Capítulo 39

Lisandra entrenó con suavidad los primeros días de regreso al ludus. Su cuerpo no estaba acostumbrado al ejercicio agotador y si lo hacía con demasiada fuerza, o demasiado pronto, tendría otra lesión y otra baja.

Se conformaba con dejar que por el momento las mujeres helenas practicaran como acostumbraban a hacerlo. Aunque Balbo le había dado permiso para entrenarlas, no se habría sentido cómoda si no pudiera estar a la altura y, es más, superar a sus alumnas. Por eso se concentró en su buen estado físico. Corría y hacía ejercicios para aumentar su fuerza, diseñados para que recuperara su vigor por completo en el menor tiempo posible.

Mientras trabajaba, dirigió la mirada hacia la sección bárbara de la zona de entrenamiento. Las mujeres de la tribu se habían aislado más desde que llegaron de los juegos de Esquilo, y se mezclaban cada vez menos con las demás mujeres. El efecto en el ludus era patente, ya que cada gladiadora, fuera novata o veterana, empezaba a quedarse dentro de su grupo étnico. Lisandra vio esto con más interés que la mayoría; Eirianwen ya no estaba y gran parte del vínculo que tenía con la tribu estaba roto. Por supuesto, todavía tenía a Cativolco, e incluso a Hildreth, quien en su opinión era una persona aceptable.

Lisandra observó que Sorina se estaba esforzando mucho. La mujer era la primera en llegar por la mañana y la última en salir cuando por la noche los entrenadores daban por terminado el entrenamiento. Sin embargo, como le había dicho a Cativolco, que la bárbara entrenara todo lo que quisiera; no había duda de cuál sería el resultado del combate. Sorina era vieja: Lisandra, joven, y así era la vida.

A Lisandra le llevó unas cuantas semanas recuperar la forma física, la velocidad y los reflejos. Empezó a practicar con las helenas, a darles consejos y ofrecerles su ayuda, pero todavía no las dirigía en sus ejercicios. Consideraba que tenía que volver a ganar su total confianza en su superioridad antes de tomar formalmente el control. El respeto tenía que ganárselo y las mujeres helenas ya no eran unas simples novatas.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, ya destacaba entre ellas. De hecho, veía que acogían con agrado que hubiera recuperado la forma ya que en su ausencia les había faltado un liderazgo de verdad. Cuando empezó a entrenarlas en serio, muchas de las otras mujeres civilizadas del ludus dejaron claro que querían formar parte de su camarilla. Por supuesto, no resultaba nada sorprendente. Aunque los métodos de entrenamiento de Vara, Cativolco y, sobre todo, de Tito eran buenos, no habían sido concebidos en Esparta, y naturalmente eran inferiores a su propio régimen. En opinión de Lisandra, que Balbo permitiera esta escisión era extremadamente astuto. El lanista no dudaba de que sus ataques se estuvieran convirtiendo en los más adecuados y letales de su escuela.

—Recordad —les dijo ella después de un entrenamiento particularmente extenuante—, la disciplina es la clave para la victoria. Cualquier tonto puede blandir una espada y apalear a un oponente hasta que se rinda sin pensar en tácticas ni en estrategias. —Señaló con un gesto de la cabeza y con desdén a la zona donde entrenaban las bárbaras, con su habitual entusiasmo sin orden ni concierto—. La disciplina y la buena forma son vuestras armas principales. ¿Cuántas veces habéis visto a luchadoras que empezaban a flaquear cuando se sentían cansadas? La próxima vez que penséis que os estoy exigiendo demasiado pensad en una espada en vuestras entrañas. Recordad que si estáis en mejor forma, mejor preparadas, sobreviviréis. Todas hemos visto morir a nuestras amigas en la arena, ahogadas en su propia sangre. La próxima puede ser una de vosotras. Nunca se tiene demasiado aguante. Dar una vuelta de más lo es todo en esta vida, no solo en la arena. Esforzaos.

Las mujeres soltaron vítores, y Lisandra sonrió.

A Sorina le revolvía el estómago tener que comer con las odiadas griegas. Aunque los dos grupos de mujeres se quedaban en su parte de la zona de comedores, el hecho de tuviera que estar tan cerca de la aduladoras de Lisandra, tanto las griegas como las romanas, era casi insoportable.

La amazona sabía que se estaban burlando de ella en su lengua sibilante, ya que a menudo se giraba y miraban a las mujeres de la tribu, para después soltar una carcajada. Pensó en decirle a Balbo que hiciera turnos para la cena, pero decidió no hacerlo. No podía permitir que el lanista supiera que la tensión entre los dos grupos era enorme, ni que nada impidiera que matara a Lisandra.

Y tenía tantas ganas de matarla que hasta podía saborearlo.

—¿Te encuentras bien? —La voz de Teuta desvió la atención de Sorina de su sueño de empalar a Lisandra con su espada.

—Míralas. —La jefa del clan negó con la cabeza mientras las griegas charlaban unas con otras—. Retórica, sin duda —comentó con desprecio—. Me dan asco.

Teuta gruñó.

—Entonces ignóralas.

—Quita, niña.

Sorina empujó a la esclava, cuando le ofrecía más vino. Varia cayó hacia atrás y tiró el krater al suelo. Se sintió culpable por lo que había hecho: aunque la niña era de la prole de Italia, era bastante inofensiva.

Estaba a punto de ayudarla a levantarse, cuando se dio cuenta de que la zona de comedores se había quedado en silencio. Una de las griegas, una ateniense que sabía que se llamaba Danae, había abierto la frontera que separaba bandos.

—No hace falta que hagas eso, bárbara. —Danae ayudó a Vania a ponerse de pie—. La chica solo estaba haciendo su trabajo.

—No me llames bárbara —espetó Sorina.

Danae arqueó una ceja. Un gesto que le recordó tanto a Lisandra que Sorina se enfureció.

—Es un acto bárbaro intimidar a una niña —dijo bruscamente.

A Sorina le invadió la ira. Su cuerpo actuó por voluntad propia, y se puso de pie con la copa de vino en la mano. Se oyó un crujido y un grito. Danae se caía al suelo con la cara llena de sangre. En sus manos, Sorina sintió los fragmentos de cristal de la copa.

Las griegas y las romanas al otro lado de la zona de comedores se levantaron todas a una, y empezaron a caminar hacia el lado de las mujeres de la tribu. Sorina pensó que no eran nada apasionadas. Había insultado y maltratado físicamente a una de ellas, pero no había visto furia alguna entre ellas. Que vinieran a resolver el asunto con sangre era una cosa; que se acercaran como lo haría una colonia de hormigas era una abominación a la diosa de la guerra.

Las mujeres de su grupo se habían puesto en pie, porque sabía que había llegado la hora de luchar, y con un grito arremetieron contra las odiadas mujeres del mar interior, decididas a quitarle la arrogancia a golpes. Reinó el caos. Las gladiadoras se abalanzaban unas sobre otras, sin armas, solo se oía el sonido de carne contra carne, de fuerza contra fuerza.

La guerrera tribal se encontraba en su elemento. Sorina sintió una energía desconocida que la invadía mientras se abalanzaba dentro de la refriega, y golpeaba y daba patadas. Sus golpes machacaban la carne y rompían los huesos.

Sobre la marea de cabezas pudo ver la alta figura de Lisandra que se estaba abriendo camino hacia ella. Sorina sonrió despiadadamente, con las manos en forma de garras. Había llegado su ajuste de cuentas.

—¡Lanista!

Balbo levantó la vista de su trabajo y vio a Vara entrar a toda velocidad en su oficina. El parto estaba aterrorizado.

—¿Qué pasa, Vara? —preguntó él alarmado.

Vara estaba imperturbable la mayor parte del tiempo.

—¡Pelea! —chilló el entrenador.

—¡Llama a los guardias!

Balbo se levantó de su silla tan rápido como su cuerpo fornido le permitía.

—Ya lo he hecho. —Vara comenzó a correr de vuelta a la zona de entrenamiento—. Tito está ahora allí para llevarlas dentro.

El lanista lo siguió afuera y se retorció las manos ante la escena que tenía delante de él. Sus guardias, todo ellos, se habían metido en la reyerta, desesperados por separar a los dos bandos que se habían formado en el ludus. De un lado estaba Lisandra y las mujeres del mar interior; del otro, Sorina y sus bárbaras. Las mujeres se atacaban unas a otras con furia. Chillaban y gritaban bajo una lluvia de golpes. Observó que Hildreth hacía retroceder a empujones a sus mujeres, por lo visto no estaba dispuesta a involucrarse.

Balbo se estremeció cuando advirtió que dos bárbaras arrastraron a una de las romanas para lanzarla contra una mesa, y gritó cuando vio que volcaron la mesa y la aplastaron bajo ella.

—¡Detenedlas! —chilló él mientras caminaba hacia ellas a toda prisa. Vara lo cogió por la cintura, y tiró de él.

—¿Estás loco? —gritó el parto—. Te matarán. Deja que se ocupen los guardias.

Protegidos por armaduras y escudos, los hombres contratados estaban consiguiendo formar un pasillo entre los dos grupos en contienda; no se detenían en miramientos y los palos subían y bajaban con una fuerza alarmante. Balbo podía ver como se malgastaba una fortuna en huesos fracturados y luchadoras incapacitadas; sin embargo, admitía en silencio que esto era en parte culpa suya. Pero las griegas de Lisandra estaban ganando. Luchaban juntas y ganaban. Balbo lo consideró como una señal de la diosa Fortuna.

La marea humana apartó a Lisandra de su camino. Sorina daba gritos de ira y frustración, e intentaba abrirse camino a arañazos para llegar a ella. Pero a cada paso que daba, se daba cuenta de que había otra griega, otra romana con la que tenía que lidiar. Aunque la invadía la fuerza de la batalla, notaba que, a pesar de ser menos en número, la mujeres de Lisandra llevaban la delantera en la contienda. Habían formado una línea que atravesaba la zona de comedores y, cuando caía una, otra se ponía en su lugar, para machacar a las cansadas mujeres de la tribu hasta que se cayeran al suelo.

Tenía que decirle a su gente que retrocediera, para así unirse en un ataque que doblegaría a las mujeres de Lisandra. Pero cuando miró a su alrededor, sintió que por detrás le daban un fuerte golpe en la cabeza. Se giró para arremeter con furia contra quien lo había hecho, solo para encontrarse con la implacable madera del escudo del guardia, quien la golpeó de nuevo, y dos veces más hasta que Sorina sintió que le flaqueaban las piernas y todo se volvía oscuro.

—He encerrado a todo el mundo. —La voz de Tito sonaba cansada. Se pasó una mano por su sudorosa frente—. Ninguna ha dado muchos problemas —continuó él—. Se les han acabado las ganas de luchar.

—Bien, bien —asintió Balbo—. ¿Alguna baja?

El viejo romano suspiró.

—Tres muertas, y dieciséis en la enfermería con Quinto. Ha sido una buena pelea, lanista.

—Pudo haber sido mucho peor. —Lucio Balbo ya estaba volviendo a su ser después de que se hubiera disipado el impacto inicial que le había causado la refriega—. ¿Las cabecillas?

—Lisandra y Sorina. —Tito se sentó—. ¿Quién si no? —Era una pregunta retórica. El entrenador hizo una pausa, y Balbo pudo ver que el veterano estaba a punto de darle un consejo—. Lanista —dijo por fin Tito—, he notado que las mujeres se han separado las unas de las otras de una forma que no había visto antes.

—Sí. —Balbo decidió compartir sus planes con él—. Lo sé. Yo he permitido que ocurriera; de hecho, voy a hacer que sigan así.

Pudo apreciar que había dejado asombrado a Tito y se tomó un tiempo para saborear la reacción. Tito era un buen hombre, pero a veces creía que por ser mayor era más sabio y olvidaba quién sabía más. Podía ser un excelente entrenador, pero Lucio Balbo era lanista.

Tito se aclaró la garganta.

—¿Estás seguro de que eso es prudente? La situación podría empeorar.

Llegó Eros con vino para los dos hombres, y le guiñó el ojo de manera provocativa a Tito; Balbo tuvo que reprimir una sonrisa. Sabía que el entrenador odiaba al chico, a quien se refería como «ese remilgado catamita». Sin embargo, le dijo al esclavo que se retirara, ya que quería que Tito le prestara toda su atención.

—Van a cambiar las cosas por aquí —dijo él—. Si lo hacemos bien, podemos acabar podridos de dinero. Todos nosotros —añadió él de manera significativa—. El gobernador quiere que organice un espectáculo. Un espectáculo como nunca se ha visto fuera de Roma.

—Eso ya lo he oído antes —dijo Tito. Su hastiada «voz de la experiencia» le resultaba algo irritante a Balbo.

—No así. —Balbo se permitió ser engreído. Empezó a relatarle los detalles de su conversación con Frontino y Esquilo respecto a la grandiosidad que se habían imaginado para el cumpleaños de Domiciano. Cuando terminó, vio que Tito estaba, como era lógico, impresionado—. Es por eso que he permitido que las griegas y las romanas formaran una facción alrededor de Lisandra. Si va a ser ella la que las lidere en la batalla, es bueno que se acerquen a ella.

—Pero todavía no les has contado tus planes, ¿no? —gruñó Tito.

—Todavía no, pero gracias al pequeño altercado de hoy voy a tener que hacerlo cuanto antes. Todos sabéis que estoy ampliando el ludus. Mi plan es llevar a las griegas y a las demás a la nueva ala para que se entrenen como un solo grupo. Iré añadiendo tantas esclavas como pueda, y tantas como el dinero de Frontino pueda comprar, y tan rápido como me sea posible.

—Tiene sentido —asintió Tito—. ¿Y quién va a entrenar este «ejército» de Lisandra?

Balbo sonrió abiertamente.

—Ella lo hará. Pero me imagino que va a necesitar ayuda, Tito. Tú eres el hombre al que llaman el Centurión, después de todo. Mira... —Se echó hacia delante—. La ayudas, y con ello me ayudas a mí. Cuando termine todo esto, le habrás ganado una muy buena reputación y serás tan rico como Creso, el mundo estará a tus pies. Y todos contentos.

—No todos —dijo Tito—. Habrá habido muchas muertes después de esto, Balbo.

Balbo consideró que ese comentario era admirable. Pero el dinero te volvía más duro. Al final, las luchadoras de la arena morían, un hecho que le aclaró al entrenador.

—Así son las cosas, Tito.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, aquí no ha pasado nada. Quiero que Lisandra salga a luchar. Quiero máxima publicidad. Falco va a tener que trabajar duro en los próximos dos años. —Balbo estimó que al promotor le iba a encantar la idea—. Que las mujeres permanezcan apartadas tanto como sea posible, hasta que pueda llevar a las griegas a la nueva ala. Una vez que estén fuera de aquí, todo volverá a la normalidad.

—Brindo por ello. —Tito alzó su copa.

Gladiadora
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