Capítulo 56
Fueron todos a verla mientras yacía sobre la cama de la enfermería: Cativolco y Doris, Thebe, Vara y Tito, Telémaco y, por supuesto, la cariñosa Varia.
Lisandra les dio las gracias entre dientes, consciente solo del dolor y del sabor amargo del fracaso. A pesar de todo, de todo el entrenamiento, de la preparación, de las ganas, había fracasado. Sorina vivía.
El presente de Trajano era un regalo vano; porque, aunque ahora era nominalmente libre, sabía que en su corazón nunca podría serlo. No mientras Sorina viviera. Se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración cuando se fueron sus visitas. En la silenciosa oscuridad de la enfermería, lloró. Lloró por su fracaso.
—Lisandra.
Era Balbo. Se quedó en la puerta unos instantes antes de sentarse a su lado.
—Lucio Balbo —le saludó ella.
—Lo que has hecho hoy... —Su voz se fue apagando. Miraba sus manos mientras jugueteaba con los pulgares—. Lo que habéis hecho tú y Sorina es algo que no se ha visto nunca. Ni aquí, ni en Roma. ¿Sabías que van a hacer un friso de vuestro combate? Amazona y Aquilia, inmortalizadas para siempre en piedra. Qué cosas. —Negó con la cabeza—. Nunca se había hecho eso para las mujeres —añadió él—, ni creo que ocurra de nuevo. Sois las mejores que habrá nunca.
Lisandra intentó apretar los labios, pero el dolor le permitió tan solo hacer una mueca.
—He fracasado. No fui lo suficientemente buena como para matarla.
Balbo se encogió de hombros.
—Ahora eres libre. ¿Qué importancia tiene eso?
Lisandra se incorporó lentamente. Abrió la boca para explicárselo, pero no encontró las palabras. ¿Cómo podía Balbo sentir lo que ella había sentido? ¿Cómo podía saber él que la libertad era algo vacuo sin la muerte de Sorina? Sin Eirianwen.
—Supongo que tienes razón —dijo ella finalmente.
El lanista se aclaró la garganta.
—¿Qué harás ahora?
Lisandra casi sonrió al oír esa pregunta. Era típico de Balbo pensar siempre en el dinero. Ahora que sus dos mejores luchadoras eran libres, ya no tenía esperanza alguna de recibir los beneficios y el interés de los últimos dos años. Su sueño de llevar a cabo la gran batalla para el cumpleaños de Domiciano se había esfumado, porque, sin ella, Lisandra sabía que se convertiría en una farsa. Balbo la conocía muy bien. Ella no podía abandonar ni abandonaría a esas mujeres que ya había entrenado. No podía abandonar a Thebe ni a Varia, privarlas de su liderazgo.
—Me quedaré contigo —dijo ella en voz baja—. Esto es lo que soy ahora, Balbo.
—Pensé que así sería. —Su voz sonaba extrañamente pastosa, como si tuviera un mendrugo duro y seco alojado en la garganta—. Pero no será conmigo —añadió él en voz baja—. Estos dos últimos años, contigo, Sorina y, sí, Eirianwen, me han enseñado que me estoy haciendo viejo para este negocio. Todo esto... —Su voz se apagó, e hizo un gesto con la mano—. Todo esto me supera.
—¿Te vas a retirar?
A su pesar, Lisandra estaba sorprendida.
—Oh sí. Eros y yo nos vamos a Grecia, donde nuestra relación no se ve con malos ojos. La Hélade, quiero decir —se corrigió él, y fue recompensado con una sonrisa lánguida—. Por supuesto, está el tema de mi ludus. He hablado con Tito, Vara y Cativolco sobre esto, y están de acuerdo en que se ha convertido en el ludus de Lisandra. Así que, dejo mi escuela en tus manos para que hagas con ella lo que desees. Las mujeres son ahora en verdad tu responsabilidad. Las puedes liberar a todas, luchar tu batalla o incluso vender el lugar. O puedes seguir en la arena, aunque espero que no lo hagas.
Suspiró.
»Contigo he aprendido mucho sobre mí mismo. Este es el único regalo que te puedo dar.
Se inclinó hacia delante y la besó suavemente en la frente. Se levantó y se fue hacia la puerta.
—Adiós, Lisandra de Esparta —dijo él, y se fue.
Y entonces solo hubo silencio en la habitación. Lisandra sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas cuando la invadió la enormidad del regalo de Balbo. ¿Qué podía hacer? Una vez le había dicho a Frontino que no volvería a Esparta para volver a ser sacerdotisa. Esa parte de ella estaba muerta.
Lo único que quedaba era la gladiadora.