salón manteniendo en todo momento extendida la pierna derecha, semiparalizada, y el pie flexionado hacia el suelo, de modo que tenía que rotar la pierna hacia fuera en un asimétrico gesto para poder avanzar. En cuanto estuvo por fin sentada, aunque no en su tarima de costumbre sino en uno de los sofás bajos, cogió el bastón con la mano izquierda y observó taciturna cómo iban llevándose las maletas de Pinky de la habitación hasta la puerta principal.

—Será solo hasta que te pongas bien —le dijo Savita, alzando la voz como si estuviera sorda.

—Pero dijiste que se marchaba para siempre —canturreó Tufan.

Savita le lanzó una mirada asesina.

—Bueno, beti —empezó Jaginder, intentando encontrar algo que decir cuando Pinky por fin entró en la habitación con el pelo recogido en una larga trenza que llevaba elegantemente sujeta a la nuca—. Bueno... —empezó una vez más, acuciado por la amarga sensación de que en cierto modo estaba traicionando a su hermana. Aliviado, se sentó con un vaso de jal jeera, un refrescante brebaje a base de lima, menta y sal de roca.

Gulu entró en ese momento para llevarse las maletas y se quedó helado al ver a Maji en el sofá con su implacable mirada clavada en él.

—No te quedes ahí parado, maldición —ordenó Jaginder, sorbiendo exageradamente—. Terminemos con esto de una vez.

Gulu bajó la cabeza y cogió las maletas con su mano sana, saliendo y entrando del salón con gran pericia.

Kuntal apareció entonces con un vaso de té caliente que acercó a los labios de Maji. Maji negó con la cabeza, apartando el vaso con la mano con tanta violencia que el vaso se deslizó entre los dedos de Kuntal y fue a parar al suelo, donde se hizo añicos.

Oh pho! —exclamó Savita, reprendiéndola por su torpeza—. Debes ser más cuidadosa con ella a partir de ahora. Ya no puede controlar los músculos.

Kuntal asintió con la cabeza y recogió los cristales del suelo. El olor a cardamomo impregnó el aire.

—Bueno —gruñó de nuevo Jaginder, dirigiéndose esta vez a sus hijos—. Ya podéis despediros.

Pinky recorrió el salón con los ojos mientras sus primos se acercaban a ella, visiblemente incómodos. Tufan le entregó a regañadientes uno de sus tebeos de El llanero solitario, un ejemplar repetido de uno que tenía en su colección. Dheer empezó a balbucear al tiempo que depositaba su chocolate Cadbury favorito en la mano de la pequeña.

Nimish miraba a Pinky con los ojos velados por los cientos de preguntas que albergaba sobre la noche en que Lovely había desaparecido, sabedor en cierto modo de que ella era la única que podía dar alguna pista sobre lo que realmente había ocurrido y lamentando no encontrar la forma de avivar su memoria. Había interrogado a Pinky días antes, pero ella se había limitado a negar con la cabeza. «No recuerdo nada, bhaiya Nimish. Solo que me llevó en su motocicleta. Después de eso, no me acuerdo de nada.» —Si te acuerdas de algo... —dijo él en voz baja con los brazos extrañamente desprovistos de un libro.

Pinky asintió con la cabeza.

—Te escribiré para contártelo. —Dirigió una fugaz mirada a los suaves labios de su primo con la extraña sensación de que podía adivinar su sabor.

Savita se adelantó.

—Siempre puedes venir a vernos durante las vacaciones —sugirió magnánimamente.

Pinky cayó a los pies de Maji y pegó la cara al sari de la anciana, impregnado del olor a té derramado.

—Maji —susurró con la voz ahogada por la emoción al tiempo que un cristal olvidado en el suelo le cortaba la rodilla—. Quiero quedarme. Díselo. Tienen que escucharte.

Maji miró a Pinky con unos ojos tristes y sin vida y las manos inmóviles. Con un descomunal esfuerzo apartó su cuerpo del de Pinky, negándose a darle su bendición.

Jao —masculló casi inaudiblemente, casi indescifrablemente—. Vete.

Gulu miró por el espejo retrovisor, viendo con una expresión de dolor cómo Pinky apartaba la mirada con el rostro pétreo. Se acordó de pronto del día en que, siendo apenas un enfermizo bebé, la pequeña había llegado a casa de Maji.

A medida que Pinky había ido creciendo, Gulu había mantenido con ella la misma rutina, llevándola a la escuela por la mañana y devolviéndola a casa por la tarde para cenar caliente. Su momento favorito del día había sido cuando la recogía en la escuela y ella subía de un salto al mullido asiento al tiempo que suplicaba: «Cuéntame sobre la vez que robaste una bandada entera de pájaros del mercado de Crawford para dar de comer a tu familia, Gulu», y él volvía una vez más a contarle a la pequeña heroicas historias que mantenían embobada a Pinky y que a él le hacían sentirse como una estrella de cine. Durante esos trayectos de la escuela a casa, ya no era Gulu el obediente chófer, sino Gulu el aguerrido héroe que se enfrentaba a la muerte y a las heridas físicas para cuidar del bienestar de su desamparada familia.

Durante los últimos meses en los que Pinky ya no tenía tiempo para sus historias y se contentaba con darle su cartera en vez de prestarle atención, las historias que hasta entonces habían acudido tan vividamente a labios de Gulu habían ido consumiéndose en su cabeza, y con ellas también las escapadas diarias a un mundo preñado de posibilidades.

—Pinky didi —empezó Gulu vacilante—. ¿Te he contado la historia de cuando rebuscaba en un cubo de basura intentando encontrar trozos de metal para venderlos en Dharavi? Fue durante las inundaciones del monzón y el cólera se extendió por los barrios bajos como un disparo. Hai Ram, mi hermana pequeña, estaba muy enferma, a punto de morir. Mi madre fue al templo con mi hermana en brazos, hecha un amasijo de carne y huesos, y dio nuestras cinco rupias al pujari. Pero sus plegarias fueron en vano. La diosa Lakshmi no se apiadó de nosotros y mi hermana se puso peor, presa de estertores y vomitando constantemente. Yo estaba desesperado por conseguir algo de dinero para comprar sales para rehidratarla. ¿Te he contado...? —guardó silencio, avergonzado ante su intento de enderezar el presente de algún modo y ahuyentar el dolor con una historia ya caduca.

Pinky no reaccionó.

A Gulu se le encogió el corazón.

—¿Está bien Maji? Dicen que ya no habla.

«Claro que habla», pensó Pinky, recordando las crueles palabras con las que su abuela la había despedido —Jao, márchate— mientras se frotaba el corte que tenía en la rodilla donde un círculo de sangre le manchaba ya el salvar.

Gulu ponía todo su empeño en mostrarse consternado. La tragedia de Maji había sido su salvación, su oportunidad para seguir con la familia Mittal, mantener su empleo y seguir como antes sin tener que recurrir a las amenazas de Chinni ni revelar su vergonzoso secreto. ¿Quién sabe lo que habría hecho Jaginder si se lo hubiera contado? Podría haber enviado a Gulu a la cárcel o haber mandado que le dieran una paliza o incluso que le desfiguraran, abandonándolo después a su suerte en la calle.

Se acordó de que había visto cómo detenían al padre de su amigo Hari, que había pasado varios meses en la prisión de Arthur Road. Cuando había salido, el padre había pasado por VT a ver a Hari con las costillas asomándole de un cuerpo macilento y cubierto de espantosos cardenales y purulentas llagas. «No permitas nunca que la bhenchod policía te pille», había advertido a Hari con los ojos desprovistos de vida y el ánimo roto. «Antes, mátate.» «He estado a punto de comportarme como un auténtico idiota», se reprendió Gulu en silencio. «Antes muerto que revelar mi secreto.»

Su mano deforme empezó a palpitar al tiempo que la sangre empujaba contra los delicados puntos. Se estremeció de dolor, llevándosela al sobaco. Aun así, la presión de la sangre no hizo sino aumentar, y el dolor viajó a lo largo de su brazo hasta el pecho. Siguió sorteando el tráfico hasta que de pronto, en un destello tan fugaz que bien podría haberle pasado desapercibido, vio a una joven iluminada por un aura cegadora envuelta en un sari de color rojo carmín que pasaba corriendo por delante del coche. El Ambassador viró, incorporándose al carril contiguo, casi estampándose contra un autobús que circulaba en dirección contraria.

—¡Oh, no! —jadeó Pinky.

—¡Una mujer acaba de cruzar por delante del coche! —gritó Gulu con el corazón latiéndole desenfrenadamente en el pecho al tiempo que entendía que acababa de ver a Avni. El dolor fantasma que sentía en el dedo que ya no tenía era tan intenso que a punto estuvo de desmayarse.

Pinky pegó la cara a la ventanilla, viendo cómo la figura envuelta en el sari destellaba al sol al volver hacia ellos como una tormenta.

La aparición alzó el rostro, dejando que el palloo se deslizara de su cabeza. La nariz de Pinky fue resbalando contra la ventana. «Nunca nos dejará.» Y, de pronto, al ver el rostro de la mujer, se acordó del momento en que había bebido el elixir de coco y de cómo Avni había borboteado en su interior.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gritó Gulu, cambiando de marchas e intentando poner de nuevo el coche en movimiento mientras daba frenéticos volantazos con la mano sana. «¡Está intentando matarnos!» El sudor le bañaba la cara, metiéndosele en los ojos y oscureciéndole la visión—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

—¡No puedes atropellada! —gritó Pinky, pasando al asiento delantero—. Nunca nos dejará, nunca. A menos que...

Gulu apretó el acelerador, conduciendo como si estuvieran en una carrera al infierno.

—¡Cuéntalo, Gulu! ¡Tienes que contarlo para salvarte! —Pinky sabía lo que el chófer intentaba callar, pues ella misma lo había bebido aquella aterradora noche.

Se dio cuenta de que, si escuchaba con atención, aquello seguía allí.