Capítulo 34
Le costaba moverse, pero Lisandra perseveraba. La habían golpeado hasta tal punto que el mero hecho de estar tumbada le producía dolor, y sentarse le causaba también sufrimiento.
Aun así no podía quedarse allí tumbada. Había estado en cama durante más de una semana: una eternidad insoportable de pesadillas, tristeza y dolor.
Sorina también estaba convaleciente, pero la amazona no había hecho esfuerzo alguno por hablar, lo cual Lisandra agradecía profundamente.
Con lentitud dolorosa, se bajó poco a poco de la cama y tambaleante se dirigió a la puerta, y echó un vistazo a los ahora silenciosos pasillos. De repente se sintió cansada, y se apoyó pesadamente contra la pared. Odiaba sentirse débil. Sabía que el dolor físico se le pasaría; pero la ira ardía dentro de ella al haberse enterado que Nastasen se había escapado sin castigo por su crimen. El médico le había contado que habían hecho lo posible para encontrarlo, pero Lisandra sabía que iba a ser imposible. Nunca en su vida se había sentido tan impotente, tan incapaz de llevar su vida de la manera que quería. ¿No se había sobrepuesto a la esclavitud, conquistado a sus captores y a la gente con su destreza y su don? Pero no podía hacer nada al respecto. Nastasen y sus amigos se escaparían y vivirían sus días con la certeza de que habían ganado, de que habían conseguido lo que querían de ella, y de que ella no había podido hacer nada para evitarlo.
La habían forzado a rendirse, y la vergüenza la quemaba por dentro como si fuera ácido. Lo que daría por tener a Nastasen delante de ella con una espada en la mano. Cortaría al bastardo en pedazos y los bañaría en su sangre. Que todavía viviera era una burla. Golpeó la puerta con el puño, algo que lamentó al momento, porque sintió como la invadía un intenso dolor.
—¿Ya te encuentras mejor? —La voz de Sorina sonaba en la tranquilidad de la habitación.
Lo que le faltaba. No habían hablado en todo el tiempo que llevaban en la enfermería, y se la podía arreglar sin las sandeces de la vieja zorra.
—Lo estaré —contestó ella secamente, después de darse cuenta de que si la ignoraba se estaría rebajando al nivel de la bárbara.
Sorina se levantó de la cama con dificultad, y Lisandra puso cara de desprecio ante la demostración abierta de su malestar. Una espartana podría sufrir como cualquier otro mortal, pero no lo demostraría, sobre todo al enemigo. Estaba segura de que, incluso en el estupor inducido por la drogas, no se había rebajado de tal forma.
—Lamento lo que te ha pasado —dijo Sorina—. Es un crimen contra todas las mujeres que un hombre haga eso.
Lisandra retrocedió. ¿Cómo se atrevía a tener el descaro de decirle que lo sentía? Era insultante.
—Quizá deberías sentir más matar a Eirianwen —le dijo ella bruscamente. Sentía como su autocontrol empezaba a flaquear.
—Lo siento. De verdad. La quería como a una hija. Pero no podía luchar con menos ganas. Hacerlo sería deshonrar a Eirianwen.
Lisandra observó que estaba haciendo un gran alarde de arrepentimiento genuino, pero a ella no la engañaba; Sorina estaba intentando mitigar su sentimiento de culpa haciendo las paces.
—Ahórrame tus tópicos —dijo ella entre dientes—. Tú, en el otoño de tu despreciable existencia, destruiste a alguien que era pura y buena. Fue lo único que tu vanidad te permitió hacer; ¿dices que la habías amado como a una hija? Pues bien, eres la primera madre que antepondría su vida a la de su hija. La has asesinado, Sorina, porque sé que ella no luchó con todas sus fuerzas.
—Lisandra, tú no entiendes las costumbres de las tribus. —La voz de Sorina era suave, casi suplicante.
—No me hables de tus estupideces bárbaras. No seré yo la Ate que oiga tu confesión —declaró Lisandra, mencionando a la diosa de la culpa—. Puede que mi cuerpo esté herido, pero tengo la cabeza en su sitio. Y que sepas que estás marcada, vieja. Te mataré por lo que has hecho.
Los ojos avellana de Sorina brillaron de ira.
—Zorra arrogante —espetó ella mientras intentaba ponerse de pie—. Pretendía hacer las paces contigo para que Eirianwen descansara, pero me lo echas en cara. Tengo mi orgullo, es verdad, pero no es la ciega arrogancia que corrompe tu alma.
—No tienes nada de lo que sentirte orgullosa, fratricida —dijo Lisandra, usando la palabra que una vez usó Eirianwen—. Sé que estás acabada, y que usaste el cariño de Eirianwen en tu beneficio. Bueno, que sepas que te reto. Y juró por Atenea que no voy a desaprovechar mi oportunidad. ¡Te mataré con impunidad, y nada me producirá mayor placer!
—No tienes lo que hay que tener. —Sorina dio un paso tímido hacia delante—. Te derroté antes cuando me enfadaste en el ludus, ¡si no estabas demasiado borracha como para acordarte! Lo haré de nuevo. Con espada o sin ella.
—¡Venga entonces! —Lisandra no pudo más y se lanzó a ella, ciega a todo excepto a la necesidad de machacar a la amazona.
Cuando estaba a punto de golpear a Sorina, unas manos fuertes la agarraron por detrás y la separaron de ella en volandas. Como no podía darse la vuelta para ver quién la cogía, empezó a dar patadas y a gritar con furia para intentar zafarse de su fuerte captor.
Alertado por sus alaridos, el médico entró corriendo en la zona de cuidados en compañía de Vara y Cativolco.
—En nombre de Hades, ¿qué está pasando aquí? —exigió saber él.
—¡La voy a matar! —gritó Lisandra cuando el médico y Cativolco pasaron corriendo a su lado para sujetar a Sorina que cojeaba hacia delante mientras chillaba obscenidades. Lisandra le daba patadas, pero Vara se lanzó a ella para agarrarle las piernas, que se movían frenéticamente.
—¡Sacadla de aquí! —ordenó a voz en grito el médico, y sacaron de allí a Lisandra sin que esta pudiera siquiera impedirlo.
—Hemos venido a ver cómo estabas... —gruñó Vara mientras ella intentaba zafarse—. ¡Basta ya, Lisandra!
Ella lo fulminó con la mirada, pero se encontraba demasiado débil para continuar luchando. En silencio, los dos hombres la llevaron por el pasillo hasta una celda; una vez allí, la pusieron de pie.
—Bonita manera de comportarse delante de tu amigo —dijo Vara con el ceño fruncido, y, antes de irse airado, señaló con la barbilla al hombre que estaba detrás de ella.
Lisandra se giró, todavía furiosa, pero paró en seco.
—Hola, Lisandra —dijo Telémaco con una sonrisa, que desapareció de repente—. No me vas a pegar, ¿verdad?
Lisandra se puso derecha, y reprimió su enfado.
—No seas absurdo, hermano. Los siervos de la diosa no se pegan los unos a los otros. Reservaré mi ira para la zorra bárbara con la que me has visto.
—Está bien. Deberías sentarte. —Señaló una cama—. Parece como si te fueras a desplomar en cualquier momento.
—Me quedaré de pie —dijo Lisandra desafiante. La verdad era que las atrocidades de Nastasen hacían que le resultara extremadamente doloroso sentarse.
Telémaco, sin embargo, insistió.
—Ponte de lado entonces —dijo él.
Lisandra se puso colorada de la vergüenza. Que le dijera eso significaba que sabía lo que Nastasen le había hecho, pero, al sentir que sus piernas se debilitaban, accedió, y se obligó a poner una expresión de frío estoicismo: no sería aceptable mostrar que un gesto tan simple como tumbarse le produjera molestia alguna.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Lisandra después de colocarse en una posición que pudiera soportar.
—He venido a verte —contestó él—. Balbo me lo pidió, después de contarme lo que te pasó. Considera que somos amigos. Lo somos, ¿verdad?
Lisandra suponía que el hecho de que solo se hubieran visto una vez no era importante. Compartían una ascendencia común y practicaban devociones similares.
—Supongo que lo somos. —Lisandra se encogió de hombros—. Gracias, pero me recuperaré pronto.
—Estoy seguro de ello. —Telémaco asintió con la cabeza—. Le he pedido a Balbo que deje que te recuperes conmigo.
—¿Por qué? —Lisandra se enderezó—. Mi sitio está aquí en el ludus con las mujeres helenas. Soy su líder, y no podrán arreglárselas sin mí.
—Estoy seguro de que sobrevivirán. Y creo que te sentará bien estar alejada de todo esto un tiempo.
—Estoy bastante bien, y no necesito tu compasión, hermano.
—No me estoy compadeciendo de ti. De hecho, necesito tu ayuda. Soy consciente de lo que has sufrido con tu entrenador, y de la muerte de tu amiga. Balbo me lo ha contado todo, así que me siento un poco culpable al pedirte esto en un momento que debe de ser muy triste para ti.
—¿Qué ayuda? —Lisandra frunció el ceño—. No sirvo para nada en este momento. Aunque nosotros los espartanos soportamos el dolor con dignidad, no soy tan vanidosa como para pensar que estoy en la plenitud de mis fuerzas.
—Estoy de acuerdo —asintió el ateniense—. No podrás entrenar en el ludus hasta que recuperes tu fortaleza. Pero sé que de Esparta salen sacerdotisas cultas con mentes agudas. Que tu cuerpo haya sufrido no embotará la agudeza de tus pensamientos. Si no fueras espartana, no te molestaría después de lo que has tenido que pasar.
Lisandra sonrió ligeramente. Sinceramente, Telémaco era un buen hombre y, como heleno y sacerdote, poseía un entendimiento innato de la superioridad de la raza espartana.
—Tienes razón. Han infligido grandes humillaciones a mi cuerpo y me siento algo angustiada por la pérdida de mi amor. —No sintió vergüenza alguna en declarar su amor por Eirianwen—. Pero si puedo ayudar a un amigo, por supuesto que lo haré.
—Es una tarea importante. —Telémaco vaciló—. Necesito que copies unas obras de mi biblioteca: Hesíodo, Tucídides, Platón... ese tipo de cosas. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Por supuesto —contestó Lisandra impasible, sin revelar el alivio que sentía. Estaría bien sentirse algo más aparte de totalmente inútil y maltratada. De ningún modo mitigaría la ira impotente que sentía por lo que le había hecho Nastasen, pero al menos desviaría su atención hacia algo práctico. Evidentemente, Telémaco se sentía culpable de pedírselo en su estado, pero claramente no podría encontrar a nadie que le ayudara y que estuviera adecuadamente preparado tanto en religión como en la escritura. Sin duda, tenían una buena relación; él la había ayudado en el pasado, y a ella le satisfacía poder ayudarlo. Y, para ser sincera, esas tareas podrían hacer que dejara de pensar tanto en Eirianwen y el dolor que esos recuerdos le producían.
Aparte de sus necesidades personales, también consideraba que su entendimiento del lenguaje y de la literatura sería mucho mejor que el de Telémaco. Sin duda realizaría un trabajo de mejor calidad.
—¿Balbo está de acuerdo? —preguntó ella.
—Sí. Se alegra de saber que un sanador con experiencia cuidará de ti, y que no le va a costar nada.
—¿Un sanador?
—Mi experiencia no es escasa. —Se dio cuenta de que Telémaco no perdía el tiempo con falsa modestia.
—Y, de esa forma, te corresponderé por tus aptitudes con mi trabajo. —Lisandra sonrió, y se negó a poner una mueca de dolor cuando se le abrió el labio.
—Exactamente. —Le entregó una túnica—. ¿Tenemos un trato?
—Sí, tenemos un trato. ¿Cuándo nos vamos?
—Ahora mismo. —Telémaco se puso de pie y le ofreció la mano, ella la rechazó—. Sígueme —dijo él, y se dio la vuelta.
De espaldas a Lisandra, Telémaco sonreía con gravedad, satisfecho con su éxito. Cuando Balbo acudió a él, se había dado cuenta enseguida de que dejarla a merced de sus pensamientos sería dañino para ella. El lanista se preocupaba por su luchadora, por su producto, Telémaco lo hacía por la salud de la chica. En verdad, no la conocía bien, pero era una sacerdotisa y ya había tenido suficientes desgracias. Quería ayudarla, como sacerdotisa y como compatriota. Lo que sí tenía claro era que mantener su mente activa la ayudaría con el trauma que había sufrido. Le había asegurado a Balbo que un cambio de aires sería la mejor medicina para la cabeza de la chica.
Rezó a Atenea y a Némesis para que encontraran a los cerdos que la habían violado: a la diosa de la justicia para que los encontraran, y a la diosa de la venganza para que sufrieran los tormentos que merecían por su maldad.