Capítulo 47
Halicarnaso bullía de la expectación. Sus calles, que normalmente ya estaban abarrotadas, estaban llenas a rebosar. Todos los muros estaban adornados con carteles que anunciaban los próximos juegos de Trajano, que eran el único tema de conversación en las muchas tabernas de la ciudad. Las apuestas entre los profesionales del juego habían alcanzado cotas máximas. Se jugaban grandes cantidades de dinero en cada combate; algunos se harían ricos con el evento, pero muchos más se arruinarían. Además del gremio de las apuestas, parecía que todos los habitantes de la ciudad habían apostado dinero en el evento.
Cuando se llenaron las posadas, surgió una metrópolis de tiendas alrededor de la capital caria. La industria estaba en auge debido a la llegada en masa a la ciudad de productos que estaban sujetos a impuestos, con lo que se enriquecería el erario. Todo tipo de empresarios llegaban en tropel a Halicarnaso: esclavistas y vendedores de comida; mercaderes de vino y proxenetas con su comitiva. Era como si todo el mundo de la provincia y más allá quisiera sacar tajada de los beneficios generados por el evento.
El propio Frontino apenas podía creer las cifras que Diocles le había enseñado.
—Un enorme incremento, mi señor —le aseguró el lacónico secretario—. A pesar de su reciente inversión para los acontecimientos del año que viene, el erario está bastante recuperado. De hecho, está mejor de lo que ha estado en años.
Frontino sonrió abiertamente al liberto.
—Excelente —dijo él—. ¿Sabes qué, Diocles? Tenía mis dudas sobre Trajano, pero tengo que admitir que su llegada inesperada ha sacado lo mejor de mí.
—Sin duda —asintió Diocles—. Y hablando de eso, tiene que prepararse. Sería impropio perderse la ceremonia de apertura de este gran espectáculo, sobre todo si usted es su artífice.
—Tienes razón, Diocles, tienes razón. —Frontino apartó su copa se vino medio vacía—. Atuendo militar o toga, ¿qué opinas?
El liberto dio un paso atrás y cruzó los brazos mientras lo miraba de arriba abajo.
—Toga, creo yo, mi señor. Hará calor, y querrá disfrutar de su espectáculo, no cocerse dentro de la armadura.
—Sí, pero, ¿y si Trajano lleva su armadura? No quiero que piense que no puedo aguantar un poco de sufrimiento.
—Trajano es un joven muy tonto, señor. Se desmayará antes de que llegue el mediodía.
Frontino gruñó.
—Eso valdría la pena verlo. Me gusta el chico, pero es demasiado ambicioso, creo yo.
—Usted es muy sagaz a la hora de juzgar a la gente, gobernador. ¿Quiere que llame a los esclavos para que vengan a vestirlo?
—¿Qué? —preguntó Frontino—. Ah, sí, la toga. Ocúpate de ello, Diocles. —Cogió su copa de vino, pero el liberto se la quitó hábilmente—. ¡Mi vino!
—Se ha puesto rancio, mi señor —dijo Diocles con remilgo—. Haré que le traigan más.
Hizo una reverencia y se retiró. Los dos sabían que no traería más vino.
Diocles es a veces tan cascarrabias, pensó Frontino con amargura.
El desfile era dionisiaco en su delirio. Lisandra había visto antes a la multitud enloquecida por la sangre y la lujuria, pero esto era asombroso, incluso para ella. Vestida con su túnica escarlata, marchaba a la cabeza del desfile al lado de Sorina, asombrada por la gente que abarrotaba las calles. Los gritos eran ensordecedores, era un tumulto estruendoso que retumbaba alrededor de las gladiadoras que desfilaban.
A Lisandra esto le recordaba a su primera vez en la arena, pero mientras que en aquella época la había intimidado, ahora agradecía el furor y la pasión. Los espectadores gritaron varias veces su nombre y no pudo reprimir una ligera sonrisa.
—Gritan mi nombre, Sorina —dijo ella por la comisura de la boca—. ¿Dónde están tus admiradores?
—Estarán cantando otra canción en cuatro lunas, espartana. —La sonrisa de Sorina era feroz—. Disfruta de estos días, porque serán los últimos para ti.
—Si los dioses así lo desean —dijo Lisandra serenamente—. Pero, de todas formas, creo que la gente se ha aburrido de ti.
—¡Piensa lo que quieras! —espetó Sorina, y a Lisandra le complació ver que se le hinchaba la vena de la frente.
Se abstuvo de decir nada más. Se giró hacia la multitud y saludó con la mano. La gente gritó entusiasmada.
No fue igual en el complejo carcelario.
A Lisandra le dieron una habitación para ella sola, alejada de las demás mujeres helenas, que aceptó. Se dio cuenta de que el público, los patrocinadores, y, de hecho, sus propias mujeres, sabían que ya existía un abismo entre ellas. Había muchos motivos, entre ellos su educación. Estaba también el tema del ejército: las tropas deben respetar a su líder. Actuaría como lo había hecho Alejandro con las suyas: compartiría sus penas, pero siempre estaría un peldaño por encima de ellas.
Todavía necesitaban su influencia, después de todo. Thebe se estaba convirtiendo en una líder por derecho propio, pero Lisandra era muy consciente de las limitaciones de la corintia. Había aprendido mucho en su época de gladiadora y había sacado provecho de su entrenamiento militar, pero no podía esperar compararse con lo que ella había aprendido en toda una vida.
—Ganarás —le dijo Thebe en la fiesta que se celebraba esa noche.
—Por supuesto —respondió Lisandra—. Míralas. —Desdeñosamente, señaló con la cabeza a la recua de bárbaras—. Borrachas, como siempre.
—Bueno, puede que siga su ejemplo. No voy a luchar hasta dentro de unos días —dijo Thebe mientras miraba la jarra de vino.
Lisandra iba a reprenderla, porque no le gustaba que se emborracharan, pero no lo hizo. Las mujeres la miraban. Se obligó a sonreír.
—Así es, Thebe. Tienes que celebrarlo con tus amigas. —Recorrió la mesa con la mirada—. Con las viejas y las nuevas. —De hecho, había muchas caras nuevas entre ellas, las que reemplazaban a las que habían caído.
—¿Te unirás a nosotras, Lisandra? ¡Una copa por nuestra general! —gritó una de la chicas nuevas, una guapa argiva llamada Helena.
Lisandra entrecerró los ojos mientras intentaba ubicarla. Helena era una de las falangitas, una soldado de buena reputación según le había informado Thebe.
—Beberé con vosotras una, o dos copas —respondió ella—. Pero que ninguna de las chicas nuevas que luchen mañana beba, que se concentren. Díselo —añadió ella.
Helena se levantó entusiasmada, y fue por todas las filas de mesa para informar a las mujeres helenas de las órdenes de Lisandra. Hubo caras de descontento, pero, en general, las nuevas parecían amedrentadas y no se encontraban del todo bien. A pesar del entrenamiento, el saber que pronto una tendría que luchar, o morir por el placer de las masas, era perturbador para ellas. Recordó a Danae en esa época, y el recuerdo la entristeció.
—¿Estás bien? —le preguntó Thebe. Era evidente que había notado el cambio en su expresión.
Estaba pensando en Danae —respondió Lisandra—. Cuando era como ellas. —Señaló con la cabeza a las chicas nuevas.
—Todas fuimos así una vez —observó Thebe, y vació su copa—. Bueno, la mayoría de nosotras —rectificó.
Lisandra le permitió este desliz.
—Helena parece no estar muy afectada.
—Helena es una buena chica. —Thebe asintió con la cabeza—. Es dura como la piedra, como dice el refrán. Sabe cuál es su lugar, hace lo que le dicen cuando se lo dicen. Tito la acaba de elegir para luchar en la arena. Tiene potencial, mientras que muchas de las otras chicas son buenas para la batalla, pero no para esto. —Hizo un gesto que abarcaba la arena.
—Cierto —ratificó Lisandra—. Una cosa es entrenar al soldado y otra a la gladiadora. Muy pocas de nosotras tienen talento para hacer las dos cosas.
La expresión de Thebe se ensombreció por un momento.
—No todas podemos ser como tú, Lisandra.
—No —confirmó Lisandra—. Pero no me refería solo a mí, Thebe. Tú eres una buena líder para esas mujeres que tienes a tu cargo. Y sola luchas muy bien. Extremadamente bien.
—¿De verdad? —Thebe casi se atraganta con el vino.
—Sí. No entrenaría, ni trabajaría contigo si no fuera así.
—Yo... —Su voz se desvaneció—. Gracias, Lisandra.
Lisandra se levantó, y puso su copa de vino sobre la mesa.
—Diviértete —dijo ella, y se fue.
A veces era bueno elogiar, pensaba ella. Infundía confianza, no solo a las mujeres que tenía a su cargo, sino también a su liderazgo. Con un sentimiento de satisfacción consigo misma, se dirigió a su celda.
No estaba familiarizada con el nuevo recorrido de la prisión, y se equivocó varias veces de camino, lo cual hizo que casi se perdiera por completo. Enfadada, atravesó penosamente los oscuros túneles, e intentó volver sobre sus pasos.
Le llegó un olor nauseabundo, y se dio cuenta de que había llegado a la zona donde estaban los condenados. A estos rebeldes los tenían en condiciones atroces. Vivían en su propia mugre, y se alimentaban de las lavazas y sobras de la comida de sus superiores mientras esperaban una muerte segura. Y así tenía que ser, ya que eran la escoria de la humanidad. Las leyes estaban ahí por una razón y no podían violarlas. A su pesar, se detuvo a mirar dentro de una de las celdas enrejadas, y le dio un vuelco el corazón.
Allí, dormida en una esquina, estaba la inconfundible mole de Nastasen.