Capítulo 11
La breve conversación que había mantenido con Cativolco permaneció en su mente en los días que siguieron. De nuevo se preguntó por qué el entrenador se preocupaba por ella. Desde luego, había otras mujeres que necesitaban más de sus consejos. Esto se hizo incluso más evidente cuando los entrenadores comenzaron con las sesiones de entrenamiento por parejas.
Golpear durante semanas sacos de arena y maniquíes de paja era una cosa, pero llevar las lecciones a la práctica contra una oponente de carne y hueso era algo diferente. Por su parte, Lisandra no tenía en realidad la cabeza puesta en la tarea a realizar. Odiaba la caricatura de sí misma en la que se había convertido. Sus oponentes lo intentaban con tesón, pero eran ataques lentos y torpes a los ojos experimentados de Lisandra y podría despacharlos con un golpe «mortal» casi a discreción. Los largos años en la agogé habían enseñado a su cuerpo a responder, incluso aunque no pusiera el corazón en ello. Lisandra veía que Hildreth también estaba causando estragos entre las que se enfrentaban a ella. Claramente, la germana se estaba divirtiendo y celebraba cada victoria con gritos de alegría.
En mitad de una de estas celebraciones, Tito ordenó que se diera por concluido el trabajo. Las mujeres se detuvieron, confundidas. Ni siquiera era la hora del descanso del mediodía y acababan de empezar a sudar. Incluso las veteranas habían dejado su entrenamiento y se acercaban a la zona de las principiantes. Se sentaron en el suelo y miraban mientras las mujeres de Greta traían sillas y bancos largos. Otras limpiadoras, entre ellas Varia, marcaban con cuerdas un círculo en la arena (Lisandra calculaba que medía unos seis metros de diámetro).
Lisandra observó que la pequeña esclava hacía una pausa en su trabajo para saludarla con la mano y ella hizo lo mismo con la cabeza. Habían estado viéndose y hablándose a menudo durante el segundo período de los entrenamientos y la niña ya la veía como una especie de confidente. Para ser honesta, Lisandra también disfrutaba de su compañía, ya que la distraía de sus propios pensamientos.
—Hoy va a ser diferente —gritó Tito—. Hoy lucharéis para el público. —Señaló a las veteranas—. Y seréis juzgadas.
Cuando dijo esto, Lucio Balbo se acercó con Eros, su catamita. El lanista se sentó en una de las sillas y Tito continuó.
—Desde ahora, lucharéis por más que una simple práctica —dijo él—. Lucharéis por vuestra continuidad en el ludus.
Las mujeres lanzaron un grito ahogado. No lo esperaban. No habían tenido tiempo de prepararse para esta prueba.
—Aquellas que lo hagan bien en la arena —hizo un gesto hacia la zona que Varia y sus compañeras habían señalizado con cuerdas— se quedarán y prestarán el juramento. Aquellas que decaigan, se irán. Queremos esfuerzo —continuó—. Luchad bien e incluso en la derrota, os perdonaremos. —Se llevó su puño hacia el pecho—. Esta es la señal del missio, que significa que habréis sobrevivido. Esta —dijo, sacando el puño hacia fuera y poniendo el pulgar en horizontal— en la arena significaría la muerte. Aquí, significa que seréis vendidas. Si os derrotan, para implorar misericordia, os dirigís al lanista y levantáis el dedo. Dependerá de él si os vais u os quedáis. Si las veteranas piensan que merecéis prestar el juramento, puede que el lanista se vea influido por esa opinión. Eso es todo. Las primeras en luchar serán Decia y Sunia. —Las dos mujeres se miraron, perplejas por esta decisión—. Las siguientes serán Thebe y Galatia. Comenzad a calentar —les aconsejó él.
Con las piernas entumecidas, las dos elegidas en primer lugar se acercaron. Nastasen les colocó los cascos en la cabeza y se fue.
—¡Empezad! —La voz de Tito era aguda. Las mujeres se movieron a la vez y comenzaron los vítores.
Lucio Balbo se acomodó en su asiento y tomó un sorbo de vino de su copa. Eros estaba de pie detrás de él y con una sombrilla lo protegía del sol. Balbo siempre disfrutaba de estas pruebas: estaba bien ver de primera mano cuáles de sus adquisiciones merecían la pena mantener y cuáles habían sido una mala inversión. La experiencia le había enseñado que darles tiempo a las mujeres a prepararse para estos combates era perjudicial para su actuación. Era mejor decirlo sin avisar antes de que tuvieran tiempo para pensarlo y de que se pusieran nerviosas.
Las primeras dos combatientes habían comenzado con bastante torpeza, pero, animadas primero por las veteranas y después por sus compañeras principiantes, arremetieron la una contra la otra con ganas. Salpicaban el aire con agudos gritos de esfuerzo y con el sonido de sus espadas de madera al chocar cuando atacaban y contraatacaban. Tras una furiosa ráfaga de golpes, Sunia alcanzó a Decia en el esternón con una estocada feroz, lo cual la dejó sin aliento. Se cayó hacia atrás y, jadeante, se quitó el casco para poder respirar. Balbo ya se había decidido: las dos habían luchado bien y, en cuanto la chica levantó el dedo, él señaló el missio.
El público animaba y las siguientes luchadoras se dirigieron a la arena.
Lisandra observaba los combates con una sensación de malestar y de temor en su fuero interno. Ahora, ya sabía por qué ni a ella ni a Hildreth las habían emparejado antes. Los entrenadores lo tenían todo planeado. Las habían dejado aparte porque sabían que eran las mejores guerreras de entre las novatas.
A pesar del calor que hacía, Lisandra sintió como un sudor frío le corría por las cejas. Tenía el estómago revuelto y comprobó que le temblaban las manos. Una cosa era vencer a aquellas que nunca habían cogido una espada antes de llegar al ludus, y otra totalmente diferente era vencer a una asesina de pura raza como Hildreth. La pelea con Sorina le había demostrado que todo su entrenamiento no era nada en comparación con el sentido común ganado con mucho esfuerzo de una guerrera curtida en la batalla. Su lucha desesperada con los hombres de Vara en la playa y el combate que siguió en la arena de Halicarnaso era la única experiencia real que tenía. Nada comparado con los años que Hildreth había pasado luchando contra los romanos en las fronteras de su salvaje tierra natal.
Al menos, pensaba, perdería ante una adversaria que acabaría con ella rápidamente. Desde ese momento, su destino dependería de las Moiras. Miró a su alrededor y buscó a Hildreth en el grupo de principiantes. La germana la estaba mirando directamente con unos ojos vivos y brillantes. También se había imaginado que se enfrentaría a ella. Su feroz sonrisa le decía a Lisandra que estaba entusiasmada con la idea de ponerse a prueba. No quería mantener su mirada y por eso la apartó rápidamente y, en su lugar, la dirigió hacia aquellas a las que Balbo había escogido para la venta. Sabía que pronto estaría entre ellas.
El día iba pasando y las novatas luchaban con una pasión que compensaba su inexperiencia. Lisandra se dio cuenta de que, a pesar de lo que odiaban la esclavitud, muchas de ellas creían lo que les había dicho Tito. Vivir y luchar por la libertad era preferible a una existencia que no daba muchas esperanzas. Para ellas, quizá era aceptable, porque la espada y el escudo les eran nuevos. No se habían deshonrado a sí mismas ni a sus antepasados como lo había hecho ella.
La chica que estaba al lado de Lisandra le dio un codazo y esta levantó la mirada una vez, más y vio que Tito la observaba expectante.
—Tú y Hildreth lucharéis a continuación —le dijo la chica—. Será mejor que cojas tus cosas.
Balbo se frotó las manos cuando Lisandra ocupó su lugar en la arena. Había querido ver más del entrenamiento de su preciada nueva esclava, pero los asuntos administrativos lo habían tenido ocupado últimamente. Ella era, pensaba él, una criatura fascinante. Eros, a instancias suyas, había buscado en la biblioteca información sobre la extraña hermandad de la que ella afirmaba ser miembro, pero no había encontrado nada. Con todo eso crecía el misterio.
Y después estaba la germana, Hildreth. Le habían avisado que daba mucho trabajo, pero era una de esas guerreras que tanto aterraban a las legiones de las fronteras. El combate prometía ser de una calidad excelente.
A la orden de Tito, empezó el duelo.
Hildreth se puso en movimiento y saltó al ataque. Golpeó su espada de madera contra el escudo de la espartana. Lisandra retrocedió ante el asalto y, de vez en cuando, se defendía con algún que otro golpe. Pero Hildreth era implacable. La germana se abría camino y no le daba a su contrincante ni un respiro; el público la animaba y pedía a gritos la muerte rápida.
Los escudos de las mujeres crujían al chocar. Hildreth levantó su espada y golpeó la parte superior del scutum de Lisandra, y la alcanzó, ya que era más alta, en el hombro.
—¡Solo es una herida! —rugió Tito—. ¡Continuad!
Hildreth retrocedió para coger aliento y Balbo se inclinó hacia delante en su asiento. Había visto a Lisandra en la arena y sabía que le gustaba cansar a su contrincante antes de tomar la iniciativa. Pero no llegó tal ataque. Las dos simplemente daban vueltas con cautela la una alrededor de la otra. A cada momento que pasaba, Hildreth ganaba más confianza.
Balbo se sobresaltó cuando una de las jóvenes limpiadoras de Greta lanzó un grito agudo de apoyo a Lisandra—. Él la miró molesto, pero ella no pareció notarlo. Balbo se dio cuenta de que su voz era la única que animaba a Lisandra, que todas las demás eran para Hildreth. Alentada por la multitud, Hildreth gritó, atacó una vez más y, sin compasión, se echó encima de su adversaria.
—¿Qué le pasa? —preguntó Balbo a Nastasen.
El gran nubio levantó las cejas.
—No es tan buena como dijo Vara —manifestó mientras miraba, como pidiendo disculpas, al parto que estaba sentado al lado de Cativolco detrás del lanista—. Lo siento, pero no tiene nada de especial. Y ahí está la prueba.
—Está enferma hoy —interrumpió Cativolco—. Tiene fiebre.
—Tenía buen aspecto esta mañana —dijo Nastasen con una sonrisa lobuna—. No creo que sea buena. Mucho hablar y pocos hechos. Creo que lo mejor es venderla.
—No tienes ni idea —espetó Cativolco. Balbo levantó la mano para dar por finalizada la discusión y volvió a centrar su atención en el combate.
Era demasiado rápida. Hildreth era demasiado rápida. Lisandra vio que no podía respirar bien dentro del opresivo casco que le cubría toda la cara. Respiraba agitadamente y el sudor le caía dentro de los ojos y la cegaba. Lo único que podía era levantar el escudo y desviar los impactos de la germana, que eran rápidos como un rayo. Intentaba empujarla con fuerza, responder, pero era inútil: recibía todos sus ataques con desdén y la dejaba sin resuello. La germana era demasiado buena y Lisandra sentía que se cansaba con prontitud.
Vio que el golpe venía hacia ella, pero no se pudo defender. La espada de Hildreth chocó contra un lado del casco y la visión de Lisandra se llenó de una luz blanca brillante. Se tambaleó e intentó levantar el escudo pero la golpeó de nuevo.
Lisandra parpadeó y el dolor se apoderó de ella cuando Hildreth le hincó con fuerza la espada en el abdomen. Se dobló y la bilis le subió por la garganta. El rudis se le cayó de la mano y el sonido de este al chocar contra el suelo le pareció extrañamente alto a sus oídos. Sintió un dolor agudo en la nuca y el mundo dio vueltas antes de volverse negro.
Balbo estaba boquiabierto. La espartana yacía postrada en el suelo ante su adversaria, que gritaba triunfante.
—Habet, lanista —dijo Nastasen—. Ahí la tienes.
No podía ser verdad. El mismo Balbo había visto a la mujer en combate y sabía que valía. Esta no era la misma gladiadora que había despachado totalmente a su contrincante en Halicarnaso. Era la sombra de lo que había sido. Sus movimientos eran rígidos e inconexos, y sus ataques débiles.
Sintió que alguien lo agarraba de la pantorrilla y bajó la mirada. Era la joven esclava que había estado animando a Lisandra. Estaba de rodillas ante él.
—Amo, por favor. —Los ojos de la niña estaban llenos de lágrimas y su voz era de angustia—. Missio, se lo suplico. Es la mejor, lo juro.
—Suéltame. —Balbo sacudió la pierna como haría alguien que quiere quitarse de encima a un perro demasiado cariñoso.
La chica lo soltó, pero no cedió.
—¡Amo, perdónela! —Vara la interrumpió cuando se levantó del banco y le dio un golpe en la cabeza.
—Vete de aquí, Varia. —Le dio una patada en el trasero que dejó a la pequeña esclava tirada en el suelo.
Tito se acercó. Negaba con la cabeza y tenía los labios apretados.
—Bueno, Tito —exigió Balbo con aires de superioridad—. ¿Cómo explicas eso? —Señaló con furia a la espartana, que yacía inmóvil—. Tus métodos de entrenamiento han embotado a la chica.
Tito retrocedió con los ojos entornados ante esta difamación acerca de sus aptitudes. Era Nastasen quien había pegado a la chica, pero él era el entrenador jefe y, por eso, responsable de la actuación de una luchadora. Sin embargo, sabía que el fracaso de la espartana tenía poco que ver con el acoso del nubio. Era algo más profundo.
—Lanista —dijo él respetuosamente—. Algo ha cambiado a la chica. No sé explicar qué. Sé que lo puede hacer bien, pero ha perdido su fuego.
—Tuvo suerte la primera vez —dijo Nastasen—. Mírala ahora. Deshazte de ella —le aconsejó a Balbo—. Ya no sirve. Cualquiera puede ver que no la tiene.
Balbo sintió que todos lo miraban a la espera de su decisión. Después de esta actuación, debería irse. ¿Se pudo haber equivocado con ella? Después de todo, cualquiera podría tener suerte en la arena. En muchas ocasiones había visto cómo a una excelente luchadora la derrotaban por pura mala suerte. Quizá eso fue lo que le había pasado a la primera adversaria de Lisandra. Quizá su pobre actuación había halagado demasiado a la espartana. Levantó el brazo para dictar sentencia.
—Siente que los dioses la han abandonado —dijo Cativolco en voz baja.
Balbo se detuvo y recordó la primera conversación que tuvo con Lisandra. Pensaba que su actitud era bastante directa y poco imaginativa. Quizá lo que ha provocado esto había sido una crisis de fe. Sopesó su actuación en la arena y lo que acababa de ver. ¿Se podía permitir perderla?
—Última oportunidad —dijo en voz baja, y se golpeó el pecho con el puño como si estuviera envainando una espada.
—¡Missio!
Se puso de pie, se dio la vuelta y se fue. Era consciente de que tanto las veteranas como las principiantes murmuraban enfadadas. Se daba cuenta de que no verían justo librar a alguien que lo había hecho tan mal y vender a luchadoras más dignas. Mostrar favoritismos podría causar más confusión en el ludus si las mujeres pensaban que a una de ellas la trataban bien cuando no se lo merecía. Echó un vistazo a las que ya habían sido condenadas y que se quedaron mirando malhumoradas. Algunas de ellas eran una nulidad, más bocas que alimentar y, por lo tanto, más gastos. Pero él se lo había buscado. Volvió sobre sus pasos.
—Según me ha contado Cativolco, las principiantes están enfermas —dijo en alto, lo que hizo que el barullo cesara al instante—. No lo sabía antes de que comenzaran los combates del día. Puede que esta sea la razón de vuestra patética actuación de hoy. Sin embargo, soy un hombre razonable.
Miró a las mujeres y silenció así cualquier protesta.
—No volveré a ser tan indulgente.
Levantó el brazo hacia las condenadas.
—¡Missio! —dijo él.
Tanto las veteranas como las novatas recibieron esto con una gran ovación. Se levantaron todas a la vez mientras gritaban de alegría, ya que a ninguna de ellas le agradaba la idea de que aquellas a las que estaban empezando a conocer fueran expulsadas del ludus. Cuando se iba, empezaron a corear su nombre como muestra de agradecimiento por su clemencia.
Movió bruscamente la cabeza hacia Lisandra.
—Llevadla a la enfermería.