Capítulo 55

Lisandra nunca había oído a la gente gritar tanto. El sonido era ensordecedor, barría la arena como la tempestad de Poseidon, y sacudía los dientes dentro de su cabeza. Un harenarius se acercó corriendo y le colocó las dos espadas en las manos. Enfrente, otro hizo lo mismo para Sorina. Las dos mujeres levantaron sus armas y la multitud chilló en un delirio brutal.

Lisandra giró sus espadas dos veces, y estiró el cuello de un lado a otro antes de ponerse en posición de lucha. La espada izquierda la tenía extendida e inclinada. La derecha la tenía pegada al cuerpo para protegerlo. Sorina, por su parte, llevaba la espada principal extendida, y la izquierda inclinada por encima de la cabeza.

El ruido de la multitud se fue debilitando, hasta que Lisandra solo era consciente del sonido de su respiración, del latido de su corazón, e incluso del suave silbido del viento sobre la tierra. Apretó los dedos de los pies, y sintió como los granos de arena se amontonaban debajo de ellos. Espiró con fuerza por la nariz. Una vez hecho esto, se acercó a su enemiga.

Sorina no dio vueltas a su alrededor ni retrocedió. Hacía lo mismo que Lisandra; cuando llegaron al alcance de las armas de la otra, se detuvieron, y sus ojos se encontraron por encima del pálido brillo del hierro. Por un instante, se miraron fijamente.

Con un grito, Lisandra atacó.

Sus espadas lanzaban destellos mientras corría hacia Sorina, pero la mujer la bloqueó y respondió. Su hierro buscaba la carne de Lisandra; esta la interceptó, y el duelo continuó mientras las espadas brillaban a la luz de las antorchas.

No había respiro, el combate no cesaba. Paraban cada golpe y respondían a cada ataque. Las dos se esforzaban por aventajar a la otra. Lisandra empezó a sudar, y el sudor se mezclaba con el aceite mientras arremetía contra Sorina. Esta se movía tremendamente rápido. Sus espadas siempre respondían a las de Lisandra. Sorina la hacía retroceder, lo cual impedía que Lisandra tomara la iniciativa, y sus espadas giraban en una furiosa oleada de hierro.

Sorina se giró y Lisandra contraatacó, pero esta no había contado con el ardid de la amazona; el giro no fue para cortarla, sino para darle una patada, y la pierna levantada de Sorina golpeó con fuerza contra su costado, y así perdió el equilibrio. La multitud gritó con una mezcla de regocijo y consternación cuando tropezó. Como una tigresa, Sorina arremetió contra ella con las puntas de las espadas hacia abajo. Lisandra se vio obligada a rodar para alejarse de ella, y cubrió su cuerpo sudado de arena.

Sorina gruñó triunfante y siguió avanzando. Furiosa, Lisandra corrió hacia ella y se oyó el sonido de hierro contra hierro mientras las mujeres lanzaban estocadas la una contra la otra. Luchaban encarnizadamente y daban vueltas. Los golpes caían más y más cerca de su blanco. Lisandra se acercaba más, y empujaba a su oponente. Pensó con rapidez, y derrumbó su guardia cuando arremetió contra Sorina con el codo y la alcanzó con un golpe de refilón. Fue suficiente y cuando la amazona parpadeó conmocionada, la espada de Lisandra le hizo un tajo en el pecho, y le abrió una herida sangrante por debajo de sus senos.

Sintió una ardiente oleada de euforia cuando vio la sangre de Sorina y, de nuevo, le hizo otro corte, esta vez en el estómago. Sorina se echó atrás tambaleante, y en su rostro tenía grabada una expresión aturdida por el dolor. ¡La tenía! Lisandra se acercó para terminar con la tambaleante amazona, y levantó las dos espadas para dar por finalizada, de una vez por todas, la enemistad que existía entre ellas.

Fue entonces cuando atacó Sorina. En el mismo momento en el que Lisandra se movía, se daba cuenta de que el aprieto en el que se encontraba la astuta dacia era una artimaña, pero no pudo parar la espada que venía a por ella. Lo único que pudo hacer fue torcerse para alejarse frenéticamente de ella, y así dejó que la espada que le iba a destripar, solo le hiciera un corte en las costillas. Sintió el punzante dolor cuando le entró sudor en la herida, seguido de la aguda quemazón cuando se dio cuenta de su verdadero alcance.

No hay dolor, se dijo ella. La disciplina es más fuerte que el dolor. Las dos mujeres se miraron. Sus hombros subían y bajaban por el agotamiento. A la vez, se acercaron. Las dos sangraban profusamente. Los golpes cortos y bruscos de metal contra metal resonaban en sus oídos. A este lo acompañaban los gruñidos de esfuerzo y ahora la cadencia lejana de la multitud. En este frenesí de violencia, los golpes alcanzaban su objetivo y, aunque eran cortes de poca importancia, debilitaban su fuerza y amenazaban con agotarlas a las dos. Llenas de sangre y arena sucia, siguieron luchando. El odio que sentían la una hacia la otra y su deseo de ganar las empujaban más allá de los límites de la resistencia.

Las espadas de Sorina giraron para un ataque doble y, aunque Lisandra desvió uno, lanzó un chillido de dolor cuando la segunda se clavó en su hombro izquierdo, y el chorro de sangre que salió le manchó la cara y el pelo. Con los dientes apretados salvajemente, y sus ojos castaños llenos de ira, Sorina intentó cortarle el hueso con el arma. Muerta de dolor, Lisandra sintió como le cedían las rodillas. Dejó caer la espada que tenía en el lado herido, agarró a Sorina, y se echó encima de ella.

Cayeron al suelo, y rodaron una encima de la otra. En algún momento del enredo, se les cayeron las espadas de las manos y salieron volando mientras la una intentaba sujetar a la otra para no dejarle ninguna ventaja. Privadas de armas, se daban puñetazos sin parar, para machacar la carne de su odiada enemiga. De un impulso, Lisandra empujó a Sorina y las dos se pusieron en posición de lucha sin armas. Lisandra veía puntitos volando delante de ella, fruto del agotamiento que estaba haciendo mella en ella; pero en su corazón, sabía que Sorina estaba tan cansada como ella. Si no podía matarla con la espada, lo haría con sus puños.

Pero fue Sorina la que golpeó primero. Fue un puñetazo que describió una larga curva por encima de la cabeza que se estrelló en el pómulo de Lisandra con la fuerza de un martillo, y le abrió la piel. Furiosa, le devolvió el golpe, y asestó una palmada en la nariz de la vieja guerrera. Sorina se atragantó cuando, de la fuerza con que lo hizo, el hueso y el cartílago se hicieron pedazos. Un fluido rojo y empalagoso le cubrió toda la cara. Con los puños alzados, Lisandra arremetió contra ella, pero, con las prisas, no vio el pie de Sorina. La patada le alcanzó en la parte baja del estómago, lo cual hizo que se doblara al tiempo para que su cabeza chocara contra el hueso de la rodilla de Amazona.

La luz explosionó en su cabeza cuando se golpeó en la frente. Mientras caía de espaldas, vio la figura delgada de Sorina, después el contorno borroso de la multitud y, por último, el azul noche del cielo. Casi vomitó del dolor, y cuando divisó la figura borrosa de Sorina que corría hacia ella para acabar la faena, en un último y desesperado esfuerzo, levantó la pierna y alcanzó a su enemiga en la boca del estómago. Cogió a Sorina de los hombros, la levantó y el impulso de Sorina hizo el resto. Esta voló por encima de Lisandra gracias a esta llave de lucha.

Sorina se deslizó por la arena y dejó una estela de sangre a su paso. Lisandra rodó para intentar levantarse. Se encontró con que estaba ciega del lado izquierdo. Tenía el ojo hinchado por el puñetazo que le había propinado la dacia. Con esfuerzo, se intentó poner de pie, pero sus rodillas cedieron y se cayó hacia delante del agotamiento. Se gritó a sí misma para levantarse, pero su cuerpo no obedecía.

Sorina se había quedado tendida boca abajo, y estaba intentando con todas sus fuerzas levantar la cara del suelo con los brazos. Con un esfuerzo titánico, hizo lo que pudo para ponerse de rodillas. Su cuerpo temblaba por la fatiga. Lisandra vio que las piernas no le respondían; con los dientes apretados, se arrastró hacia ella.

Era bestial; a cuatro patas, luchaban por ir al encuentro la una de la otra, y chocaban como pilares de un templo que se derrumbaba. Ya no había destreza que valiera. Lisandra le asestó un golpe a Sorina, el cual echó la cabeza de esta bruscamente hacia atrás. Sorina respondió de igual manera. Golpe por golpe, lo único que las mantenía conscientes era la fuerza de voluntad. Apoyada la una contra la otra, se cogieron del cuello. Cuando se cruzaron sus miradas, lentamente, inexorablemente, las dos empezaron a ejercer presión. Las dos querían ver cómo la vida moría en los ojos de la otra antes de sucumbir.

Trajano estaba de pie para animar a las luchadoras. No era propio de un romano, pero no lo podía evitar. Estaba asombrado de su destreza, de su valentía. Cuando perdieron las armas, pensó que se había terminado el combate, pero para su asombro, estas mujeres querían matarse a base de golpes. Nunca había visto a nadie así. Había presenciado muchos combates de gladiadores, pero nunca había visto tanta vehemencia, una voluntad tan grande de ganar.

Cuando se arrastraban la una hacia la otra, él ya se había puesto en marcha. Cogió la caja de roble de su asiento, y bajó corriendo del palco de honor a la arena.

Lisandra podía ver que los ojos de Sorina se vidriaban, al mismo tiempo que su cerebro gritaba por falta de oxigeno. La fuerza se le estaba acabando, pero un poco más y la amazona moriría, y Eirianwen sería vengada.

Unas manos fuertes la agarraron de los hombros y tiraron de ella, a la vez que liberaban a Sorina de sus manos. Lanzaban alaridos y arañaban con lo que les quedaba de energía. Las mujeres querían zafarse de las manos que las sujetaban, pero era inútil.

—¡No! —gritó Lisandra—. ¡No!

Trajano se puso entre las dos mujeres magulladas, que eran sujetadas por los harenarii. La multitud se había quedado en silencio ante este acto sin precedentes.

—¡Levantadlas! —dijo él en voz baja a los guardias de la arena. Luego, levantó la voz, y su firme timbre resonó por toda la arena:

—¡Gente de Halicarnaso! Soy Marco Ulpino Trajano, senador de Roma, consejero y amigo del divino emperador. Oídme bien. Mucho se ha dicho del gran Anfiteatro Flavio y de los espectáculos que tienen lugar en él. Yo he estado allí. He visto los combates con mis propios ojos. Pero os digo, delante de los dioses, que nunca antes había visto algo así. Nunca antes me había sentido tan honrado de ver una batalla como esta. Vosotros habéis compartido ese honor conmigo.

Hizo una pausa, y miró a las exhaustas luchadoras.

—Estas dos... mujeres... nos han ofrecido un combate que perdurará para siempre.

Abrió la caja de roble y sacó dos hojas de palma, forjadas en oro macizo.

—Las dos victrix se llevará la hoja de palma —gritó él, mientras presionaba el metal contra sus entumecidos dedos—. Ya han hecho suficiente —continuó él—. Del mismo modo que ellas nos han honrado, está en mi poder honrarlas a ellas. Yo, Marco Ulpio Trajano, senador de Roma, les concedo a Amazona y a Aquilia la libertad. Que se lleven una espada de madera de este lugar, y, si lo deciden así, que ya no luchen nunca más.

La turba gritó su conformidad y empezó a corear el nombre del senador. Trajano se acercó a las maltrechas guerreras y negó con la cabeza.

—Nunca he visto nada igual en mi vida —susurró él—. Que los dioses os acompañen.

Se llevaron a las gladiadoras.

Pero esta vez, cada una a su puerta.

Gladiadora
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