Capítulo 40
El respeto que Lisandra tenía al criterio de Lucio Balbo aumentó cuando le informó sobre sus planes. El lanista estaba en lo cierto cuando estimó que ella era la persona ideal para dirigir y entrenar un ejército. Sabía que el plan que Atenea tenía para ella ahora se estaba revelando. Todo su entrenamiento, su excelencia en el combate y su entendimiento de los asuntos militares la habían conducido a este cometido.
Aunque estaba entusiasmada, había transmitido la noticia a sus mujeres con tranquilidad y ellas la habían recibido con una calma que era digna de su relación con ella. Incluso Danae, a quien le solía dar pavor la idea de la sangre, parecía inspirada. La ateniense tenía una cicatriz amoratada de su encuentro con Sorina y ardía en deseos de venganza.
—Cualquier posibilidad que tengamos de hacer que desaparezca de la tierra esta escoria es bienvenida —le dijo a Lisandra—. Estas bárbaras se vuelven arrogantes cada vez que ganan en la arena. Es nuestro deber reducir su número.
Lisandra se sorprendió ante este comentario. Antes de conocer a Eirianwen, habría estado totalmente de acuerdo con una afirmación así, pero ahora no podía odiar a las bárbaras simplemente por su desafortunado origen. Quizá Eirianwen era única y especial: era parte de la tribu más salvaje y aun así había mucha belleza en su alma y en su cuerpo. Pero sabía que si lo mencionaba no sería bueno para la moral de las mujeres, y sus obligaciones con ellas estaban antes que sus consideraciones personales.
—Me alegra que tengas ganas de luchar, Danae —reconoció Lisandra con lo que creyó que era un empuje convincente.
No solo Danae mostraba más confianza en sus propias habilidades. Después de la confrontación en la zona de comedores, las helenas y las romanas se animaban las unas a las otras. Suponían, con toda la razón, que ellas eran las ganadoras de la lucha, a pesar de lo que dijeran las bárbaras. El hecho de que Balbo hiciera saber que las mujeres de Lisandra, que así era como se conocían ahora, iban a cambiarse al ala nueva, reforzaba esa idea.
Aun así, ahora que ella iba a comandar su ejército de mujeres, Lisandra las refrenaba. Les prohibió cualquier conflicto con las bárbaras, y le ordenó que se mantuvieran bien alejadas de ellas. Ya habían demostrado lo que valían una vez y eso, para ella, ya era suficiente. No se ganaba nada con riñas y peleas constantes. Sabía bien que aparte del entrenamiento militar que les esperaba, cada una de ellas tenía que mantener sus habilidades de gladiadoras ya que volverían muchas veces a luchar en la arena antes del gran espectáculo de Balbo.
En cuanto el lanista le reveló sus planes, la cabeza de Lisandra empezó a funcionar. Aunque él probablemente no se daba cuenta, Balbo estaba, de hecho, emulando a Cayo Mario. Mario había revitalizado el ejército romano al convertirlo en una fuerza profesional motivada. Para entrenar a sus hombres en el combate cuerpo a cuerpo, el político y general había reclutado a entrenadores de las escuelas de gladiadores.
Lisandra consideró que si podía entrenar a su grupo de helenas y romanas para que tuvieran un buen nivel de marcha, instrucción y táctica, ellas, a su vez, podrían transmitirlo a las esclavas novatas que Balbo estaría reclutando en un número cada vez mayor.
Tal y como estaban las cosas, las aptitudes para el combate de sus mujeres principales eran las adecuadas, aunque no eran ni por asomo como las de ella, pero confiaba en que fuera más que suficiente para convertir a sus gladiadoras en temibles luchadoras.
Tenía que inculcarles un sentido de liderazgo, disciplina y visión táctica. Esto era un reto para ella debido a que su bagaje cultural era mínimo; por ejemplo, muy pocas mujeres sabían leer. La realidad era que Lisandra tuvo que pedir que las esclavas cualificadas de Balbo le ayudaran a enseñar a las que sabían menos. Sin embargo, estas mujeres eran helenas o romanas, y la mayoría tenía aptitud e incluso ganas de aprender. A muchas les había sido negada la enseñanza y la cultura era un tesoro más que valioso para todas ellas.
Aunque las bárbaras veían estas actividades con creciente menosprecio, Lisandra animaba a sus mujeres a que estuvieran por encima de los abucheos e insultos. Les decía a sus compañeras que las bárbaras no conocían el valor de ese aprendizaje. No era su costumbre.
Lisandra hacía lo posible para fomentar un espíritu de compañerismo entre ellas. Eran esclavas solo de nombre: se sentían libres; eran libres en su corazón. Con sudor y trabajo duro, estaban formando un vínculo, no solo como gladiadoras, sino también como soldados. Esto era similar a la hermandad del templo y Lisandra sabía que unos lazos así eran difíciles de romper.
Ahora eran especiales; eran la élite, y lo sabían.
—Necesitaré algunos privilegios para las mujeres —les informó Lisandra a Balbo y a Tito, mientras estos descansaban en su triclinium.
El lanista la miró.
—¿Qué quieres decir?
—No pueden ser tratadas como prisioneras, Balbo. De lo contrario todo el proyecto fracasará. —Centró entonces su atención en el hombre mayor—. Tito, tú fuiste soldado, ¿verdad?
Tito gruñó su afirmación.
—Bueno, entonces tienes que saber la importancia de la moral, del espíritu. No podemos estar confinadas aquí todo el tiempo. Nos tenéis que dejar hacer marchas y, a medida que nos hagamos más numerosas, operar en campo abierto.
Tito asintió.
—Tiene razón, Balbo. Pero necesitamos tu palabra de que no habrá ningún intento de fuga. Por tu honor, Lisandra.
—Lo juro por Atenea. Lo necesitamos, Tito —dijo ella de manera significativa y con una mirada resplandeciente—. Esto nos convierte en más que unas simples luchadoras de la arena. Es algo que no se ha hecho antes, somos los primeros.
—¡A lo que ha llegado el mundo! —Sonrió—. Ejércitos de mujeres, como las amazonas.
Lisandra resopló.
—Sorina es una amazona. Salvaje e indisciplinada. Aunque las apuestas estén a diez contra una, ganaremos ese día. Ante tu emperador, aplastaremos a nuestras enemigas y veremos como se las llevan con los pies por delante.
—Bueno, no te entusiasmes —le aconsejó Balbo—. Están bien todas esas marchas y todos esos ejercicios, pero hay cuentas que pagar y tendréis que pelear con regularidad. De hecho, más que con regularidad.
—Ya lo sabemos —contestó Lisandra con altivez.
—Bien, porque he contratado un combate.
Lisandra inclinó la cabeza.
—Eso —dijo ella— será un buen entrenamiento.
Sorina agarró la arena con los dedos, y sintió como los granos le tapaban los pies. Sentía el tacto de la empuñadura de cuero en su mano, familiar y segura. El sol calentaba su piel. Aunque era un combate menor, la arena estaba llena a rebosar. La turba todavía sentía un deseo insaciable por el espectáculo.
Desde su lucha con Eirianwen, la gente quería ver más peleas al estilo tribal, y por eso llevaba una vez más su larga espada. Esta vez, sin embargo, no había un enfrentamiento de sangre, y llevaba puesta su armadura. Su oponente era una gala que luchaba bajo el nombre de Epona. No le importaba demasiado cómo se llamara. Pronto estaría muerta, y todos verían que Sorina era todavía la reina de la arena.
Epona era alta y tenía su pelo rubio muy corto. Esto, unido a su rostro rubicundo y que recordaba al de un cerdo, le daba una apariencia bruta. Tenía todo el cuerpo pintado de añil: un azul fuerte sobre su blanca piel. Le dedicó una sonrisa de dientes rotos a Sorina, y avanzó. Sopesó la pesada espada como si tuviera la intención de usarla de porra.
Sorina le devolvió la sonrisa con frialdad, y su mirada era de indiferencia. Se colocó en posición, lista para reaccionar a los movimientos de su adversaria. Por un momento, las dos mujeres se movieron de un lado a otro, tanteaban la velocidad y el equilibrio de la otra. Entonces, con un grito, Sorina se echó hacia delante, y su espada describió un arco que iba dirigido al cuello de su oponente.
Epona apenas tuvo tiempo de levantar la espada para desviar el golpe, pero después de eso ya no hubo tregua para ella. Sorina luchaba como si estuviera poseída. El sudor destacaba sobre su bronceada piel mientras forzaba el final con la mujer alta.
No hubo intercambios de golpes ni contraataques. Después de solo unos instantes de lucha, se hizo patente que Sorina descollaba totalmente sobre la gala. La multitud empezó a dar lentamente palmadas para mostrar su mofa ante el desajuste del emparejamiento.
Sorina los oyó, y aflojó su ataque. No sería bueno decepcionar a la turba terminando demasiado rápido. Se dio cuenta de que estaba nerviosa, casi desesperada por probar que el durísimo combate con Eirianwen no le había dejado sin sus reflejos.
Pero el corazón de Epona ya no estaba en la lucha; Sorina podía verlo en sus ojos. La paliza que acababa de sufrir había convencido a la gala de que ya no había esperanza alguna para ella.
—Atácame —masculló Sorina en latín—. No puedes ganar este combate, pero al menos puedes aspirar al missio.
No lo dijo por compasión, sino porque Epona estaba haciendo que su propia actuación pareciera torpe.
Fue en vano. Epona intentó atacarla valerosamente, pero sus movimientos eran lentos y nada ágiles. Blandía la espada como si fuera un hacha, y lo que hacía era darle golpes al hierro de Sorina en vez de esforzarse por darle a ella. Indignada, Sorina giro su espada, lo que hizo que la de la gala saliera volando.
En cuanto mandó el hierro por los aires, se dio la vuelta y pegó un fuerte codazo en la cara de la alta rubia, lo que consiguió que se cayera al suelo manchada de sangre.
De pie delante de la figura que estaba tendida de bruces, Sorina dirigió una mirada rápida al palco del gobernador. La respuesta de Frontino fue instantánea y una estocada corta lanzó a Epona a sufrir la agonía de la muerte.
Los espectadores estallaron en abucheos y silbidos. Normalmente, Sorina habría esperado recibir los aplausos del público. Nunca había sufrido una reacción como esa antes, por lo que se dirigió rápidamente a la Puerta de la Vida, mientras los insultos resonaban en sus oídos.
—¿Le llamas a eso un combate? —gritó un espectador furioso—. Ha sido una irrisión. ¿Por qué no luchas con alguien que se pueda defender?
—Ya no es lo que era —chilló otro del público—. Es demasiado vieja.
—Le están dando las adversarias más fáciles. Seguro que Aquilia ganaría a la amazona.
Sorina se paró y dirigió sus ojos marrones a la multitud en busca de su acusador. Lo encontró, un hombre delgado y sucio que llevaba una túnica amarilla. La mujer gruñó, saltó en dirección a la platea, y golpeó los barrotes que separaban a las luchadoras de los espectadores. Ante esta reacción repentina y violenta, muchos de ellos chillaron y se apartaron de un salto, lo que hizo que se cayeran.
—¡Ven aquí, pequeño bastardo! —gritó Sorina—. ¡Aquilia no es nada! ¿Me oyes? ¡Nada!
Iba a decir algo más, pero los guardias de la arena fueron corriendo, se echaron encima de ella para detenerla y se la llevaron de la arena. No luchó cuando la desarmaron y la arrastraron al túnel.
Los abucheos siguieron durante un tiempo.
Balbo palideció ante la reacción de la multitud. Después de la actuación tan espectacular en los juegos de Esquilo, quería probar que era solo el comienzo. Pero la realidad era innegable: ningún lanista podría ofrecer mujeres de calidad para luchar contra la suyas o no querían enviar a sus mejores luchadoras. Las gladiadoras costaban dinero, y parecía ser una creencia generalizada que enfrentarse a una mujer del ludus de Balbo era buscarse la muerte, una propuesta muy poco sensata para cualquier hombre de negocios.
Que la popularidad de Sorina estuviera cayendo en picado no es que le importara mucho. Había hecho un buen servicio, pero su momento se estaba acabando. Se estaba haciendo vieja y ahora tenía a Lisandra. Fortuna le sonrió cuando la arrogante joven de Esparta se cruzó en su camino. Durante mucho tiempo, había visto a Eirianwen como la sucesora lógica de la vieja leona. Pero ahora era en Lisandra en quien ponía todas sus esperanzas.
Balbo determinó que Sorina ya se había agotado. No era su culpa que le hubiera tocado una oponente de mala calidad; no era culpa suya que la multitud hubiera reaccionado mal. Pero tenía una reputación en la que pensar y era un problema del que se tendría que ocupar.
Más urgente, sin embargo, era el hecho de que Lisandra iba a luchar con una mujer del mismo ludus que la adversaria de Sorina. Dado que la reputación de la espartana iba en aumento, estaba claro para Balbo que el lanista no iba a enviar a una de sus gladiadoras a una muerte segura a manos de la joven promesa de Halicarnaso. Llamó a Vara y le ordenó al parto que se pusiera en contacto con el dueño de la escuela adversaria. Tenía un plan. Claro que lo tenía. Es por ello que era un hombre de éxito. Se frotó las manos con regocijo, contento con su mentira.
—Sin problemas.
Danae acababa de volver de la arena y estaba relajando los músculos del cuello. Después del combate de Sorina, la ateniense había hecho una buena exhibición contra su oponente. Con la lucha anterior en mente, había evaluado bien a su adversaria y no había echado toda la carne en el asador demasiado pronto. Es más, hizo que la batalla durara, y permitió a la otra mujer que saboreara por un momento la victoria antes de enviarla a Hades de un golpe en la cabeza.
—Has luchado bien —reconoció Lisandra mientras le desataba la manica.
—Demasiado fácil —dijo Danae—. Tuve que compensar la actuación de la zorra esa.
—Pues sí —interrumpió Thebe. Todavía no había luchado y estaba de buen humor. Sus adversarias parecían cosa fácil y eso significaba que con toda probabilidad saldrían del espectáculo vivas.
—Es el resultado de vuestro entrenamiento —les recordó Lisandra—. Estáis aprendiendo a la manera espartana y esto es una mejora sobre lo que os han enseñado hasta ahora.
Danae se abstuvo de hacer comentario alguno, pero Thebe le guiñó el ojo cuando Lisandra no estaba mirando.
—¿Cómo estás? —Vara entró tranquilamente en la celda de las helenas.
—Estoy bastante bien, lista para mi combate —le informó Lisandra, y le lanzó la manica de Danae.
—Tú no. —Vara cogió el trozo de cuero en el aire, y se lo devolvió inmediatamente—. Danae.
—Estoy bien, Vara —contestó ella—. El combate fue fácil.
—Bien. —Vara le sonrió con dientes de conejo—. Vas a luchar otra vez.
Danae se quedó desconcertada.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Aunque el combate había ido bien, a nadie le gustaba arriesgar su vida dos veces en el mismo día.
—La gente se está poniendo nerviosa. La otra escuela la ha cagado al traer novatas para que luchen contra vosotras. Cualquiera que supiera algo de esto podría ver que tuviste que compensar lo que hacía esa furcia inútil en todo momento. No estuvo tan mal como lo de Sorina, pero... —Su voz se fue apagando.
—¿Cuándo? —preguntó Lisandra.
—Más tarde —contestó Vara—. No sé cómo deciros esto, así que lo voy a soltar sin más: Frontino ha decretado que la otra escuela quede eliminada de los juegos. Eso significa que será solo nuestro ludus el que de ahora en adelante proporcione las luchadoras.
Todas las mujeres helenas lanzaron un grito ahogado. Casi instintivamente, Danae se alejó de Lisandra. Todas sabían lo que eso significaba. Si las cosas salían mal, las dos podrían acabar luchando juntas.
—El gobernador ha anulado algunos indultos que iba a dar a los criminales de la zona —continuó Vara—. Ha ordenado que luchen entre sí, como disculpa hacia los espectadores por la mierda que han visto hasta ahora. Esto es para que nos dé tiempo a desarrollar el nuevo programa.
Las mujeres se miraron impotentes, incluso Lisandra parecía sorprendida.
—Estas cosas pasan —dijo Vara secamente—. Espero que lo toméis con profesionalidad.
—Pero, Vara... —interrumpió Thebe.
—No hay peros que valgan. No hay nada que podamos hacer. —Dudó un momento—. Lo siento.
Lo que realmente las impresionó fue que lo hubiera dicho en serio. No añadió nada más, simplemente se dio media vuelta y se fue.
Se hizo un profundo silencio a su marcha.