Capítulo 2

Lisandra miraba desconsolada a través de los barrotes de la cárcel móvil cómo el paisaje árido de Caria pasaba ante ella con una lentitud que le adormecía la mente. Nada rompía la monotonía de las vistas, excepto algunos arbustos, alguna que otra loma y, de vez en cuando, un viajero que iba de camino a la ciudad.

El carro había estado dando brincos durante algunas horas y dejaba atrás la ciudad de Halicarnaso. Desde luego, lo que había visto de las calles cuando dejaban la ciudad la había impresionado: el tamaño del lugar, en comparación con su polis natal Esparta, era gigante y algo vulgar. Suponía, hasta donde sabía, que eso era lo que se podía esperar de los heleno-asiáticos, todos ellos serviles imitadores de los romanos. No es que hubiera conocido a ninguno en persona, pero no se contaban historias si no había algo de verdad en ellas.

Era una de las siete prisioneras que iba en el carruaje, pero la comitiva de Balbo las seguía a bastante distancia y ella solo podía suponer que la habían puesto con las últimas «adquisiciones» del lanista.1 Las otras que estaban en el carro eran todas de estirpe bárbara. No sabían hablar latín y mucho menos el heleno nativo de ella. Sin embargo, esto no les impedía hablar sin parar en sus propias lenguas incomprensibles, y el sonido que producían la ponía nerviosa.

Después de su combate en la arena, habían metido a Lisandra bruscamente en la celda a esperar pacientemente que terminaran los espectáculos del día. Aunque había que reconocer que le habían dado de comer e incluso le habían hecho una revisión médica superficial para ver si tenía alguna herida. Una vez que vieron su estado de salud, la encerraron en la oscuridad y el olvido hasta que fue hora de que la caravana de Balbo partiera. Había intentado hacer preguntas cuando la arrastraron al carro de la prisión que estaba esperando, pero, después de averiguar que ahora era propiedad de Lucio Balbo, cualquier otra pregunta era recibida con un grito en el que le ordenaban que permaneciera en silencio, seguido de una fuerte bofetada si persistía en su empeño.

El dolor físico era algo que había tenido que soportar desde la infancia, pero el golpe le sirvió para recordarle su nueva posición. Casi enfermó cuando inesperadamente le vino la palabra.

«Esclava.»

Y peor aún, una esclava de la arena (lo más bajo de lo más bajo), poco más que un animal. Había entrado a formar parte del escalón menos respetado de la sociedad. Era casi insoportable, pero se consoló al saber que, en cuanto el dueño de la tropa se enterase de quién era ella, esta situación ridícula se rectificaría por completo.

Una palmadita en el hombro la despertó de su ensoñación y, cuando Lisandra se giró, una bárbara pelirroja le estaba ofreciendo un trozo de pan. La mujer agarraba este dudoso regalo con sus dedos llenos de mugre y Lisandra estuvo tentada a apartarlo de un manotazo; pero la sonrisa de la mujer era sincera y se dio cuenta de que sería de persona maleducada rechazar el ofrecimiento. Esperaba que la sonrisa con la que le correspondió no pareciera una mueca y cogió el pan que le había dado. La mujer le dio un golpecito de hermana en el brazo y volvió a sentarse con sus compañeras. Lisandra volvió a su ensueño, pero en su fuero interno se sentía agradecida por este acto de solidaridad.

Viajaron durante varios días y, para su sorpresa, les dieron de comer con regularidad. La comida era de una calidad excelente: un guiso de carne y cebada, mejor que cualquier cosa que Lisandra hubiera probado en su vida. De hecho, sus captores parecían tomarse muchas molestias en mantener a las mujeres con buena salud, lo cual era contrario a lo que había oído sobre la vida de las esclavas. Aparte de los piojos que habían infestado a todas las cautivas, el viaje fue, si no agradable, al menos soportable.

Ciertamente, había surgido la comunicación, hasta cierto punto, entre Lisandra y sus compañeras bárbaras. Por mímica, algo cómica, se enteró de que la mujer pelirroja se llamaba Hildreth. Ella y sus compañeras eran de la tribu de los chatti, a quienes Lisandra identificó de inmediato como germánicos. Los chatti eran muy conocidos en el Imperio; sus guerreros habían sido hostigados por las legiones del emperador a lo largo del Rin durante algunos años.

Hildreth, por supuesto, no había oído hablar de la Hélade; ni siquiera cuando Lisandra se refirió a su tierra natal como Grecia a la manera romana; la mujer de la tribu se encogió de hombros y negó con la cabeza. Lisandra creyó inútil seguir insistiendo. La geografía iba a estar mucho más allá de su nivel de compresión. En su lugar, se centró en enseñar a las germanas latín básico. Desgraciadamente, la reputación que los bárbaros tenían de ser lentos no era infundada y ella perseveró solo para pasar el tiempo más que por un deseo real de educarlas.

Sin embargo, enseguida el carro de prisión se llenó de gritos en latín con un acento fuerte, con palabras como «¡cielo!», «¡árbol!» y «¡piedra!» que rápidamente se convirtieron en frases como «No hablo latín, ¿hablas germánico?».

Al principio todo era diversión, pero inevitablemente la hilaridad que las clases producían entre las mujeres de la tribu atrajo la atención de los guardias de Balbo, que las amonestaron para que bajaran la voz, y para asegurarse de que entendían el mensaje las amenazaron con un sólido garrote.

Sin embargo, Lisandra descubrió que la diversión había funcionado. El tiempo pasó con bastante rapidez y se sorprendió cuando a lo lejos divisó una larga estructura amurallada; sin duda, habían llegado a su destino.

Un silencio expectante reinó entre las prisioneras mientras la caravana serpenteaba lentamente hacia la construcción. A medida que se acercaban, a Lisandra le daba la impresión de que era parecida a una Troya en miniatura, por lo sólidas que eran sus paredes. La pesada verja de hierro forjado se abrió y la caravana pasó por debajo de una inscripción en forma de arco que proclamaba que esta era la «Escuela de gladiadoras de Lucio Balbo».

Lisandra se inclinó hacia delante con las manos agarradas a los barrotes de hierro de la jaula mientras entraban en el ludus.2 El lugar era un hervidero de actividad frenética, repleto de mujeres absortas en varios ejercicios marciales. El sonido de las armas de madera al chocar llenaba el ambiente y se mezclaba con las órdenes de los entrenadores y los gritos de exultación y exasperación. Era una escena familiar y, a pesar de las circunstancias, Lisandra la encontró extrañamente reconfortante.

Las puertas de la jaula se abrieron con un repiqueteo y los guardias les dijeron que salieran con una orden en su bárbara lengua gutural. Lisandra pudo sentir como el horror invadía al grupo.

—Quitaos la ropa y ponerla aquí —repitió un guardia, esta vez en latín. Lisandra se encogió de hombros: en Esparta, todos los ejercicios se hacían gymnos, desnuda; después de todo, el cuerpo era algo de lo que estar orgullosa. Obedeció, contenta de deshacerse de la mugrienta túnica.

Sus compañeras siguieron su ejemplo a regañadientes y enseguida Lisandra se dio cuenta de lo que pasaba: evidentemente, en Germania, el cuerpo no era algo de lo que estar orgullosa. Despojadas de su ropa, las mujeres de la tribu eran un grupo con un aspecto absurdo. Era verdad que ella era de piel clara, pero estas mujeres eran de una palidez casi transparente. Sus enormes pechos colgaban de un torso demasiado blanco y mostraban una variedad sorprendente de vello púbico. Lisandra tuvo que morderse la lengua para no reírse. En el trayecto hasta el ludus ya les había visto masculinas matas de pelo en las axilas, pero el desnudo integral germánico era cómico por ser exageradamente velludo.

—Hablas latín. —La afirmación del guardia interrumpió su crítica de las características de esa tribu. Ella observó al hombre y vio que era bajo, rechoncho y poco agraciado. No era un bárbaro, pero casi. Parecía macedonio. Lisandra se irguió.

—Sí. E indudablemente mejor que tú.

El hombre se quedó perplejo: por un momento la miró boquiabierto; los otros se callaron, tan asombrados como él por la arrogancia de Lisandra. Durante un instante hubo un ambiente de tensión e incertidumbre. Entonces, uno de los hombres soltó una carcajada por la vergüenza que estaba pasando su compañero. La reacción se propagó y los guardias se reían también a carcajadas por su atrevimiento. Las germanas miraban a su alrededor sin saber muy bien qué estaba pasando.

El macedonio negó con la cabeza.

—Tienes suerte de que no te dé una buena paliza —dijo él, pero el regodeo previo socavó su amenaza—. Vamos, tú y tus queridas bárbaras tenéis que lavaros.

Mientras el grupo se ponía en marcha, el guardia observó que su actitud impertinente ya la había metido en problemas antes. Por delante era hermosa y perfecta, por detrás su espalda estaba marcada por un enrejado de pálidas cicatrices.

Las llevaron por todo el recinto de entrenamiento y aprovecharon la oportunidad para asimilar el entorno. Como sugería el exterior, el ludus parecía más una ciudad amurallada en miniatura que una prisión. Había cabañas de piedra bajas en uno de los lados de la enorme zona de entrenamiento. Lisandra supuso que esas eran las habitaciones de las esclavas (la mía, pensó taciturna). Frente a las cabañas había villas romanas, mucho más allá del ruido y del polvo. Podían verse las fuentes y las estatuas y Lisandra hizo un gesto de asentimiento cuando pasó por delante de una imagen de Minerva, el nombre romano de la diosa Atenea. El extremo más alejado del ludus lo ocupaban unos baños públicos y allí se dirigían ella y las bárbaras.

Los guardias las hicieron pasar por la entrada y las dejaron al cuidado de unas esclavas, la mayor de las cuales era una germana de aspecto severo que se llamaba Greta. Afortunadamente, algunas de las otras ayudantes hablaban helénico y oír el sonido de su propio idioma le levantó un poco el ánimo a Lisandra.

Las llevaron a una sala lateral donde había unos cubos con un líquido que olía apestosamente, y poco más. Greta ordenó a las mujeres que se echaran el oloroso líquido en la cabeza. La mezcla tenía un olor penetrante a nafta y Lisandra pensó que, aunque fuera repugnante, el mejunje la libraría de los piojos que habían sido sus compañeros de viaje en los últimos días. En todo caso, era preferible a que le afeitaran la cabeza.

Greta ordenó a las mujeres que se enjuagaran con agua caliente antes de llevarlas a la sala funcional principal del edificio. Lisandra sonrió de placer mientras se metían en los baños propiamente dichos. La piscina era grande y, para su sorpresa, perfumada. Las volutas de vapor salían de la superficie y hacían que el aire fuera húmedo y denso. A Lisandra no se lo tuvieron que decir dos veces, se metió en el agua con determinación.

Hildreth y las otras vacilaron, y ella y Greta intercambiaron discordantes palabras en germánico. Greta, aunque evidentemente era también una esclava, parecía haberse hecho con un puesto de antigüedad en el mundo independiente del ludus y, por lo visto, no toleraba ningún acto de rebeldía. Pero Hildreth también parecía peligrosa: ciertamente, no era una mujer con la que se pudiera jugar. Lisandra se detuvo y miró a una de las ayudantes de Greta con una ceja arqueada.

—¿Qué están diciendo? —preguntó.

La chica era joven, quizá seis años más joven que Lisandra, que tenía diecinueve. Era muy baja, y en su delicado rostro pecoso destacaban unos enormes ojos castaños y una mata oscura de rebeldes rizos. Encogió sus flacos hombros.

—No lo sé con seguridad, pero puedo imaginármelo —respondió ella—. Las mujeres bárbaras tienen miedo a bañarse. —Se aventuró a esbozar una ligera sonrisa—. ¡Piensan que pueden coger frío y morir!

Lisandra resopló con desprecio.

—Salvajes ignorantes —murmuró ella y se zambulló sin decir nada más. Era verdad que llegó a ver a las bárbaras de una forma un poco menos despectiva, después del viaje al ludus, pero su mala opinión de ellas era apropiada. Eran como niñas demasiado grandes: estúpidas, asustadas y supersticiosas. Y, pensaba ella, su dudosa compañía era algo que le habían impuesto. En circunstancias normales, no les habría prestado siquiera su atención y mucho menos su tiempo.

Esos pensamientos se alejaban lentamente mientras se deleitaba con la sensación del agua caliente en su piel. Después de los días mugrientos que pasó de viaje, el placer de lavarse era inmenso. Daba vueltas en la piscina y dejaba que el calor le abriera los poros y limpiara la ciénaga de sudor y suciedad de su cuerpo.

Nadó un rato bajo el agua, antes de salir a flote y dejarse llevar perezosamente hacia uno de los lados. Con los brazos y los hombros apoyados en el borde de la piscina, observó como las germanas perdían su batalla por seguir sucias. De mala gana, una a una, se metían en el agua humeante, mientras gritaban conmocionadas por la poco natural temperatura. Sin embargo, vencieron el miedo cuando el calor perfumado hizo su seductor trabajo: relajar los músculos agarrotados y purificar la piel. Greta lanzó una bolsa de esponjas entre las mujeres de la tribu, que arrullaban de gusto. Se empezó a formar una mancha de suciedad alrededor de ellas cuando empezaron a frotar vigorosamente para quitar años de mugre incrustada.

Lisandra se quedó bien alejada de ellas, pero cualquier esperanza que tuviera de holgazanear en el agua se desvaneció rápidamente cuando el ojo experimentado de Greta juzgó que sus compatriotas estaban lo suficientemente limpias. Dio unas palmadas enérgicas y dijo que salieran todas de allí.

La diminuta esclava con la que había hablado antes se acercó a ella.

—Tienes que venir conmigo —dijo la chica. De igual modo, el contingente de Greta se llevaba a cada una de las prisioneras. Después del baño, Lisandra se sentía relajada y, a pesar de la circunstancia en la que se encontraba, mejor de lo que había estado en semanas. Por eso no iba preguntar.

Su diminuta guía la llevó de la zona de baño propiamente dicha a una sala lateral. Allí había un banco con una toalla encima.

—Soy Varia —informó la chica.

—Lisandra.

Varia señaló el banco y le indicó a Lisandra que se pusiera boca abajo sobre él.

—Relájate —dijo ella mientras le echaba en la espalda y hombros una generosa cantidad de aceite de un olor dulce. Sus pequeñas manos trabajaban con destreza el ungüento en la piel; sus dedos, sorprendentemente fuertes, masajeaban cualquier tensión que quedara en los músculos.

Casi ronroneaba de placer con el alivio que le proporcionaba el masaje de Varia. No podía evitar sorprenderse por este tipo de tratamiento, algo que mencionó a la joven esclava. Cierto que no era lo que le había hecho creer que era el destino de una esclava.

—Bueno —contestó Varia mientras aplicaba su magia en las piernas de Lisandra—. Muy pronto se volverá muy duro. Hay que estar a la altura de ciertos valores —añadió ella de forma realista—. Todas las gladiadoras están muy bien entrenadas.

Lisandra murmuró su comprensión. Sus fosas nasales se dilataron ligeramente para capturar el aroma de la cera. Varia estaba hablando de nuevo.

—Así que no todo es masajes y baños. Y algunos de los entrenadores pueden ser muy crueles. Veo que ya has tenido un dueño violento. —La esclava pasó los dedos por encima de las cicatrices de su espalda.

El sonido agudo como de arrancadura que salió de la celda adyacente y al que siguió un grito de agonía interrumpió cualquier respuesta que Lisandra estuviera a punto de dar. Dio un respingo y miró hacia atrás por encima del hombro de manera inquisitiva.

—Cera —respondió Varia a la pregunta no expresada—. Dura más que el afeitado, pero la primera vez es muy dolorosa para las bárbaras.

Lisandra estaba totalmente de acuerdo. Aunque era verdad que la habían entrenado para ignorar el dolor, no podía evitar sentirse agradecida de que la cera fuera un calvario al que ella no tendría que enfrentarse. Una pasada rápida con una cuchilla de bronce sería suficiente para una mujer civilizada como ella.

Gladiadora
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