Capítulo 27
—No lo consentiré.
Balbo, con un tono de voz concluyente, fulminó a Sorina con la mirada. No necesitaba esto. Era temprano por la mañana. Hacía poco que el sol había empezado a arrastrarse sigilosamente por la mesa de la oficina que había alquilado en Halicarnaso y ya tenía asuntos con los que lidiar.
—No tienes opción, lanista —respondió Sorina si alterar la voz—. Lucharemos, a toda costa. Pero espero que una de nosotras sobreviva. Y que, con esto, saques provecho.
—No se trata de sacar provecho. —Balbo golpeó la mesa con el puño—. Se trata de jerarquía. Soy el dueño de este grupo, por si te has olvidado. No puedes ir por ahí arreglando tus disputas personales porque te apetezca hacerlo.
Por un momento, en los rasgos duros y ajados de la amazona centelleó la tristeza.
—No me agrada —dijo ella—. Pero tengo que luchar contra Eirianwen de todas formas.
Balbo arqueó las cejas.
—Estoy seguro de que lo podéis solucionar —dijo él en tono conciliador—. Siempre habéis estado muy unidas, tiene que haber una forma de lograr salir de esta situación sin derramamiento de sangre.
—No entiendes las costumbres de las tribus, Balbo. —Sorina suspiró—. No es un contrato que podamos negociar, ni un tribunal en el que podamos discutir. He sido retada, y debo cumplir ese reto.
—Esto es absurdo —farfulló el lanista—. ¿Qué es lo que estoy dirigiendo aquí? —imploró con la mirada al cielo.
—Soy la gladiatrix prima y Eirianwen la gladiatrix secunda. Estos juegos han dado categoría a tu ludus. ¿No fue Lisandra, una luchadora novata, llevada a la presencia del gobernador? —Balbo notó la repugnancia con la que Sorina mencionaba a la espartana, pero le hizo señas para que continuara—. Reconozco que este combate no está planificado, pero puede mostrarte, lanista, como alguien que está totalmente dispuesto a complacer a la muchedumbre... y al curator. Al ofrecer a tus dos mejores luchadoras en un combate a muerte, al arriesgar tus más grandes posesiones, demuestras ser generoso. Tus gladiadoras, en general, han aventajado a las de otras escuelas. A la multitud le encantará. Piensa en el dinero tan solo de las apuestas adicionales. Y estoy segura de que tú y Falco podréis sacarle más dinero a Esquilo el Gordo por este... espectáculo.
—Tiene sentido lo que cuentas —reconoció Balbo, totalmente consciente de que la avaricia se estaba apoderando de él. Por otra parte, se convenció él, todo el mundo tenía que buscarse la vida—. Pero no te prometo nada —le advirtió él—. Si los términos se cumplen, tendrás tu combate. ¿De acuerdo?
La bárbara se puso de pie.
—De acuerdo —asintió brevemente—. Te lo agradezco, Balbo. —Se giró para irse.
—Sorina. —La llamó cuando estaba abriendo la puerta—. ¿Por quién debería apostar?
—Saldré de allí viva, lanista —dijo Sorina sin darse la vuelta—. Eirianwen es joven, fuerte y rápida. Pero no es la jefa del clan y nunca lo será. —Se fue y cerró de un golpe la puerta antes de que Balbo le pudiera hacer otra pregunta.
Balbo se recostó pesadamente en la silla y meditó las perspectivas. La bárbara tenía razón, podía hacer una fortuna con este combate. La envejecida veterana contra la joven leona; la fuerza de la juventud contra la sabiduría de la experiencia. Tenía todos los ingredientes de una confrontación clásica.
—¡Nikos! —Llamó a su escriba. El delgado griego entró enseguida, con una apariencia algo desaliñada.
—¿Amo?
—Envía un mensajero a Séptimo Falco. Que le diga que requiero de su presencia a toda prisa.
—Enseguida, amo. —Con una reverencia se fue y dejó a Balbo pensando en todo el dinero que pronto estaría contando.
Lisandra se levantó temprano con el deseo de ver a Eirianwen, pero sus compatriotas helenas hicieron caso omiso a sus necesidades y la interrogaban sin piedad acerca de su velada con el gobernador. Como los detalles no eran tan escabrosos como habían esperado, pronto perdieron interés. No podía evitar pensar en Penélope, y esto hizo que sonriera con tristeza. La pescadora habría estado muy decepcionada por la falta de excesos carnales.
—No espero que lo entendáis —concluyó Lisandra con desdén—. Hablamos sobre todo de titulillos tácticos y militares. Aunque sois unas luchadoras competentes, me temo que estas estratagemas estarían fuera de vuestro alcance. —Esto lo recibieron las mujeres con risitas irónicas. Lo que, consideró Lisandra, hacían para ocultar su propia vergüenza. Solo estaba diciendo la verdad.
Sin embargo, cuando se dieron cuenta de que no habría chismorreos, la dejaron en paz y Lisandra salió de la celda. Los pasillos estaban en su mayoría desiertos a primera hora de la mañana, las luchadoras todavía dormían los excesos de la noche anterior. Lisandra no podía entender la necesidad que tenían de emborracharse hasta quedar inconscientes después de un combate, pero se había dado cuenta de que eso era lo normal para casi todo el mundo.
Sabía que Eirianwen era muy madrugadora y que aunque también bebía mucho, normalmente la podía encontrar en los baños al amanecer. Teniendo esto en cuenta, Lisandra se fue derecha hacia las pequeñas instalaciones que había en el anfiteatro, y le dio un vuelco el corazón cuando vio a Eirianwen sentada en la piscina con los pies en el agua.
Lisandra se sentó detrás de ella, le pasó las piernas alrededor de las caderas y le rodeó el vientre con los brazos. Eirianwen se sobresaltó ligeramente, pero se relajó cuando le besó el cuello y los hombros.
—Buenos días —susurró ella mientras respiraba profundamente el aroma del pelo recién lavado de Eirianwen—. Te he echado de menos.
—¿Cómo fue tu noche? —Dejó caer su dorada cabeza sobre el hombro de Lisandra, pero había un leve tono de urgencia en su voz.
—No fue lo que yo esperaba —contestó ella rápidamente, con ganas de disipar cualquier miedo que Eirianwen pudiera tener sobre su fidelidad—. El gobernador admira los juegos —explicó ella—. No tenía interés en nada más. Solo quería charlar, eso es todo. Creo que está fascinado con nosotras las luchadoras.
—Una pena que no estuviera fascinado por dejar a los silurianos libres. Bastardo romano.
Lisandra se mordió el labio, desesperada por apaciguarla.
—Por favor, no te enfades conmigo, Eirianwen. No tenía otra elección. Pero te juro que no pasó nada. Solo hablamos. —Hubo un silencio, roto solo por el suave goteo de la condensación y el lejano estruendo de las calderas que mantenían el agua caliente. Lisandra tiró de Eirianwen para tenerla más cerca. Decidió que era el momento de decirle la verdad—. Te amo.
Eirianwen giró la cabeza, y Lisandra se asustó al ver que tenía los ojos rojos. Había estado llorando. Preocupada, acarició su rostro surcado de lágrimas.
—¿Qué te ocurre? —susurró ella mientras la besaba—. ¿Qué te inquieta?
—El amor —contestó simplemente ella. Se dio la vuelta para mirarla, y la acercó a su cuerpo. Se quedaron abrazadas durante un tiempo, conscientes únicamente de la proximidad y el consuelo que ese abrazo les proporcionaba.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó de nuevo Lisandra. Sintió que estaba a punto de llorar por el dolor de Eirianwen, pero reprimió las lágrimas con fuerza de voluntad. Se recordó que sería indecoroso llorar. A pesar de su declaración de amor, todavía debía mantenerse fiel a sus principios.
Eirianwen se apartó de Lisandra y se echó ligeramente hacia atrás para mirarla fijamente a los ojos.
—Te amo, Lisandra —dijo ella, y el corazón de Lisandra dio un vuelco—. Pero este amor me causa mucho dolor.
—Pero, ¿por qué? —Por dentro, Lisandra estaba en estado de éxtasis por las palabras de Eirianwen, pero se obligó a calmarse. Había más.
—Sorina... —Eirianwen tragó saliva—. Sorina te odia, y le disgusta lo que sentimos. Ella... —La britana se detuvo con los ojos llenos de lágrimas—. Me ha echado de la tribu.
Lisandra consideró que esto solo podía ser algo bueno. Quizá al librarse de la influencia de la vieja zorra, Eirianwen pudiera aprender de verdad qué era ser civilizado. Sin embargo, vio que a Eirianwen le resultaba difícil asimilar este rechazo.
—Quizá lo reconsidere —opinó Lisandra.
Eirianwen negó con la cabeza.
—Imposible. Porque la he retado.
—Esto suena muy mal —asintió Lisandra—. Estoy segura de que ninguna de tu clan votaría a favor de nuestro amor. —La última palabra le dejó un sabor agradable en los labios. Pero Eirianwen se rió duramente.
—¿Votar? —dijo ella—. ¡No hay voto que valga, Lisandra! Tengo que luchar contra ella por ti. A muerte.
Lisandra retrocedió.
—¡No puede ser! —exclamó ella—. Es verdad que no sentimos fascinación la una por la otra, pero es tu amiga. ¡La jefa de tu clan!
—No cuando esto termine. Una de nosotras morirá. Tiene que ser así. O sigue ella de jefa del clan o yo tomaré su lugar. Ese es el único resultado posible. Pero de cualquier forma, pierdo yo. Si muero, entonces se acabó. Pero aunque gane, ¿qué habré ganado? ¡Las otras tendrán que aceptarme como su jefa, pero seguiré siendo una proscrita debido a mi amor por ti!
Lisandra cogió las manos de Eirianwen.
—Es absurdo —afirmó ella—. Si Sorina tiene algún problema con nosotras, entonces deja que sea yo la que acepte esta carga. En su fuero interno, ardía en deseos de enfrentarse a la amazona espada en mano, en parte porque había terminado por odiarla, pero más debido al dolor que le había causado a Eirianwen. Pero la britana negó con la cabeza.
—No perteneces a las tribus. Y aunque así fuera, fui yo la que la reté. Y soy yo la que tiene que enfrentarse a ella.
—No lo entiendo —dijo Lisandra—. Es la forma de actuar de... —se detuvo, a punto de pronunciar la palabra bárbaros— las tribus —rectificó apresuradamente—, y no tengo experiencia en eso, pero lo que sí sé es esto: los líderes son todos iguales, sean quien sean sus semejantes. Cuando la derrotes, las otras sabrán que habrás ocupado tu lugar por derecho. Lo has dicho tú misma, Eirianwen. Sorina se ha vuelto amargada por el odio.
Eirianwen consideraba sus palabras con el ceño fruncido, y Lisandra reprimió el impulso de besarla, lo cual habría arruinado el flujo de su improvisada oratoria. Siguió hablando.
—¿Importa que mis antepasados sean espartanos y los tuyos el pueblo noble de Britania? ¿Qué hay de malo en que dos personas se quieran? ¡Sobre todo en este lugar! ¿Qué ve de malo en nuestra felicidad?
—Porque no somos iguales —susurró Eirianwen—. ¿Qué esperanza nos queda, Lisandra? De verdad. Con cada combate, las posibilidades de que salgamos de aquí con vida van disminuyendo. Y aunque saliéramos libres, ¿después qué? Somos dos mujeres, una bárbara y la otra una antigua sacerdotisa. ¿Adónde podríamos ir que no nos causara infinitos problemas?
—Amor vincit omnia, Eirianwen, «el amor todo lo puede», y eso es cierto. Ganaremos nuestra libertad, y estaremos juntas. —Mientras hablaba, Lisandra se sentía segura de la validez de sus palabras—. Nunca había conocido el amor. De hecho, al pensar que me volvería débil, lo había rechazado. Pero cuando te miro a los ojos, siento tanta fuerza... Siento que cuando estoy contigo podría lograr cualquier cosa. No me importa el desdén de los demás. Solo me importa que tú estés a mi lado y yo estar al tuyo. Puede que seamos mujeres, pero nuestro amor es más profundo que el compartido por un hombre y su mujer. Porque somos iguales, Eirianwen, y eso es raro en este mundo.
Lisandra vio brillar la esperanza en los hermosos ojos azules de Eirianwen.
—¿Crees que eso pueda ser verdad?
—Lo sé —dijo ella. Era la primera vez que veía a una Eirianwen que la necesitaba. La britana era mayor y más experimentada que ella, y a Lisandra no le había importado que fuera ella la que llevara las riendas de la relación. Pero ahora, era la mujer de la tribu la que estaba perdida y, al servirle de apoyo, Lisandra sintió como su fuerza interior aumentaba—. Lo que ha ocurrido entre tú y Sorina es grave —reconoció ella—. La vida está llena de cosas malas, Eirianwen. Pero los dioses endulzan lo malo con lo bueno. ¿Es una desgracia que seamos esclavas? Sí, pero si no lo fuéramos, ¿cómo nos habríamos conocido? Y mi libertad es un precio muy bajo a pagar por lo que siento en este momento.
Eirianwen no habló, sino que se echó hacia delante y la besó con una pasión dulce aunque apremiante. Y por un momento, las preocupaciones del mundo no existieron para ellas.