Capítulo 45
El ludus era un constante ajetreo de preparativos. Los entrenadores instruían a las gladiadoras sin piedad, para asegurarse de que todas estuvieran en plena forma para cuando llegara el momento de pisar la arena.
Lisandra, que dividía su tiempo entre su propio entrenamiento y la supervisión de su creciente ejército, se encontró con que estaba llegando al límite de su resistencia. Después de un combate de entrenamiento con una chica germana, que casi hace que pierda, Vara se la llevó aparte.
—Tienes que tomártelo con más calma —le aconsejó él.
—Soy perfectamente consciente de mis limitaciones —le espetó Lisandra. Se había inclinado y, con las manos apoyadas en los muslos, respiraba agitadamente del agotamiento.
—No, no lo eres. —Levantó una mano, lo cual impidió que Lisandra hiciera objeción alguna—. Tienes que tomártelo con calma, o estarás agotada cuando llegue el momento de luchar. Mírate. Has pasado apuros con la chica cuando deberías haberla tirado al suelo enseguida.
—Escucha, Vara. No soy una niña a la que tengas que dar órdenes. ¡Sé lo que hago!
—¡No, escúchame tú! —El parto estaba enfadado de verdad y Lisandra se puso tensa sin querer. Vara miró a su alrededor y se acercó a ella para hablarle en un susurro.
—¿Crees que estoy sordo, niña? Paso por tus aposentos cuando hago mis rondas por la noche, y puedo oír tus gritos desde fuera. Tienes pesadillas, ¿verdad? —Vara no creyó adecuado mencionarlo, pero era evidente quién aparecía en las pesadillas de Lisandra—. Ahora descansa o te daré una paliza para que no puedas entrenar.
—Balbo nunca lo permitiría.
—Balbo no está aquí. —Vara sacó su sarmiento—. Lárgate de aquí y date un baño. Ni entrenamiento. Ni ejército. Ni esto. —Abrió los brazos—. Descansarás y punto. Escribe algo, reza a tu Atenea, o lo que sea que haces para relajarte. No me importa. Te has convertido en algo muy caro, espartana, y no voy a consentir que te abran en canal en la arena porque estabas demasiado cansada para luchar. Tienes que dormir. ¿Queda claro?
—Queda claro, Vara. —Lisandra apretó los labios—. Pero te estás equivocando.
—Me importa un carajo. Ahora desaparece de mi vista de una puta vez, ¡y tómatelo con calma! Por todos los dioses, Lisandra, cualquiera en tu lugar estaría feliz con que le dieran tiempo para descansar.
—Puede que no te hayas dado cuenta, Vara, de que no soy como las demás —contestó Lisandra, y se alejó airada.
Frontino decidió que no lo iban a ver como a un provinciano. Era romano, y demostraría «al Trajano ese» que sabía como entretener al estilo romano. Sobre todo porque se había enterado de que Trajano era de la raza ibera: ni más ni menos que español. Por lo tanto, no había reparado en gastos ni en tiempo para llevar a cabo los preparativos de la llegada del confidente de Domiciano; Frontino estaba deseoso de demostrar al emisario que podía ser tan espléndido como el que más.
Además de los matices superficiales, Frontino, con la ayuda del infatigable Diocles, se aseguró de que la guarnición local estuviera bien instruida, las loricas resplandecientes y los cueros bien engrasados y curtidos. No se dejaba nada al azar; Frontino tenía miedo de que el advenedizo ibero se diera cuenta de cualquier cosa que pasara por alto y, por lo tanto, de que su reputación se viera manchada.
Cada día tenía que atender las obligaciones y peticiones de las partes interesadas en aprovecharse de la llegada de Roma. Frontino sentía la presión de tener que atender a todo esto, pero con la ayuda de Diocles, se las arreglaba para mantenerse a flote.
Por lo menos, Lucio Balbo no era motivo de preocupación. El lanista le había asegurado que los preparativos para los juegos estaban yendo extremadamente bien. El asociado de Balbo, Séptimo Falco, había estado dando publicidad al evento desde que se dio a conocer la noticia de la visita de Trajano, y gente de toda Asia Menor, e incluso de Grecia, estaban acudiendo en tropel a la ciudad. Todo esto aumentaba su prestigio: que él, Sexto Julio Frontino, pudiera llevar a cabo un espectáculo tan fastuoso y que la gente viajaría de todas partes para asistir a él, era un buen capital político.
Sin embargo, el día señalado para la llegada de Trajano, Frontino estaba algo nervioso, muy a su pesar. Y cuando se enteró de que el senador y su séquito iban de camino a su casa, se mostró verdaderamente inquieto.
—Calma, mi señor —lo tranquilizó Diocles—. Tome un poco de vino y relájese. Todo está en orden.
Frontino fulminó a su secretario con la mirada, pero se recostó en el diván; sencillamente no sería aconsejable que estuviera a disgusto cuando el español llegara.
—Sí, por supuesto —dijo él, y le hizo un gesto para que le pasara la copa de vino dándole sorbos a su muy aguado contenido.
El tiempo pasaba lentamente y Frontino se dejó llevar ligeramente por el sueño, que fue bruscamente interrumpido por fuertes toques de unas buccinae de latón. Afortunadamente, Diocles le había quitado la copa, y así evitó que se le derramara en su prístina toga. Se recompuso y se levantó mientras se alisaba las arrugas de la ropa.
Se abrieron las puertas que daban al magnífico tablinum19 y los hombres de Frontino saludaron cuando entró la comitiva romana. La encabezaba un hombre alto y rubio, de unos treinta años. Era fornido y llevaba un atuendo militar, lleno de hebillas y de bronce. Se acercó a Frontino y se quedó delante de él por un instante antes de saludarlo.
—Ave, Sexto Julio Frontino —gritó él, con un notable acento.
—Ave, Marco Ulpino Trajano —respondió Frontino, y evaluó al hombre que tenía delante de él. Estaba impresionado: el porte militar de Trajano no era mero artificio. Frontino pudo ver las cicatrices entrecruzadas que tenía en su antebrazo derecho. No era un hombre delicado al que otros le habían proporcionado sus logros militares. Este era un hombre, un soldado de acción. Y Frontino sabía que, mientras él lo evaluaba, a él también lo estaba escudriñando. Le ofreció el brazo a Trajano y el otro lo agarró con firmeza. Para su sorpresa, en una primera impresión, a Frontino le cayó bien el hombre.
—Bienvenido a mi casa.
—Es un honor, señor —dijo Trajano, e inclinó la cabeza.
—Venga. —Frontino llevó al español por el pasillo de soldados—. Démonos un baño y me cuenta cómo fue su viaje hasta aquí y —miró al joven— cuál es su propósito.
Trajano se rió entre dientes.
—¿Un asalto frontal, general?
Frontino se encogió de hombros.
—Somos soldados de nacimiento, Trajano, y políticos por circunstancias. —Trajano se hinchó de orgullo. No era para menos, pensaba Frontino. Su valor militar estaba muy bien considerado; él ya luchaba en batallas cuando este joven cachorro todavía era un bebé. Considerarlo como a un igual era un gran honor—. No es necesaria la retórica entre hombres francos —añadió él.
—Cierto —dijo Trajano—. Démonos un baño y hablemos entonces.
Los dos hombres disfrutaban en los lujosos baños. El caro incienso egipcio y el vapor flotaban hacia el techo, y los envolvía en una niebla aromática. Al borde de la piscina esperaban varios esclavos, tanto hombres como mujeres, que habían sido elegidos por su belleza y su diversidad étnica; el gobernador quería asegurarse de que estaban atendidas todas y cada una de las necesidades de Trajano.
Al principio hablaron de asuntos relacionados con Roma y la política, y Frontino estaba también deseoso de que Trajano le informara sobre su campaña contra el general rebelde, Lucio Antonio Saturnino y sus aliados germanos.
—Efectivamente —dijo Frontino—. He visto a uno de esos germanos en unos juegos recientes. Una mujer, ni más ni menos.
—No me sorprende. —Trajano se relajaba en el agua—. Luchan con sus hombres, y a veces mejor que ellos. Muchas tribus tienen la ridícula creencia de que las mujeres no son inferiores a los hombres. De hecho, las reverencian.
—Totalmente absurdo en la guerra —respondió Frontino—. Pero como espectáculo encuentro que los combates de mujeres son gratificantes a varios niveles. Tiene algo de excitante, ¿no cree?
—¿Yo? —Trajano arqueó una ceja—. Hasta hace poco, nunca había visto algo así. Pero el divino Domiciano es un defensor de los combates de mujeres. Se ha quedado prendado de una de estas germanas, la llaman Aurinia. Ahora en Roma, los combates femeninos se anuncian junto con los de los hombres, por igual, a la luz de las antorchas.
Esto último lo dijo con desagrado, lo cual hizo que Frontino dudara de si el español tenía a los juegos femeninos en baja estima. Que hubiera mencionado que los juegos se hacían a la luz de las antorchas significaba que en Roma los combates entre mujeres tenían lugar por la noche, como atracción principal, hasta entonces algo inaudito. Por otra parte, pensó Frontino, eran tiempos modernos.
—Se dice en Roma —continuó Trajano— que Asia Menor es la sede de los mejores eventos... de este tipo.
Frontino hizo una pausa antes de contestar. Tendría que andarse con pies de plomo y lo sabía bien.
—No es así —dijo él—. Aunque hacemos lo que podemos, somos solo una provincia. Estoy seguro de que cualquier cosa patrocinada por el emperador haría que nuestros espectáculos parecieran insignificantes.
Trajano soltó una carcajada, y su risa gutural resonó en los muros del baño.
—Venga, gobernador —dijo él—. Usted mismo dijo que somos soldados de nacimiento, no políticos. —Se giró y miró fijamente a Frontino—. Tiene miedo a decir la verdad. Tiene miedo a decirlo, porque teme que, cuando vuelva, le vaya a contar a Domiciano que cree que sus espectáculos son mejores que los de él.
Salió del agua, y en el borde de la piscina le hizo señas a una esclava para que fuera a secarlo.
Frontino, por un momento, sintió envidia del cuerpo musculoso y joven del hombre. Estaba lleno de cicatrices, pero aun así no había señal alguna del paso del tiempo. Con cautela, salió también del agua caliente, lo cual le hizo temblar.
—Lo diré yo entonces. —Trajano levantó un brazo mientras una hermosa joven esclava caria lo secaba suavemente—. En Roma se habla de los recientes juegos de Esquilo. Se dice que usted y solo usted es responsable de elevar los combates femeninos de un mero espectáculo secundario al evento principal. Que la calidad de estas... gladiadoras... es superior a nada que tengamos en Roma. Se dice que sus mujeres están magníficamente entrenadas, que sus combates son épicos. Que aunque tengamos buenos luchadores en la capital, la mayoría de ellos no son nada en comparación a las mujeres de Asia Menor. —Hizo una pausa—. ¿Es esto verdad?
Frontino hizo un gesto desdeñoso.
—Mentiría si dijera que no hemos logrado grandes cosas con los combates de las mujeres. Pero —añadió él—, es un entretenimiento especializado. Quizá la novedad pase.
Trajano se rió de nuevo, y los dos hombres se fueron a vestir. Poco después, estaban tumbados en los divanes del estudio de Frontino comiendo uvas y aceitunas.
—Estoy aquí, como bien sabrá, para asegurarme de que los preparativos para la celebración del cumpleaños del emperador van de acuerdo con sus preferencias. —Trajano retomó la conversación—. No hay nada peor que un emperador descontento, Frontino.
El gobernador tosió.
—Eso es verdad —admitió él.
—Sé bien que ha estado preparando frenéticamente un espectáculo para mí. —Trajano pareció algo ufano cuando vio la expresión de sorpresa de Frontino—. Debe darse cuenta de que el espionaje es necesario en los tiempos que corren.
—No diría frenéticamente, joven —espetó Frontino—. Su llegada no estaba planeada. Pero, aquí en Asia Menor, me gusta mantener esa habilidad de los romanos de reaccionar ante una situación y tenerla bajo control. —Le gustara o no el chico, Frontino no iba a dejarse pisotear, aunque sus observaciones fueran correctas.
Trajano no parecía en absoluto disgustado, pero sí inclinó la cabeza.
—He elegido mal las palabras, señor. —Lo último que añadió a la frase fue disculpa suficiente para los dos hombres—. Pero en todo caso, estoy aquí para comprobar si los rumores son ciertos. Si sus juegos son dignos de nuestro divino César.
Frontino sonrió.
—Oh, creo que encontrará su estancia aquí muy entretenida, Trajano. —El gobernador alzó su copa, su cabeza trabajaba a toda velocidad. El joven senador quería algo especial, eso era evidente. Frontino decidió que lo tendría.